Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 25 de septiembre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte IX

Por Joseph Stiglizt


LA DEUDA DE LOS ESTUDIANTES Y EL FIN DEL SUEÑO AMERICANO[15*]


Hay un drama que se ha vuelto habitual en Estados Unidos (y otros países industrializados avanzados): los banqueros animan a la gente a endeudarse por encima de sus posibilidades y se ceban especialmente con los que carecen de formación financiera. Utilizan su influencia política para obtener un trato favorable de una u otra forma. Las deudas se acumulan. Los periodistas informan del coste humano. Y entonces llega el asombro: ¿cómo hemos podido dejar que sucediera esto? Las autoridades prometen que van a arreglar la situación. Se toma alguna medida respecto a los casos más escandalosos. La gente pasa a otros asuntos, con la tranquilidad de que la crisis se ha resuelto, pero con la sospecha de que pronto se repetirá.


La crisis que está a punto de estallar en este caso es la relativa a la deuda estudiantil y la financiación de la enseñanza superior. Como la crisis inmobiliaria que la precedió, está íntimamente relacionada con el aumento de las desigualdades en Estados Unidos y el hecho de que, cuando los que ocupan los escalones inferiores se esfuerzan por subir, hay fuerzas que los vuelven a arrastrar hacia abajo de manera inevitable, en ocasiones incluso más abajo de donde estaban.


Esta nueva crisis está surgiendo antes de que se haya resuelto la anterior, y las dos están entremezclándose. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, poseer una casa y un título universitario se convirtieron en señales de éxito en este país.


Antes de que estallara la burbuja inmobiliaria en 2007, los bancos convencieron a los propietarios de viviendas de rentas bajas y medias de que podían convertir sus casas y apartamentos en verdaderas huchas. Los animaron a firmar segundas hipotecas y, a la hora de la verdad, millones de personas perdieron sus hogares. En otros casos, los bancos, intermediarios hipotecarios y agentes inmobiliarios empujaron a los que deseaban comprar una vivienda a endeudarse por encima de sus posibilidades. Los magos de las finanzas, que se enorgullecían de saber gestionar los riesgos, vendieron hipotecas tóxicas que estaban pensadas para estallar. Envolvieron los préstamos sospechosos en complejos instrumentos financieros y se los vendieron a inversores incautos.


Todo el mundo sabe que la educación es la única manera de ascender, pero, al tiempo que un título universitario es cada más importante para prosperar en la economía del siglo XXI, la educación es cada vez más inaccesible para quienes no han nacido en la riqueza. La deuda de los estudiantes de último curso universitario sobrepasa ya los 26 000 dólares, un aumento aproximado del 40 por ciento (sin ajuste por la inflación) en sólo siete años. Ahora bien, una media como esta esconde enormes variaciones.


Según el Banco de la Reserva Federal en Nueva York, casi el 13 por ciento de los estudiantes de todas las edades que piden préstamos debe más de 50 000 dólares, y casi el 4 por ciento debe más de 100 000 dólares. Pagar tales cantidades está fuera del alcance de los estudiantes (sobre todo en esta recuperación casi sin empleo), como demuestra el increíble aumento de los índices de morosidad e impago. A finales de 2012, alrededor del 17 por ciento de los estudiantes que habían pedido préstamos tenían un retraso de 90 días o más. Contando sólo a los que estaban devolviendo el dinero —es decir, sin incluir a los que habían conseguido un aplazamiento o indulgencia—, más del 30 por ciento tenían un retraso de 90 días o más. En los préstamos federales solicitados en el año fiscal de 2009, los impagos de tres años superaron el 13 por ciento.


Estados Unidos se distingue de otros países industrializados avanzados por la carga que representa para los estudiantes y sus padres el pago de la educación superior. También es excepcional entre países similares por el elevado coste de un título universitario, incluso en las universidades públicas. La matrícula media más alojamiento y comida en una universidad con carreras de cuatro años cuesta algo menos de 22 000 dólares al año, frente a algo menos de 9000 dólares (ajustados por la inflación) en 1980-1981.

Comparemos esta subida a más del doble de las matrículas con el estancamiento en la renta media de las familias, que está en torno a 40 000 dólares, frente a 46 000 dólares en 1980 (tras el ajuste por inflación).


Como muchas otras cosas, el problema de la deuda estudiantil se agravó durante la Gran Recesión: los costes de matrícula en las universidades públicas aumentó un 27 por ciento en los últimos cinco años —en parte debido a los recortes—, mientras que la renta media se redujo. En California, la matrícula, ajustada por la inflación, se incrementó más del doble en los colegios universitarios públicos (que para los estadounidenses más pobres son muchas veces la llave de la movilidad social), y en más del 70 por ciento en las carreras de cuatro años entre 2007-2008 y 2012-2013.


Con el aumento de los costes, el estancamiento de las rentas y la escasa ayuda del Gobierno, no es extraño que el año pasado la deuda estudiantil total, alrededor de un billón de dólares, sobrepasara la deuda total de tarjetas de crédito. Los ciudadanos responsables han aprendido a contener su uso de las tarjetas de crédito —muchos las han cambiado por tarjetas de débito o se han informado sobre tipos de interés usurarios, comisiones, multas impuestas por las emisoras de las tarjetas—, pero el problema de controlar la deuda estudiantil es mucho más complicado.


Reducir la deuda estudiantil equivale a reducir las oportunidades sociales y económicas. Los graduados universitarios ganan 12 000 dólares más al año que los que no lo son; la diferencia se ha multiplicado casi por tres desde 1980. Nuestra economía depende cada vez más de las industrias relacionadas con el conocimiento. Pase lo que pase con las guerras de divisas y las balanzas comerciales, Estados Unidos no va a volver a las fábricas textiles. Las tasas de desempleo de los graduados universitarios son mucho más bajas que las de los que no tienen más que el bachillerato.


Estados Unidos —la patria de las universidades cuyas tierras han sido cedidas por el Estado, de la la Ley de Derechos de los Soldados y de las universidades públicas de categoría mundial como California, Michigan y Texas— ha descendido puestos en materia de educación universitaria. Con la terrible deuda de los estudiantes, es probable que descendamos aún más. Lo que los economistas llaman «capital humano» —la inversión en las personas— es fundamental para el crecimiento a largo plazo. Ser competitivos en el siglo XXI significa tener una fuerza de trabajo muy bien preparada, con títulos de grado y posgrado. En lugar de eso, estamos aniquilando nuestro futuro como nación.


La deuda estudiantil es también un lastre para la lenta recuperación que comenzó en 2009. Al apagar el consumo, impide el crecimiento económico. Además está dificultando la recuperación en el sector inmobiliario, en el que comenzó la Gran Recesión.


Es cierto que los precios de la vivienda parecen estar aumentando, pero la construcción de casas está lejos de los niveles alcanzados en los años anteriores al estallido de la burbuja en 2007.


Los que tienen grandes deudas seguramente tendrán cautela a la hora de asumir la carga adicional de una familia. Pero incluso cuando lo hagan, les será más difícil obtener una hipoteca. Y si la consiguen, será más pequeña y, por consiguiente, la recuperación del sector será más débil. (Un estudio sobre graduados recientes de Rutgers University mostró que el 40 por ciento había aplazado la decisión de comprar una casa, y el 25 por ciento decía que el elevado volumen de deuda había repercutido en la formación de una familia o la prolongación de los estudios. Otro estudio reciente muestra que el número de propietarios de viviendas entre la gente de treinta años con antecedentes de deuda estudiantil disminuyó más del 10 por ciento durante la Gran Recesión y el periodo inmediatamente posterior).


Es un círculo vicioso: la falta de demanda de viviendas contribuye a la falta de puestos de trabajo, que contribuye a una escasa formación de hogares, que contribuye a la falta de demanda de viviendas.


Pero las cosas pueden empeorar aún más. Las presiones presupuestarias están intensificándose —junto con las exigencias de recortes en los «programas internos suntuarios» (léase los subsidios a la educación primaria y secundaria, las becas Pell para que los chicos pobres vayan a la universidad, dinero para la investigación)—, y eso quiere decir que los estudiantes y sus familias se quedan desprotegidos. Los costes universitarios seguirán subiendo mucho más rápido que las rentas. Como se ha observado en repetidas ocasiones, todos los beneficios económicos desde la Gran Recesión han ido a parar al 1 por ciento más rico.


Pensemos en otro dudoso honor: la deuda estudiantil es casi imposible de saldar en los procedimientos de bancarrota.


Hemos progresado mucho desde las prisiones para deudores que describía Dickens. No enviamos a las colonias penitenciarias ni a trabajos forzados a nadie por deber dinero. Aunque las leyes de bancarrota personal se han endurecido, el principio de que las personas que han quebrado deben tener derecho a empezar de cero y la posibilidad de saldar una deuda excesiva está muy establecido. Eso hace que los mercados funcionen mejor y proporciona incentivos para que los acreedores evalúen la capacidad de crédito de los prestatarios.


Sin embargo, los préstamos a la educación son casi imposibles de condonar en el tribunal de bancarrotas, incluso cuando una escuela privada no ha cumplido lo que prometía y no ha proporcionado al estudiante endeudado una educación que le permita obtener un trabajo con la remuneración suficiente para poder devolver el préstamo.


Deberíamos suprimir la ayuda federal a esos centros privados con ánimo de lucro cuando no consiguen que los estudiantes se gradúen, porque entonces estos no tienen trabajo y dejan sin pagar sus deudas.


Hay que reconocer que el Gobierno de Obama trató de poner más dificultades para que estas facultades tan depredadoras no pudieran atraer a estudiantes con falsas promesas. Con las nuevas normas, las facultades tenían que superar una de tres pruebas para ser candidatas a recibir ayudas federales: al menos el 35 por ciento de los graduados debían estar devolviendo sus préstamos; los pagos anuales aproximados para que un graduado devolviera su préstamo no podía superar el 12 por ciento de sus ganancias; o los pagos no podían exceder el 30 por ciento de los ingresos suntuarios. Sin embargo, en 2012, un juez federal anuló las normas por considerarlas arbitrarias, y estas se quedaron en un limbo legal.


La mezcla de universidades abusivas con ánimo de lucro y prestamistas abusivos es una sanguijuela en el cuerpo de los pobres. Esas universidades han perseguido incluso a jóvenes veteranos que sirvieron en Irak y Afganistán. Existen historias desgarradoras de padres que firmaron avales para un préstamo estudiantil, su hijo murió después en un accidente, de cáncer o cualquier otra enfermedad y ahora no pueden saldar sus deudas.


Estaba previsto que los tipos de interés de los préstamos federales Stafford se duplicaran en julio, al 6,8 por ciento. El viernes recibimos una buena noticia: parece que podemos respirar un poco, porque los republicanos han entrado en razón. Pero la prórroga es provisional y no aborda una cuestión más fundamental: si la Reserva Federal está dispuesta a prestar dinero al 0,75 por ciento a los bancos que causaron la crisis, ¿no debería estar dispuesta a prestárselo a los estudiantes, que serán cruciales para nuestra recuperación a largo plazo, a un interés también bajo? El Gobierno no debe aprovecharse de los más pobres mientras subvenciona a los más ricos. La propuesta de la senadora demócrata Elizabeth Warren, de Massachusetts, de conceder préstamos a estudiantes a bajo interés, es una medida en la buena dirección.


Además de unas normas más estrictas para las universidades privadas y los bancos con los que están confabuladas, y unas leyes de bancarrota más humanas, debemos apoyar más a las familias de clase media que tienen dificultades para mandar a sus hijos a la universidad, con el fin de que tengan un nivel de vida al menos como el de sus padres.

Algunos se preguntan cómo es posible que el ideal estadounidense de la igualdad de oportunidades se haya tergiversado hasta ese punto. La respuesta está en parte en nuestra forma de financiar la enseñanza superior. La deuda estudiantil es ya un factor indisoluble de las desigualdades en nuestro país. La educación universitaria de calidad con una sana ayuda pública era en otro tiempo la base de un sistema que prometía oportunidades para los estudiantes aplicados, tuvieran los medios que tuvieran. Ahora estamos ante una partida en la que hay que pagar para jugar y el ganador se queda con todo, en la que los ricos tienen garantizado su sitio y los demás se ven obligados a arriesgarse a contraer deudas inmensas sin garantías de que les compense.


Incluso aunque no se tenga compasión, aunque nos centremos sólo en la recuperación para ahora y el crecimiento y la innovación para mañana, debemos hacer algo para resolver la cuestión de la deuda estudiantil. Los que se preocupan por el daño que la brecha creciente de Estados Unidos está causando a nuestros ideales y nuestro carácter moral deberían poner la deuda de los estudiantes entre las máximas prioridades de cualquier programa reformista.


JUSTICIA PARA ALGUNOS[16*]


La catástrofe de las hipotecas en Estados Unidos ha suscitado profundos interrogantes sobre el «Estado de derecho», el sello universalmente aceptado de una sociedad avanzada y civilizada. Se supone que el Estado de derecho debe proteger al débil frente al fuerte y garantizar un trato justo para todos. En Estados Unidos, tras la crisis de las hipotecas basura, no ha hecho ninguna de las dos cosas.


Uno de los elementos del Estado de derecho es la seguridad de la propiedad: por ejemplo, si uno debe dinero de su casa, el banco no puede quitársela sin más, sin seguir el debido procedimiento legal. Sin embargo, en los últimos meses, los estadounidenses han presenciado varios casos en los que se ha arrebatado la casa a personas que no tenían deudas.


Para algunos bancos, esos no son más que daños colaterales: todavía hay que expulsar de su hogar a millones de estadounidenses —además de los cuatro millones que se calculan en 2008 y 2009—. En realidad, estaba previsto que el ritmo de las ejecuciones hipotecarias se acelerase, si no hubiera sido por la intervención del Gobierno. No obstante, los atajos burocráticos, la documentación incompleta y el fraude generalizado que acompañó a la precipitación de los bancos por generar millones de préstamos abusivos durante la burbuja inmobiliaria han complicado el proceso de aclarar la situación.


Muchos banqueros consideran que estos son detalles sin importancia. La mayoría de las personas expulsadas de sus hogares no habían pagado sus hipotecas, y, en la mayoría de los casos, quienes expulsan tienen derecho a reclamar. Pero, en teoría, los estadounidenses no creen en la justicia por término medio. No decimos que la mayoría de los presos que cumplen cadena perpetua han cometido un crimen digno de esa pena. El sistema de justicia exige más, y hemos instaurado salvaguardas para garantizarlo.

Pero los bancos quieren sabotear esas salvaguardas. Y no debería permitírseles.

Para algunos, todo esto recuerda lo que sucedió en Rusia, donde el Estado de derecho —y en particular las leyes sobre bancarrota— se utilizaron para sustituir a un grupo de propietarios por otro. Hubo pagos a tribunales, falsificación de documentos, y el proceso transcurrió sin problemas.


En Estados Unidos, la corrupción se produce a un nivel superior. No se compra a jueces concretos, sino las propias leyes, mediante contribuciones a las campañas y presiones: la llamada «corrupción al estilo americano».


Era bien sabido que los bancos y las empresas hipotecarias estaban concediendo préstamos abusivos, aprovechándose de los más incultos y menos informados en cuestiones financieras para conceder unos préstamos con las máximas comisiones posibles y muy peligrosos para los prestatarios. (Hay que reconocer que los bancos intentaron aprovecharse también de los que tenían más conocimientos financieros, como en el caso de unos valores creados por Goldman Sachs que estaban concebidos para fracasar). Pero los bancos utilizaron todo su poder político para impedir que los estados impusieran leyes capaces de acabar con los préstamos abusivos.


Cuando se vio claramente que la gente no podía pagar las deudas, las reglas del juego cambiaron. Se modificaron las leyes sobre bancarrota para introducir un sistema de «servidumbre parcial por deudas». Un individuo con deudas, por ejemplo, equivalentes al 100 por ciento de sus ingresos podría tener que entregar al banco el 25 por ciento de sus ingresos brutos durante el resto de su vida, porque el banco podría añadir quizá un interés del 30 por ciento cada año a lo que debiera esa persona. Al final, el titular de una hipoteca debería mucho más de lo que el banco jamás hubiera recibido, pese a que en la práctica hubiera trabajado la cuarta parte del tiempo para pagar.


Cuando se aprobó esta nueva ley de bancarrota, nadie se quejó de que interfiriera con los sagrados contratos: cuando los prestatarios incurrieron en su deuda, una ley más humana y sensata desde el punto de vista económico les proporcionaba una oportunidad de empezar de cero si la carga del pago de la deuda se volvía demasiado pesada.


Esa seguridad debería haber dado a los prestamistas incentivos para prestar dinero sólo a quienes iban a poder devolvérselo. Pero quizá sabían que, con los republicanos en el Gobierno, podían hacer préstamos con pocas garantías y luego cambiar la ley para poder exprimir a los pobres. Con una de cada cuatro hipotecas en Estados Unidos devaluada —la deuda supera el valor de la casa—, existe un consenso cada vez mayor de que la única forma de poner remedio es reducir el valor de la deuda. Estados Unidos dispone de un procedimiento especial para las bancarrotas de empresas, llamado Capítulo 11, que permite una rápida reestructuración mediante la reducción de la deuda y la transformación de parte de ella en bonos.


Es importante mantener vivas las empresas para proteger el empleo y el crecimiento. Pero también es importante mantener intactas las familias y las comunidades. De modo que necesitamos un «Capítulo 11» para propietarios de viviendas.


Los prestamistas se quejan de que una ley de ese tipo infringiría sus derechos de propiedad. Pero casi todas las modificaciones que se hacen en las leyes y regulaciones benefician a unos a costa de otros. Cuando se aprobó la ley de bancarrota de 2005, los beneficiados fueron ellos, y entonces no les preocupó cómo afectaba la norma a los derechos de los deudores.


El aumento de las desigualdades, al combinarse con un sistema de financiación de campañas defectuoso, amenaza con convertir el sistema legal de Estados Unidos en una caricatura de la justicia. Puede que algunos sigan llamándolo «Estado de derecho», pero no será un derecho que proteja al débil frente al fuerte, sino que permitirá que el fuerte explote al débil.


En Estados Unidos, hoy, la orgullosa expresión de «justicia para todos» se está sustituyendo por otra más modesta, «justicia para quienes pueden pagarla». Y el número de personas que pueden pagarla está disminuyendo a toda velocidad.

LA ÚNICA SOLUCIÓN QUE QUEDA PARA EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA: LA REFINANCIACIÓN MASIVA DE LAS HIPOTECAS[17*]


Más de cuatro millones de estadounidenses han perdido sus hogares desde que empezó a estallar la burbuja inmobiliaria hace seis años. Otros 3,5 millones se encuentran en proceso de ejecución hipotecaria o tienen tal retraso en los pagos que pronto se encontrarán en él. Dado que más de 13,5 millones tienen una vivienda devaluada —deben más dinero del que vale—, hay muchas probabilidades de que muchos más acaben perdiendo su casa.


La vivienda sigue siendo el mayor impedimento para la recuperación económica, pero Washington parece paralizado. Y aunque las políticas del Gobierno de Obama al respecto han fracasado, Mitt Romney no ha ofrecido ninguna idea significativa para ayudar a los propietarios de viviendas devaluadas o en dificultades.


A finales del mes pasado, el alto regulador encargado de supervisar Fannie Mae y Freddie Mac vetó un plan respaldado por la administración de Obama para que las empresas pudieran perdonar parte de la deuda hipotecaria de los propietarios de viviendas más abrumados. Pese a que sería posible ayudar a medio millón con una condonación del capital de la deuda, el regulador, Edward J. DeMarco, alegó (a nuestro juicio sin razón) que ayudar a unos propietarios de viviendas podría hacer que otros que sí están devolviendo sus préstamos dejaran de hacerlo para poder reducir también sus hipotecas.


Ahora que la reducción del capital de la deuda ya no es una opción, el Gobierno necesita encontrar una nueva manera de facilitar refinanciaciones masivas de hipotecas. Dado que los tipos están a un nivel más bajo que nunca, la refinanciación permitiría a los propietarios reducir enormemente sus plazos mensuales y liberar dinero para gastarlo en otras cosas. Un programa de refinanciaciones masivas sería como una inmensa rebaja de impuestos.


Además, la refinanciación disminuiría la posibilidad de que los propietarios con viviendas devaluadas cayeran en el impago. Con sus balances menos lastrados por las pérdidas de préstamos anteriores, los prestamistas podrían conceder otros nuevos y las comunidades acosadas por las ejecuciones hipotecarias quizá verían aliviada su situación.


Más de la mitad de los estadounidenses que poseen una vivienda y tienen una hipoteca están pagando unos tipos que tal vez los convertirían en candidatos excelentes para la refinanciación. Muchos de ellos con empleo estable, buen historial de crédito e incluso un modesto volumen de valor hipotecario lo han hecho ya y han firmado préstamos a treinta años y tipos de alrededor del 3,5 por ciento, de los más bajos desde los años cincuenta. Pero muchos otros no pueden refinanciar porque la caída de los precios de las casas ha eliminado el valor de su hogar. El senador demócrata Jeff Merkley, de Oregón, ha propuesto un remedio. De acuerdo con su plan, llamado Reconstrucción de la Propiedad de Vivienda en Estados Unidos, los dueños de propiedades devaluadas que estén al día en sus pagos y cumplan otros requisitos tendrían la opción de refinanciar para reducir sus plazos mensuales o reducir sus préstamos y volver a acumular capital.


Se emplearía un fondo de financiación pública para comprar las hipotecas de los propietarios de viviendas que hubieran refinanciado su deuda a un tipo de interés de unos dos puntos porcentuales más que los tipos excepcionalmente bajos a los que pide prestado el Gobierno. Eso generaría suficientes ingresos por los intereses como para compensar los costes de cualquier impago, costes de administración del fondo y otros gastos. Las familias tendrían tres años para refinanciar; después, el fondo dejaría de comprar préstamos y acabaría desapareciendo a medida que los propietarios devolvieran sus préstamos.


Los propietarios podrían hacer pagos más bajos y reconstruir su capital más deprisa. Los contribuyentes recuperarían su dinero, con intereses, y ganarían aún más a medida que una economía más fuerte elevara los ingresos fiscales. Los bancos y otros inversores hipotecarios se desharían de posibles préstamos complicados. A algunos bancos no les gustará perder los grandes ingresos que obtienen de los intereses en sus hipotecas actuales, pero si el mercado de refinanciación funcionara como es debido, esos préstamos se habían refinanciado hace mucho tiempo.


Si el programa tuviera un gran éxito, prevemos que en el fondo de reconstrucción de la propiedad de vivienda pudieran colocarse dos millones de préstamos pendientes en su máximo momento. Si el balance hipotecario medio fuera de 150 000 dólares, en su apogeo quedarían 300 000 millones de dólares pendientes.


El Gobierno federal podría financiar el plan de manera directa, a través del Departamento Federal de Vivienda, o indirecta, a través de los Bancos Hipotecarios Federales, que ofrecen crédito respaldado por el Gobierno. O tal vez podría ser la Reserva Federal la que sufragara el plan; el presidente del banco central, Ben S. Bernanke, habló hace poco sobre la posibilidad de hacer algo parecido al nuevo programa del Banco de Inglaterra, Financiación para Préstamos, que ofrece incentivos a los bancos para aumentar los préstamos a los hogares y las empresas no financieras.


Los que se oponen a que haya más endeudamiento o préstamos de la Fed dirán que un programa como este es un riesgo inaceptable, pero el mayor riesgo es no hacer nada y dejar que el mercado inmobiliario siga retrasando la economía.


El plan de Merkley se parece al Plan de Refinanciación Asequible de Viviendas (HARP, por sus siglas en inglés) de la admistración de Obama, concebido para ayudar a los propietarios en dificultades a refinanciar los préstamos respaldados por Fannie y Freddie. Ha hecho posibles 1,4 millones de refinanciaciones, muy por debajo del objetivo planteado en 2009 de entre 3 y 4 millones. El Gobierno ha introducido ciertas mejoras en HARP y ha propuesto otras. Pero el plan de Merkley tiene posibilidades de ir más allá y llegar a los veinte millones de hogares con hipotecas que no cuentan con el respaldo de Fannie o Freddie.


El plan de Merkley tiene un precedente logrado en la Empresa de Préstamos a Propietarios de Viviendas, creada en 1933, que sacó a más de un millón de estadounidenses del riesgo de ejecución hipotecaria y les permitió tener las hipotecas estables a largo plazo que caracterizarían a la clase media durante los años cincuenta y sesenta. Ya es hora de resucitar esta idea.


Desde que comenzó la Gran Recesión hace casi cinco años, la vivienda ha estado en el centro de nuestras dificultades económicas. Si no hacemos nada, el problema acabará por resolverse, pero sólo tras mucho sufrimiento y una larga espera. El plan de Merkley aceleraría la curación.

LAS DESIGUALDADES Y EL NIÑO ESTADOUNIDENSE[18*]


Los niños, como sabemos desde hace tiempo, son un grupo especial. No eligen a sus padres, ni mucho menos las condiciones en las que nacen. No tienen las mismas capacidades que los adultos para protegerse ni cuidar de sí mismos. Por eso la Liga de Naciones aprobó en 1924 la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño y por eso la comunidad internacional aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989. Por desgracia, Estados Unidos no está cumpliendo estos ideales internacionales. Ni siquiera ha ratificado la Convención. Estados Unidos, con su adorada imagen de tierra de oportunidades, debería inspirar como ejemplo de trato justo y progresista a los niños. Sin embargo, es un modelo de fracaso, que contribuye a la lentitud y la pasividad del mundo ante los derechos del niño en el ámbito internacional.


Puede que la niñez del estadounidense medio no sea la peor del mundo, pero la diferencia entre la riqueza del país y la situación de sus niños no tiene igual. Alrededor del 14,5 por ciento de la población estadounidense es pobre, pero el 19,9 por ciento de los niños —aproximadamente 15 millones de personas— vive en la pobreza. Entre los países desarrollados, sólo Rumanía tiene una tasa superior de pobreza infantil. Las cifras de Estados Unidos son un 66 por ciento superiores a las del Reino Unido y hasta cuatro veces mayores que en los países nórdicos. En el caso de algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38 por ciento de los niños negros y el 30 por ciento de los niños hispanos son pobres.


Todo esto no ocurre porque a los estadounidenses no les preocupen sus hijos. Ocurre porque el país, en los últimos decenios, ha adoptado una serie de prioridades políticas que han causado terribles desigualdades en su economía y han dejado a los sectores más vulnerables de la sociedad cada vez más atrás. La concentración creciente de la riqueza y la considerable rebaja de impuestos sobre ella han hecho que haya menos dinero para inversiones de interés público, como la educación y la protección infantil.


Como consecuencia, los niños estadounidenses están peor. Su suerte es un doloroso ejemplo de cómo la desigualdad no sólo perjudica el crecimiento económico y la estabilidad —como por fin están reconociendo economistas y organizaciones como el Fondo Monetario Internacional—, sino que también va en contra de nuestras más valiosas ideas sobre cómo debe ser una sociedad justa.


La desigualdad de rentas tiene una relación directa con las desigualdades en sanidad, acceso a la educación y exposición a los riesgos medioambientales, que afectan a los niños más que a otros segmentos de la población. En Estados Unidos se diagnostica asma a casi uno de cada cinco niños pobres, un 60 por ciento más que entre los que no son pobres. Los problemas de aprendizaje aparecen casi dos veces más entre los niños de familias que ganan menos de 35 000 dólares al año que en las que ingresan más de 100 000. Y algunos miembros del Congreso quieren reducir las cartillas de comida, de las que dependen alrededor de 23 millones de hogares estadounidenses, lo cual condenaría al hambre a los más pobres.


Estas desigualdades de resultados están estrechamente unidas a la falta de igualdad de oportunidades. Es inevitable que, en países en los que los niños tienen una nutrición inadecuada, acceso insuficiente a la sanidad y la educación y más contacto con los riesgos medioambientales, los hijos de padres pobres tengan unas perspectivas de vida muy diferentes a las de los ricos. Y el hecho de que en Estados Unidos el futuro de un niño dependa de la renta y la educación de sus padres más que en otros países avanzados es una de las razones por las que hoy tiene menos igualdad de oportunidades que cualquiera de esos países. Por ejemplo, en las universidades estadounidenses más selectas, sólo el 9 por ciento de los alumnos proceden de la mitad más pobre de la población, mientras que el 74 por ciento procede del 25 por ciento más rico.


La mayoría de las sociedades reconocen una obligación moral de garantizar que los jóvenes puedan hacer realidad todo su potencial. Algunos países incluso cuentan con un mandato constitucional sobre la igualdad de oportunidades educativas.

Sin embargo, en Estados Unidos, se gasta más en la educación de los alumnos ricos que en la de los pobres. Como consecuencia, el país está desperdiciando varios de sus activos más valiosos, y muchos jóvenes, desprovistos de formación, se dedican a actividades disfuncionales. Estados como California dedican tanto dinero a las cárceles como a la enseñanza superior, y a veces más.


Sin unas medidas de compensación —que incluyan educación preescolar, a poder ser desde muy temprano—, la falta de igualdad de oportunidades se traduce en resultados desiguales para toda la vida ya desde que los niños cumplen cinco años. Eso debería ser un motivo para tomar medidas.


Aunque los efectos dañinos de la desigualdad tienen enorme alcance y suponen un gran coste para nuestras economías y sociedades, en gran parte son evitables. Los extremos de desigualdad que se observan en algunos países no son resultado inexorable de las fuerzas y las leyes económicas. Las políticas apropiadas —por ejemplo, redes de protección social más firmes, impuestos progresivos y mejor regulación, en especial del sector financiero— pueden invertir esas tendencias destructivas.


Para crear la voluntad política que exigen reformas de este tipo, debemos combatir la inercia y falta de acción de los políticos con los tristes datos de la desigualdad y sus desoladoras consecuencias para nuestros niños. Podemos reducir la pobreza infantil y la desigualdad creciente de oportunidades y, con ello, sentar las bases para un futuro más justo y próspero. ¿Por qué no lo hacemos? De todos los daños que inflige la desigualdad a nuestras economías, políticas y sociedades, el daño causado a los niños exige especial atención. Independientemente de la responsabilidad que los adultos puedan tener por su situación en la vida —quizá no han trabajado lo suficiente, ahorrado lo suficiente o tomado las decisiones acertadas—, los niños se encuentran con sus circunstancias sin elección posible. Los niños son tal vez quienes más necesitan la protección que garantizan los derechos, y Estados Unidos debería dar al mundo un ejemplo inequívoco de lo que eso significa.

EL ÉBOLA Y LA DESIGUALDAD[19*]


La crisis del ébola ha vuelto a recordarnos las desventajas de la globalización. Las cosas buenas —como los principios de justicia social e igualdad de sexos— no son las únicas que atraviesan las fronteras con más facilidad que nunca; también lo hacen influencias perniciosas como los problemas medioambientales y las enfermedades.


La crisis nos ha recordado también la importancia del Estado y la sociedad civil. Para controlar la difusión de una enfermedad como el ébola no acudimos al sector privado. Pedimos ayuda a las instituciones: los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) en Estados Unidos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y Médicos Sin Fronteras, el extraordinario grupo de médicos y enfermeros que se juegan la vida para salvar las de otros en los países pobres de todo el mundo.


Hasta los fanáticos de extrema derecha que quieren desmantelar las instituciones públicas recurren a ellas ante una crisis como la del ébola. Es posible que los Gobiernos no hagan un trabajo perfecto en esas ocasiones, pero uno de los motivos es que hemos quitado dinero a los organismos competentes tanto nacionales como mundiales.


El episodio del ébola contiene más enseñanzas. Una razón por la que la enfermedad se propagó a tanta velocidad en Liberia y Sierra Leona es que son dos países asolados por la guerra, en los que una gran parte de la población está mal alimentada y el sistema de salud está destruido.


Además, en los campos en los que el sector privado sí tiene un papel esencial —el desarrollo de vacunas—, tiene escasos estímulos para dedicar sus recursos a unas enfermedades que afectan a los países y las personas pobres. Hace falta que los países avanzados estén amenazados para que se vea el ímpetu necesario y se invierta en vacunas contra enfermedades como el ébola.


En realidad, no se trata de criticar al sector privado; al fin y al cabo, las compañías farmacéuticas no hacen las cosas por la bondad de su corazón, y prevenir o curar las enfermedades de los pobres no da dinero. Lo que esta crisis pone en tela de juicio es nuestra dependencia del sector privado para hacer cosas que los Gobiernos hacen mejor. De hecho, da la impresión de que, con más fondos públicos, habría sido posible desarrollar una vacuna contra el ébola hace años.


Los fallos de Estados Unidos en este aspecto han llamado especialmente la atención, hasta el punto de que varios países africanos están tratando a los visitantes de nuestro país con precauciones especiales. Pero es el reflejo de un problema más básico: el sistema de salud de Estados Unidos, en gran parte privado, está fracasando.


Es cierto que, en la franja superior, tenemos varios de los mejores hospitales, centros de investigación y centros médicos avanzados del mundo, pero aunque Estados Unidos gasta en atención médica más dinero per cápita y como porcentaje del PIB que ningún otro país, sus resultados son verdaderamente decepcionantes.


La esperanza de vida de un varón estadounidense es la peor de los diecisiete países con mayores ingresos medios —casi cuatro años inferior a las de Suiza, Australia y Japón—. Y para las mujeres es la segunda peor, más de cinco años por debajo de la de Japón.


Otros parámetros son también desoladores, con datos que indican que los estadounidenses van a tener peor salud toda su vida. Y la situación no ha dejado de empeorar desde hace por lo menos tres décadas.


Hay muchos factores que contribuyen a nuestro retraso sanitario, y se pueden extraer conclusiones útiles para otros países. Para empezar, el acceso a la sanidad es importante. Dado que Estados Unidos es uno de los pocos países avanzados que no lo reconoce como un derecho humano esencial, y que se apoya en el sector privado más que otros, no es extraño que muchos ciudadanos no obtengan los medicamentos que necesitan. Si bien la Ley de Protección al Paciente y Cuidados Asequibles (Obamacare) ha mejorado las cosas, la cobertura de los seguros de salud sigue siendo escasa: casi la mitad de los cincuenta estados se niegan a ampliar Medicaid, el programa de financiación de la atención sanitaria destinado a los pobres.


Además, Estados Unidos posee una de las tasas más altas de pobreza infantil de los países avanzados (sobre todo antes de que las políticas de austeridad incrementaran drásticamente la pobreza en varios países europeos), y la falta de nutrición y atención sanitaria durante la niñez repercute durante toda la vida. Por otra parte, nuestras leyes de armas contribuyen a que tengamos la tasa más alta de muertes violentas entre los países avanzados, y la dependencia del automóvil provoca un gran número de víctimas de tráfico.


Las desmesuradas desigualdades de Estados Unidos son otro factor crucial en su atraso sanitario, sobre todo unidas a los factores mencionados más arriba. Con más pobreza, más pobreza infantil, más personas sin acceso a la sanidad, a una vivienda digna y a la educación, y más personas que sufren inseguridad alimentaria (con un consumo frecuente de comida barata que fomenta la obesidad), no es de extrañar que los resultados de Estados Unidos en materia de salud sean malos.


Pero los resultados son también peores en Estados Unidos que en los demás países con rentas más altas y más cobertura de salud. Quizá también eso tenga que ver con unas desigualdades mayores que en otros países avanzados. La salud, como se sabe, está relacionada con el estrés. Los que se esfuerzan en trepar por la escala del éxito saben las consecuencias del fracaso. En Estados Unidos, los peldaños de la escalera están más separados que en otros lugares, y la distancia entre los de arriba y los de abajo es mayor. Eso significa más ansiedad, que se traduce en peor salud.


La buena salud es una bendición. Pero la forma que tienen los países de organizar su sistema de salud —y su sociedad— influye tremendamente en los resultados. Estados Unidos y el mundo pagan un alto precio por apoyarse demasiado en las fuerzas del mercado y prestar una atención insuficiente a valores más amplios como la igualdad y justicia social.


Continuará

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