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viernes, 24 de febrero de 2017

Algunas verdades incómodas del panorama energético global

SEBASTIÁN PUIG 24 Febrero 2017 

Hace unos días hubo un gran apagón nocturno en Bruselas, ciudad en la que resido. Durante algunas horas, barrios enteros, entre ellos el mío, quedaron completamente a oscuras. La sensación de desvalimiento y fragilidad al contemplar la negritud de las calles y edificios vecinos me hizo pensar en lo afortunados que somos aquí por poder hacer uso y abuso de la energía, sin la cual ya seríamos prácticamente incapaces de realizar nada. Bajo la agradable luz de las velas que encendimos en casa, tuve tiempo de reflexionar sobre el desconocimiento con que los ciudadanos del primer mundo opinamos sobre este tema, y muy especialmente quienes, enarbolando la bandera de las energías renovables, piensan que todo el monte global es orégano. Aquellas reflexiones, junto con algo de investigación, han dado como resultado este artículo. Les animo a despojarse de prejuicios o apriorismos, a alejar la perspectiva y a recorrer el mismo camino que me ha llevado hasta aquí. Porque va siendo hora de que dejemos de mirarnos el ombligo.


Ampliando el foco

Empecemos por resaltar una obviedad máxima: no se puede vivir sin energía. La energía es un elemento fundamental en nuestra existencia, que usamos en grandes cantidades. Además, las necesidades de energía del planeta serán cada vez más elevadas: primero, porque la población mundial no deja de crecer y, sobre todo, porque para un enorme sector de esa población, el acceso a la energía es todavía cero o muy cercano a cero. Por tanto, la demanda global de fuentes energéticas seguirá aumentando a un ritmo intenso. ¿Cómo cubrir esta demanda? Desde luego, imposible hacerlo con la mera aportación de las energías renovables. En las próximas décadas no nos quedará más remedio que seguir recurriendo, entre otros, a los malos de la película: los malvados, contaminantes y destructivos combustibles fósiles. O eso o nos apagamos. Nada mejor que el siguiente gráfico para ilustrar esta afirmación:


Ahora que el presidente Trump relanza de nuevo la producción de petróleo, gas y carbón, autorizando los oleoductos Keystone XL y Dakota Access bloqueados por Obama y eliminando restricciones al fracking y al “carbón limpio”, hemos convertido a los Estados Unidos en el villano de la película, cuando en todo el mundo la realidad energética es similar. Aquí, en la misma Unión Europea, líder en energías limpias, nos hemos marcado el ambicioso objetivo… de un 20% de consumo en renovables para 2020, un 27% para 2030 y la eliminación del carbón… en 2050.

Dicho de otra manera: en 2030, Europa seguirá dependiendo un 73% de fuentes energéticas NO renovables. Y habremos de convivir con ello, por mucho que se empeñen los campeones solares y eólicos en lo contrario. Por consiguiente, durante los próximos años, los europeos continuaremos consumiendo combustibles fósiles y nuestros principales retos seguirán siendo, como hasta ahora, la eficiencia, la seguridad del suministro a precios razonables y la reducción de la contaminación. Pero es que, además, parecemos haber olvidado que no estamos solos.


La revolución fracking

La aparición del fracking, además de conmocionar el mercado de la energía, supuso una también una convulsión geopolítica global. La producción de Estados Unidos pasó de 5,6 millones de barriles diarios de crudo en 2010 a 9,3 millones a finales de 2014, el mayor nivel en 30 años, desplomando el precio del petróleo a la mitad (ver cuadro anterior) y rompiendo el oligopolio energético ostentado durante décadas por la OPEP. En ese mismo período, EEUU pasó de ser el mayor importador neto y bruto de derivados del petróleo a convertirse ya en el mayor suministrador bruto y el segundo mayor suministrador neto después de Rusia.

Tal revolución geopolítica, además, fue impuesta por los mercados. Ni Obama ni anteriormente Bush promovieron conscientemente el fenómeno fracking, pero se beneficiaron de sus efectos. Fue la tecnología la que propició ese boom productivo y la política siguió aguas, bien para subirse a la ola como ocurrió en Estados Unidos o para tratar de frenarla como en Europa, a costa del bolsillo de los consumidores en muchos casos. La tecnología, además, es la que está permitiendo también una mejora continua de la eficiencia energética y una reducción consistente de la contaminación atmosférica pese al aumento del consumo. Se trata de un fenómeno que debe contemplarse como un todo y que rompe mitos tan persistentes en el debate público como el peak oil.


El peak del peak del peak del peak oil

El muy notable geólogo de Shell M. King Hubbert se hizo mundialmente famoso al predecir con acierto en los años 50 que la producción total de petróleo de los Estados Unidos alcanzaría su pico (peak oil) a finales de la década de los 60 o a principios de los 70. También proyectó que la producción global de crudo empezaría a declinar alrededor del año 2000. Considerado un mito por legiones de seguidores, su teoría desató innumerables predicciones apocalípticas sobre el fin de los combustibles fósiles y el colapso energético del planeta. La siguiente imagen, del año 2003, constituye un simpático ejemplo de ello:


Sin embargo, la tecnología pronto se encargó de ir rebajando ese apocalipsis a categoría de anécdota. En el año 2000 la producción mundial de petróleo fue más del doble de lo predicho por Hubbert, y en 2015 la producción estadounidense regresó a niveles de los años 70. Es más, tanto el suministro global de crudo como su consumo no han dejado de aumentar desde entonces. Y lo mismo ocurre con el gas natural.


La respuesta de los acólitos del peak oil ha sido ir lanzando balones predictivos hacia el futuro, en la seguridad de que en algún momento acertarán con sus previsiones. Y, en efecto, así ocurrirá: el propio Hubbert opinaba que podría efectuarse una transición exitosa del petróleo y otros combustibles fósiles a un mundo dominado por la energía nuclear y la energía solar, siempre que se empezara lo antes posible. Esa transición ya se está produciendo, pero a un ritmo mucho más moderado de lo previsto y con grandes contrastes regionales. Y ello ocurre tanto por la tecnología como por la cruda realidad de las necesidades globales.

Hay otro mundo ahí fuera.

Huelga insistir (o no), pero desarrollo implica energía. Cientos de millones de personas necesitan energía barata y abundante para salir de la miseria y prosperar en diversas áreas emergentes del mundo, y ello, siento decirlo, no va a conseguirse sólo con paneles fotovoltaicos o aerogeneradores. Actualmente, las energías renovables no pueden asegurar ni de lejos ese despegue y no lo harán en el medio plazo. Sin duda, los avances tecnológicos nos depararán novedosas fuentes de suministro y sustanciales mejoras energéticas en el futuro, liquidando al fin los combustibles fósiles, pero por el momento, la mayor parte la energía barata que necesita el planeta para funcionar, como hemos visto, se quema y contamina. Un hecho que ha entendido perfectamente la nueva administración norteamericana en su propuesta de relanzamiento económico que, por cierto, no deja de lado las renovables. Todo suma para su America First. Y así les cundirá.

En este sentido, Europa constituye una privilegiada rara avis. Somos ricos, estamos en nuestros topes de consumo energético, de utilización de vehículos, de calefacción doméstica y de instalación de electrodomésticos. Nos centramos ya en la búsqueda de la eficiencia, la sostenibilidad ambiental y la reducción del consumo. Todo ello resulta perfecto, pero muchas otras partes del mundo no se hallan en esa tesitura. Es el caso de África, que está viviendo un proceso de urbanización acelerada sin precedentes, al igual que ocurre en diversas zonas de Asia y Latinoamérica.


Las soluciones renovables para esos países en desarrollo pueden ser muy útiles en entornos rurales y como necesario complemento, pero sin abundante energía fósil, carbón incluido, además de un enorme despliegue hidroeléctrico (y por qué no, nuclear), todo ese boom urbano no dispondrá de los recursos necesarios para su desarrollo. No debemos olvidar, además, que tan “malvadas” fuentes energéticas son las mismas que los occidentales utilizamos durante el siglo XX para nuestra propia revolución industrial. Negar esta verdad incómoda por la vía de la dictadura energética, las prohibiciones y las restricciones internacionales supone, además de una soberbia y una hipocresía mayúsculas, condenar a la miseria a naciones enteras.

Merece la pena reflexionar sobre ello.

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