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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 17 de diciembre de 2017

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (III)

Por Juan Torres López

¿Tenemos problemas económicos porque hay escasez o se sufre escasez porque los recursos se distribuyen con gran desigualdad?

Los primeros grandes economistas pensaban que el problema fundamental
que debía estudiar la economía era el origen y la distribución de la riqueza a lo largo del tiempo y entre los diferentes grupos sociales. Adam Smith decía que el objetivo de la economía era «suministrar al pueblo un abundante ingreso o subsistencia, o, hablando con más propiedad, habilitar a sus individuos  y  ponerles  en  condiciones  de  lograr  por   mismos  ambas cosas».19
Sin embargo, a finales del siglo XIX fue imponiéndose en el mundo académico una concepción distinta del problema básico que debe estudiar la economía  y  que  perdura  hasta  hoy  (por  cierto,  como  si  fuera  una  gran novedad científica). Se estableció entonces que la raíz de todas las cuestiones económicas es que los recursos son escasos y que, por tanto, los seres humanos estamos obligados a elegir. Y siguiendo ese criterio, ya en el siglo XX, Lionel Robbins propuso una definición de economía que se hizo famosa:
«[La economía es] la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos».20
A partir de ahí, la economía ya no tenía que ser economía «política», porque la elección (que era el nuevo problema económico básico) es una cuestión individual; tampoco debía analizar lo que ocurre a lo largo del tiempo, porque la elección es un acto instantáneo; y no tenía que contemplar a los grupos o clases sociales, porque cualquiera de ellos, y la sociedad en general, no sería sino una suma de individuos, de modo que sabiendo cómo actúa uno ya se sabría cómo actúan todos en conjunto.
A partir de estas nuevas ideas, la tarea de la economía es simplemente la de encontrar las reglas de comportamiento que garanticen que los seres humanos elijamos adecuadamente, para que no nos ocurra lo que le pasó al asno de Buridán: el animal tenía hambre y sed, y le pusieron comida a su derecha y agua a su izquierda, pero murió de ambas necesidades porque no supo elegir cuál satisfacer primero.
Hoy día, la mayoría de los economistas coinciden en este enfoque. La primera idea que casi todos los profesores de economía enseñan a sus estudiantes es que el origen de todos los quebraderos de cabeza económicos, el problema económico básico, es la escasez. Y de ahí parten casi todos los manuales de economía. El más vendido de todos ellos, el de Paul A. Samuelson y William D. Nordhaus, deja claras cuáles son «las dos ideas clave de la economía: los bienes son escasos y la sociedad debe utilizar sus recursos con eficiencia».21
El principio de la escasez de recursos significa que los seres humanos nos enfrentamos en cualquier momento a una especie de «frontera» que no podemos traspasar, la que viene dada por la cantidad de recursos que existe en cada momento. Y de ahí se deduce que si queremos una mejor satisfacción de las necesidades humanas lo único que podemos hacer es aumentar la disponibilidad de recursos o inventar nuevas técnicas para utilizar mejor los disponibles.
La situación que contemplamos a nuestro alrededor parece ratificar esta idea de que la escasez es efectivamente el problema que nos atenaza y que provoca las carencias que padecen tantas personas en nuestro mundo.
En España, la Encuesta de Condiciones de Vida que elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE) nos muestra claros ejemplos de insatisfacción: el 41 por ciento de los españoles de más de dieciséis años de edad no puede permitirse ir de vacaciones al menos una semana al año, el 39 por ciento no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos, el 6,4 por ciento admite que sufre una carencia material severa, el 13,7 por ciento de los hogares españoles manifiesta que llega a fin de mes con «mucha dificultad» y el 28,6 por ciento de los ciudadanos (casi, casi uno de cada tres españoles) se encuentra en riesgo de exclusión social, sin apenas recursos con los que pagar las necesidades básicas.
Y la situación mundial es mucho peor: más de 800 millones de personas pasan hambre, y unas 40.000 personas mueren todos los días por esa causa; unos 2.200 millones de personas carecen de servicios mejorados de saneamiento, y unos mil millones no tienen acceso a fuentes de agua potable; entre 2.000 y 2.500 millones de personas en el mundo no disponen de suficiente atención sanitaria; cada año mueren 500.000 mujeres durante el embarazo  o  el  parto  por  falta  de  atención  suficiente;  alrededor  de  800 millones de adultos son analfabetos; unos 1.000 millones de personas no tienen vivienda digna…, y podríamos seguir dando ese tipo de datos hasta llenar dos o tres páginas; datos, todos ellos, que indican claramente que la humanidad se enfrenta a un problema indudable de escasez.
Sin embargo, también sabemos que el gasto militar mundial es de 1,6 billones de dólares, de modo que con el equivalente a lo que se gasta en armas en catorce o quince días se podrían financiar los programas de desarrollo que plantean las Naciones Unidas para acabar con todas esas carencias anteriores. Un informe reciente de Oxfam, una de las más prestigiosas organizaciones no gubernamentales del mundo, muestra que el 1 por ciento más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99 por ciento restante de las personas del planeta, y que 62 personas (de ellas, 53 hombres) poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más pobre de la humanidad).22
Oímos constantemente que no hay dinero para pagar todo lo que puede evitar esas carencias, pero, a partir de los datos del Banco de Pagos Internacionales (BPI), se calcula que el volumen total de transacciones financieras que se realizan en el mundo alcanzaron en 2015 la estratosférica cifra de 9.765 billones (millones de millones) de dólares al año (sólo en Estados Unidos la cifra es de 14 billones de dólares diarios).23 Por tanto, con una tasa minúscula, sería suficiente para obtener el dinero que se precisa para satisfacer  las  necesidades  básicas  de  alimentación,  salud,  vivienda, protección, cuidado y educación de toda la población mundial.
La revista médica The Lancet calculó que se necesitan 9.600 millones de dólares para hacer frente a la desnutrición infantil en los 34 países en donde se registra el 90 por ciento, ligeramente por debajo de los 11.800 millones de dólares citados por el Banco Mundial en 2008 como cifra necesaria para poner en marcha las intervenciones que podrían resolver gran parte de la malnutrición de los niños del mundo (que es responsable del 45 por ciento de las muertes de niños en el mundo).24 Pues bien, en 2014, la empresa multinacional española Endesa repartió ella sola 16.400 millones de dólares en dividendos. Y si las veinticinco mayores compañías multinacionales que operan en Estados Unidos pagaran el 35 por ciento de sus beneficios en lugar del 8 por ciento en aquel país y el 9 por ciento fuera de él, se obtendrían algo más de 90.000 millones. ¿Tiene sentido, entonces, afirmar que el problema económico básico de la humanidad es la falta de recursos?
El investigador inglés Tristam Stuart ha calculado que sólo en Estados Unidos se desperdician cada año cuarenta millones de toneladas de alimentos, una cantidad suficiente para alimentar a los más de ochocientos millones de personas que pasan hambre en el mundo. En España se calcula que se despilfarran unos nueve millones de toneladas de alimentos, y en toda Europa ese dato se eleva a aproximadamente la mitad de la comida que compran los hogares.25
Por todo esto, a muchos economistas no nos parece muy sensato seguir creyendo y enseñando que el problema económico básico es sólo el de la escasez sin tomar en consideración la distribución tan desigual que existe de los recursos disponibles.
Y lo cierto es que asumir un punto de vista u otro tiene consecuencias importantes. Si se opta por considerar que el problema económico consiste tan  sólo  en  elegir  de  la  forma  más  «económica»  posible  entre  recursos escasos, la economía sólo precisará, efectivamente, de cálculos fríos de costes y beneficios para decidir con acierto la opción que sea más eficiente. Pero, si se pone sobre la mesa el problema distributivo, ya no será suficiente con ese tipo de cálculos, porque será obligado realizar juicios normativos y éticos.
Un par de ejemplos permitirán poner en claro los caminos tan diferentes por donde nos pueden llevar esos dos grandes enfoques alternativos.
El premio Nobel Gary Becker fue uno de los economistas que llevó más lejos (y más brillantemente) la aplicación del principio de la escasez y del criterio de eficiencia como guía de las conductas humanas. En uno de sus trabajos aplicó el análisis económico entendido como evaluación de costes y beneficios al problema de la escasez de órganos humanos para trasplantes, y concluyó que esa escasez podría resolverse utilizando un mercado libre en donde se pudieran ofrecer y comprar los órganos. Calculó que, en ese caso, el precio de los riñones humanos se establecería en unos 15.000 dólares, y el de los hígados, en 32.000 dólares.
Un segundo ejemplo viene de la mano de uno de los economistas más influyentes y polémicos de los últimos decenios, Lawrence Summers.
En  diciembre  de  1991,  cuando  era  economista  en  jefe  del  Banco Mundial, firmó un memorándum interno en el que recomendaba que los residuos tóxicos producidos en los países ricos se desviaran a los países pobres por tres razones. En primer lugar, porque los costes de la contaminación dependen de los ingresos que se pierden por ella; y si el país es pobre, lo que se pierde por la contaminación es menor. Textualmente decía: «Creo que la lógica económica detrás del vertido de una carga de basura tóxica en el país de menor salario es impecable, y debemos hacernos cargo de eso». En segundo lugar, porque los países pobres tienen demasiada poca contaminación: «Siempre he pensado que los países menos poblados de África están en gran medida “subcontaminados”, la calidad del aire probablemente es extremadamente e ineficientemente baja en comparación con Los Ángeles o México D. F.». Y, finalmente, porque en los países donde hay  menos  esperanza  de  vida  la  preocupación  por  factores  que  puedan ponerla en peligro con el tiempo es menor.26
¿Les parece lógico a los lectores y las lectoras de este libro que se pueden abordar estas dos cuestiones sólo en función del principio de escasez, con el único propósito de tomar decisiones orientadas a que el uso de los recursos sea eficiente y el más barato posible? ¿Podemos ser los economistas éticamente indiferentes al hecho elemental de que los oferentes de órganos en esos mercados «libres» no serían sino las personas más pobres del planeta (como  el  propio  Becker  advirtió)  o  al  de  que  quienes  pagarían  por  los vertidos contaminantes serían los países y personas ya de por sí más empobrecidos?
Como reconoció el también premio Nobel George Stigler (considerando equivocadamente que todos los que nos dedicamos a la economía tenemos la misma forma de pensar y actuar) «los economistas raramente plantean cuestiones éticas que afecten a la teoría económica o al comportamiento económico».27 Aquellos que asumen el principio de la escasez y de la eficiencia como criterio exclusivo de actuación, como Becker y Summers, actúan asumiendo que las consideraciones éticas no forman parte de los asuntos económicos, sino que son, en palabras de Richard y Peggy Musgrave, más propias de «los filósofos, poetas y políticos».28
Pero este punto de vista tiene mucho de trampa, porque la verdad es que cualquier tipo de decisión en función del criterio de eficiencia comporta una distribución de la renta dada. Si los recursos están previamente distribuidos cuando vamos a elegir la solución más eficiente, y si decimos que no hemos de tener en cuenta el aspecto distributivo, lo que hacemos es aceptar la distribución ya dada. De modo que buscar únicamente ser eficiente ante la escasez no significa que la distribución quede fuera de la vida económica. Sigue ahí, y sólo queda fuera del debate, lo cual significa dar por buena la que se produzca.
Si, por el contrario, el presupuesto económico de partida fuese alcanzar una distribución de los recursos que garantice la satisfacción universal de las necesidades humanas (algo que está materialmente a nuestro alcance), la ética tendría que desempeñar un papel de primer orden y el debate sobre los efectos distributivos de cualquiera de nuestras decisiones económicas tendría prioridad absoluta.

¿Qué tipo de actividades hemos de llevar a cabo los seres humanos para satisfacer nuestras necesidades?

Cuentan que Alfred Marshall tenía en su despacho un cuadro con la imagen
de un mendigo con el propósito de no olvidar nunca que el objetivo último de la  economía  es  satisfacer  de  la  mejor  manera  posible  las  necesidades humanas. Y podríamos decir con seguridad que, aunque quizá no lo muestren tan gráficamente como Marshall, la inmensa mayoría de los economistas han coincidido siempre en señalar que la necesidad, entendida como la carencia de cualquier cosa que por cualquier razón deseamos, es el punto de partida de la actividad económica.
Sin embargo, en los últimos años se ha extendido una visión más avanzada de este problema de partida de la vida económica. El premio Nobel de Economía Amartya Sen propuso que, en lugar de hablar en términos generales de satisfacción de necesidades, la economía debería centrarse en la idea de cómo dotar a todos los seres humanos de capacidades, entendiendo por capacidad todo aquello que permite a los seres humanos que sus derechos formales como personas se conviertan en libertades reales, efectivas. La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum, que obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, partió de esta idea para analizar la situación de las mujeres en nuestras sociedades, y fue más lejos que el propio Sen. En concreto, ella cree que hay capacidades sin las cuales no puede conseguirse que los seres humanos, y las mujeres en particular, podamos desarrollarnos como tales, y que, por tanto, esas capacidades deberían ser tomadas en consideración como ejes centrales de la actividad económica y de las políticas de los gobiernos orientadas a tales fines.
Sea como sea, satisfacer esas necesidades o proporcionar esas capacidades no es una cuestión fácil, sino una tarea costosa, compleja, conflictiva  y,  en  definitiva,  muy  problemática,  pues  obliga  a  actuar  en muchos planos de la vida social y a tomar decisiones que afectan a millones de personas, cada una de las cuales atiende a sus propios intereses y tiene, aunque sea en mayor o menor medida, libertad de elección y autonomía a la hora de decidir.
Piénsese, por ejemplo, que en una sola de las sucursales de un gran almacén español hay 3,2 millones de referencias de productos en sus estanterías, y que en su almacén central se acumulan, listos para distribuir, 15 millones de unidades de productos, o que se ofrecen unos 22.000 modelos diferentes sólo de juguetes en Navidad.29 Multiplíquese por todos los establecimientos o locales en donde hay que llevar los bienes y servicios que satisfacen las necesidades humanas y se podrá tener una idea de las miles y miles de operaciones y decisiones que hay que llevar a cabo para que finalmente una sola persona pueda sentirse satisfecha en un solo o simple aspecto o momento de su vida.
La mayoría de los libros de texto de economía muestran con todo detalle cuatro diferentes tareas o procesos que se tienen que poner en marcha para que sea posible satisfacer las necesidades humanas en nuestras sociedades.
En  primer  lugar,  hay  que  producir  bienes  o  a  hacer  posible  que  se presten servicios que se necesitan, y para ello hay que disponer de recursos previos que llamamos factores productivos, que normalmente se resumen en tres principales: el trabajo humano, los recursos naturales y el capital.
El trabajo es cualquier esfuerzo o actividad que despliega un ser humano para realizar lo que cualquier otra persona podría hacer para él a cambio de algo. Los recursos naturales son los que nos proporciona la naturaleza. Y el capital puede ser de dos tipos: el capital físico, que está formado por todos los bienes que se utilizan para producir otros bienes (máquinas, automóviles, instalaciones, etc.); y el capital financiero, o dinero, que son los recursos con los que adquirimos esos bienes de capital.
La  producción  es  siempre  un  proceso  complejo.  La  mayoría  de  las veces, cuando se desarrolla a partir de una determinada complejidad o escala, se lleva a cabo en el seno de organizaciones especializadas que llamamos empresas, aunque no es necesario que sea así. A su vez, estas empresas pueden ser de muy diferentes formas y responder a normas legales y, sobre todo, de propiedad y responsabilidad también muy diversas.
Pero, en todo caso, no basta con haber producido los bienes.
En segundo lugar, hay que poner dichos bienes a disposición material de quienes los deseen, para lo cual es necesario disponer de redes y medios de transporte,  de  infraestructuras,  de  organizaciones  especializadas  en  el movimiento de mercancías y, en definitiva, de todo lo necesario para que los bienes se muevan por todos los lugares donde pueda haber personas interesadas en adquirirlos.
Este proceso de cambio tampoco es una tarea fácil, como lo demuestra el hecho de que, a lo largo de la historia, muchas veces ha habido situaciones de carencia generalizada a pesar de que hubieran bienes y servicios en cantidad suficiente.
En tercer lugar viene algo fundamental. Hay que pagar o dar algo a cambio de lo que se recibe, y para ello es necesario que previamente se hayan distribuido los recursos disponibles en la sociedad entre los sujetos económicos. Antes de poder ir a comprar o adquirir cualquier cosa hemos de haber obtenido recursos (ingresos) de algún sitio.
Muchos economistas afirman que esta distribución es posterior a la producción de los bienes y servicios. Es decir, que la economía funciona igual que la repostería: primero se hace la tarta y luego se reparte. Pero no es así: en economía, la tarta se va repartiendo justo al mismo tiempo que se va produciendo.
Eso es así porque, para producir, hay que utilizar, como hemos dicho, los factores productivos (trabajo, recursos naturales y capital). Estos son propiedad de alguien y, por tanto, para poder utilizarlos para producir hay que pagar por ellos, de modo que al mismo tiempo que se produce se está distribuyendo, es decir, dando a cada propietario de factor la parte que le corresponda según el uso que se haga de su recurso.
Imaginemos que se trata de producir una flauta sólo con el trabajo de una persona aplicado a un trozo de madera que recolecta libremente en el campo. Esa persona deberá calcular cuánto vale ese trabajo realizado, y luego ofrecerá la flauta a cambio de la cantidad que haya determinado. Si suponemos que valora su tiempo de trabajo en un euro, el valor de la producción será de un euro (es decir, el coste de pagar por todos los factores empleados); asimismo, la retribución del trabajo será de un euro, y el precio de venta, también de un euro.
Ahora supongamos que la flauta se produce con la máquina (capital) que hay en una fábrica que es propiedad de una persona (capitalista) que contrata a una persona (trabajador) para que maneje la máquina y fabrique la flauta que le paga 0,5 euros por cada una que haga. Si los costes de maquinaria, luz, locales, beneficio del propietario, etc., son de otros 0,5 euros, la flauta seguirá teniendo un coste de producción de un euro y se venderá a esa cantidad. Pero la distribución del ingreso generado será ahora diferente que en el caso anterior: la retribución del trabajador será de 0,5 euros, y la del propietario del capital (o capitalista), de otros 0,5 euros.
El precio final de lo producido ha sido, por tanto, el total de ingresos que reciben los propietarios de los diferentes factores que se van utilizando para producir algo, el coste de producción de la flauta (su valor). Pero podría ocurrir que el vendedor de esa flauta fuese el único vendedor de flautas, y eso le daría un poder bastante grande que le permitiría venderla quizá a tres o cuatro euros, un precio muy por encima de lo que le costó producirla (algo que, desde luego, no ocurriría si hubiera cinco o seis vendedores de flautas). O, por el contrario, también podría ocurrir que nadie quiera comprar flautas, y que entonces se viera obligado a ofrecerlas a un precio incluso por debajo de su coste de producción. Por eso decía Antonio Machado que sólo el necio confunde valor y precio.
El cuarto y último proceso económico para satisfacer nuestras necesidades del que nos hablan los libros de texto es el consumo, es decir, el momento en el que disponemos de los bienes y servicios y los gastamos o disfrutamos.
En principio, el consumo es un proceso aislado, individual, puesto que la satisfacción de la necesidad es de ese tipo. Los economistas convencionales dicen que es autónomo y libre, una expresión directa de la «soberanía del consumidor». Pero parece mucho más realista considerarlo como un proceso social, porque tiene mucho que ver con nuestro entorno, con lo que pasa a nuestro alrededor. Incluso lo que consumimos y lo que deseamos consumir no siempre es el resultado de una decisión completamente autónoma, individual y efecto de nuestra decisión libre y autónoma, sino que muchas veces es teledirigida por la cultura, por los anunciantes, por los intereses económicos o por el poder comercial que nos rodea.
Por eso se puede decir que los seres humanos somos en cierta medida lo que consumimos. Y por eso estudiar y conocer qué y cómo consumimos en cada época nos dice mucho, si no casi todo, de lo que nos ocurre como personas. Karl Marx expresaba esta idea con una frase que parece un galimatías, pero que tiene mucho sentido: «La producción no sólo produce un objeto para el sujeto, sino un sujeto para el objeto».30
Pues bien, al conjunto de esos cuatro procesos es a lo que llamamos genéricamente  el  intercambio,  que  es  lo  que  la  economía  ha  analizado siempre como la «actividad económica», es decir, como el conjunto de tareas y trabajos que hay que realizar para que los seres humanos satisfagan sus necesidades. Pero ¿está todo ahí?, ¿sólo son ésos los procesos y actividades que hay que llevar a cabo para garantizar el sustento del ser humano?
Sorprendentemente, la inmensa mayoría de los libros de texto hacen referencia a estos cuatro procesos como componentes principales de la vida económica, pero suelen olvidar a menudo casi por completo otros dos igualmente fundamentales.
Por un lado, se olvida que estos procesos necesitan normas que determinen los derechos y obligaciones de quienes participan en ellos. Para que haya producción, cambio, distribución y consumo es imprescindible establecer qué se puede hacer y qué no se puede hacer con los recursos que se ponen en movimiento: ¿los recursos son comunes o son susceptibles de apropiación por unos u otros?, ¿se pueden acaparar o no?, ¿qué hacer si alguien no paga una deuda?, ¿qué ocurre si alguien entrega un producto defectuoso…? Sin normas que den respuestas a preguntas como éstas, la vida económica sería un caos incapaz de satisfacer nuestras necesidades.
Los primeros grandes economistas eran conscientes de esto, y por eso hablaban,  como  ya  hemos  señalado,  de  economía  política;  sin  embargo, desde hace tiempo predominan enfoques económicos liberales empeñados en hacer referencia a la economía sin tener en cuenta que esas normas forman parte también de la vida económica. Hablan de la economía como si fuera una actividad «natural» y cuyas formas o resultados no pueden ponerse, por tanto, en cuestión. Tratan de hacerle creer a la gente que, así como las flores florecen en primavera o las hojas caen en otoño, es «natural» que haya más o menos desigualdad o que los impuestos deban ser como son o que los directivos de los grandes bancos centrales tomen las decisiones que toman porque ésas son las que naturalmente hay que tomar, como diría el presidente del gobierno español Mariano Rajoy, para que la economía funcione «como Dios manda».
La otra sorprendente ausencia en la inmensa mayoría de los manuales y libros de texto a la hora de presentar a los estudiantes los grandes componentes de la actividad económica se refiere a un conjunto amplísimo de actividades económicas que son tanto o más imprescindibles que las que hemos señalado para satisfacer las necesidades y para garantizar el sustento y la supervivencia de los seres humanos: las dedicadas a la producción de bienes o servicios en el seno del hogar, a cuidar de las personas y, en definitiva, a hacer posible que se reproduzca la vida de las personas.
Se estima que aproximadamente unas dos terceras partes de todo el trabajo que se realiza en las sociedades más avanzadas corresponde al que se hace en los hogares y que no es remunerado. Y esta cuestión es muy importante, no sólo porque se deja de contemplar un aspecto esencial para la vida, sino porque, casualmente, afecta de un modo muy distinto a mujeres y hombres.
La última Encuesta de Empleo del Tiempo realizada por el Instituto Nacional de Estadística señala que en 2010, el 93 por ciento de las mujeres de entre dieciséis y sesenta y cuatro años de edad declaraban dedicar algún tiempo al trabajo doméstico, al que destinaban, por término medio, cuatro horas los días de diario. Sin embargo, sólo el 73 por ciento de los hombres dedicaban algún tiempo a estas tareas, siendo su media de dedicación casi la mitad, de dos horas y veinte minutos.
La economía convencional, la que todavía se sigue tomando como referencia del «saber establecido», la que habitualmente se enseña y la que sirve para justificar las decisiones políticas de los gobiernos de casi todo el mundo, es completamente ajena a un volumen extraordinario y sumamente cuantioso de actividades que son económicas (porque se destinan a garantizar el sustento de los seres humanos), simplemente, porque la inmensa mayoría de ellas se llevan a cabo sin tener expresión monetaria. Por eso, uno de los grandes retos de la economía consiste en quitarse de encima el velo de lo monetario para incorporar en sus análisis todo el conjunto de actividades (y no sólo  domésticas,  sino  también  de voluntariado, de colaboración gratuita, de trueque, etc.) que hasta ahora quedan tan completa como equivocadamente fuera de su concepto  de actividad  económica.

Citas

19. A. Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Fondo de Cultura Económica,  México D. F., 1979, p. 377

20.  L. Robbins,  Ensayo  sobre  la  naturaleza  y  significación de  la  czencza
económica, ob. cit., p. 39.

21. P. A. Samuelson y W. D. Nordhaus,  Economía, 18.a  ed., McGraw-Hill
Interamericana de España, Madrid, 2006, p. 4.

22. Oxfam International, «Una economía al seiVicio del 1 %: acabar con los privilegios y la concentración  de poder para frenar la desigualdad extrema», Oxfam, 2016. Disponible en: <https://www.oxfam.org/es/informes/una­ economia-al-servicio-del-1>. [Consulta: 15/09/2016]

23. Thorpe, S., BIS Transaction data : $9.765 quadrillion in 2015, over $100 quadrillion over 10 years.2015. En: http://bit.ly/2eBGlmA. Y How the US financia! system processes at least $15 trillion every day; en http://bit.ly/2dicnED.

24. Save the Children, «Alife free from hunger: tackling child malnutrition», Save the Children, Londres, 2012, p. 19. Disponible en: <http://www. savethechildren.org.uk/resources/online-library!life-free-hunger­
tacklingchild-malnutrition>. [Consulta: 15/09/2016]

25.  T.  Stuart,  Despilfarro:  el  escándalo   global   de  la  comida,  Alianza
Editorial, Madrid, 2012.

26.  Más  información  sobre  el  polémico  memorándum  (y  enlaces  a  otras fuentes  con el texto del mismo) en: <https://es.wikipedia.org/wiki/Informe_ Summers>. [Consulta: 15/09/2016]

27. G. Stigler, El economista como predicador, 2.a ed., Orbis,  Madrid, 1986, p. 9.

28.  R.  Musgrave  y  P.  Musgrave,  Hacienda  pública  teórica  y  aplicada,
Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1986.

29. V. M. Osorio, «El Corte Inglés: así es el almacén de los Reyes Magos»,
Expansión, 30 de diciembre de 2013.

30.  K. Marx,  Contribución  a  la  critica  de  la  economía  política,  Alberto
Corazón, Madrid, 1970, p. 258.

Continuará


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