“El modo de acumulación de riqueza característico de nuestro tiempo tiene que ver con medios financieros, más que industriales: va a lomos de la ola de la inflación de precios de activos financiada con deuda, en pos de “ganancias de capital”. Eso parecía harto improbable en la época de Marx, la era del patrón oro. Sin embargo, hoy, el grueso de los académicos marxistas todavía se concentran en su crisis del “volumen I”, ignorando prácticamente la realidad del fracaso del capitalismo industrial en punto a liberar a las economías de las dinámicas rentistas sobrevivientes del feudalismo europeo y de las tierras coloniales conquistadas por Europa.”
Las observaciones que siguen fueron hechas en el World Congress on Marxism que tuvo lugar en la Escuela de Marxismo de la Universidad de Pekín el pasado 10 de octubre de 2015. La presentación formaba parte de un debate con Bertell Ollman (NYU). Me siento honrado de haber sido un Profesor Invitado permanente de la universidad más prestigiosa de China.
Cuando impartí unas conferencias en esta Escuela de Marxismo hace seis años, alguien me preguntó si Marx acertó o se equivocó. No supe cómo responder a esta pregunta entonces, habida cuenta de la complejidad de la cuestión. Pero al menos hoy me centraré en su concepción de las crisis.
Más que ningún otro economista de su siglo, Marx logró vincular los tres tipos más importantes de crisis que estaban sucediendo. Sus Teorías de la Plusvalíaexplicaban las dos formes principales de crisis a que habían apuntado sus predecesores, y en torno a las cuales se libraron las revoluciones burguesas de 1848. Esas crisis eran resultado de supervivencias en Europa de la época feudal de la aristocracia terrateniente y las grandes fortunas bancarias.
Financieramente, Marx apuntó a la tendencia de las deudas a crecer exponencialmente con independencia de la capacidad de pago de la economía, y aun a mayor velocidad que la economía misma. El incremento de la deuda y el crecimiento de los intereses era autónomo respecto de la dinámica del capital industrial y del trabajo asalariado en que se centraba el volumen I de El Capital. Las deudas se expanden por sí propias, siguiendo reglas puramente matemáticas: la “magia del interés compuesto”.
Podemos ver en Norteamérica y en Europa cómo las cargas de los intereses, la recompra de acciones, el apalancamiento de las deudas y otras maniobras financieras se comen los beneficiós y previenen la inversión en plantas y equipos, derivando ingresos hacia operaciones financieras económicamente vacías. Marx llamó al capital financiero “imaginario” o “ficticio”, en la medida en que no procede del seno de la economia industrial y porque –al final— sus demandas de pago no pueden ser satisfechas. Llamó a ese incremento financiero una “forma vacía de capital.” [1] Ficticio, porque consistía en bonos, hipotecas, préstamos bancarios y otros títulos rentistas sobre los medios de producción y sobre el flujo de salarios, beneficiós e inversión en capital tangible.
El segundo factor que llevaba a crisis económicas era más a largo plazo: la renta agraria ricardiana. Los terratenientes y los monopolistas cargaban a la economía con un”impuesto de propiedad” extrayendo rentas resultantes de privilegios que (como el interés) eran independientes del modo de producción. La renta agraria crecería a medida que las economies llegaran a ser más grandes y más prósperas. Una parte cada vez mayor del excedente económico (beneficios y plusvalía) sería derivada hacia los propietarios de la tierra, de los recursos naturales y de los monopolios. Esas formas de renta económica resultaban de privilegios que no tenían ningún valor intrínseco o coste de producción. Al final, contribuirían a empujar al alza los niveles salariales, dejando margen cero para los beneficiós. Marx llamó eso el “Armagedón ricardiano”.
Esas dos fuerzas que contribuían a las crisis, señaló Marx, eran una herencia de los orígenes feudales de Europa: señores de la tierra que conquistaban territorios y se apropiaban de recursos naturales e infraestructuras; y bancos que seguían siendo, y por mucho, usureros y depredadores en su actividad de hacer préstamos de guerra a los Estados y de explotar a los consumidores con mezquindad usurera. La renta y el interés eran en muy buena medida productos de las guerras. Como tales, eran fenómenos externos a los medios de producción y a su coste directo (esto es, al valor de los productos).
Pero, sobre todo –huelga decirlo—, Marx apuntó a la forma de explotación del trabajo asalariado por sus empleadores. Y esto, en efecto, procedía del proceso de producción capitalista. Bertell Ollman acaba de explicar tan bien esa dinámica, que no será necesario repetirla aquí.
La crisis económica actual en Occidente: extracción financiera y rentista que lleva a la deflación por deuda
Bertell Ollman ha mostrado cómo analizaba Marx las crisis económicas a partir de la incapacidad del trabajo asalariado de comprar todo lo que produce. Esa es la contradicción interna característica del capitalismo industrial. Como se explica en el volumen I de El Capital, los empleadores buscan maximizar los beneficios pagando a los trabajadores lo menos posible. Eso lleva a una excesiva explotación del trabajo asalariado, causando subconsumo y saturación de los mercados.
Yo quiero centrarme aquí en la cuestión siguiente: hasta qué punto la actual crisis financiera es holgadamente independiente del modo industrial de producción. Como observó Marx en los volúmenes II y III de El Capital, así como en las Teorías sobre la plusvalía, la actividad bancaria y la extracción de rentas son hostiles de varias maneras al capitalismo industrial.
Nuestro debate versa sobre cómo analizar la crisis actual de las economías occidentales. Para mí, se trata, por lo pronto y sobre todo, de una crisis financiera. La crisis bancaria y el endeudamiento proceden, y por mucho, de los préstamos inmobiliarios e hipotecarios, así como del tipo de fraude masivo que a Marx le parecía característico de las altas finanzas de su tiempo, particularmente de la financiación de canales y ferrocarriles.
De manera que para responder a la cuestión antes planteada sobre si Marx estaba o no en lo cierto, habría que decir que Marx, sin ninguna duda, suministró las herramientas necesarias para analizar las crisis que las economías industriales capitalistas han venido padeciendo en los últimos doscientos años. Pero la historia no ha discurrido del modo que Marx esperaba. Lo que él esperaba era que todas las clases actuaran conforme a sus intereses de clase. Que es el único modo de proyectar razonablemente el futuro. La tarea histórica y el destino del capitalismo industrial, escribió Marx en el Manifiesto comunista, era liberar a la sociedad de las “excrecencias” del interés y de la renta (sobre todo de la renta de la tierra y de los recursos naturales, junto con la renta monopólica) que el capitalismo industrial había heredado de la sociedad medieval y aun de la sociedad antigua. Esas inútiles cargas rentistas a la producción son falsos costes, costes que ralentizan la acumulación de capital industrial. No proceden del proceso productivo, sino que son una herencia de los señores feudales de la guerra que conquistaron Inglaterra y otros reinos europeos para fundar aristocracias terratenientes hereditarias. Por otro lado, las cargas financieras en forma de capital usurero son, para Marx, una herencia de las familias banqueras que amasaron fortunas con préstamos bélicos y usura.
El concepto marxiano del ingreso nacional difiere radicalmente de la actual contabilidad en términos de ingreso y producto nacional. Todas las economías occidentales miden el “producto” en términos de Producto Interior Bruto (PIB). Este formato contable incluye al sector de Finanzas, Seguros y Bienes Raíces (FIRE, por sus siglas en inglés) como parte del producto de la economía. Y lo hace porque trata a renta e interés como “ingresos ganados”, al mismo nivel que salarios y beneficios industriales: como si las finanzas privatizadas, las compañías de seguros y los bienes raíces fueran parte del proceso de producción. Marx los consideraba externos a ese proceso. El ingreso dimanante de ese sector no era “ganado”, sino “no-ganado”. Compartía ese concepto con los fisiócratas, con Adam Smith, con Stuart Mill y con otros grandes economistas clásicos. Marx no hacía aquí sino empujar a la teoría económica clásica hasta sus últimas consecuencias lógicas.
En interés de la clase en auge de los capitalistas industriales estaba el liberar a las economías de esta herencia del feudalismo, de los innecesarios costes de producción falsos, de los precios por encima del valor real de coste. El destino del capitalismo industrial –eso creía Marx— era el de racionalizar las economías librándolas de la clase ociosa de banqueros y terratenientes por la vía de socializar la tierra, nacionalizar los recursos naturales y la infraestructura básica e industrializar el sistema bancario. Y todo ello a fin de financiar la expansión industrial en vez de la usura improductiva.
Si el capitalismo hubiera cumplido ese destino, lo que habría subsistido primordialmente serían las crisis entre los empleadores y los trabajadores industriales explicadas en el volumen I de El Capital: la explotación del trabajo asalariado hasta el punto en que el trabajo no puede comprar sus productos. Pero, al propio tiempo, el capitalismo industrial habría preparado el camino al socialismo, porque los industrialistas necesitaban sacudirse el yugo político de la aristocracia terrateniente y del poder financiero de la banca. Necesitaban promover reformas políticas de tipo democrático para derrotar a los intereses creados que controlaban el Parlamento, y a su través, el sistema fiscal. La organización de los trabajadores y su conquista del derecho de sufragio promoverían sus intereses, y así se pasaría del capitalismo al socialismo.
Y China, en efecto, ha ejemplificado ese camino. Pero no se ha dado en Occidente.
Los tres tipos de crisis descritos por Marx se están dando. Pero Occidente se halla ahora en una depresión crónica, la que se conoce como deflación por deuda. En vez de una banca industrializada, como Marx esperaba, es la industria la que se ha financiarizado. En vez de una democracia que liberara a las economías de la renta de la tierra, de la renta de los recursos naturales y de la renta monopólica, lo que tenemos son unos rentistas que han contraatacado tomando el control de los gobiernos, de los sistemas jurídicos y de las políticas fiscales occidentales. Resultado: estamos asistiendo a un regreso involutivo hacia la problemática precapitalista tan bien descrita por Marx en los volúmenes II y III de El Capital y en las Teorías sobre la plusvalía.
Aquí se ubica el debate entre Bertell Ollman y yo. Yo me centro en unas finanzas y unas rentas que ganan la mano al capitalismo industrial para imponer una depresión dimanante de la deflación por deuda. Ese sobreendeudamiento empeora los problemas capital/trabajo al debilitar la posición política y económica del trabajo. Y para empeorar las cosas, los partidos obreros occidentales, a diferencia de lo que ocurría antes de la I Guerra Mundial, ya no luchan por cuestiones económicas.
Mis diferencias con Ollman y [John] Roemer: yo me centro en los costes no productivos
Bertell sigue a Marx cuando se centra en el sector productivo: alquilar trabajo para producir productos, pero tratando de lograr el mayor margen posible y batir al propio tiempo por ventas a los rivales. Esa es la gran contribución de Marx al análisis del capitalismo y de su modo de producir: emplear trabajo asalariado con beneficio. Concuerdo con ese análisis.
Sin embargo, yo me centro en las causas de la crisis actual, que son independientes y autónomas respecto de la producción: títulos rentistas de renta económica, de ingreso sin trabajo: precios “vacíos” sin valor. Ese foco puesto en la renta y el interés difiere del de Ollman y –ni que decir tiene— del de [John] Roemer. Cualquier modelo de la crisis está obligado a incorporar las finanzas, los bienes raíces y otras formas de búsqueda de renta, además de la industria y el empleo.
El gasto creciente en deuda puede rastrearse matemáticamente, lo mismo que la simbiosis de finanzas, seguros y bienes raíces (el sector FIRE). Pero las interacciones son demasiado complejas para resumirlas en un único “modelo” económico. A mí me preocupa particularmente que el modelo de Roemer encuentre seguidores aquí en China, porque pasa por alto precisamente las tendencias que del modo más peligroso amenazan a la China de nuestros días: las prácticas financieras occidentales y sus políticas fiscales prorrentistas.
China ha empleado el último medio siglo en resolver el problema planteado en el volumen I de El Capital –las relaciones entre el trabajo y los empleadores— reciclando el excedente económico hacia nuevos medios de producción, a fin de generar más producto, niveles de vida más altos y, lo más evidente de todo, más infraestructuras (carreteras, ferrocarriles, aerolíneas) y más vivienda.
Pero precisamente ahora está sufriendo problemas financieros a causa de una creación de crédito destinada al mercado de valores, en vez de a la formación de capital tangible y a la elevación de los niveles de consumo. Y, claro está, China ha experimentado un enorme boom en los bienes raíces. Los precios de la tierra están subiendo en China, casi al nivel en que están en Occidente.
¿Qué habría dicho Marx sobre eso? Yo creo que habría alertado a China y le habría aconsejado no recaer en los problemas precapitalistas de especulación financiera con los bienes raíces –conversión de la creciente renta de la tierra en interés— y no permitir que los precios inmobiliarios crezcan sin frenos ni gravámenes fiscales.
La planificación soviética fracasó a la hora de tomar en cuenta la renta de emplazamiento a la hora de planificar el lugar de construcción de viviendas y fábricas. Pero al menos la era soviética no forzó al trabajo o a la industria a pagar intereses, ni estimuló el aumento del precio de la vivienda. Los bancos del Estado simplemente creaban crédito allí donde se necesitaba para expandir los medios de producción, para construir fábricas, maquinaria y equipo, viviendas y edificios de oficinas.
Lo que a mí me preocupa de las consecuencias políticas del modelo de [John] Roemer es que se centra exclusivamente en lo que Marx dijo sobre el sector de producción y las relaciones empleador-trabajo. No se pregunta de dónde vienen las “dotaciones”, o de cómo ha cambiado tan radicalmente China en esta última generación. Pasa, así pues, por alto el peligro de un capitalismo industrial en vías de involución hacia una economía de renta e interés. Y por lo mismo, subestima el peligro que para China y otras economías socialistas representa adoptar las prácticas occidentales, reminiscentes del feudalismo, de burbuja financiera (deuda apalancada para elevar los precios) y riqueza en forma de cargas de renta terrateniente.
Esas dos dinámicas –interés y renta— representan una privatización de la banca y de la tierra que son, en realidad, utilidades públicas. Marx esperaba que el capitalismo industrial lograría esa transición. ¡Las economías socialistas deberían lograrla!
China no tiene la menor necesidad de crédito bancario exterior (salvo para cubrir el coste de importaciones y el coste, en el comercio exterior, de la inversión en otros países). Pero las reservas del comercio exterior chino son ya lo suficientemente grandes para que sea básicamente independiente del dólar norteamericano y del euro. Entretanto, las economías norteamericana y europea están sufriendo de deflación crónica por deuda y de una depresión que reducirá su capacidad para servir como mercados para sus propios productos y para los chinos.
Las actuales economías desarboladas por la deuda plantean precisamente la cuestión del tipo de crisis que están viviendo los países capitalistas. El análisis de Marx ofrece instrumentos para entender sus problemas financieros, bancarios y de extracción de renta. Sin embargo, el grueso de los marxistas todavía ve el desplome financiero y de hipotecas basura de 2008 como si resultara en última instancia de una actividad de los empleadores tendente a exprimir el trabajo asalariado. El capital financiero es visto como un derivado de esa explotación, y no como la dinámica autónoma que tan bien fue capaz de describir Marx.
Los costes de sostener la creciente carga deudora (intereses, amortización y recargos) deflacionan el mercado de mercancías absorbiendo un creciente volumen de negocio viable e ingreso personal. Eso deja menos para el gasto en bienes y servicios, causando excesos de superabundancia que llevan a crisis en las que las empresas pugnan por dinero. Los bancos fracasan a medida que proliferan las bancarrotas. Al agotar los mercados, el capital financiero se hace hostil a la expansión de los beneficios y a la inversión en capital físico tangible.
A pesar de esa esterilidad, el capital financiero ha logrado una posición dominante sobre el capital industrial. Las transferencias de propiedad de deudores a acreedores –incluso la privatización de empresas y activos públicos— resultan inevitables a medida que el crecimiento de los títulos financieros rebasa la capacidad de la producción y de las ganancias productivas para seguir sus pasos. Y en la estela de los desplomes, llegan entonces las ejecuciones hipotecarias, lo que permite a las finanzas tomar el control de compañías industriales y aun de Estados.
China ha resuelto bien el problema del “volumen I”, el de expandir el mercado interno para el trabajo, invirtiendo el excedente económico en formación de capital y aumento de los niveles de vida. Eso la confronta con las economías occidentales, que han fracasado a la hora de resolver ese problema. Y que han fracasado también a la hora de resolver los problemas de los “volúmenes II y III”: finanzas y renta de la tierra. Sin embargo, pocos marxistas occidentales han aplicado esas teorías de Marx al presente declive y al problema rentista que va con él. Siguiendo a Marx, creen que la tarea de resolver ese problema corresponde al capitalismo industrial desde los tiempos de las revoluciones burguesas de 1848.
Ya en la Miseria de la filosofía (1847) Marx describió el odio que los capitalistas sentían por los terratenientes, cuyas rentas hereditarias chupaban ingresos que iban a parar a una clase ociosa. Cuando, una generación después, en 1881, recibió un ejemplar de Progress and Poverty (Progreso y pobreza) de[l economista norteamericano] Henry George, Marx escribió a John Swinton que gravar fiscalmente la renta de la tierra era “un úlimo intento para salvar el régimen capitalista”. Despreció el libro [de George] como si sus argumentos hubieran quedado ya despachados con su propia crítica a Proudhon de 1847: “Nosotros interpretamos que estos economistas, como Mill, Cherbuliez y otros, exigen pasar al Estado la renta de la tierra a modo de substituto de los impuestos. Eso es una franca expresión del odio sentido por el capitalista industrial contra el propietario terrateniente, que le parece cosa inútil, una excrecencia parasitaria del cuerpo general de la producción burguesa. “ [2]
Como programa que era del capital industrial, el movimiento de fiscalización de la tierra no llegó hasta el punto de abogar por los derechos de los trabajadores y sus niveles de vida. Marx había criticado a Proudhon y a otros críticos de los terratenientes diciendo que, una vez te libras de la renta (y del interés usurero bancario), aún tienes que enfrentarte al problema de los industriales que explotan el trabajo asalariado y buscan minimizar sus salarios, agostando el mercado para los bienes que producen. Ese es el problema económico “último” que habría que resolver, presumiblemente mucho después de que el capitalismo industrial hubiera resuelto los problemas de la renta y el interés.
El capitalismo industrial ha fracasado en punto a liberar a las economías del interés y de la extracción de renta de los rentistas
Vistas las cosas retrospectivamente, Marx fue demasiado optimista respecto del futuro del capitalismo industrial. Como observado antes, Marx vio como misión histórica del capitalismo industrial la de liberar a las economías de la renta y el interés usurero. El sistema financiero de nuestros días ha generado un hipercrecimiento del crédito, al tiempo que las rentas elevadas están empujando el precio del trabajo norteamericano fuera de los mercados mundiales. Los salarios se están estancando, mientras que el Uno Por Ciento viene monopolizando el crecimiento de la riqueza y del ingreso desde 1980 (sin invertir en nuevos medios de producción). De manera que todavía tenemos los “problemas de los volúmenes II y III”, y no sólo el “problema del volumen I”.
Nos las vemos ahora con un caso de fallo múltiple de órganos.
En vez de financiar más formación de capital, los mercados de valores y de bonos lo que hacen son transferencias de propiedad de compañías, bienes raíces e infraestructuras ya existentes. Cerca del 80% del crédito bancario se presta a compradores de bienes raíces, hinchando una burbuja hipotecaria. En vez de gravar fiscalmente al alza el valor rentista y de emplazamiento de la tierra (que John Stuart Mill describió como lo que hacen los terratenientes “cuando duermen”), las economías actuales dejan fiscalmente intacto el ingreso rentista, “libre” para que sirva de garantía a los bancos. El resultado es que los bancos juegan ahora el papel desempeñado por los terratenientes en tiempos de Marx: hacerse con el creciente valor rentista del suelo. Y eso invierte el dogma central de la economía política clásica: arrebata al Estado esa renta junto con las rentas dimanantes de los recursos naturales y de los monopolios.
Las economías industriales se están viendo asfixiadas por la dinámica financiera y otras dinámicas rentistas. Deuda hipotecaria creciente, préstamos estudiantiles, endeudamiento con tarjetas de crédito, deuda por la compra de automóviles, anticipos sobre el salario; todas esas cosas han metido el miedo en el cuerpo a los trabajadores a la hora de plantearse una huelga, o aun de protestar por las condiciones laborales. En la medida en que crecen los salarios, tiene que pagarse crecientemente a los acreedores (y ahora, a monopolios privatizados de aseguradoras médicas y compañías farmacéuticas), en vez de gastar en los bienes de consumo que producen. La dependencia que tiene el mundo del trabajo respecto de la deuda agrava, así pues, el “problema del volumen I”: la incapacidad del trabajo de comprar el producto que produce. Y para terminar de rizar el rizo, cuando los trabajadores tratan de integrarse en la “sociedad de propietarios” de la clase media comprando sus hogares con hipotecas en vez de pagar alquiler, el precio que pagan les aprisiona en una servidumbre por deuda.
Las compañías industriales se benefician del trabajo, no sólo empleándolo, sino prestando a los consumidores. General Motors hizo el grueso de sus beneficios durante años con su filial de crédito, GMAC (General Motors Acceptance Corporation), lo mismo que General Electric a través de su brazo financiero. Los beneficios realizados por Macy’s y otros minoristas a través del préstamo de sus tarjetas de crédito a veces significaron la totalidad de sus ganancias.
Esa privatización de las rentas y su transformación en un flujo de pagos de intereses (desplazando la carga fiscal hacia el ingreso asalariado y hacia los beneficios empresariales) significa un fracaso del capitalismo industrial en punto a liberar a la sociedad de las herencias del feudalismo. Marx esperaba que el capitalismo industrial actuara en interés propio industrializando la banca, como estaba ya haciendo Alemania conforme a las orientaciones a que había urgido del reformador francés Saint-Simon. Sin embargo, el capitalismo industrial ha fracasado a la hora de romper las cadenas de las prácticas bancarias usureras preindustriales. Y en la esfera de la política fiscal, no ha gravado con impuestos la renta de la tierra y de los recursos naturales. Ha hecho lo inverso de la idea, pregonada por los reformadores clásicos, de “mercado libre” en el sentido de libre de renta económica y de préstamo monetario depredador. La consigna del “mercado libre” significa ahora exactamente lo contrario: libertad de la clase rentista para extraer intereses y rentas a su buen placer .
¿Modo de producción o modo de parasitismo?
Lejos de estar al servicio del capitalismo industrial, lo que hace el actual sector financiero es desangrarlo hasta la agonía. Lejos de perseguir beneficios empleando trabajo para producir bienes con margen, ni siquiera quiere alquilar trabajo o embarcarse en el proceso de producción y desarrollar nuevos mercados. El epítome de esta economía postindustrial es Enron: sus ejecutivos no querían en absoluto capital, y nada de empleo, sólo vendedores de pupitre (y contables falsarios).
El modo de acumulación de riqueza característico de nuestro tiempo tiene que ver con medios financieros, más que industriales: va a lomos de la ola de la inflación de precios de activos financiada con deuda, en pos de “ganancias de capital”. Eso parecía harto improbable en la época de Marx, la era del patrón oro. Sin embargo, hoy, el grueso de los académicos marxistas todavía se concentran en su crisis del “volumen I”, ignorando prácticamente la realidad del fracaso del capitalismo industrial en punto a liberar a las economías de las dinámicas rentistas sobrevivientes del feudalismo europeo y de las tierras coloniales conquistadas por Europa.
Los marxistas que han trabajado en Wall Street han aprendido sus lecciones de los volúmenes II y III. Pero el marxismo académico ha ignorado el sector FIRE (Finanzas, Seguros y Bienes Raíces, por sus siglas en inglés). Es como si el interés y la extracción de renta fueran problemas secundarios en relación con la dinámica del trabajo asalariado.
La gran cuestión de nuestro tiempo es si el capitalismo rentista pos-feudal, lejos de servirlo, lo que terminará es asfixiando al capitalismo industrial. El propósito de las finanzas de nuestros días no es explotar el trabajo, sino conquistar y adueñarse de la industria, de los bienes raíces y del Estado. El resultado es una oligarquía financiera, no capitalismo industrial, ni, menos, una tendencia evolutiva hacia el socialismo.
El optimismo de Marx sobre la capacidad del capitalismo industrial para someter las finanzas a sus propias necesidades
Luego de ofrecer un compendio de citas para documentar el modo en que el “capital usurero” parasitario se multiplicaba a interés compuesto, Marx anunció en un tono de optimismo darwiniano que el destino del capitalismo industrial era movilizar el capital financiero para financiar su expansión económica, convirtiendo a la usura en un vestigio obsoleto del modo de producción “antiguo”. Es como si “en el curso de su evolución, el capital industrial tendiera, pues, a someter esas formas y a transformarlas en funciones derivadas o especiales de sí mismo”. Lejos de crecer para terminar dominando al capital industrial, el capital financiero quedaría subordinado a la dinámica del capital industrial:
“Allí donde la producción capitalista ha manifestado todas sus variadas formas y ha llegado a convertirse en el modo de producción dominante” –concluía Marx sus notas manuscritas de las Teorías sobre la plusvalía— “el capital portador de interés es dominado por el capital industrial, y el capital comercial se convierte meramente en una forma de capital industrial derivada del proceso de circulación.” [3]
Marx esperaba que las economías actuaran a largo plazo en interés propio para incrementar los medios de producción y evitar el ingreso rentista improductivo, el subcosumo y la deflación por deuda. Creyendo que cualquier modo de producción estaba configurado por las necesidades tecnológicas, políticas y sociales de progreso de las economías, Marx esperaba que la banca y las finanzas llegarían a subordinarse a esa dinámica:
“No hay duda” –escribió— “de que el sistema de crédito servirá como poderosa palanca durante la transición del modo capitalista de producción a la producción por medio del trabajo asociado; pero sólo como un elemento en conexión con otras grandes revoluciones orgánicas del propio modo de producción.” [4]
El problema financiero se resolvería por sí mismo, a medida que el capitalismo industrial movilizara productivamente el ahorro, subordinando al capital financiero y poniéndolo al servicio de sus necesidades. Y eso es lo que estaba pasando entonces en Alemania y en Francia.
Parecía que el papel del sistema bancario como asignador de crédito allanaría el camino a una organización socialista de las economías. Marx aceptó el libre comercio en la idea de que el capitalismo industrial transformaría y modernizaría a los países atrasados. Lejos de eso, lo que hizo el libre comercio fue traer consigo las finanzas rentistas occidentales y la occidental privatización del suelo y de los recursos naturales. Incluso trajo consigo el derecho de uso de las monedas y de los sistemas financieros de esos países como casinos. Y en las naciones acreedores avanzadas, el fracaso de EEUU y de las economías europeas a la hora de recuperarse de su crisis financiera de 2008 viene de dejar intactas las deudas de las “hipotecas basura”, cuyos recargos absorben los ingresos. Los bancos han sido rescatados, no las economías industriales, cuyas deudas quedaron intactas. .
Irving Fisher acuñó el término de deflación por deuda en 1933. Dijo que ocurre cuando el servicio de la deuda (intereses y amortización) para pagar a los bancos y a los tenedores de bonos desvía el ingreso e impide gastarlo en bienes de consumo e inversión en infraestructura, educación, salud y otras partidas de bienestar social. [5]
Ningún observador de la época de Marx fue tan pesimista como para esperar que el capital financiero le ganaría la mano al capitalismo industrial asolando a las economías como se está viendo en el mundo de nuestros días. Reflexionando sobre la crisis financiera de 1857, Marx mostró hasta qué punto resultaba impensable entonces nada parecido al rescate de los especuladores financieros acometido en 2008 por Bush y Obama:
“El entero sistema artificial de expansión forzada del proceso de reproducción no puede, claro está, remediarse permitiendo que algún banco, digamos, el Banco de Inglaterra, proporcione con papel a todos los especuladores el capital faltante y compre todas las mercancías depreciadas a sus antiguos valores nominales.” [6]
Cuando Marx escribió esta reductio ad absurdum no podía imaginar ni en sueños que esta sería precisamente la política de la Reserva Federal en otoño de 2008. El Tesoro estadounidense se hizo cargo, a expensas del contribuyente, de todas las pérdidas de la especulación aventurera de A.I.G. y otros “capitalistas de casino” asociados. A lo que siguió la compra a valor nominal por la Reserva Federal de los paquetes de hipotecas basura.
La política socialista respecto de la reforma financiera y fiscal
Marx dejó dicho que el destino histórico del capitalismo industrial era el de liberar a las economías de las finanzas improductivas y depredadoras: de la especulación, del fraude y del desvío del ingreso para pagar intereses sin financiar nuevos medios de producción. Conforme a esa lógica, el destino de las economías socialistas tenía que ser el de tratar la función bancaria de creación de crédito como una función pública que tenía que servir a propósitos públicos: incrementar la prosperidad y los medios de producción, a fin de ofrecer una vida mejor a las poblaciones. Las naciones socialistas han liberado a sus economías de las contradicciones internas del capitalismo industrial que asfixian al trabajo asalariado.
China ha resuelto el problema del “volumen I”. Pero aún debe enfrentarse a los problemas de los “volúmenes II y III”, irresueltos en Occidente: las finanzas privatizadas, las rentas de la tierra y de los recursos naturales. Las economías occidentales buscan extender esas prácticas neoliberales de servirse de las finanzas como palanca de pillaje del excedente económico, a fin de financiar la transferencia de propiedad con interés y de convertir los beneficios, las rentas, los salarios y otros ingresos en interés.
El fracaso en punto a socializar la banca (o a completar siquiera su industrialización) es la tragedia más notoria del capitalismo industrial occidental. Llegó a ser también la tragedia de la Rusia pos-soviética luego de 1991, que permitió la financiarización de sus recursos naturales y de su economía industrial al tiempo que dejaba sin gravar fiscalmente la renta de la tierra y de los recursos naturales. Las cúspides de comando fueron vendidas a oligarcas nacionales y a inversores occidentales que compraban a crédito con sus propios bancos o en asociación con bancos occidentales. Ese crédito bancario fue lisa y llanamente creado sobre teclados de ordenador. Esa creación de crédito debería ser una utilidad pública, pero se ha independizado de la regulación pública en Occidente. Y ese crédito está llegando ahora a China y a las economías pos-soviéticas como instrumento de apropiación de recursos.
La Eurozona parece incapaz de salvarse a sí propia de la deflación por deuda, y análogamente, los EEUU y la Gran Bretaña cojean y trastabillan a medida que se desindustrializan. Por eso albergan la esperanza de que la China socialista los salvará, libre como está hasta ahora de la plaga financiera, de la liquidación de activos y de la deflación por deuda. Los economistas occidentales neoliberales sostienen que esta finaciarización del otrora capitalismo industrial es “progreso” y aun el fin de la historia. Sin embargo, habiendo visto a China crecer mientras sus economías seguían estancadas desde 2008 (salvo para el Uno por Ciento), su esperanza es que el mercado de la China socialista pueda salvar a sus economías financiarizadas, demasiado hundidas en la deuda para salvarse por sí mismas.
Nota bene: Marx describió la inversión en capital productivo con la fórmula D-M-D’, siendo D el dinero invertido para producir mercancías (M) que se venden a cambio de más dinero (M’). Pero el crecimiento del “capital usurero” –la financiación con bonos públicos de los déficits de guerra y el préstamo al consumo (hipotecas, préstamos personales y deuda de tarjetas de crédito)— consiste en un desencarnado M-M’, en la estéril operación de hacer dinero simplemente a partir de dinero.
Notas
[1] En volumen III de Capital (cap. xxx; Chicago 1909: p. 461) y volumen III deTeorías sobre la plusvalía.
[2] Karl Marx, The Poverty of Philosophy [1847] (Moscú, Progress Publishers, n.d.): 155.
[3] Karl Marx, Theories of Surplus Value, III: 468
[4] Capital III (Chicago, 1909), p. 713.
[5] Véase Irving Fisher, “The Debt-Deflation Theory of the Great Depression,” Econometrica (1933), p. 342. Online en:
http://fraser.stlouisfed.org/docs/meltzer/fisdeb33.pdf. Fisher usó el término para referirse a bancarrotas que aniquilaban el crédito bancario y la capacidad de gasto, y así, la capacidad de las economías para invertir y contratar a nuevos trabajadores. Discuto técnicamente este asunto en mi libro
Killing the Host (ISLET 2015), capítulo 11, así como en: “Saving, Asset-Price Inflation and Debt Deflation”, reproducido como capítulo 11 demi libro
The Bubble and Beyond (ISLET 2012), pp. 297-319.
[6] Capital III (Moscú: Foreign Languages Publishing House, 1958), p. 479.
http://michael-hudson.com/2015/10/the-paradox-of-financialized-industrialization/