Una de las virtudes más subestimadas del Gobierno de Obama es su honradez intelectual. Sí, los republicanos ven engaños y siniestras intenciones ocultas por doquier, pero no hacen más que proyectarse en otros. La verdad es que, en los temas políticos a los que yo presto atención, esta Casa Blanca ha sido extraordinariamente clara y directa en cuanto a lo que hace y por qué. Es decir, en todos los temas excepto en uno: el comercio y la inversión internacionales.
No sé por qué el presidente ha decidido dar tanta prioridad política a la propuesta del Acuerdo Transpacífico. Aun así, hay argumentos a favor de dicho acuerdo y algunas personas razonables y bienintencionadas defienden la iniciativa.
Pero otras personas razonables y bienintencionadas tienen muchas dudas sobre lo que está pasando. Y yo esperaba un intento de buena fe de responder a esas dudas. Por desgracia, no es eso lo que ha sucedido. La forma de vender el pacto de los 12 países de la costa del Pacífico suena a cuento. Los funcionarios han eludido las principales preguntas sobre el contenido de un posible pacto; han menospreciado las crítica y hecho caso omiso de ellas; y han afirmado alegremente cosas que han resultado no ser ciertas.
La principal defensa analítica del acuerdo comercial se publicaba a principios de este mes, en un informe del Consejo de Asesores Económicos. Curiosamente, sin embargo, el informe no analizaba en realidad el pacto comercial del Pacífico. Era más bien un canto a las virtudes del libre comercio, lo cual no tenía nada que ver con el tema en cuestión.
En primer lugar, independientemente de lo que uno diga sobre las ventajas del libre comercio, la mayoría de esas ventajas ya se han materializado. Ha habido una serie de pactos comerciales, que se remontan a casi 70 años atrás, que han reducido los aranceles y otras barreras comerciales hasta el punto de que cualquier efecto que puedan tener sobre el comercio estadounidense se ve superado por otros factores, como los cambios de valor de las divisas.
En cualquier caso, el acuerdo comercial del Pacífico no tiene que ver en realidad con el comercio. Algunos aranceles ya bajos se reducirían, pero el mayor incentivo del acuerdo propuesto tiene que ver con el refuerzo de los derechos de propiedad intelectual —cosas como las patentes farmacéuticas y los derechos de autor de las películas— y con la modificación de la manera en que las empresas y los países saldan sus disputas. Y no está nada claro que alguno de esos cambios sea bueno para Estados Unidos.
Respecto a la propiedad intelectual: las patentes y los derechos de autor son nuestra forma de recompensar la innovación. Pero, ¿es necesario que incrementemos esas recompensas a costa de los consumidores? El poderoso sector farmacéutico y Hollywood así lo creen, pero también es comprensible que, por ejemplo, a la organización Médicos Sin Fronteras le preocupe que el pacto haga que los medicamentos sean inasequibles en los países en vías de desarrollo. Esta es una preocupación grave, y los defensores del acuerdo no han respondido a ella de un modo satisfactorio.
En cuanto a la solución de las disputas: un capítulo filtrado del borrador pone de manifiesto que el pacto crearía un sistema por el que las multinacionales podrían demandar a los Gobiernos por supuestas violaciones del acuerdo y hacer que los casos los juzgaran tribunales parcialmente privatizados. Las voces críticas como la de la senadora Elizabeth Warren advierten de que esto podría poner en peligro la independencia de la política nacional estadounidense, que estos tribunales podrían utilizarse, por ejemplo, para atacar y socavar la reforma financiera.
El Gobierno de Obama se ha mostrado desdeñoso y ha intentado presentar a los escépticos como unos gacetilleros mal informados
No es para tanto, responde el Gobierno de Obama y el presidente declara que la senadora Warren “se equivoca de pe a pa”. Pero no es así. El acuerdo comercial del Pacífico podría obligar a Estados Unidos a cambiar políticas o a enfrentarse a grandes multas, y la regulación financiera es una de las medidas que quizás esté en la línea de fuego. Como si pretendiese ilustrar esto, el ministro de Economía de Canadá declaraba hace poco que la Norma Volcker, una disposición clave de la reforma financiera estadounidense de 2010, viola el actual Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio. Aunque no consiga que esa afirmación se tenga en pie, sus comentarios demuestran que no es ninguna tontería preocuparse por que los pactos de comercio e inversión pongan en peligro la regulación bancaria.
Desde mi punto de vista, lo que tenemos aquí es un gran problema de confianza.
Es inevitable que los acuerdos económicos internacionales sean complejos, y nadie quiere descubrir en el último momento —justo antes de votar sí o no, todo o nada— que se han incorporado muchos elementos negativos al texto. Por eso, queremos estar seguros de que la gente que negocia el acuerdo presta atención a inquietudes que son razonables, y que se preocupa por el interés nacional más que por los intereses de las corporaciones con buenos contactos.
Sin embargo, en vez de responder a las inquietudes reales, el Gobierno de Obama se ha mostrado desdeñoso y ha intentado presentar a los escépticos como unos gacetilleros mal informados que no entienden las virtudes del comercio. Pero no es así: los escépticos, en general, han acertado más de lo que han errado en asuntos como la solución de disputas, y la única economía de poca monta que he conocido en este debate proviene de los defensores del pacto comercial.
Resulta muy decepcionante y descorazonador ver actuar así a una Casa Blanca que, como he dicho, ha sido bastante franca en otros asuntos. Y el hecho de que el Gobierno, obviamente, no crea que puede defender de forma sincera el Acuerdo Transpacífico lleva a pensar que no deberíamos apoyar este pacto.
Paul Krugman es Nobel de Economía de 2008.