Por Paul Krugman
Algo que hemos aprendido durante los años transcurridos desde el estallido de la crisis financiera es que las ideas seriamente malas —y con esto me refiero a esas ideas que apelan a los prejuicios de la Gente Muy Seria— tienen un poder de permanencia sorprendente. Por muchas pruebas en contra que se presenten, por muy estrepitosa y frecuentemente que las predicciones basadas en esas ideas hayan fallado, las malas ideas siempre regresan. Y siguen siendo capaces de deformar la política.
¿Qué hace que algo pueda calificarse de idea seriamente mala? En general, para parecer seria, debe recurrir a causas de gran envergadura para explicar los grandes acontecimientos; las cuestiones técnicas, como los problemas que genera el hecho decompartir una moneda sin tener un presupuesto común, no dan la talla. También debe absolver a los intereses corporativos y a la gente rica de toda responsabilidad sobre lo que haya salido mal, y pedir que la gente corriente tome decisiones difíciles y haga sacrificios.
De modo que la verdadera historia del desastre económico, que es que lo provocó un sector financiero poco regulado que se había descontrolado y que lo perpetuaron unas políticas de austeridad desatinadas, no sirve. La historia debe contener más bien elementos como la escasez de trabajadores cualificados —no es que falten puestos de trabajo; tenemos una mano de obra poco adecuada para esta época de mundialización y alta tecnología, etcétera —, aunque no haya absolutamente ninguna prueba de que dicha escasez esté obstaculizando la recuperación.
Y el ejemplo perfecto de una idea seriamente mala es la determinación, contra toda evidencia, de defender que el gasto público que ayuda a los menos afortunados es una causa fundamental de nuestros problemas económicos. En Estados Unidos, me alegra decirlo, esta idea parece estar contra las cuerdas, al menos por ahora. En Gran Bretaña, sin embargo, sigue imponiéndose. En concreto, un factor importante del reciente triunfo electoral de los conservadores ha sido el modo en que los medios de comunicación británicos les han dicho a los votantes, una y otra vez, que el gasto público excesivo del Gobierno laborista fue el causante de la crisis financiera.
Apenas hay que esforzarse para demostrar que esa afirmación es absurda por diversos motivos. Por un lado, la crisis financiera afectó a todo el mundo; ¿acaso provocó el supuesto despilfarro de Gordon Brown el estallido de las burbujas inmobiliarias de Florida y España? Por otra parte, todas estas acusaciones de irresponsabilidad constituyen un falseamiento de los hechos porque, en vísperas de la crisis, nadie opinaba que Gran Bretaña estuviese derrochando el dinero: la deuda era baja, desde un punto de vista histórico, y el déficit, bastante pequeño. Para terminar, la supuestamente desastrosa situación fiscal de Gran Bretaña jamás ha preocupado a los mercados, que han seguido dispuestos a comprar bonos británicos, aun cuando su rendimiento es bajo, en términos históricos.
Sin embargo, esa es la historia, que se suele presentar no como una opinión sino como un hecho. Y lo peor de todo es que los dirigentes británicos parecen creerse su propia propaganda. El miércoles, George Osborne, ministro de Hacienda y arquitecto de las políticas de austeridad del Gobierno, anunciaba su intención de implantar estas políticas de forma permanente. Gran Bretaña, afirmaba, debería tener una ley que exija al Gobierno mantener el superávit presupuestario —y que los ingresos actuales cubran todos los gastos, incluidos los de inversión— siempre que la economía esté creciendo.
Es una propuesta sorprendente, y lo digo en el peor sentido. No es que Osborne esté respondiendo de forma errónea a los problemas de Gran Bretaña; es que está respondiendo a un problema que Gran Bretaña no tiene, mientras hace caso omiso de los que sí tiene y los agrava.
Porque Gran Bretaña no tiene un problema de deuda pública. Sí, la deuda aumentó después de la crisis económica, pero sigue sin ser alta desde un punto de vista histórico, y el coste de los préstamos casi nunca ha sido tan bajo. De hecho, los tipos de interés ajustados según la inflación son negativos, incluso en los préstamos a muy largo plazo. En otras palabras: los inversores están dispuestos a pagar al Gobierno británico para utilizar parte de su riqueza.
Mientras tanto, la economía real de Gran Bretaña sigue aquejada de problemas. Es cierto que el empleo ha resistido sorprendentemente bien, pero esto se debe solo a una caída de la productividad espectacular y sin precedentes: teniendo en cuenta la cualificación de la mano de obra, la producción por persona y hora ha descendido alrededor de un 7 % desde principios de 2008.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué se ha producido este descenso ni cómo invertir la tendencia pero, sin duda, la combinación de una economía todavía débil, un desastroso comportamiento de la productividad y un coste negativo del préstamo indica que ha llegado la hora de aumentar la inversión en cosas como las infraestructuras. (Los trenes de pasajeros británicos hacen que el servicio ferroviario estadounidense parezca bueno, y la congestión del tráfico es cada vez peor). Sin embargo, la propuesta de Osborne acabaría con cualquier iniciativa de ese tipo.
Pero Osborne parece muy serio y, si la historia sirve de guía, el Partido Laborista no presentará contraargumentos eficaces.
Ahora bien, algunos lectores probablemente estén pensando que confío demasiado en la sinceridad de Osborne y otros como él. ¿No es toda esta obsesión por el déficit una simple excusa para recortar las ayudas sociales? Estoy seguro de que, en parte, así es. Pero no creo que esa sea la única explicación. Yo diría que las ideas seriamente malas tienen vida propia. Y controlan nuestro mundo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008. Traducción de News Clips.