Dato: el consejero delegado de Volkswagen ha dimitido tras saberse que su empresa ha cometido un fraude a escala colosal, al instalar en los coches diésel un programa informático que detectaba cuándo se estaban midiendo las emisiones y generaba resultados engañosamente bajos.
Dato: han condenado al expresidente de una empresa de cacahuetes a 28 años de cárcel por distribuir a sabiendas productos contaminados que, a continuación, causaron la muerte a nueve personas y enfermaron a 700.
Dato: Turing Pharmaceuticals, especialista no en inventar nuevos fármacos sino en comprar los que ya existen y subirles el precio, ha adquirido los derechos de un medicamento empleado para tratar las infecciones parasitarias. En este caso, el precio pasó de 13,50 dólares por pastilla a 750.
En otras palabras, son días interesantes para los expertos en empresarios rapaces.
No me cabe duda de que, como a cualquiera que señale los defectos éticos de algunas compañías, me acusarán de demonizar a las empresas. Pero lo que afirmo no es que todos los empresarios sean demonios, sino que hay algunos que no son ángeles.
Bueno, antes lo sabíamos, gracias a un puñado de periodistas y reformistas de principios del siglo XX. Pero Ronald Reagan insistía en que el Gobierno siempre es el problema, nunca la solución, y esto se ha convertido en un dogma de la derecha.Resulta que, en el mundo empresarial, hay personas que harán lo que sea, incluso permitir que muera gente con su fraude, con tal de ganar dinero. Y necesitamos una reglamentación eficaz que controle esa clase de mala conducta, especialmente para que los empresarios íntegros no estén en desventaja cuando compitan con otros menos escrupulosos. Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?
En consecuencia, una buena parte de la clase política estadounidense ha declarado la guerra hasta a las normas más claramente necesarias. De hecho, ahora hay muchísima gente importante que sostiene que las empresas no pueden hacer nada malo y que el Gobierno no es quien para poner límites a la mala conducta.
Un ejemplo que viene al caso: esta semana, Jeb Bush, que tiene el extraño don de la inoportunidad, decidió publicar una tribuna de opinión en The Wall Street Journal en el que criticaba al Gobierno de Barack Obama por aprobar “un aluvión de normas que destruyen empleo y aplastan la creatividad”. El que tergiverse unos datos estadísticos seleccionados cuidadosamente, o el hecho de que el empleo privado haya crecido mucho más deprisa con las políticas “destructoras de empleo” del presidente Obama que durante el mandato de su hermano George W. Bush es lo de menos.
¿Y cuáles son esas normas terribles e injustificadas que Jeb Bush propone eliminar?
El control de las emisiones de dióxido de carbono debe desaparecer, por supuesto, porque no hacer nada respecto al cambio climático se ha convertido en parte esencial de la identidad republicana. Y también hay que acabar con la reforma sanitaria.
Pero Bush también propone suprimir las normas relacionadas con la eliminación de las cenizas de carbón, un subproducto de las centrales térmicas que contiene mercurio, arsénico y otros contaminantes que causan problemas de salud graves. ¿Les parece a ustedes que controlar este riesgo es una medida arbitraria y sin sentido?
Luego está la educación con ánimo de lucro, un sector plagado de fraudes —porque a los estudiantes les resulta muy difícil valorar lo que se les ofrece— que deja a muchos jóvenes estadounidenses endeudados hasta las cejas y sin perspectivas reales de que haya empleos mejores. Pero Bush critica los intentos de expurgar el sector.
Ah, y critica al Gobierno por “regular Internet como servicio público”, lo que puede sonar raro hasta que uno cae en la cuenta de que lo que de verdad se regulan son los proveedores de servicios de Internet, que se encuentran con poca o ninguna competencia en muchos mercados locales. ¿He mencionado que, en Europa, donde los proveedores de Internet están obligados a adaptarse a la competencia, la banda ancha es mucho más rápida y barata que en Estados Unidos?
Por último, aunque no por ello menos importante, Bush pide que se anule la regulación financiera, y repite la afirmación, probadamente falsa, de que la ley Dodd-Frank de hecho fomenta que los bancos se vuelvan demasiado grandes para ser rescatados. (Los mercados no están de acuerdo: a juzgar por lo que les cuesta prestar, los grandes bancos han perdido, no ganado, desde que se aprobó dicha ley). ¿Por qué íbamos a pensar que dejar que los bancos se descontrolen supone algún riesgo?
La cuestión es que Bush no se equivoca cuando insinúa que, durante el mandato de Obama, se ha tendido hacia el aumento de la regulación, tendencia que probablemente continúe si el año que viene gana un demócrata. Al fin y al cabo, Hillary Clinton anunciaba un plan para limitar el precio de los medicamentos al mismo tiempo que Bush daba rienda suelta a su diatriba antirregulatoria.
Pero la reacción en contra de las reglas se está produciendo por una razón. Puede que, durante la década de 1970, tuviésemos una reglamentación excesiva, pero ahora llevamos 35 años confiando en que las empresas hagan lo correcto con una supervisión mínima, y esto no ha funcionado.
Por eso, lo que hemos visto últimamente es un intento de corregir ese desequilibrio, de sustituir la oposición visceral a la regulación por un uso sensato de esta, allí donde haya motivos fundados para creer que las empresas podrían actuar de un modo destructivo. ¿Va a continuar este esfuerzo? Las elecciones del año que viene lo dirán.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
© The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.