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sábado, 10 de octubre de 2015

El espejismo de las reformas estructurales

Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. 

ATENAS – Desde que golpeó la crisis financiera en 2009, cada programa económico impuesto a Grecia por sus acreedores, se ha hecho bajo un supuesto central arrogante: que las reformas estructurales concebidas enérgicamente y aplicadas sin desfase, ofrecerían una rápida recuperación económica. La Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional anticiparon que la austeridad fiscal sería costosa y afectaría los ingresos y empleos –aunque subestimaron significativamente cuán costosa sería. Sin embargo, señalaban que las reformas orientadas al mercado tanto tiempo postergadas y muy necesarias resultarían en un impulso compensatorio para la economía griega.

Cualquier evaluación de los resultados actuales arrojados por las reformas estructurales en todo el mundo –sobre todo en América Latina y Europa oriental desde los años noventa– enfriaría dichas expectativas. La privatización, la desregulación y la liberalización producen típicamente un crecimiento a largo plazo, en el mejor de los casos, pero tienen efectos a corto plazo que con frecuencia son negativos.

No quiere decir que los gobiernos no pueden generar un aumento rápido de crecimiento. De hecho, dichas aceleraciones de crecimiento son muy comunes en todo el mundo. Sin embargo, están asociadas con una eliminación bien focalizada y selectiva de obstáculos importantes, y no con una liberalización general e iniciativas de reforma en la economía.

La teoría detrás de las reformas estructurales es simple: abrir la economía a la competencia incrementará la eficiencia con la que se asignan los recursos. Al abrir las profesiones reguladas –como por ejemplo, farmacias, notarios y taxis– los proveedores ineficientes serán eliminados por empresas más productivas. La privatización de empresas estatales hará que la nueva gestión racionalice la producción (y eliminará los trabajadores excedentes cuyo empleo responde a clientelismo político).

Estos cambios no inducen directamente crecimiento económico, pero incrementan el potencial de la economía o los ingresos de largo plazo. El crecimiento por sí solo ocurre cuando la economía empieza a converger con este nivel alto de ingresos de largo plazo.

Numerosos estudios académicos han mostrado que la tasa de convergencia tiende a ser de alrededor de 2% anual. Es decir, cada año, una economía tiende a disminuir la diferencia entre sus niveles de ingreso actuales y potenciales.

Estas estimaciones nos ayudan a entender la magnitud de crecimiento que se puede esperar de las reformas estructurales. Seamos súper optimistas y supongamos que las reformas estructurales permiten a Grecia duplicar su potencial de ingreso en los siguientes tres años –presionando el ingreso per cápita griego más allá del promedio de la Unión Europea. Al aplicar cálculos de convergencia, se produciría un impulso de crecimiento anual de tan solo 1,3% en promedio en los siguientes tres años. Para poner estas cifras en perspectiva, recordemos que el PIB griego se ha contraído en 25% desde 2009.

Así pues, si las reformas estructurales no han sido productivas en Grecia, no es porque las administraciones griegas hayan bajado el ritmo. De hecho el récord de implementación de Grecia es muy bueno. De 2010 a 2015, Grecia escaló casi 40 lugares en la clasificación de los países con el mejor ambiente de negocios, realizada por el Banco Mundial. En cambio, la decepción actual tiene que ver con la lógica intrínseca de las reformas estructurales: gran parte de los beneficios surgen mucho después, no cuando realmente los necesita el país.

Hay una estrategia alternativa que podría producir un crecimiento significativo más rápido. Un enfoque selectivo que se centra en las “obligaciones normativas” –aquellas áreas donde los beneficios del crecimiento son mayores– maximizaría temprano los beneficios. También garantizaría un gasto valioso de las autoridades griegas en capital humano y político en estas batallas que verdaderamente importan.

Así pues, ¿específicamente cuáles obligaciones normativas en la economía griega deben abordarse?

El mayor impulso de la promoción de las reformas se obtendría del incremento de la rentabilidad de los bienes comerciables –lo que estimularía la inversión y las iniciativas empresariales en las actividades de exportación, nuevas y existentes. Claro, para lograrlo, Grecia carece del instrumento más directo –la depreciación de la moneda– debido a que es parte de la eurozona. No obstante, la experiencia de otros países ofrece una larga lista de herramientas alternativas para promover las exportaciones –desde incentivos fiscales hasta zonas especiales para realizar proyectos de infraestructura específicos.

Lo más urgente en Grecia es la creación de una institución cercana al primer ministro que tenga como tarea fomentar un diálogo con inversionistas potenciales. La institución necesita la prerrogativa de eliminar los obstáculos que identifique en lugar de dejar languidecer dichas propuestas en varios ministerios. Típicamente dichos obstáculos son demasiado específicos –normas de zonificación o programas de capacitación, entre otros– y es poco probable abordarlos de forma directa mediante reformas estructurales generales.

La falta hoy en día de un enfoque específico para bienes comerciables ha sido costosa. Distintas reformas han tenido efectos contradictorios en la competitividad de las exportaciones. Por ejemplo, en el caso de la manufactura, los beneficios de la competitividad de los recortes salariales (“devaluación interna”) se vieron contrarrestados por aumentos en los costos de la energía derivados de medidas de austeridad fiscal y ajustes de precios de las empresas estatales. Una estrategia de reformas más focalizada podría haber protegido las actividades de exportación de dichos efectos perjudiciales.

Las reformas estructurales convencionales tienden a sesgarse hacia las “mejores prácticas” –políticas remediales que se suponen son universalmente válidas. Sin embargo, como han descubierto los casos de éxito de países en todo el mundo, un enfoque que retoma las mejores prácticas no ayuda mucho a promover nuevas exportaciones. Al no tener su propia moneda, el gobierno griego tendrá que ser especialmente creativo e imaginativo.

En particular, la experiencia de otros países indica que es probable que una respuesta rápida de proveedores necesite de políticas selectivas y discrecionales a favor de los exportadores, en lugar de políticas favoritas “horizontales” de los partidarios de reformas estructurales. Y aquí radica la paradoja: entre más ortodoxa es la estrategia macroeconómica y fiscal de Grecia, más heterodoxa tendrá que ser su estrategia de crecimiento.

Traducción de Kena Nequiz


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Todo es Bengasi

Según parece, la deuda solo importa cuando hay un demócrata en la Casa Blanca



El presidente de EE UU Barack Obama habla durante el debate del Estado de la Unión en enero de 2015. / ROB CARR (GETTY IMAGES)

Parece que el representante Kevin McCarthy, que supuestamente debía suceder a John Boehner como presidente de la Cámara de Representantes, no optará al cargo después de todo. Incluso en las mejores circunstancias, le hubiera costado muchísimo tanto conseguir como mantener el puesto gracias al apocalíptico comité de selección: ese grupo de republicanos, bastante numeroso, que exige que el partido retire la financiación a la planificación familiar oacabe con Obamacare o dañe de algún modo algo que les guste a los progresistas bloqueando la Administración y forzando una suspensión de pagos. 

Aun así, ha destruido sus opciones al reconocer —al alardear de ello, de hecho— que las interminables comparecencias sobre Bengasi celebradas en la Cámara no tenían nada que ver con la seguridad nacional; su único objeto era perjudicar políticamente a Hillary Clinton.

Pero eso ya lo sabíamos todos, ¿no? 

A menudo me pregunto por los analistas que escriben sobre cosas como esas comparecencias como si guardasen relación con algún problema real, y que siguen dándole vueltas a la controversia sobre el correo electrónico de Clinton como en si todos estos meses de escrutinio se hubiese hallado alguna prueba de que fue un delito, y no simplemente torpeza. 

Es imposible que se lo crean, independientemente de que lo reconozcan o no. Y sin duda la larga historia de los no escándalos de Clinton y las acusaciones retiradas —recuerden, el caso Whitewater no tenía fundamento alguno— debería servir de advertencia. 

Por alguna razón, sin embargo, los políticos que fingen preocuparse por estos problemas, pero que obviamente no hacen más que exprimirlos para obtener un beneficio político, siguen saliéndose con la suya. Y la cosa no se limita solo a Clinton. 

Piensen en el ejemplo de un problema que podría parecer completamente distinto, que dominaba gran parte de la retórica política hace solo unos años: la deuda federal. 

Muchos políticos destacados convirtieron las advertencias sobre el peligro que representaba la deuda de Estados Unidos, especialmente la que estaba en manos de China, en parte esencial de su imagen política. Paul Ryan, cuando era presidente del Comité de Presupuestos de la Cámara, se presentaba como un cruzado heroico contra el déficit. Mitt Romney hizo de las denuncias de los préstamos tomados de China una pieza clave de su campaña por la presidencia. Y, en general, los expertos trataron esas poses como si fueran algo serio. Pero no lo eran. 

No me refiero a que fueran erróneas desde el punto de vista económico, aunque lo eran. ¿Recuerdan todas aquellas advertencias terribles sobre lo que pasaría si China dejase de comprar nuestra deuda o, peor aún, empezase a venderla? ¿Recuerdan lo de que los tipos de interés se dispararían y Estados Unidos se vería inmerso en una crisis? 

Bueno, no se lo digan a nadie, pero el temidísimo acontecimiento ha ocurrido: China ya no compra nuestra deuda y, de hecho, vende decenas de miles de millones de dólares de deuda estadounidense cada mes, en un intento de apuntalar su atribulada economía. Y lo que ha pasado es lo que los análisis económicos serios siempre dijeron que sucedería: nada. Siempre se trató de una falsa alarma. 

Pero, además de eso, era una alarma fingida. Si uno analizaba con cierto detalle los planes y propuestas presentados por los políticos que afirmaban estar tan preocupados por el déficit, en seguida resultaba evidente que su preocupación por la responsabilidad fiscal era solo pose. La gente que de verdad se preocupa por la deuda pública no propone enormes rebajas fiscales para los ricos, compensadas solo en parte por unos recortes tremendos de las ayudas a los pobres y la clase media, ni basa todas sus afirmaciones sobre la reducción de la deuda en ahorros no especificados que ya se anunciarán en una futura ocasión. 

Intentar pasar como serios debates sin importancia es en sí mismo una especie de fraude 

Y cuando la táctica del miedo fiscal empezó a perder tracción política, ya ni siquiera se molestan en fingir. Basta con fijarse en los que aspiran a ser el candidato republicano a la presidencia. Uno detrás de otro, han estado proponiendo rebajas fiscales gigantescas que incrementarían el déficit en billones de dólares. 

Según parece, la deuda solo importa cuando hay un demócrata en la Casa Blanca. O, para ser más exactos, todo lo que se decía acerca de la deuda no tenía que ver con la prudencia fiscal; el objeto era causar un perjuicio político al presidente Obama, y acabó cuando la táctica dejó de ser eficaz. 

Nuevamente, nada de esto debería cogerle de nuevas a cualquiera que preste algo de atención, aunque sea moderada, a la política y los asuntos políticos. Pero no estoy seguro de que la gente corriente, que tiene un trabajo y una familia que mantener, esté recibiendo el mensaje. Después de todo, ¿quién se lo va a transmitir? 

A veces tengo la impresión de que a muchos profesionales de los medios de comunicación les parece una zafiedad reconocer, incluso ante sí mismos, la fraudulencia de muchas posturas políticas. Por lo visto, lo que se espera de uno es que finja que de verdad estamos debatiendo acerca de la seguridad nacional o la economía, aunque sea evidente y fácil de demostrar que, en realidad, no sucede nada de eso. 

Pero el hacer la vista gorda ante la falsedad política y pretender que estamos teniendo un debate serio cuando no es así es en sí mismo una especie de fraude. McCarthy, sin querer, le ha hecho al país un gran favor con su desacertada sinceridad, pero contarles a los ciudadanos lo que de verdad sucede no debería depender de políticos a los que se les suelta la lengua. 

A veces —demasiado a menudo— no hay ningún fundamento bajo el griterío. Y entonces tenemos que contar la verdad y decir que todo es Bengasi. 

Paul Krugman fue premio Nobel de Economía en 2008. 
© The New York Times Company, 2015. 
Traducción de News Clips.