Hace un par de meses, Jeb Bush (¿se acuerdan de él?) publicaba en Twitter una foto de su revólver, con un monograma grabado, y el pie “América”. Bill de Blasio, alcalde de Nueva York, respondía con la imagen de un inmenso bocadillo de pastrami, también con la leyenda “América”. Punto para De Blasio, digo yo.
Permítanme ahora que le quite un poco la gracia hablando de lo que realmente significa. La publicación de Bush era un torpe intento de explotar la idea común entre los republicanos de que solo determinadas personas —ciudadanos blancos, con armas, de pueblos o ciudades pequeñas— encarnan el verdadero espíritu de la nación. Es una idea cuya mayor defensora ha sido Sarah Palin, que les dijo a los habitantes de las pequeñas ciudades del sur que ellos representaban el “Estados Unidos verdadero”. Vemos lo mismo cuando Ted Cruz habla con desdén de los “valores de Nueva York”.
La réplica de Blasio, glorificando un manjar típicamente neoyorquino, era una declaración de que los demás también son estadounidenses; que todo el mundo cuenta. Y esta, sin duda, es la visión de Estados Unidos que debería imperar. Por eso resulta inquietante ver los intentos palinescos de deslegitimar a gran parte del electorado que afloran entre algunos demócratas.
Hay bastante gente que parece confusa ante la actual situación de la carrera por la candidatura demócrata. Pero los fundamentos son sencillos: Hillary Clinton lleva una ventaja considerable tanto entre los delegados como entre el voto popular. (En las primarias demócratas, el reparto de delegados es casi proporcional a los votos). Si se preguntan cómo es eso posible —¡Bernie Sanders acaba de ganar en siete estados de golpe!—, tienen que tener en cuenta que esos siete estados suman una población total de unos 20 millones de personas. En cambio, Florida por sí sola tiene también unos 20 millones de habitantes (y Clinton ha ganado allí por 30 puntos de ventaja).
La campaña de Sanders quiere engañar a sus seguidores para que sigan llegando dinero y voluntarios
Para superarla, Sanders tendría que ganar las votaciones que faltan con una ventaja media de 13 puntos, cifra que seguramente subirá después de las primarias de Nueva York, aun cuando a él le vaya mucho mejor de lo que dan a entender los últimos sondeos. No es algo imposible, pero sí muy improbable.
Por eso la campaña de Sanders sostiene que los superdelegados —personas, sobre todo de dentro del partido, no elegidas mediante primarias ni por asambleas, y que actúan como delegados en virtud de las normas electorales demócratas— deberían otorgarle la candidatura aunque no obtenga el voto popular. Por si creen que no han leído bien: sí, hace no mucho, muchos defensores de Sanders despotricaban porque Hillary iba a apropiarse de la candidatura haciendo que los superdelegados la ayudaran aunque perdiese las primarias. Ahora la estrategia de Sanders consiste en ganar haciendo exactamente eso.
Pero ¿cómo puede la campaña defender el argumento de que el partido debería ir en contra de la voluntad expresa de los votantes? Insistiendo en que muchos de esos votantes no deberían contar. A lo largo de la última semana, Sanders ha declarado que Clinton va en cabeza solo porque ha ganado en el “sur profundo”, que es una “zona del país bastante conservadora”. El total que hay hasta ahora, según él, “distorsiona la realidad” porque abarca muchísimos estados sureños.
Se da la casualidad de que eso no es cierto; el calendario, que hizo que al principio votasen algunos estados muy favorables a Sanders, no ha sido un factor importante en esta competición. Además, el estado bisagra de Florida no es el sur profundo. Pero da igual. El gran problema de este argumento debería resultar evidente. Clinton no ha obtenido una victoria aplastante en el sur gracias al poder de los votantes conservadores; ha ganado consiguiendo el apoyo mayoritario de los votantes negros. Esto da al asunto un cariz diferente, ¿verdad?
¿Es posible que Sanders no lo sepa, que se imagine a Clinton cabalgando sobre la ola de los apoyos del viejo partido demócrata del sur, anticuados que ondean banderas confederadas, y no por, digámoslo sin rodeos, los descendientes de los esclavos? Tal vez. Como quizás ya habrán notado, no es un hombre que repare mucho en los detalles. Sin embargo, es más probable que esté siendo intencionadamente engañoso, y que su intento de deslegitimar a gran parte del electorado demócrata sea una estratagema cínica.
¿Quién es el blanco de esa estratagema? Está claro que no los superdelegados.Piensen en ello: ¿se imaginan a la propia gente del Partido Demócrata tomando la decisión de negarle la candidatura a la persona que obtenga la mayoría de los votos, basándose en que los votantes afroamericanos no cuentan tanto como los blancos?
No. En realidad, la afirmación de que las victorias de Clinton en el sur no deben tenerse en cuenta tiene por objeto engañar a los seguidores de Sanders y ofrecerles una visión poco realista de las opciones de victoria que aún tiene su favorito (y así lograr que sigan llegando el dinero y los voluntarios).
Para que quede claro, no pretendo decir que Sanders deba abandonar. Tiene derecho a seguir haciendo campaña, con la esperanza de dar una enorme sorpresa en las primarias que quedan, o de ejercer cierta influencia durante la convención. Pero tratar de sacar adelante la campaña engañando a sus seguidores no está bien. Y hablar con desdén de millones de votantes ya pasa de castaño oscuro, sobre todo tratándose de un progresista.
Recuerden la ley del pastrami: todos somos estadounidenses. Y los afroamericanos son, sin lugar a dudas, verdaderos demócratas que merecen respeto.
PAUL KRUGMAN ES PREMIO NOBEL DE ECONOMÍA.
© THE NEW YORK TIMES COMPANY, 2016.
TRADUCCIÓN DE NEWS CLIPS.