El verdadero propósito de los republicanos es trazar una línea entre los cristianos blancos y el resto
Hillary y Bill Clinton, durante la Convención Demócrata de Filadelfia. SAUL LOEB AFP
Ha sido una semana de lo más interesante en lo que a política se refiere. Por un lado, la Convención Nacional Demócrata fue una gran celebración de Estados Unidos. Por otro, el candidato republicano a la presidencia insistió en el evidente apoyo que está recibiendo de Vladimir Putin, elogió una vez más el liderazgo de este, insinuó que no le parece mal la agresión rusa en Crimea, e instó a los rusos a hacer de espías para él. Y no, no estaba bromeando.
Sé que algunos republicanos se sienten como si estuvieran en un mundo al revés. Después de todo, por lo general son ellos los que cantan "¡USA! ¡USA! ¡USA!". ¿Y acaso no llevan años insinuando que Barack y Michelle Obama odian a Estados Unidos, y hasta es posible que apoyen a los enemigos del país? ¿Cómo han acabado los demócratas por parecer los patriotas?
Pero los partidos no están experimentando realmente un cambio de papeles. El discurso pronunciado el jueves por el presidente Obama fue maravilloso e inspirador, pero cuando declaró que "lo que oímos en Cleveland la semana pasada no fue especialmente republicano" estaba mintiendo un poquito. La verdad es que fue muy republicano en esencia; la única diferencia era que la esencia estaba menos disfrazada de lo habitual. Porque el "avivamiento del rencor" denunciado por Obama no empezó con Donald Trump, y todo ese ondear de banderas nunca tuvo en su mayor parte nada que ver con el verdadero patriotismo.
Pensemos en ello: ¿qué significa amar a Estados Unidos? Sin duda significa amar el país que de hecho tenemos. No sé los demás, pero yo, siempre que vuelvo de un viaje al extranjero, me lleno de orgullo al ver la enorme variedad de conciudadanos, tan diferentes en apariencia, en herencia cultural, en su vida personal, y sin embargo, todos ellos —todos nosotros— estadounidenses.
Ese amor por el país de uno no tiene por qué ser (ni debería ser) ciego. Pero los fallos que uno encuentra, las críticas que uno plantea, deberían referirse a aquello en lo que no estamos a la altura de nuestros propios ideales. Si lo que nos preocupa de Estados Unidos es, en cambio, el hecho de que no sea exactamente igual que en el pasado (o como imaginamos que fue en el pasado), entonces no amamos a nuestro país y lo único que nos importa es nuestra tribu.
Y demasiadas figuras influyentes de la derecha son tribalistas, no patriotas. Recibimos una demostración gráfica de esa realidad tras el discurso de Michelle Obama, cuando habló de la maravilla que suponía ver a sus hijas jugar en el césped de "una casa construida por esclavos". Fue una imagen edificante y, sí, patriótica, la celebración de una nación que siempre intenta mejorar, superar sus fallos.
Pero todo lo que oyeron muchos en la derecha —en especial las figuras mediáticas que establecen el programa republicano— fue una acusación contra los blancos. "No pueden dejar de hablar de la esclavitud", se quejaba Rush Limbaugh. Los esclavos tampoco vivían tan mal, insistía Bill O'Reilly: "Estaban bien alimentados y vivían en casas decentes". Lo que en realidad estaban diciendo ambos hombres era que los blancos son su tribu y nunca se les debe criticar.
Este mismo impulso tribal seguramente explica buena parte de la retórica derechista sobre la seguridad nacional. ¿Por qué están los republicanos tan obsesionados con la idea de que el presidente debe utilizar la expresión "terrorismo islámico", cuando los verdaderos expertos en terrorismo coinciden en que esto perjudicaría de hecho a la seguridad nacional, al contribuir a la marginación de los musulmanes pacíficos?
La respuesta, creo yo, es que la marginación no es un efecto secundario que estén pasando por alto, sino el verdadero propósito; se trata de trazar una línea entre nosotros (los cristianos blancos) y ellos (todos los demás), y la seguridad nacional no tiene nada que ver con el tema.
Lo que nos devuelve al intenso vínculo afectivo entre Vladimir y Donald. La voluntad de Trump de dejar a un lado nuestra bien ganada fama de aliado fiable es notoria. Al igual que la extraña especificidad de su apoyo a las prioridades de Putin, que contrasta drásticamente con la vaguedad de todas sus demás declaraciones en materia política. Y solo ha ofrecido medias respuestas evasivas a las preguntas sobre sus lazos empresariales con oligarcas relacionados con Putin.
Pero lo que más me llama la atención es el silencio de tantos republicanos importantes ante un comportamiento que habrían tachado de traición si procediese de un demócrata, por no hablar del apoyo del que Trump disfruta entre muchos republicanos de base.
Lo que eso nos dice, pienso, es que todo ese ondear de banderas y todo el postureo militarista no tenían nada que ver con el patriotismo. Se trataba, por el contrario, de utilizar la supuesta debilidad demócrata en materia de seguridad nacional como porra con la que golpear a la oposición en su propio país, y proteger los intereses de la tribu.
Ahora llega Trump, cumpliendo las órdenes de una potencia extranjera e invitándola a intervenir en nuestra política, y a eso no le ponen objeción, porque también sirve a la tribu.
De modo que si a alguien le extraña que hoy en día los demócratas parezcan patriotas y los republicanos no, es porque antes no prestaba atención. Quienes ahora parecen amar a Estados Unidos siempre lo han hecho; los que de repente ya no parecen patriotas, nunca lo han sido.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.