Por Joseph Stiglizt
FALACIAS DE
LA LÓGICA DE ROMNEY[23*]
El áspero
ataque de Mitt Romney contra el 47 por ciento de estadounidenses que
supuestamente no pagan impuestos y dependen del Estado ha desencadenado con
toda razón una tormenta. Insinúa que cantidades ingentes de personas —los
partidarios de Barack Obama— son unos aprovechados.
La ironía
del asunto reside en que son las personas como Romney quienes están
gorroneando: los impuestos que él paga (como porcentaje de sus ingresos
declarados) son muy inferiores a los que pagan personas con ingresos muy
inferiores. Y a diferencia de lo que a alguna de esa gente le gustaría creer, nadie
triunfa exclusivamente por sus propios medios. Aun cuando no hayan heredado la
riqueza que poseen, el éxito en los negocios exige el imperio de la ley, una
mano de obra cualificada e infraestructuras públicas, todo lo cual lo
proporciona el Estado.
Hasta
«innovadores» como Google han alcanzado sus logros apoyándose en el trabajo de
otros. Antes de que Google pudiera crear el motor de búsqueda más popular de
Internet, alguien tuvo que crear Internet, y fue el sector público quien lo
hizo.
Pero las falacias de la lógica de Romney tienen
repercusiones más profundas.
En primer lugar, entre nóminas, ventas, tasas e impuestos sobre la propiedad, incluso quienes no pagan el impuesto sobre la renta pagan otros muchos impuestos. Gran parte de quienes reciben «prestaciones» las han pagado a través de sus contribuciones a la Seguridad Social y a Medicare. No son unos aprovechados. El sector público ha desempeñado una mejor labor a la hora de ofrecer estas prestaciones que el sector privado: este dejó a la mayoría de las personas de la tercera edad desprovistas de apoyo, el mercado de anualidades prácticamente no existía, y los ancianos no podían obtener cobertura médica.
Incluso hoy,
el sector privado no ofrece la clase de seguridad que ofrece la Seguridad
Social, incluida la protección contra la volatilidad del mercado y la
inflación. Y los costes de las transacciones de la Administración de la
Seguridad Social son notablemente inferiores a las del sector privado, cosa que
no es de extrañar, dado que su objetivo es maximizar dichos costes. Los costes
de transacción son sus beneficios.
En segundo
lugar, gran parte de los que reciben prestaciones son nuestros jóvenes:
proporcionarles educación y sanidad (aun cuando ellos o sus padres no paguen
impuestos) es invertir en nuestro futuro. Estados Unidos es el país con menos
igualdad de oportunidades de cualquiera de los países avanzados sobre los que
existen datos. Las perspectivas de futuro de un niño estadounidense dependen
más de los ingresos y el nivel educativo de sus padres que en esos otros
países. Pese a que el sueño americano se haya convertido en un mito, no tiene
por qué ser así. Los niños no deberían depender de la riqueza de sus padres
para recibir la enseñanza o la atención sanitaria que necesitan para cumplir
con sus expectativas.
En tercer
lugar, un sistema de protección social eficiente constituye una parte
importante de cualquier sociedad moderna, y es necesario para que los
individuos puedan correr riesgos. Una vez más, el mercado no proporciona una
cobertura adecuada, por ejemplo, para el desempleo o la discapacidad. Por eso
tiene que intervenir el Estado. Los que obtienen esas prestaciones suelen
pagarlas directa o indirectamente mediante contribuciones realizadas por ellos
(en su nombre o en el de su empresa) a esos fondos de seguros. Es más, ofrecer
protección social contra esos riesgos también podría allanar el camino a una
sociedad más productiva. Los individuos pueden asumir más actividades de alto
rendimiento y de alto riesgo si saben que hay una red de seguridad que les
protege si las cosas no salen bien. Es una de las razones por las que algunas
economías con mejor protección social han estado creciendo mucho más
rápidamente que Estados Unidos, incluso durante la reciente recesión.
En cuarto
lugar, muchos de los que viven en situación de precariedad —que se han vuelto
tan dependientes del Estado— lo hacen en parte porque el Estado les ha fallado
de un modo u otro. No les ha proporcionado las capacitaciones que los hicieran
productivos para que pudieran ganarse la vida adecuadamente. No ha impedido que
los bancos se aprovecharan de ellos mediante préstamos depredadores y prácticas
abusivas con las tarjetas de crédito, ni que las universidades privadas se
aprovecharan de sus aspiraciones a ascender en la escala social a través de la
enseñanza.
En última
instancia somos una comunidad, y todas las comunidades ayudan a sus miembros
menos afortunados. Si nuestro sistema económico genera tanta gente sin empleo y
que depende del Estado para alimentarse, el Estado tiene que intervenir.
Nuestro sistema económico no ha funcionado como debía: no ha creado empleos
para todos los que quieren trabajar. La mayoría de los empleos que se han
creado no ofrecen un salario del que se pueda vivir.
Es cierto
que nuestra sociedad está dividida. Ahora bien, no se divide, como insinúa
Romney, entre los que viven de gorra y los demás, a despecho de que algunos de
los que pagan impuestos no paguen la parte que les corresponde, y se aprovechen
de quienes sí lo hacen: está dividida entre quienes consideran a Estados Unidos
como una comunidad y reconocen que la única forma de disfrutar de una
prosperidad prolongada es a través de la prosperidad compartida, y aquellos que
no.
CONSECUENCIAS DE LA
DESIGUALDAD
La tesis central de mi libro El precio de
la desigualdad es que la
desigualdad debilita la economía,
socava la democracia y divide a la sociedad. La serie de artículos The Great Divide, publicada en The New York Times, se explayó sobre
varios aspectos. Los artículos reimpresos aquí apenas pueden abordar la
superficie de algunos de esos temas. Algunos de los artículos incluidos en el
preludio (y la presentación de esa sección) tratan sobre la forma en que la
desigualdad mina el rendimiento económico, reduce la demanda y aumenta la
inestabilidad. En un ensayo de la última parte («La desigualdad está retrasando
la recuperación») expongo cómo la creciente desigualdad de nuestro país
explicaba en parte la recuperación extraordinariamente lenta que ha seguido a
la crisis de 2008, crisis que la propia desigualdad contribuyó a crear.
Antes he
descrito el elevado nivel de desigualdad de oportunidades que hay en Estados
Unidos. Un amplio sector de estadounidenses —los que no han tenido la suerte de
tener unos padres acaudalados— tiene escasas posibilidades de convertir en
realidad sus expectativas. Por supuesto, eso es un desastre para esos
individuos, pero también es malo para la economía. No estamos sacando partido
plenamente de nuestro recurso más importante: nuestra gente.
Puesto que
un Gobierno del 1 por ciento, para el 1 por ciento y por el 1 por ciento
trabaja para enriquecer al 1 por ciento, a través del «bienestar empresarial» y
los beneficios fiscales, hay menos recursos disponibles para invertir en
infraestructuras, enseñanza y tecnología, inversiones que hacen falta para que
la economía siga boyante y creciendo.
Ahora bien, el verdadero
precio de la desigualdad lo pagan nuestra democracia y nuestra sociedad. Como
he explicado en ensayos anteriores («Igualdad de oportunidades, nuestro mito
nacional» y «Justicia para algunos»), los valores fundamentales representados
por el país —la igualdad de oportunidades, el acceso igualitario a la justicia,
la sensación de que el sistema es justo— se han visto deteriorados. Los lazos
de sacrificios compartidos que mantienen unido a un país en tiempo de guerra se
ven socavados cuando los ricos obtienen una rebaja fiscal a la vez que tenemos
unas fuerzas armadas «voluntarias» compuestas desproporcionadamente por
individuos pobres cuyas perspectivas de empleo alternativas parecen
desalentadoras; y luego, cuando en lugar de recompensarlos, como hicimos con
quienes sirvieron en las fuerzas armadas durante la Segunda Guerra Mundial con
la Ley de Derechos de los Soldados, los obligamos a regresar una y otra vez al
campo de batalla, hasta el extremo de que casi la mitad de quienes regresaron
estaban afectados por una o más discapacidades. Para empeorar las cosas todavía
más, posteriormente infradotamos (o, para ser precisos, lo hizo la
administración de Bush) los hospitales de veteranos a los que acuden.[41]
A medida que
va disminuyendo la sensación de juego limpio, nuestra sociedad comienza a
desmoronarse de muchas formas. Como he indicado en «Un sistema fiscal en contra
del 99 por ciento», un sistema impositivo como el nuestro, basado en gran
medida en la conformidad voluntaria, sólo puede funcionar si se cree que el
sistema es justo, pero ahora resulta evidente para todos que el nuestro no lo
es, y que quienes están en la cima de la pirámide social reciben un trato mucho
mejor que los que están en el sector intermedio. Así también, como señalamos
antes, nuestra democracia se basaba en el sencillo principio de «una persona,
un voto», pero lo que ha sucedido significa que se lo puede describir mejor
como un sistema de «un dólar, un voto».
Los dos
artículos reimpresos aquí abordan dos de las consecuencias de la desigualdad a
las que no se ha prestado atención suficiente. El primero se centra en lo que
está pasando en nuestros barrios marginales, donde viven tantos de los pobres
del país. La bancarrota de Detroit es emblemática.
Al igual que tantas familias estadounidenses, se vio perjudicada por seguir los
consejos de un sector financiero abusivo, que compró arriesgados derivados
financieros, que Warren Buffett definió como armas financieras de destrucción
masiva. Y en el caso de Detroit estallaron. Al igual que en tantos otros casos,
cuando surgieron problemas, el sector financiero exigió ser resarcido primero,
poniendo el bienestar de los ciudadanos de a pie, incluidos los trabajadores
con contratos que les prometían prestaciones de jubilación, en segundo plano.
El otro
artículo de esta sección, «En nadie confiamos», trata sobre una víctima
ulterior de la creciente desigualdad de Estados Unidos: la pérdida de
confianza, sin la que ninguna sociedad puede funcionar. Aunque los economistas
no suelen utilizar palabras como «confianza», sin ella nuestra economía
sencillamente no puede funcionar. Explico por qué esto es así, cómo la
desigualdad ha deteriorado algo tan precioso, y cómo, una vez deteriorada,
puede resultar difícil restablecerla.
Cuando yo
era niño, en Gary, Indiana, casi una cuarta parte de los trabajadores
estadounidenses estaban empleados en la industria. En aquella época había
muchos empleos que pagaban lo suficiente para que un solo padre de familia, con
un solo trabajo, pudiera hacer realidad el sueño americano para una familia de
cuatro miembros. Podía ganarse la vida con el sudor de su frente, enviar a sus
hijos a la universidad e incluso verlos convertirse en profesionales liberales.
Ciudades
como Detroit y Gary prosperaron gracias a esa industria, no sólo por la riqueza
que generaba, sino también estableciendo comunidades fuertes, bases tributarias
prósperas y buenas infraestructuras. A partir de la sólida base de las
excelentes escuelas públicas de Gary, influenciadas por las ideas del
reformador progresista John Dewey, asistí al Amherst College y luego al MIT
para estudiar el posgrado.
En la
actualidad, menos del 8 por ciento de los trabajadores estadounidenses están
empleados en la industria, y muchas de las ciudades del Cinturón Oxidado son
fantasmagóricas. Las perturbadoras realidades de Detroit son ahora poco menos
que un cliché: esta primavera el 40 por ciento de las farolas no funcionaba,
decenas de miles de edificios están abandonados, las escuelas han cerrado y
sólo durante la última década la población se ha reducido en un 25 por ciento.
El índice de delitos violentos del año pasado fue el más elevado de cualquier
gran ciudad. En 1950, cuando la población de Detroit era de 1,85 millones de
personas, en la ciudad había 296 000 empleos industriales; en 2011, con una
población de poco más de 700 000 personas, había menos de 27 000.
Son tantos
los elementos que encierra el dramático acontecimiento que supuso la caída de
Detroit —la mayor bancarrota municipal en la historia de Estados Unidos— que
vale la pena hacer una pausa para ver lo que indica sobre nuestra cambiante
economía y lo que augura de cara a nuestro futuro.
A estas
alturas, los fracasos políticos nacionales y locales son de dominio público:
poca inversión en infraestructuras y servicios públicos, aislamiento geográfico
que ha marginado a las comunidades pobres y afroamericanas del Cinturón
Oxidado, miseria intergeneracional que ha obstaculizado la igualdad de
oportunidades y favorecimiento de los intereses de los ricos (por ejemplo, los
de los ejecutivos de las grandes empresas y de las empresas de servicios
financieros) en detrimento de los de los trabajadores.
De una
parte, uno podría encogerse de hombros: todos los días mueren empresas y nacen
otras nuevas. Eso forma parte de la dinámica del capitalismo. Y lo mismo vale
para las ciudades. Puede que Detroit y ciudades como ella simplemente estén mal
ubicadas para proporcionar los bienes y servicios que exigen los Estados Unidos
del siglo XXI.
Ahora bien,
ese diagnóstico sería erróneo, y es muy importante darse cuenta de que la
muerte de Detroit no ha sido una simple consecuencia inevitable del mercado.
Para
empezar, se trata de una descripción incompleta. Los problemas más graves de
Detroit se ciñen a los límites de la ciudad. En otras partes del área
metropolitana existe una abundante actividad económica. En suburbios como
Bloomfield Hills, Michigan, los ingresos medios por hogar superan los 125 000
dólares. Ann Arbor, sede de la Universidad de Michigan, uno de los centros de
investigación y producción de conocimientos más destacados del mundo, está a
cuarenta y cinco minutos de Detroit en coche.
Las
tribulaciones de Detroit surgen en parte de uno de los aspectos distintivos de
la economía y la sociedad divididas de Estados Unidos. Como han señalado los
sociólogos Sean F. Reardon y Kendra Bischoff, nuestro país se está volviendo
muchísimo más segregado económicamente, lo cual puede ser más pernicioso aún
que la segregación racial. Detroit es el ejemplo por excelencia del aislamiento
de las élites acaudaladas (y en su mayor parte, blancas) en enclaves
residenciales. Existe una lógica tras el cierre de escotillas: de ese modo los
ricos se aseguran de no tener que
sufragar ninguna parte de los bienes y servicios públicos locales de sus
vecinos menos afortunados, y de que sus hijos no tengan que mezclarse con los
vástagos de los estratos socioeconómicos inferiores.
La tendencia
a la desigualdad autoperpetuada resulta especialmente visible en la enseñanza,
una escala hacia la movilidad social ascendente cada vez más estrecha. Las
escuelas de los distritos más pobres empeoran, los padres con medios se mudan a
distritos más pudientes, y la división entre los que tienen y los que no tienen
—no sólo en esta generación, sino también en la siguiente— se hacen todavía
mayores.
La
segregación residencial en función de criterios económicos también intensifica
la desigualdad entre los adultos. De algún modo, los pobres tienen que
arreglárselas para trasladarse desde sus barrios a empleos a tiempo parcial,
mal remunerados y cada vez más escasos, en lugares de trabajo lejanos. Cuando
se combina esta dispersión urbana con unos sistemas de transporte público
inadecuados, el resultado es el paradigma de la transformación de las
comunidades de clase trabajadora en guetos despoblados.
Sumados a
los problemas que surgirían inevitablemente de unas aglomeraciones urbanas tan
mal diseñadas, está el hecho de que el área metropolitana de Detroit está
dividida en jurisdicciones políticas separadas. Así, los pobres no sólo están
aislados geográficamente, sino aislados en guetos políticos también. El
resultado son unas zonas marginales separadas y más pobres con escasez de
recursos, y cuya situación se ha agravado aún más porque los centros
industriales que proporcionaban el núcleo de las bases tributarias han cerrado.
La decisión
de solicitar la protección por bancarrota municipal del capítulo 9[25*] la tomó Kevyn D. Orr, el administrador de
urgencia no electo designado por el gobernador republicano Rick Snyder para
gestionar la economía de la ciudad. El alcalde titular, el demócrata Dave Bing,
ha decidido no presentarse a la reelección, cosa que a nadie le extrañará, ya
que tanto él como otros responsables locales han quedado marginados mientras el
futuro de la ciudad —y las deudas acumuladas que se deben a sus acreedores— se
decide en los tribunales.
Historiadores
como Thomas J. Sugrue han demostrado que la desintegración de Detroit es
anterior a los conflictos sobre programas de bienestar social y relaciones
raciales (incluidos los disturbios de 1967), y se remonta a las décadas de la
posguerra, a la época en que se plantaron las semillas de la
desindustrialización, la discriminación racial y el aislamiento geográfico.
Hemos cosechado lo que sembramos.
Cuando se
carece de unidad política regional, no hay ninguna estructura de conjunto que
pueda mejorar las infraestructuras y los servicios públicos entre los barrios
marginales y los suburbios adinerados. De modo que los pobres recurren a los
medios de los que disponen, lo que resulta insuficiente. Inevitablemente, los
coches se averían y los autobuses llegan tarde, lo que hace que parezca que los
trabajadores son «poco fidedignos». Ahora bien, lo que en realidad es poco
fidedigno es el perverso diseño de la ciudad. No es de extrañar que Estados
Unidos se esté convirtiendo en el país industrial avanzado con menos igualdad
de oportunidades.
Las mismas
prioridades tendenciosas que han eviscerado a Detroit a nivel local se
reproducen en el vacío existente a escala política nacional. En todos los
países, en todas las sociedades, hay regiones e industrias en auge y otras que
están en decadencia. Durante algún tiempo, Silicon Valley fue la estrella en
alza de Estados Unidos, del mismo modo que hace cien años lo fueron los estados
de la franja superior del Medio Oeste. A raíz del cambio tecnológico y la
globalización, sin embargo, la ventaja relativa del Medio Oeste como centro
industrial global ha decaído por razones demasiado bien conocidas como para que
las enumeremos aquí. No obstante, a menudo los mercados no cumplen demasiado
bien con las tareas de rejuvenecimiento.
En lugar de
lidiar resueltamente con este cambiante panorama económico, el Estado pasó
décadas corriendo un tupido velo sobre unas deficiencias cada vez mayores y
permitiendo que el sector financiero
se desbocara y creara un «crecimiento» basado en burbujas. No dejamos que el
mercado simplemente siguiera su curso. Optamos activamente por los beneficios a
corto plazo y la ineficiencia a gran escala.
Puede que
haya algo inevitable en los cambios estructurales que han hecho que la
industria estadounidense se haya vuelto menos central para nuestra economía,
pero el derroche, el dolor y la desesperación humana generados en las ciudades
que acompañaron a ese cambio no tienen nada de inevitable. Existen alternativas
políticas que pueden suavizar esa transición de formas que conserven la riqueza
y fomenten la igualdad. Pittsburgh, que está a sólo cuatro horas de Detroit,
también tuvo que lidiar con el éxodo de la población blanca. No obstante,
cambió su dependencia económica del acero y el carbón con mayor rapidez a un
modelo de desarrollo que pone el acento en la enseñanza, la atención sanitaria
y los servicios jurídicos y financieros. Manchester, el centro de la industria
textil británica durante más de un siglo, se transformó en un centro de
enseñanza, cultura y música. Estados Unidos tiene un programa de renovación
urbana, pero apunta más a la restauración de los edificios y la gentrificación
que al mantenimiento y restablecimiento de las comunidades, y aun en esto
languidece. A los trabajadores estadounidenses se les vendieron políticas de
comercio «libre» con la promesa de que quienes triunfaran podrían compensar a
los perdedores. Todavía están esperando.
Por
supuesto, la Gran Recesión y las políticas que la crearon, al igual que tantas
otras, han agravado mucho esta situación. Los bancos hipotecarios avanzaron
sobre grandes áreas de algunas de nuestras ciudades y descubrieron en ellas
buenos objetivos para sus préstamos depredadores y discriminatorios. En cuanto
estalló la burbuja, esas ciudades fueron abandonadas por todos menos por los
cobradores de deudas y los ejecutores hipotecarios. En lugar de salvar nuestras
comunidades, nuestros políticos se centraron más en salvar a los banqueros, a
sus accionistas y a sus poseedores de bonos.
Puede que la
situación sea desalentadora, pero no todo está perdido para Detroit y otras
ciudades que se enfrentan a problemas semejantes. La cuestión a la que ahora se
enfrenta Detroit es cómo gestionar la bancarrota.
No obstante,
también en este caso deberíamos recelar de la influencia de la «sabiduría» de
los intereses de los sectores adinerados. En años recientes, nuestros «magos»
financieros de los bancos privados —cuya habilidad fundamental se supone que es
la gestión de riesgos— vendieron a Detroit algunos productos financieros
tóxicos (derivados) que han agravado sus apuros económicos en cientos de
millones de dólares.
En el caso
de una bancarrota convencional, los derivados habrían recibido prioridad como
acreedores antes que los trabajadores municipales actuales y los jubilados. Por
suerte, las normas que rigen el capítulo 9 del Código de Bancarrota ponen mayor
énfasis en el bienestar público. Cuando una empresa pública cae en la
bancarrota, siempre existe cierta ambigüedad en lo relativo a los activos y a
sus responsabilidades. Sus obligaciones incluyen un «contrato social» tácito
que abarca también servicios sociales para sus pensionistas. Su capacidad de
aumentar sus ingresos está limitada: unos impuestos más elevados pueden
precipitar la espiral que conduce a la muerte y expulsar a más negocios y
propietarios de viviendas.
Los bancos,
cosa nada sorprendente, querrían que las prioridades fueran otras. Con casi
trescientos millones de dólares en derivados pendientes en juego, es posible
que se confabulen para ser los primeros en recibir compensaciones. Las
disposiciones del capítulo 9 del Código de Bancarrota ofrecen la posibilidad de
poner a los bancos donde tendrían que estar: en el último puesto de la fila.
Bastante malo fue ya que estos opacos instrumentos financieros se emplearan
para confundir y engañar a los inversores. Recompensar la conducta de los
bancos equivaldría a echar sal sobre esas heridas. La prioridad en los
procedimientos por bancarrota tiene que ser no sólo sacar a Detroit de los
números rojos, sino el restablecimiento de su vitalidad como ciudad. El
principio fundamental del capítulo 11 de nuestro Código de Bancarrota (centrado
en las grandes
empresas) es que la bancarrota ha de suponer un borrón y cuenta nueva: que así
sea es decisivo para el mantenimiento del empleo y de la economía. Ahora bien,
cuando son las ciudades las que entran en bancarrota, es todavía más importante
conservar nuestras comunidades.
Los bancos y
los poseedores de bonos dirán que el pago de pensiones para los trabajadores
urbanos es una carga excesiva, y que debería limitarse o cancelarse para
reducir las pérdidas de los bancos. Ahora bien, la elevada prioridad que suele
otorgarse a los trabajadores durante las bancarrotas municipales está
plenamente justificada. Al fin y al cabo, han cumplido sus servicios dando por
hecho que iban a ser remunerados, y las pensiones no son otra cosa que
«compensaciones diferidas». A diferencia de los inversores, los trabajadores no
se dedican al complejo negocio de la evaluación de riesgos. Y también, a
diferencia de los inversores, no pueden diversificar sus carteras para
gestionar los riesgos. Por lo tanto, debería ser inadmisible decirles a los
trabajadores: «Lo sentimos, no os vamos a pagar por el trabajo que ya habéis
realizado». Y más teniendo en cuenta que sus pensiones, a diferencia de las de
los directivos de las grandes empresas, están lejos de ser generosas. La
mayoría de los empleados municipales jubilados que cobran pensiones reciben
unos 1600 dólares mensuales.
Eso
significa que gran parte de la carga de la bancarrota tendría que recaer sobre
aquellos que prestaron dinero a Detroit, y sobre aquellos que aseguraron a los
prestamistas. Así es como debería ser. Ellos obtuvieron un rendimiento que
refleja su evaluación subjetiva del riesgo que afrontaban. Por supuesto, les
gustaría obtener un rendimiento elevado y eludir de algún modo el riesgo. Pero
los mercados no funcionan así, ni deberían hacerlo.
Asegurarse
de que la bancarrota prosiga de un modo que sea bueno para Detroit exigirá
vigilancia, y no supone más que el primer paso hacia la recuperación. A más
largo plazo, tendremos que cambiar nuestra forma de administrar las áreas
urbanas. Tenemos que ofrecer mejores transportes públicos, un sistema de
enseñanza que fomente un mínimo de igualdad de oportunidades y un sistema de
«gobernanza» metropolitano que trabaje no sólo para el 1 por ciento, y ni
siquiera para el 20 por ciento dotado de mayores ingresos, sino para todos los
ciudadanos.
Y a nivel
nacional necesitamos políticas —inversión en la enseñanza, formación e
infraestructuras— que suavicen la transición de Estados Unidos hacia el
alejamiento de la dependencia de la industria en materia de empleo. De lo
contrario, las bancarrotas pos-Gran Recesión —como las de Jefferson County
(Alabama), Vallejo (California), Central Falls (Rhode Island) y ahora Detroit—
se convertirán en algo más común de la cuenta.
La
bancarrota de Detroit es un aviso de lo dividida que ha llegado a estar nuestra
sociedad y de lo mucho que habrá que hacer para cerrar las heridas. Y también
es una importante advertencia para quienes viven en las ciudades en auge de
hoy: podría pasaros a vosotros.
En el
Estados Unidos de hoy se nos induce a veces a sentir que preocuparse por la
confianza es de ingenuos. Las canciones populares aconsejan en contra, los
programas de televisión nos narran historias que nos muestran su futilidad e
incesantes informes sobre escándalos financieros nos recuerdan que seríamos
unos necios si confiáramos en nuestros banqueros.
Puede que
esto último sea cierto, pero eso no significa que debamos dejar de esforzarnos
para que en nuestra sociedad y nuestra economía haya un poco más de confianza.
La confianza es lo que hace posibles los contratos, los planes y las
transacciones cotidianas; posibilita el proceso democrático, desde el voto
hasta la formulación de leyes, y es necesaria para la estabilidad social. Es
fundamental para nuestras vidas. Es la confianza, más que el dinero, la que
rige el mundo.
No medimos
la confianza en nuestra contabilidad de los ingresos nacionales, pero las
inversiones en confianza no son menos importantes que las inversiones en
capital humano o maquinaria.
Por
desgracia, sin embargo, la confianza se está convirtiendo en una víctima más de
la asombrosa desigualdad de nuestro país: a medida que se ahonda el abismo
entre los estadounidenses, los vínculos que mantienen unida nuestra sociedad se
debilitan. Igualmente, a medida que cada vez más gente pierde fe en un sistema
que parece estar inexorablemente en su contra y el 1 por ciento asciende a
cumbres aún más elevadas, este elemento fundamental de nuestras instituciones y
nuestra forma de vida se deteriora.
La
infravaloración de la confianza tiene sus raíces en nuestras tradiciones
económicas más populares. Adam Smith sostuvo enérgicamente que haríamos mejor
en confiar en la defensa de nuestros propios intereses que en las buenas
intenciones de quienes abogan por el interés general. Si todo el mundo cuidase
exclusivamente de sí mismo, alcanzaríamos un equilibrio que no sólo sería
cómodo sino también productivo, y en el que la economía sería plenamente
eficiente. Esta idea resulta atractiva para aquellos a los que la moral no les
dice nada: el egoísmo como colmo de la abnegación. (En otra de sus obras, La teoría de los sentimientos morales, Smith adoptó un punto de vista
mucho más equilibrado, pese a que la mayoría de sus seguidores contemporáneos no hayan seguido su ejemplo).
No obstante,
los acontecimientos —y la investigación económica— de los últimos treinta años
han demostrado que no sólo no podemos guiarnos por el interés propio, sino
también que ninguna economía —ni siquiera una economía moderna y basada en el
mercado como la estadounidense— puede funcionar sin un mínimo de confianza, y
que el egoísmo absoluto erosiona inevitablemente la confianza.
No hay más
que ver el caso de la banca, el sector que engendró la crisis que tan cara nos
ha costado.
Ese sector
particular se había basado durante largo tiempo en la confianza. Uno deposita
su dinero en un banco, con la confianza de que cuando quiera sacarlo en el
futuro estará ahí. Eso no quiere decir que los banqueros nunca tratasen de
engañar a alguno de sus clientes. No obstante, la inmensa mayoría de sus
negocios se llevaba a cabo sobre los supuestos de la obligación mutua, unos
niveles suficientes de transparencia y el sentido de la responsabilidad. En el
mejor de los casos, los bancos eran sólidas instituciones comunitarias que
hacían préstamos razonables a pequeños negocios prometedores y futuros
propietarios de viviendas.
Durante los
años inmediatamente anteriores a la crisis, sin embargo, nuestros banqueros
tradicionales cambiaron drásticamente, y diversificaron agresivamente sus
actividades hacia otros ámbitos, incluidos los tradicionalmente asociados a la
banca de inversiones. La confianza se echó por la borda. Los prestamistas
comerciales vendieron hipotecas a familias que no se las podían permitir
ofreciéndoles falsas garantías. Podían consolarse con la idea de que, por mucho
que explotasen a sus clientes y por muchos riesgos que corrieran, nuevos
productos «de seguros»
—los derivados y otras artimañas— protegerían a sus bancos de las
consecuencias. Si alguno de ellos pensaba en las implicaciones sociales de sus
actividades —se tratara de los préstamos predatorios, de las prácticas abusivas
con tarjetas de crédito o de la manipulación de los mercados— podían consolarse
pensando que, según la máxima de Adam Smith, el abultamiento cada vez mayor de
sus cuentas bancarias suponía un forzoso fomento del bienestar social.
Por
supuesto, ahora sabemos que todo eso era un espejismo. Las cosas no les fueron
bien a nuestra economía ni a nuestra sociedad. Mientras millones de personas
perdían sus hogares durante y después de la crisis, la riqueza media se redujo
en casi un 40 por ciento en tres años. De no haber sido por los megarrescates
Bush-Obama, a los bancos también les habría ido mal.
La avalancha
de destrucción de la confianza fue imparable. Uno de los motivos de que el
estallido de la burbuja en 2007 condujera a una crisis tan enorme fue que
ningún banco podía fiarse de los demás. Cada banco era consciente de los
chanchullos en los que andaba metido —la eliminación de los pasivos de sus
balances, los préstamos depredadores y temerarios—, y por tanto sabía que no
podía fiarse de ningún otro. Los préstamos interbancarios quedaron congelados y
el sistema financiero llegó a estar al borde del colapso, del que se salvó sólo
gracias a la resuelta acción de la sociedad, de cuya confianza se había abusado
más que de la de nadie.
Se conocían
episodios anteriores en los que el sector financiero había dado indicios de lo
débil que era. El más notable fue el crac de 1929, que suscitó nuevas leyes
para poner coto a los peores abusos, desde el fraude a la manipulación de los
mercados. Confiamos en que los reguladores aplicasen la ley y confiamos en que
los bancos la obedecieran: el Estado no podía estar en todas partes, pero al
menos se podía mantener a raya a los bancos por el temor a las consecuencias de
su mala conducta.
Décadas
después, sin embargo, los banqueros utilizaron su influencia política para
aniquilar las normas y colocar en puestos de responsabilidad a reguladores que
no creían en ellas. Los funcionarios y los académicos aseguraron a los
legisladores y a la sociedad que los bancos eran capaces de autorregularse.
No obstante,
todo resultó ser un fraude. Habíamos creado un sistema que alentaba la falta de
visión de futuro y la asunción de riesgos excesivos. De hecho, habíamos entrado
en una época en la que se trataban con displicencia los valores morales y la
confianza misma se desestimaba. La industria bancaria es sólo un ejemplo del
amplio plan soterrado de algunos políticos y teóricos de la derecha para
socavar el papel de la confianza en nuestra economía. Este movimiento promueve
políticas basadas en el punto de vista de que no se debe depender de la
confianza como motivación de ninguna clase de comportamiento en contexto alguno.
Según este plan, lo único que importa son los incentivos.
Así, para
inducir a trabajar duro a los directivos hay que ofrecerles opciones de compra
de acciones. A mí esto me desconcierta: si una compañía le paga a alguien diez
millones de dólares por dirigir una empresa, esa persona debería darlo todo
para garantizar su éxito. No debería de hacerlo solo porque se le prometan
grandes tajadas de cualquier aumento en el valor en bolsa de la empresa,
incluso si el aumento no es más que el fruto de una burbuja creada por los
bajos tipos de interés de la Reserva Federal.
Igualmente,
a los profesores hay que ofrecerles incentivos salariales para inducirlos a
esforzarse. Sin embargo, los maestros ya trabajan duro por salarios reducidos
porque están comprometidos con mejorar las vidas de sus alumnos. ¿De verdad
cree alguien que pagarles cincuenta dólares más, o incluso quinientos, como
incentivo salarial, los inducirá a trabajar más? Lo que tendríamos que hacer es
aumentar de forma general los salarios de los profesores porque reconocemos el
valor de su contribución y confiamos en su profesionalidad. Según los
partidarios de una cultura basada en los incentivos, sin embargo, eso
equivaldría a dar algo a cambio de nada.
En la
práctica, la estrecha fijación de miras de la derecha con los incentivos ha
demostrado ser incompatible con el pensamiento a largo plazo y tan rebosante de
ocasiones para la codicia que forzosamente tenía que fomentar la desconfianza,
tanto en el seno de la sociedad como dentro de las empresas. Los directores de
bancos y los ejecutivos de las empresas buscan dispositivos de contabilidad
creativa para que sus empresas pinten bien a corto plazo, aun cuando sus
perspectivas a largo plazo se encuentren en entredicho.
Por
supuesto, los incentivos son un aspecto importante del comportamiento humano.
Sin embargo, el movimiento a favor de los incentivos los ha convertido en una
especie de religión, ciega ante todos los demás factores —vínculos sociales,
impulsos morales, compasión— que influyen en nuestra conducta.
No se trata
sólo de que sea una imagen fría de la naturaleza humana. También es poco
plausible. Es sencillamente imposible remunerar la confianza cada vez que hace
falta. Sin confianza, la vida sería absurdamente prohibitiva, la información de
calidad sería prácticamente imposible de obtener, el fraude estaría aún más
difundido de lo que está y los costes de las transacciones y los litigios se
dispararían. Nuestra sociedad estaría tan congelada como lo estuvieron los
bancos cuando su época de desvergüenza tocó a su fin y estalló la crisis en
2007.
Continuará