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domingo, 6 de noviembre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte XV

Por Joseph Stiglizt


ELIMINAR LA DESIGUALDAD EXTREMA: UN OBJETIVO DE DESARROLLO SOSTENIBLE, 2015-2030[35*](escrito en coautoría con Michael Doyle)


Durante la Cumbre del Milenio de las Naciones Unidas celebrada en septiembre de 2000, los Estados miembros de la ONU dieron un espectacular paso adelante al anteponer las personas a los Estados en el centro de su programa. En su Declaración del Milenio,[47] los líderes mundiales reunidos acordaron una serie de objetivos tremendamente ambiciosos de cara al logro de la paz mediante el desarrollo, el medio ambiente, los derechos humanos, la protección de los más vulnerables, las necesidades especiales de África y las reformas de las instituciones de la ONU. La codificación de los objetivos de la declaración relacionados con el desarrollo, que surgió en el verano de 2001 como los ahora ya familiares ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), que debían realizarse antes de 2015, fue particularmente influyente.[48]

Erradicar la pobreza extrema y el hambre.[49]

Reducir a la mitad la proporción de personas que viven con menos de un dólar al día y que padecen hambre.
Alcanzar la educación primaria universal.

Garantizar que todos los niños y niñas finalicen la escuela primaria.
Fomentar la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres.

Eliminar las disparidades de género en la enseñanza primaria y secundaria, preferentemente antes de 2005, y a todos los niveles antes de 2015.
Disminuir la mortalidad infantil.

Reducir en dos tercios el índice de mortalidad entre los niños menores de cinco años.
Mejorar la salud maternal.

Reducir en tres cuartas partes la proporción de mujeres que mueren durante el parto.
Combatir el sida/VIH, la malaria y otras enfermedades.

Detener y comenzar a revertir la difusión e incidencia de la malaria y otras enfermedades importantes.
Garantizar la sostenibilidad medioambiental.

Integrar los principios del desarrollo sostenible en las políticas y programas nacionales y revertir la pérdida de recursos medioambientales.

Reducir a la mitad la proporción de gente sin acceso a fuentes de agua potable antes de 2015. Lograr una mejora manifiesta del nivel de vida de al menos cien millones de chabolistas antes de 2020.

Lograr una colaboración global para el desarrollo.

Desarrollar más a fondo un sistema de comercio y financiero que incluya el compromiso con la buena gobernanza, el desarrollo y la reducción de la pobreza, tanto a escala nacional como internacional.
Abordar las necesidades especiales de los países menos desarrollados, y las de los Estados sin litoral o isleños en vías de desarrollo.

Ocuparse de forma exhaustiva de los problemas de deuda de los países en vías de desarrollo. Crear empleo digno y productivo para la juventud.

Facilitar el acceso a medicamentos fundamentales en países en vías de desarrollo en colaboración con las empresas farmacéuticas.

Facilitar los beneficios de las nuevas tecnologías, sobre todo las tecnologías de la información y la comunicación en colaboración con el sector privado.


Como más tarde los describió el secretario general de la ONU, Kofi Annan, los ODM constituyeron un extraordinario esfuerzo de coordinación internacional. Permitieron establecer un terreno común entre agencias de desarrollo competitivas, inspiraron acciones concertadas por parte de organizaciones internacionales y Estados nacionales y ofrecieron una oportunidad a los ciudadanos para que insistieran en que los Estados se centrasen en el pueblo al que decían representar. En resumidas cuentas, transformaron el orden del día de los líderes mundiales.[50]

Catorce años después, el historial de los ODM es desigual. Algunos de ellos, como la reducción a la mitad del número de personas que viven en la pobreza extrema, se han cumplido a nivel global, pero ninguno se ha cumplido en todos los países. Es improbable que otros, como el acceso universal a la enseñanza primaria, se cumplan antes de 2015.[51]

Ahora bien, aunque el logro de estos objetivos hubiera sido impresionante, ni aun tomados en conjunto representarían una imagen completa o exhaustiva del desarrollo humano. Estaban constreñidos por aquello en lo que pudieran ponerse de acuerdo los Estados miembros en 2000, y en particular, carecían de una concepción del desarrollo equitativo.[52] Mientras la comunidad internacional reflexiona sobre cuál va a ser el conjunto de objetivos que va a suceder a los ODM, ya va siendo hora de abordar esa limitación, añadiendo a los ocho objetivos originarios el de «eliminar la pobreza extrema».

¿PORQUÉ IMPORTA LA DESIGUALDAD?


Cada país tiene una economía política particular que conforma el alcance y los efectos de las desigualdades, y cada uno requiere ser evaluado de manera separada. Las notables diferencias existentes en el alcance y la naturaleza de la desigualdad entre distintos países no están determinadas únicamente por fuerzas económicas, sino también por fuerzas políticas.


El objetivo no es la igualdad plena. Es posible que ciertas desigualdades económicas propicien el crecimiento económico. Puede que otras no merezca la pena abordarlas porque supondría infringir libertades preciadas. Si bien el punto exacto en el que las desigualdades se vuelven nocivas puede variar de un país a otro, en cuanto la desigualdad se vuelve extrema, se manifiesta en consecuencias sociales, económicas y políticas perniciosas. Las desigualdades extremas tienden a obstaculizar el crecimiento económico y minar tanto la igualdad política como la estabilidad social. Y dado que las desigualdades tienen efectos económicos, sociales y políticos acumulativos, cada uno de estos factores requiere una atención separada y concertada. Primero analizaremos los argumentos económicos a favor de la reducción de las desigualdades extremas, y a continuación nos ocuparemos de los argumentos políticos y sociales.

Argumentos económicos[53]

Economistas de orientaciones ideológicas muy dispares están de acuerdo en que la desigualdad de ingresos y de activos tiene efectos económicos perniciosos. Una desigualdad cada vez mayor, con una distribución de los ingresos excesiva en los escalafones superiores, reduce la demanda agregada (los ricos tienden a gastar una proporción menor de sus ingresos que los pobres), lo cual puede ralentizar el crecimiento económico. Los intentos de las autoridades monetarias de contrarrestar estos efectos pueden contribuir a la creación de burbujas crediticias, y a su vez estas burbujas pueden desembocar en la inestabilidad económica. De ahí que a menudo se asocie la desigualdad con la inestabilidad económica. Consideradas las cosas desde ese punto de vista, poco tiene de sorprendente que la desigualdad alcanzara niveles elevados antes de la Gran Recesión de 2008 y antes de la Gran Depresión de la década de 1930.[54] Investigaciones recientes del Fondo Monetario Internacional muestran que un elevado nivel de desigualdad está ligado a ciclos de crecimiento más cortos.[55]

Gran parte de la desigualdad que se observa a través del mundo está ligada a la captación de renta (por ejemplo, el ejercicio del poder de monopolio), y esa desigualdad socava manifiestamente la eficacia económica. Ahora bien, quizá la peor dimensión de la desigualdad sea la desigualdad de oportunidades, que es tanto la causa como la consecuencia de la desigualdad de los resultados, y causa ineficacia económica y disminución del desarrollo, ya que gran número de individuos no consigue hacer realidad sus expectativas.[56] Los países con una elevada desigualdad tienden a invertir menos en bienes públicos como infraestructura, tecnología y enseñanza, que contribuyen a la prosperidad y el crecimiento económicos a largo plazo.


Reducir la desigualdad, por otra parte, tiene claras ventajas económicas y sociales. Robustece la impresión de la gente de vivir en una sociedad justa; mejora la cohesión y la movilidad sociales, al incrementar las posibilidades de que las personas hagan realidad sus expectativas, y amplía el apoyo a las iniciativas de crecimiento. En última instancia, las políticas que apuntan al crecimiento pero que dan la espalda a la igualdad pueden ser contraproducentes, mientras que las políticas que reducen la desigualdad (por ejemplo fomentando el empleo y la enseñanza) tienen efectos beneficiosos sobre el capital humano que las economías modernas cada vez requieren más.[57].
Argumentos políticos y sociales


En parte, las brechas entre ricos y pobres son el resultado de fuerzas económicas, pero también son, y puede que lo sean todavía más, el resultado de opciones políticas como la fiscalidad, el nivel del salario mínimo y las partidas invertidas en atención sanitaria y educación. De ahí que países cuyas circunstancias económicas son similares en todo lo demás puedan tener grados notablemente diferentes de desigualdad. A su vez, estas desigualdades afectan al diseño de las medidas políticas, porque hasta los cargos democráticamente elegidos responden más atentamente a los puntos de vista de los votantes adinerados que a los de la gente más humilde.[58] Cuanto más se permita a la riqueza desempeñar un papel ilimitado a la hora de financiar campañas electorales, más probable es que la desigualdad económica se traduzca en desigualdad política.


Como ya he indicado, las desigualdades extremas no sólo minan la estabilidad económica sino también la estabilidad social y política. Ahora bien, no existe ninguna relación causal sencilla entre desigualdad económica y estabilidad social medida en función de los índices de delincuencia o de disturbios civiles. Ninguna de estas dos formas de violencia guarda correlación con los coeficientes de Gini o de Palma (la porción de los ingresos del Producto Interior Bruto del 10 por ciento superior de la población dividida por la del 40 por ciento de la población más pobre).[59] Existen, sin embargo, vínculos sustanciales entre violencia y «desigualdades horizontales» que combinan la estratificación económica con la raza, la etnia, la religión o la región. Cuando los pobres pertenecen a un grupo racial, etnia, religión o región, y los ricos a otro, suele hacer su aparición una dinámica letal y desestabilizadora.


Un estudio que echa mano de 123 encuestas nacionales de 61 países en vías de desarrollo documenta meticulosamente los efectos de las desigualdades en materia de activos entre etnias diferentes. Para un país típico con valores promedio en todas las variables que dan cuenta de la violencia, la probabilidad de conflictos civiles en un año dado es del 2,3 por ciento. Si el nivel de desigualdad de activos horizontal entre grupos étnicos aumenta hasta el percentil 95 (y las demás variables se mantienen en sus valores promedio), la probabilidad de conflictos aumenta hasta el 6,1 por ciento: más del doble. Una comparación similar centrada en las diferencias de ingresos entre grupos religiosos muestra un incremento desde el 2,9 por ciento al 7,2 por ciento: de nuevo, de más del doble.[60] Otro estudio que empleaba métodos similares señala que las disparidades regionales de riqueza guardan correlación con un riesgo especialmente elevado de estallido de conflictos en el África subsahariana.[61]

Empleando una metodología distinta —centrada en las disparidades geográficas en materia de ingresos ligadas a la diferenciación étnica en lugar de las encuestas para medir las desigualdades—, otros autores confirman los peligros de las grandes desigualdades horizontales. Concentrándose en el periodo posterior a la Guerra Fría (1991-2005) para obtener medidas específicas de producción económica per cápita para cada grupo étnico, Lars Erik Cederman, Nils Weidmann y Kristian Gleditsch dividen la suma total de la producción económica en un área de asentamiento étnica dada por el tamaño de un grupo de población. La conclusión a la que llegan es que tanto los grupos étnicos relativamente más pobres como los relativamente más ricos tienen una probabilidad mayor de vivir guerras civiles. Al demostrar que no sólo obran aquí los factores demográficos, muestran que cuanto más rico (o más pobre) sea un grupo etnográfico, mayor es la probabilidad de que los grupos situados en los extremos estén abocados a la guerra civil con otros grupos etnográficos.[62]

LAS MUCHAS DIMENSIONES DE LA DESIGUALDAD


Del mismo modo que los debates sobre pobreza y reducción de la pobreza se ampliaron a partir de la concentración exclusiva en los ingresos para abarcar muchas otras dimensiones de privación —entre ellas la de la salud y el medio ambiente—, también evolucionaron en el caso de la desigualdad.[63] Es más, en la mayoría de países las desigualdades de fortuna superan a las desigualdades de ingresos. Sobre todo en países que carecen de sistemas de atención sanitaria adecuados, un índice Palma que reflejara el estatus sanitario sin duda pondría de manifiesto mayores desigualdades aún que un índice Palma de los ingresos. Un índice Palma basado en la exposición a peligros medioambientales seguramente pondría de manifiesto una tendencia similar.


Una de las formas más perniciosas de desigualdad es la que concierne a la desigualdad de oportunidades, reflejada en la falta de movilidad socioeconómica, que condena con casi toda seguridad a quienes han nacido en la parte inferior de la pirámide económica a permanecer en ella. Alan Krueger, expresidente del Consejo de Asesores Económicos de Estados Unidos, ha destacado este vínculo entre la desigualdad y la falta de oportunidades.[64] La desigualdad de ingresos tiende a ir asociada a una menor movilidad económica y menos oportunidades entre una generación y otra. El hecho de que quienes han nacido en la parte inferior de la pirámide económica estén condenados a no materializar plenamente sus expectativas no hace sino ratificar la correlación a largo plazo entre la desigualdad y un menor crecimiento económico.[65] Que estas dimensiones de la desigualdad estén relacionadas indica que concentrarse en una dimensión a la vez quizá suponga subestimar la verdadera magnitud de las desigualdades sociales y proporcione unos fundamentos inadecuados en los que basar una política. Por ejemplo, la desigualdad sanitaria es tanto causa como consecuencia de la desigualdad de ingresos. Las desigualdades educativas son uno de los determinantes primordiales de las desigualdades de ingresos y oportunidades. A su vez, como hemos subrayado, cuando existen patrones sociales nítidos de estas múltiples desigualdades (por ejemplo, las que están asociadas a la raza o la etnia), las consecuencias para la sociedad (incluida la inestabilidad social) aumentan.

CALIBRAR EL OBJETIVO


Nosotros propusimos que el objetivo siguiente —llamémoslo «Objetivo Nueve»— fuera incorporado a las revisiones y actualizaciones de los ocho objetivos originarios: eliminación de la desigualdad extrema a nivel nacional en todos los países. De cara a cumplir este objetivo, proponemos las metas siguientes:


Reducir las desigualdades extremas de ingresos en todos los países antes de 2030, de manera que los ingresos del 10 por ciento superior —una vez deducidos los impuestos— no superen los ingresos posteriores a transferencias del 40 por ciento inferior.

Establecer en todos los países una comisión pública encargada de evaluar e informar sobre los efectos de las desigualdades nacionales antes de 2020.

El consenso en torno a que el mejor indicador de estas metas es el índice Palma, que se centra de forma efectiva en las desigualdades extremas, es cada vez mayor: el índice de ingresos de quienes se encuentran en la parte superior de la pirámide social en relación con los de quienes se encuentran en la parte inferior.[66] En muchos países de todo el mundo son los cambios en estos extremos los que resultan más perceptibles y odiosos, mientras que la proporción de ingresos que corresponde a la parte intermedia de la pirámide permanece relativamente estable.[67] Todos los países deberían concentrarse en sus desigualdades «extremas», es decir, aquellas desigualdades que más perjudican al crecimiento económico equitativo y sostenible y que minan la estabilidad social y política. Un índice Palma de 1 es un ideal que pocos países alcanzan. Por ejemplo, no parece que los países escandinavos, cuyos índices Palma son de 1 o menos,[68] padezcan las cargas asociadas a la desigualdad extrema. Más aún, de acuerdo con algunos informes, parece que se benefician de un «multiplicador de igualdad» que abarca los diversos aspectos de su desarrollo socioeconómico y que hace que, además de equitativos y estables, sean eficientes y flexibles.[69]


Ahora bien, los países no sólo se distinguen entre sí por su grado de desigualdad, sino también por su cultura, su tolerancia hacia las distintas formas de desigualdad y su capacidad para el cambio social. De ahí que la meta más importante sea la segunda: el diálogo nacional antes de 2020 acerca de lo que hay que hacer para abordar las desigualdades más relevantes de cada país en concreto. Dicho diálogo llamaría la atención sobre las políticas que exacerban la desigualdad en cada país (por ejemplo, las deficiencias del sistema de enseñanza, del sistema legal, o de los sistemas fiscales y los pagos de transferencia), aquellas que distorsionan la economía a la vez que contribuyen a la inestabilidad económica, política y social, y aquellas que podrían cambiarse con mayor facilidad.[70]

El apoyo a la reducción de las desigualdades extremas está muy difundido.[71] En una carta dirigida al doctor Homi Kharas, autor principal y secretario ejecutivo del secretariado que apoya el Grupo de Alto Nivel de Personas Eminentes para la Agenda de Desarrollo después de 2015, noventa economistas, universitarios y expertos en desarrollo instaron a que se convirtiera en prioridad la reducción de la desigualdad del marco de desarrollo posterior a 2015, y propusieron medir la desigualdad utilizando el índice Palma,[72] aduciendo que —lo que coincide con nuestro análisis— la desigualdad representa una amenaza para la erradicación de la pobreza, el desarrollo sostenible, los procesos democráticos y la cohesión social.[73]

La conciencia de los efectos adversos de la desigualdad ha llegado más allá de los universitarios y activistas sociales. En un discurso de julio de 2013, el presidente estadounidense Barack Obama subrayó el papel de la desigualdad en la creación de las burbujas crediticias (como la que precipitó la Gran Depresión) y la forma en que privan a la gente de oportunidades, lo que a su vez engendra una economía ineficaz en la que los talentos de mucha gente no pueden ser movilizados en beneficio de todos.[74] También el papa Francisco, en su discurso en la favela Varginha de Río de Janeiro, en el Día Mundial de la Juventud de 2013, subrayó la necesidad de una mayor solidaridad, una mayor justicia social y una atención especial a las circunstancias de la juventud. Y además, lo que coincide una vez más con los estudios antes citados, declaró que no se puede mantener la paz en sociedades desiguales con comunidades marginadas.[75]

La desigualdad tiene muchas dimensiones —algunas de ellas más odiosas que otras— y existen muchas formas de medir esas desigualdades. Hay algo, sin embargo, de lo que no cabe duda: el desarrollo sostenible no se podrá lograr mientras se haga caso omiso de las disparidades extremas. Es imperativo que uno de los puntos centrales de la agenda post-ODM sea la atención a la desigualdad.

LAS CRISIS DESPUÉS DE LA CRISIS[36*]


Tras la estela de la crisis del euro y del abismo fiscal estadounidense, resulta fácil darle la espalda a los problemas de la economía mundial a largo plazo. Sin embargo, mientras nosotros nos concentramos en las preocupaciones inmediatas, esos problemas continúan enconándose, y si decidimos pasarlos por alto, lo haremos por nuestra propia cuenta y riesgo.


El más grave de ellos es el calentamiento global. Pese a que los pobres resultados de la economía global hayan desembocado en la correspondiente ralentización del aumento de las emisiones de carbono, eso no representa más que un breve respiro. Y Estados Unidos está muy por debajo de la media: dado que hemos respondido con tanta lentitud al cambio climático, respetar el límite objetivo de un aumento de dos grados (centígrados) en la temperatura global exigirá drásticas reducciones de las emisiones en el futuro.


Ha habido quien ha sugerido que, en función de la desaceleración económica, la cuestión del calentamiento global debería ser postergada. Todo lo contrario, actualizar la economía global de cara al calentamiento global ayudaría a restablecer la demanda agregada y a restaurar el crecimiento.


Al mismo tiempo, el ritmo del progreso tecnológico y de la globalización exige veloces cambios estructurales tanto en los países desarrollados como en los países en vías de desarrollo. Tales cambios pueden resultar traumáticos, y con frecuencia los mercados no los manejan bien.


Del mismo modo en que la Gran Depresión surgió en parte de las dificultades de pasar de una economía rural y agraria a una economía urbana e industrial, los problemas de hoy proceden en parte de la necesidad de pasar de una economía basada en la industria a otra basada en los servicios. Es preciso crear nuevas empresas, y a los mercados financieros contemporáneos se les da mejor la especulación y la explotación que proporcionar fondos para nuevas empresas, sobre todo para las pequeñas y medianas.


Más aún, efectuar esa transición exige inversiones en capital humano que con frecuencia los individuos no pueden sufragar. Entre los servicios que desea la gente se encuentran la enseñanza y la atención sanitaria, dos sectores en los que el Estado desempeña naturalmente un destacado papel (debido a imperfecciones de mercado inherentes a estos sectores e inquietudes en torno a la equidad).


Antes de la crisis de 2008, se hablaba mucho de desequilibrios globales y de la necesidad de que los países con superávit comercial, como Alemania y China, incrementasen su consumo. La cuestión sigue sobre el tapete; es más, la incapacidad de Alemania para abordar su crónico superávit comercial es parte integral de la crisis del euro. El superávit de China, en tanto porcentaje del PIB, ha disminuido, pero las implicaciones a largo plazo aún están por ver.


Sin un aumento del ahorro doméstico y un cambio más fundamental en los acuerdos monetarios globales, el déficit comercial de conjunto de Estados Unidos no desaparecerá. Lo primero exacerbaría la desaceleración económica del país, y ninguno de los dos cambios está sobre la mesa. A medida que el consumo de China aumente, no necesariamente comprará más bienes a Estados Unidos. De hecho, es más probable que incremente su consumo de bienes no comerciales —como la atención sanitaria y la enseñanza— que desembocan en profundas perturbaciones de la cadena de suministro global, sobre todo en países que habían estado suministrando los insumos para las empresas exportadoras chinas.


Por último, hay una crisis mundial de desigualdad. El problema no reside sólo en que los grupos con mayores ingresos obtienen una proporción mayor de la tarta económica, sino también en que las personas de ingresos medios no están recibiendo los frutos del crecimiento económico, al mismo tiempo que la pobreza aumenta en muchos países. En Estados Unidos la igualdad de oportunidades ha quedado desvelada como un mito.


Pese a que la Gran Recesión ha exacerbado estas tendencias, ya eran visibles mucho antes de que esta comenzase. Más aún, yo he argumentado (y también otros lo han hecho) que uno de los motivos de la desaceleración económica es la creciente desigualdad, y que, en parte, esta se debe a los profundos cambios estructurales en curso en la economía global.


A largo plazo, un sistema económico y político que no cumple con las expectativas desde el punto de vista de la mayoría de los ciudadanos no resulta sostenible. Con el tiempo, la fe en la democracia y la economía de mercado disminuirá, y la legitimidad de las instituciones y los acuerdos existentes se pondrá en tela de juicio.


La buena noticia es que en las últimas tres décadas la brecha entre los países emergentes y los países avanzados se ha reducido mucho. No obstante, millones de personas siguen viviendo en la miseria, y apenas ha habido progresos a la hora de reducir la brecha entre los países menos desarrollados y los demás.


En este último aspecto, unos acuerdos comerciales injustos —que incluyen el mantenimiento de unas subvenciones agrícolas injustificables que deprimen los precios de los que dependen los ingresos de muchas de las personas más pobres del planeta— han desempeñado un papel importante. Los países desarrollados no han cumplido su promesa de crear un régimen comercial que favorezca el desarrollo, realizada en Doha en noviembre de 2001, ni el compromiso —adquirido en la cumbre del G-8 de Gleneagles en 2005— de proporcionar una asistencia significativamente mayor a los países más pobres.


Por sus propios medios, el mercado no resolverá ninguno de estos problemas. El calentamiento global es un problema de «bienes públicos» por excelencia. Para llevar a cabo las transiciones estructurales que el mundo necesita, es preciso que los Estados adopten un papel más activo en unos tiempos en los que la exigencia de recortes va en aumento tanto en Europa como en Estados Unidos.


A la vez que lidiamos con las crisis del presente, deberíamos preguntarnos si estamos reaccionando de maneras que no hacen sino exacerbar nuestros problemas a largo plazo. El itinerario trazado por los «halcones del déficit» y los abogados de la austeridad debilita la economía aquí y ahora y socava las perspectivas de futuro. La ironía reside en que, dado que la demanda agregada insuficiente es la principal fuente actual de la fragilidad global, existe una alternativa: invertir en nuestro futuro de formas que nos ayuden a abordar simultáneamente los problemas del calentamiento global, los de la desigualdad y la miseria globales, y la necesidad de cambios estructurales.

LA DESIGUALDAD NO ES INEVITABLE[37*]


A lo largo del último tercio de siglo se ha venido afianzando una tendencia insidiosa. Un país que había experimentado el crecimiento compartido después de la Segunda Guerra Mundial empezó a desgarrarse, tanto que cuando en 2007 se desató la Gran Recesión, ya no se podía dar la espalda a las fisuras que habían acabado por definir el panorama económico estadounidense. ¿Cómo se había convertido aquella «ciudad brillante en lo alto de una colina» en el país avanzado con mayor nivel de desigualdad?


Una de las vertientes del extraordinario debate que ha puesto en marcha el oportuno e importante libro de Thomas Piketty, El capital en el sigloXXI, reposa sobre la noción de que los extremos violentos de riqueza e ingresos son inherentes al capitalismo. Según este esquema, deberíamos considerar las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial —un periodo de rápida disminución de la desigualdad— como una anomalía.


En realidad, esta es una lectura superficial de la obra del señor Piketty, que nos proporciona un contexto institucional para comprender el ahondamiento de la desigualdad con el paso del tiempo. Por desgracia, esa parte de su análisis ha sido objeto de menor atención que los aspectos que parecen más fatalistas.


A lo largo del pasado año y medio, The Great Divide —la serie de artículos de TheNew York Times para la que he ejercido de moderador— también ha presentado una amplia gama de ejemplos que socavan la noción de que exista realmente ninguna ley fundamental del capitalismo. La dinámica del capitalismo imperial del siglo XIX no tiene por qué ser extensible a las democracias del XXI. No tenemos por qué tener tanta desigualdad en Estados Unidos.


Nuestra forma de capitalismo actual es un sucedáneo de capitalismo. Como prueba de ello, les remito a nuestra respuesta a la Gran Recesión, con la que socializamos pérdidas a la vez que privatizamos las ganancias. Una competencia perfecta debería de reducir los beneficios a cero, al menos en teoría, pero a la vez hay monopolios y oligopolios que acumulan continuamente grandes beneficios. Los directivos disfrutan como promedio de unos ingresos 295 veces superiores a los del trabajador medio, un índice mucho más elevado que en el pasado, sin que haya indicio alguno de un aumento correspondiente de la productividad.


Si no han sido las leyes inexorables de la economía las que han conducido a la gran brecha estadounidense, ¿qué ha sido? La respuesta más directa es: nuestras políticas. La gente se aburre de oír la historia del éxito escandinavo, pero lo cierto es que Suecia, Finlandia y Noruega han tenido todos éxito en lograr tanto crecimiento en los ingresos per cápita como Estados Unidos, o incluso más rápido, y con un grado de igualdad mucho mayor.


Entonces, ¿por qué ha optado Estados Unidos por políticas que intensifican la desigualdad? En parte, la respuesta es que a medida que la Segunda Guerra Mundial fue quedando en el olvido, también lo hizo la solidaridad que había engendrado. Cuando Estados Unidos salió victorioso de la Guerra Fría, no parecía que frente a nuestro modelo económico hubiera un competidor viable. A falta de esta competencia internacional, ya no teníamos que demostrar que nuestro sistema era capaz de cumplir con la mayoría de los ciudadanos.


La ideología y los intereses se solaparon de forma perversa. Alguna gente extrajo la lección errónea del colapso del sistema soviético. La tortilla dio la vuelta, y se pasó de un gran exceso de intervencionismo gubernamental a excesivamente poco. Los intereses empresariales abogaron por prescindir de las regulaciones, aun cuando esas regulaciones habían hecho muchísimo por proteger y mejorar nuestro entorno, nuestra seguridad, nuestra salud y la misma economía.


No obstante, esta ideología era hipócrita. Los banqueros —que se encontraban entre los defensores más enérgicos del liberalismo económico— se mostraron más que dispuestos a aceptar cientos de miles de millones de dólares del Estado en el transcurso de los rescates que han sido un rasgo recurrente de la economía global desde el comienzo de la era Thatcher-,Reagan de los mercados «libres» y la desregulación.


El sistema político estadounidense está dominado por el dinero. La desigualdad económica se plasma en desigualdad política, y la desigualdad política genera una desigualdad económica cada vez mayor. De hecho, como él mismo reconoce, el argumento del señor Piketty depende de la capacidad de los dueños de la riqueza para mantener elevado su índice de rentabilidad en relación con el crecimiento económico una vez deducidos los impuestos. ¿Cómo lo consiguen? Diseñando las reglas del juego para asegurar dicho desenlace, es decir, a través de la política.


Por tanto, el bienestar de las grandes empresas aumenta al mismo ritmo que se limita el bienestar de los pobres. El Congreso mantiene las subvenciones para agricultores ricos a la vez que recortamos el apoyo alimentario a los necesitados. A las empresas farmacéuticas se les han entregado cientos de miles de millones de dólares a la vez que se limitan las prestaciones de Medicaid. Los bancos que provocaron la crisis global recibieron miles de millones, mientras que los propietarios de viviendas y las víctimas de las prácticas prestamistas predatorias de esos mismos bancos recibían una miseria. Esta última decisión fue especialmente necia. Existían alternativas distintas a echarle dinero a los bancos y esperar que este circulara mediante el aumento de los préstamos. Podríamos haber ayudado directamente a los propietarios de vivienda que estaban con el agua al cuello y a las víctimas de prácticas predatorias, lo que no sólo habría fortalecido la economía, sino que nos habría colocado en la senda de la recuperación.


Estamos profundamente divididos. La segregación económica y geográfica ha inmunizado a quienes se encuentran en la cima de la pirámide social frente a los problemas de quienes se encuentran abajo del todo. Como los reyes de antaño, han acabado por considerar, grosso modo, sus posiciones de privilegio como un derecho natural. ¿Cómo explicar si no las recientes declaraciones del inversor de capital riesgo Tom Perkins, que insinuó que criticar al 1 por ciento era equiparable al fascismo nazi, o las que realizó el gigante de los fondos de capital riesgo Stephen A. Schwarzman, que comparó el hecho de pedir a los financieros que paguen impuestos en la misma proporción que quienes viven de su trabajo con la invasión hitleriana de Polonia?


Nuestra economía, nuestra democracia y nuestra sociedad han pagado por estas enormes iniquidades. La verdadera piedra de toque de una democracia no está en la cantidad de riqueza que puedan acumular sus príncipes en paraísos fiscales, sino en el grado de bienestar del ciudadano medio, más aún en Estados Unidos, donde la imagen que tenemos de nosotros mismos está arraigada en nuestra pretensión de ser una gran sociedad de clases medias. No obstante, los ingresos medios actuales son inferiores a los de hace un cuarto de siglo. El crecimiento ha llegado a las máximas cumbres, donde la proporción se ha cuadruplicado desde 1980. Lejos de haberse ido filtrando hacia abajo (como se suponía que tenía que hacer) el dinero se ha evaporado en el clima cálido de las islas Caimán.


Estados Unidos hace tan poco por sus pobres que las privaciones que se están imponiendo a una generación están siendo impuestas a la siguiente, ya que casi una cuarta parte de los niños estadounidenses menores de cinco años viven en la pobreza. Por supuesto, ninguna nación se ha aproximado jamás a ofrecer una igualdad de oportunidades total. Pero ¿por qué Estados Unidos es uno de los países avanzados donde las perspectivas de futuro de los jóvenes están tan determinadas por los ingresos y el nivel educativo de sus padres?


Entre los relatos más conmovedores de The Great Divide estaban los que retrataban las frustraciones de la juventud, que ansía incorporarse a nuestra menguante clase media. Unas matrículas por las nubes y unos ingresos cada vez menores se han plasmado en unas cargas de deuda mayores. A lo largo de los últimos treinta y cinco años, los ingresos de quienes sólo tienen un diploma de secundaria se han reducido en un 13 por ciento.


En lo que a la justicia se refiere, también se da una amplia brecha. A ojos del resto del mundo y de una parte significativa de su propia población, el encarcelamiento masivo es uno de los rasgos distintivos de Estados Unidos, un país que, insistiré en ello, alberga a alrededor de un 5 por ciento de la población mundial, pero también a aproximadamente una cuarta parte de la población penitenciaria del planeta.


La justicia se ha convertido en un bien accesible sólo a unos pocos. Mientras los ejecutivos de Wall Street utilizaban a sus abogados (que cobran elevados honorarios) para asegurar que no fueran responsabilizados de las fechorías que la crisis de 2008 puso tan gráficamente de manifiesto, los bancos abusaron de nuestro sistema legal para ejecutar hipotecas y desahuciar a personas, algunas de las cuales ni siquiera estaban endeudadas.


Hace más de medio siglo, Estados Unidos estuvo a la cabeza de la defensa de la Declaración Universal de Derechos Humanos que adoptó Naciones Unidas en 1948. En la actualidad, al menos en los países avanzados, el acceso a la atención sanitaria se encuentra entre los derechos más universalmente aceptados. Estados Unidos, a pesar de la puesta en práctica de la Ley de Atención Sanitaria Asequible, es la excepción. Se ha convertido en un país con grandes brechas en el acceso a la atención sanitaria, la esperanza de vida y los niveles de salud.


En medio del alivio que experimentó mucha gente cuando el Tribunal Supremo no anuló la Ley de Atención Sanitaria Asequible, las implicaciones de esta decisión para Medicaid no se apreciaron plenamente. El objetivo del Obamacare —garantizar que todos los estadounidenses tuvieran acceso a la atención sanitaria— se ha visto frustrado: veinticuatro estados no han puesto en práctica el programa ampliado de Medicaid, el medio a través del cual se suponía que Obamacare iba a cumplir su promesa con algunos de los sectores más pobres de la sociedad.


Lo que necesitamos no es una nueva guerra contra la pobreza, sino una guerra de defensa de la clase media. Las soluciones para estos problemas no tienen que ser novedosas, todo lo contrario. Obligar a los mercados a funcionar como tales no sería un mal punto de partida. Hemos de poner fin a la sociedad captadora de rentas hacia la que hemos ido gravitando, en la que los ricos obtienen beneficios manipulando el sistema.


En lo fundamental, el problema de la desigualdad no es una cuestión de economía técnica, sino de política práctica. Garantizar que quienes están en la cima paguen la proporción de impuestos que les corresponde —poner fin a los privilegios especiales de los especuladores, las grandes empresas y los ricos— es a la vez pragmático y justo. Revertir una política de la codicia no significa abrazar una política de la envidia. La igualdad no tiene que ver sólo con los tipos impositivos marginales de los de arriba sino también con el acceso de nuestros hijos a la alimentación y el derecho a la justicia para todos. Si invirtiéramos más en educación, sanidad e infraestructura, sanearíamos nuestra economía, ahora y en el futuro. El hecho de que ya lo hayamos oído en otras ocasiones no significa que no deberíamos volver a intentarlo.


Hemos localizado la fuente del problema: desigualdades políticas por un lado, y políticas que han mercantilizado y corrompido nuestra democracia por otro. Sólo una ciudadanía comprometida puede luchar para restablecer un Estados Unidos más justo, y sólo podrá hacerlo si entiende la profundidad de ese reto y sus dimensiones. No es demasiado tarde para recobrar nuestro lugar en el mundo ni la noción de quiénes somos como país. La desigualdad cada vez más extendida y profunda que padecemos no está impulsada por leyes económicas inmutables, sino por leyes que hemos redactado nosotros mismos.

Continuará

Notas:

[47] Resolución de la Asamblea General 55/2, «Declaración del Milenio de las Naciones Unidas», documento de la ONU A/RES/55/2, 8 de septiembre de 2000, www.un.org<<

[48]           Como se anunció en el apéndice al «Informe sobre la hoja de ruta», documento de la ONU A/56/326 del 6 de septiembre de 2001. Los Estados miembros de la ONU encargaron al secretario general de esta la elaboración de una «hoja de ruta» que desarrollara y supervisara los «resultados y puntos de referencia» («Followup to the Outcome of the Millennium Summit», documento de la ONU A/RES/55/162, 18 de diciembre de 2000). Para un análisis de los orígenes y la relevancia de los ODM, ver Michael Doyle, «Dialectics of a Global Constitution: The Struggle over the UN Charter», European Journal of International Relations 18, núm. 4 (2012), pp. 601-624. <<

[49]           El indicador originario era un dólar diario, que desde entonces ha sido aumentado a 1,25 dólares para que refleje la inflación. <<

[50]           Kofi Annan y Nader Mousavizadeh, Interventions: A Life in War and Peace, Nueva York, Penguin, 2012, pp. 244-250 [Intervenciones: una vida en la guerra y en la paz, Madrid, Taurus, 2013]. <<

[51]           Naciones Unidas, Informes de los Objetivos de Desarrollo del Milenio 2013, pp. 4-5. Para más información sobre el estado de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, ver el informe completo de 2013: www.un.org<<

[52]           Entre los objetivos originales no figuraba el acceso a los derechos reproductivos, lo que se corrigió en 2005. Ver Resolución de la Asamblea General 60/1, «2005 World Summit Outcome», Documento de la ONU A/RES/60/1, párrafos 57(g) y 58(c): mdgs.un.org. También estaban ausentes de los objetivos las metas de gobernanza que se tienen en consideración en la actualidad. Ver el Grupo de Alto Nivel de Personas Eminentes para la Agenda de Desarrollo


posterior a 2015, A New GlobalPartnership: Eradicate Poverty and Transform Economies through Sustainable Development, Anexo II, p. 50: www.un.org<<

[53]          Para un debate más a fondo sobre las consecuencias económicas adversas de la

desigualdad, ver Joseph Stiglitz, The Price of Inequality, Nueva York, W. W. Norton, 2012, pp. 83-117 [El precio de la desigualdad, Madrid, Taurus, 2012]. <<

[54]  Ibíd. <<
[55] A. Berg, J. Ostry y J. Zettelmeyer, «What Makes Growth Sustained?», Journal of Development Economics 98, núm. 2 (2012). Para un tratamiento más teórico de los vínculos entre desigualdad, inestabilidad y desarrollo humano, ver Stiglitz, «Macroeconomic Fluctuations, Inequality, and Human Development», Journal ofHuman Development and Capabilities 13, núm. 1 (2012), pp. 31-58. Reimpreso en Deepak Nayyar (ed.), Macroeconomics and Human Development, Londres, Routledge, Taylor & Francis Group, 2013. <<

[56]    William Easterly, «Inequality Does Cause Underdevelopment: Insights from a New Instrument», Journal of Development Economics 84, núm. 2 (2007). El Consejo de Relaciones Exteriores informó este año de que hay enormes diferencias en el rendimiento de los estudiantes estadounidenses en función de su origen socioeconómico, y descubrió que en Estados Unidos la riqueza familiar ejerce una influencia mayor sobre el rendimiento que en cualquier otro país desarrollado. Ver Consejo de Relaciones Exteriores, Remedial Education: Federal Education Policy, junio de 2013, www.cfr.org<<

[57]           Easterly, «Inequality Does Cause Underdevelopment». <<

[58]           Larry Bartels, Unequal Democracy, Princeton, N. J., Princeton University Press, 2008. <<

[59]           Sería preferible una media de los ingresos «posfiscales» (después de los impuestos sobre la renta y todos los demás) y los ingresos posteriores a los pagos de transferencia (después de la vivienda, el cuidado infantil, la Seguridad Social y otros subsidios), pero todavía no se encuentra ampliamente disponible. Existen índices Palma para cada país disponibles bajo pedido. Para solicitar estos datos no oficiales, pónganse por favor en contacto con Alicia Evangelides en la dirección de correo electrónico ame2148@columbia.edu<<

[60]       Gudrun Østby, «Inequalities, the Political Environment and Civil Conflict: Evidence from 55
Developing  Countries»,  en  Frances  Stewart  (ed.),              HorizontalInequalities  and  Conflict:

Understanding Group Violence in Multiethnic Societies, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2008,
pp. 136-157, p. 149. <<

[61] Gudrun Østby y Håvard Strand, «Horizontal Inequalities and Internal Conflict: The Impact of Regime Type and Political Leadership Regulation», en K. Kalu, U. O. Uzodike, D. Kraybill y J. Moolakkattu (eds.), Territoriality, Citizenship, and Peacebuilding: Perspectives on Challenges to Peace in Africa, Pietermaritzburg, Sudáfrica, Adonis & Abbey, 2013. <<

[62]           Lars Erik Cederman, Nils B. Weidmann y Kristian Skrede Gleditsch, «Horizontal Inequalities and Ethnonationalist Civil War: A Global Comparison», American Political Science Review 105, núm. 3 (2011), pp. 487-489. <<

[63]           El clásico estudio del Banco Mundial Voices of the Poor subrayó que los pobres no sólo padecían falta de ingresos, sino inseguridad y carencia de capacidad expresiva. Esto quedó reflejado después en el Informe de Desarrollo Mundial sobre la Pobreza publicado cada diez años por el Banco Mundial en 2000. La Comisión Internacional para la Medición del Rendimiento Económico y el Bienestar Social (2010) hizo hincapié en que la métrica del rendimiento (que incluye la producción y la desigualdad) tenía que ser ampliada más allá de las medidas convencionales del PIB y/o los ingresos. La OCDE ha continuado esta labor con su Iniciativa para una vida mejor, que incluye la construcción de su Índice para una Vida Mejor. Una parte importante de la agenda del Grupo de Expertos de Alto Nivel de la OCDE sobre la Medición del Rendimiento Económico y Bienestar Social es la construcción/evaluación de formas alternativas de medición de la desigualdad. <<

[64]      Alan B. Krueger, «Land of Hope and Dreams: Rock and Roll, Economics, and Rebuilding the Middle Class» (comentarios, Rock and Roll Hall of Fame and Museum, Cleveland, Ohio, 12 de

junio de 2013), www.whitehouse.gov<<
[65]       Miles Corak, «Income Inequality, Equality of Opportunity, and Intergenerational Mobility»,

Journal of Economic Perspectives 27, núm. 3 (2013), pp. 79-102. <<
[66]     Alex Cobham y Andy Sumner, «Putting the Gini Back in the Bottle? ‘The Palma’ as a Policy

Relevant Measure of Inequality», King’s College, Londres, 15 de marzo de 2013, www.kcl.ac.uk<<

[67]           Ahora bien, esto no es cierto en lo que se refiere a todos los países. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha producido un encogimiento de la clase media y una disminución del sector de población comprendido entre, pongamos por caso, unos ingresos que superen en dos veces y media los ingresos medios y la reducción de los ingresos correspondientes a este grupo. Hace mucho tiempo que se considera que una democracia estable depende de la existencia de una clase media próspera. De ahí que la decadencia de la clase media deba resultar especialmente inquietante. (Para una exposición más a fondo sobre estas cuestiones, ver Stiglitz, El precio de la desigualdad). Una parte de los diálogos nacionales sobre desigualdad que recomendamos más adelante se centraría en la naturaleza de las desigualdades que están apareciendo en diversos países. <<

[68]José Gabriel Palma, «Homogenous Middles vs. Heterogeneous Tails, and the End of the ‘InvertedU’: The Share of the Rich Is What It’s All About», Cambridge Working Papers in Economics (CWPE) 1111, enero de 2011, www.econ.cam.ac.uk<<

[69]    Karl Ove Moene, «Scandinavian Equality: A Prime Example of Protection without Protectionism», en Joseph E. Stiglitz y Mary Kaldor (eds.), The Quest for Security: Protection without Protectionism and the Challenge of Global Governance, Nueva York, Columbia University Press, 2013, pp. 48-74. <<

[70]           Por ejemplo, en Estados Unidos dicho diálogo pondría el acento en la desigualdad en el acceso a la enseñanza y la atención sanitaria, en un código de bancarrota que da prioridad a los derivados y que dificulta la liquidación de los préstamos estudiantiles aun en caso de bancarrota, en un sistema fiscal que grava los ingresos que los ricos obtienen de la especulación con índices mucho menores que los ingresos salariales, en un salario mínimo ajustado en función de la inflación que no ha aumentado en medio siglo, y en un sistema de protección social que corrige mucho peor la desigualdad de ingresos que los sistemas de otros países industriales avanzados. Analizaría la medida en que la disparidad de ingresos es el resultado de diferencias de productividad, diferencias que a su vez se explican en parte por la disparidad en el acceso a la enseñanza de calidad, así como la medida en que la disparidad de ingresos está relacionada con la búsqueda de rentas y el grado en que tales disparidades se explican por las herencias. <<

[71]Alex Cobham y Andy Sumner, «Is It All About the Tails? The Palma Measure of Income Inequality», Centro para el Desarrollo Global, Working Paper 343, septiembre de 2013, www.cgdev.org<<

[72]           Ver la carta al doctor Homi Kharas del Brookings Institute por parte de noventa economistas universitarios y expertos en desarrollo apoyando el uso del índice Palma como forma de medir la desigualdad en: www.post2015hlp.org<<

[73]           Ibíd. <<

[74]           Michael Shear y Peter Baker, «Obama Focuses on Economy, Vowing to Help Middle Class», TheNew York Times, 24 de julio de 2013, www.nytimes.com<<

[75]           Papa Francisco, «WYD 2013: Full text of Pope Francis’s address in Rio slum», Catholic Herald 25 de julio de 2013, www.catholicherald.co.uk<<