Joseph E. Stiglitz, recipient of the Nobel Memorial Prize in Economic Sciences in 2001 and the John Bates Clark Medal in 1979, is University Professor at Columbia University, Co-Chair of the High-Level Expert Group on the Measurement of Economic Performance and Social Progress at the OECD, and Chief Economist of the Roosevelt Institute. A former senior vice president and chief economist of the World Bank and chair of the US president’s Council of Economic Advisers under Bill Clinton, in 2000 he founded the Initiative for Policy Dialogue, a think tank on international development based at Columbia University. His most recent book is The Euro: How a Common Currency Threatens the Future of Europe.
NUEVA YORK – La impresionante victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos hizo que una cosa quede abundantemente clara: demasiados estadounidenses – especialmente hombres estadounidenses blancos – sienten que se quedaron atrás. No es sólo un sentimiento; muchos estadounidenses realmente se quedaron relegados. Esto puede verse en los datos tan claramente como se hace patente en su ira. Y, tal como he sostenido repetidamente, un sistema económico que no “cumple” con gran parte de la población es un sistema económico fallido. Entonces, ¿qué debe hacer el presidente electo Trump al respecto?
Durante las tres últimas décadas, las reglas del sistema económico de Estados Unidos han sido reescritas de manera que están sólo al servicio de unos pocos que se encuentran en la parte superior, perjudicando a la economía en su conjunto, y especialmente al 80% en la parte inferior. La ironía de la victoria de Trump es que fue el Partido Republicano, al que ahora Trump lidera, el que impulsó la globalización extrema y arremetió contra los marcos políticos que hubieran mitigado el trauma asociado a la misma. Sin embargo, la historia sí tiene importancia: China e India están ahora integradas en la economía mundial. Además, la tecnología ha avanzado tan rápido que el número de empleos en manufactura, a nivel mundial, está disminuyendo.
La inferencia es que no hay manera de que Trump pueda traer a Estados Unidos un número significativo de puestos de trabajos bien pagados en el ámbito de manufactura. Puede traer de vuelta la manufactura, a través de manufactura avanzada, pero habrá pocos puesto de trabajo. Y, también puede hacer que los puestos de trabajo retornen, pero serán puestos de trabajo con bajos salarios, no los puestos bien remunerados de los años cincuenta.
Si Trump es serio en cuanto a abordar la desigualdad, debe reescribir las reglas una vez más, de una manera que sirvan a los intereses de toda la sociedad, no sólo a los intereses de aquellas personas que son como él.
Lo primero en el orden del día es impulsar la inversión, restableciendo así un robusto crecimiento a largo plazo. Específicamente, Trump debe enfatizar el gasto en infraestructura e investigación. Es sorprendentemente que en un país cuyo éxito económico se basa en la innovación tecnológica, la participación en el PIB de la inversión en investigación básica esté, hoy en día, en un nivel más bajo del que estuvo hace medio siglo.
Una infraestructura mejorada aumentaría el rendimiento de la inversión privada, que también ha estado rezagándose. Garantizar un mayor acceso financiero a las pequeñas y medianas empresas, incluidas las encabezadas por mujeres, también estimularía la inversión privada. Un impuesto sobre el carbono proporcionaría una triple apuesta ganadora, una trifecta de bienestar: crecimiento más alto a medida que las empresas se adapten para reflejar el aumento de los costos de las emisiones de dióxido de carbono; medioambiente más limpio; e, ingresos que podrían utilizarse para financiar la infraestructura y dirigirse hacia los esfuerzos por reducir la brecha económica de Estados Unidos. Pero, dada la posición de Trump como una persona que niega la existencia del cambio climático, es poco probable que se aproveche lo antedicho (y ello, a su vez, también podría inducir a que el mundo comience a imponer aranceles contra los productos estadounidenses manufacturados en maneras que infrinjan las regulaciones mundiales relativas al cambio climático).
Al mismo tiempo se necesita un abordaje integral para mejorar la distribución de la renta de Estados Unidos, que es una de las peores entre las economías avanzadas. Si bien Trump ha prometido elevar el salario mínimo, es improbable que realice otros cambios de importancia crítica, como ser el fortalecimiento de los derechos de negociación colectiva y el poder de negociación de los trabajadores, así como la imposición de restricciones a la compensación de los directores ejecutivos y a la financiarización.
La reforma de la regulación debe ir más allá de tan sólo limitar el daño que el sector financiero puede hacer y debe garantizar que este sector realmente esté al servicio de la sociedad.
En abril, el Consejo de Asesores Económicos del presidente Barack Obama publicó un informe mostrando una creciente concentración del mercado en muchos sectores. Eso significa menos competencia y precios más altos – esta es una forma segura de bajar los ingresos reales, tal como lo es bajar directamente los salarios. Estados Unidos necesita hacer frente a estas concentraciones de poder de mercado, incluyendo las más recientes manifestaciones en la llamada economía colaborativa.
El retrógrado sistema impositivo de Estados Unidos – que estimula la desigualdad al ayudar a los ricos (sólo a ellos y a nadie más) a hacerse aún más ricos, también debe ser reformado. Un objetivo obvio debería ser eliminar el tratamiento especial de las ganancias de capital y los dividendos. Otro objetivo es garantizar que las empresas paguen impuestos – tal vez bajando la tasa de impuestos corporativos para aquellas empresas que inviertan y creen empleos en Estados Unidos, y elevándolos para las que no lo hagan. Sin embargo, debido a que Trump es uno de los principales beneficiarios de este sistema, sus promesas relativas a llevar a cabo reformas que beneficien a los estadounidenses comunes y corrientes no son creíbles; tal como acostumbradamente ocurre con los republicanos, los cambios impositivos que ellos realizan beneficiarán en gran medida a los ricos.
Probablemente, Trump no llegue a cumplir con el objetivo de mejorar la igualdad de oportunidades. Garantizar educación preescolar para todos e invertir más en las escuelas públicas es esencial para que Estados Unidos evite convertirse en un país neo-feudal donde las ventajas y desventajas se transmiten de una generación a la siguiente. Sin embargo, Trump prácticamente ha permanecido callado con respecto a este tema.
El restablecimiento de la prosperidad compartida requeriría de políticas que amplíen el acceso a viviendas y atención médica a precios asequibles, así como el acceso a una jubilación segura con un mínimo de dignidad, además serían necesarias políticas que posibiliten que todos los estadounidenses, independientemente de cuánta riqueza tenga su familia, puedan pagar una educación postsecundaria acorde con sus habilidades e intereses. Si bien me podría imaginar a Trump, un magnate de los bienes raíces, apoyando un programa masivo de vivienda (en el cual la mayoría de los beneficios vayan a favor de desarrolladores inmobiliarios como él), su prometida derogación de la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (Obamacare) dejaría a millones de estadounidenses sin seguro de salud. (Poco después de las elecciones, Trump insinuó que es posible que él actúe con cautela en este ámbito).
Los problemas planteados por los estadounidenses marginados – cuya marginación es el resultado de décadas de negligencia – no se resolverán, ni rápidamente ni mediante herramientas convencionales. Una estrategia eficaz tendrá que considerar un mayor número de soluciones no convencionales, hacia las que los intereses corporativos republicanos son poco proclives. Por ejemplo, se podría permitir a las personas incrementar su seguridad de jubilación poniendo más dinero en sus cuentas del Seguro Social, con aumentos proporcionales en sus pensiones. Además, se podrían instituir políticas integrales de licencias por enfermedad y asuntos familiares que ayudarían a que los estadounidenses lograran un equilibrio menos estresante entre la vida cotidiana y el trabajo.
Del mismo modo, una opción a través del sector público para financiar viviendas podría dar derecho a cualquier persona que haya pagado impuestos regularmente a obtener una hipoteca con el 20% de pago inicial, a un préstamo que sea proporcional a su capacidad para pagar la deuda a una tasa de interés ligeramente superior a la que el gobierno pueda pedir prestado y reembolsar, a su vez, su propia deuda. Los pagos se canalizarían a través del sistema de impuestos sobre la renta.
Mucho ha cambiado desde que el presidente Ronald Reagan empezó a debilitar a la clase media y desviar los beneficios del crecimiento a favor de aquellos en el estrato más alto, y las políticas e instituciones estadounidenses no se han mantenido al ritmo de dichos cambios. Desde el papel que desempeñan las mujeres en la fuerza de trabajo y el surgimiento de Internet hasta el aumento de la diversidad cultural, Estados Unidos del siglo XXI es fundamentalmente distinto al Estados Unidos de los años ochenta.
Si Trump realmente quiere ayudar a los relegados, debe ir más allá de las batallas ideológicas del pasado. La agenda que acabo de esbozar no es sólo una agenda económica: es una sobre cómo edificar una sociedad dinámica, abierta y justa que cumpla la promesa de los valores más apreciados por los estadounidenses. Pero si bien, en algunas maneras, esta agenda es coherente con las promesas de campaña de Trump, en muchas otras maneras, es la antítesis de dichas promesas.
Mi muy nublada bola de cristal muestra una reescritura de las reglas, pero no para corregir los graves errores de la revolución de Reagan, un hito en el viaje sórdido que dejó a tantos atrás. Por el contrario, las nuevas reglas empeorarán la situación, excluyendo aún a más personas del sueño estadounidense.
Traducción del inglés por Rocío L. Barrientos.