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domingo, 18 de diciembre de 2016

La crisis sistémica global y algunos manotazos desesperados

Jorge Beinstein, Alainet

A partir de la victoria de Trump los medios de comunicación hegemónicos han lanzado una avalancha de referencias al “proteccionismo económico” del futuro gobierno imperial y en consecuencia al posible inicio de una era de desglobalización.

En realidad la instalación de Trump no será la causa de esa desglobalización anunciada sino más bien el resultado de un proceso que dio su primer paso con la crisis financiera de 2008 y que se aceleró desde 2014 cuando el Imperio ingresó en un recorrido descendente irresistible.

Desde el punto de vista del comercio internacional la desglobalización viene avanzando desde hace aproximadamente un lustro. Según datos del Banco Mundial en la década de los 1960 las exportaciones representaron en promedio el 12,2% del Producto Bruto Global, en la década siguiente pasaron al 15,8%, en los años 1980 llegaron al 18,7% pero hacia fines de esa década el proceso se aceleró y en 2008 alcanzó su máximo nivel cuando llegó el 30,8%, la crisis de ese año marcó el techo del fenómeno a partir del cual se produjo un descenso suave que se acentuó desde 2014-2015 (1). La propaganda acerca de que las economías se internacionalizaban cada vez más, condenadas a exportar porciones crecientes de su producción fue desmentida por la realidad desde 2008 y ahora la globalización comercial comienza a revertirse.


Pero las dos décadas de globalización acelerada fueron principalmente un movimiento de financierización, de hegemonía total del parasitismo financiero sobre el conjunto de la economía mundial, su centro motor se encontraba en los Estados Unidos, extendiendo sus fortalezas hacia el conjunto de Occidente y el socio oriental Japón. Los llamados “productos financieros derivados”, negocios especulativos altamente volátiles, verdadero corazón del sistema, llegaban en el año 1999 a unos 80 billones (millones de millones) de dólares, aproximadamente dos veces y media el Producto Bruto Mundial, luego esa masa se expandió vertiginosamente y en 2008, un poco antes del desastre financiero tocaba los 683 billones de dólares, casi 12 veces el Producto Bruto Mundial de ese año. Allí alcanzó su techo histórico, creció luego muy poco en términos nominales de tal manera que hacia fines de 2013 llegaba a los 710 billones de dólares (9,3 veces el Producto Bruto Global de ese año), fue el comienzo del desinfle ya que en diciembre de 2015 había caído a 490 billones (6,6 veces el Producto Bruto Global de 2015). La oligarquía financiera había entrado en declinación lo que acentuó su canibalismo interno y sus tendencias depredadoras no solo en la periferia sino también en el centro del sistema.


A esos procesos económicos se agregó una profunda crisis geopolítica, el expansionismo político-militar del Imperio fue frenado en su principal territorio de operaciones: Asia. Los dos rivales estratégicos de Occidente: China y Rusia, estrecharon su alianza y fueron arrastrando hacia su espacio a grandes, medianos y pequeños estados de la región: desde India, hasta Irán, pasando por las naciones de Asia Central. Los recientes giros de Turquía y Filipinas alejándose de la influencia norteamericana y acercándose al espacio chino-ruso marcan desde el Mar Mediterráneo y desde el Océano Pacífico, en los dos extremos geográficos de Eurasia, el declive de la dominación periférica del imperialismo occidental. El fracaso estadounidense en Siria señala el principio del fin de su omnipotencia militar.

Sin embargo la decadencia de Occidente no implica el seguro ascenso de los capitalismos de estado ruso y chino como nuevos amos del mundo, la crisis está llegando a China, su crecimiento se va desacelerando, Rusia se encuentra en recesión, ambas potencias son afectadas por la declinación de los mercados occidentales y de Japón, sus principales clientes. Tratan entonces de compensar esas pérdidas extendiendo sus negocios y acuerdos políticos hacia la periferia, especialmente hacia el espacio asiático. Tal vez el más ambicioso proyecto chino sea el de la “Nueva Ruta de la Seda”, gigantesca masa de inversiones en infraestructura y sistemas de transporte terrestre y acuático distribuidas en Asia apuntando hacia la integración comercial del espacio eurasiático, llegaría a unos 890 mil millones de dólares según Financial Times (2). Esa cifra podría ser comparada con la del Plan Marshall que a valores actuales representaría cerca de 130 mil millones de dólares, China estaría empujando hacia esa zona inversiones equivalentes a más de seis planes Marshall.

El problema es que todas esas economías que China busca integrar están siendo golpeadas por la crisis, la caída de los precios de las materias primas deprime al conjunto de la periferia, acorralan a Rusia, a Irán, a las repúblicas centroasiáticas... mientras Europa declina. 

La crisis es global, obedece a la dinámica del capitalismo como sistema planetario, a su degeneración parasitaria que degrada tanto a los países centrales como a los periféricos, emergentes o no. 

América Latina es ahora víctima de esos cambios. En su repliegue hacia el patio trasero histórico imperial los Estados Unidos vienen allí ejecutando una estrategia flexible y arrolladora de reconquista y saqueo que en unos pocos años ha conseguido desplazar a los gobiernos de Honduras, Paraguay, Brasil y Argentina, acorralar a Venezuela y poner de rodillas a la cúpula de la insurgencia colombiana. Sin embargo esa reconquista se produce en el marco de la crisis económica, social-institucional, cultural y geopolítica de Occidente que lleva hacia el pantano a los regímenes lacayos del continente. Las victorias derechistas en Paraguay, Argentina o Brasil anuncian profundas crisis de gobernabilidad, donde sus “gobiernos”, en realidad bandas de saqueadores, generan con sus acciones grandes destrucciones del tejido económico e inevitablemente el ascenso de protestas sociales masivas y crecientes. Dicho de otra manera, la actual arremetida derechista no es el comienzo de la reconversión colonial de la región, de la instauración de un nuevo orden elitista sino de una etapa de desorden, de rebeliones populares amenazando a las élites dominantes.

Mientras tanto la desglobalización sigue su curso, las élites dominantes del planeta buscan desesperadamente preservar sus posiciones, acentúan sus disputas internas, empiezan a producir salvadores pragmáticos de todo tipo. Así es como ha irrumpido un personaje grotesco como Donald Trump buscando combinar xenofobia, concentración de ingresos, reindustrialización y recomposición del esquema geopolítico global. O los neofascismos europeos emergentes y los ya instalados en América Latina. Se trata de tentativas ilusorias de recomposición de sistemas decadentes profundizando al mismo tiempo el saqueo, dinámica parasitaria ya vista a lo largo de la historia humana acompañando, acelerando las declinaciones imperiales. 
__________
Notas:
(1) World Bank, “World development Indicators”, 17-11-2016
(2) James Kynge, “How the Silk Road plans will be financed”, Financial Times, Mai 9, 2016

Desarrollo de la Industria Manufacturera Cubana. Desafíos y Propuestas

Por Ylem Pérez Abreu 
Instituto Nacional de Investigaciones Económicas (INIE), La Habana, Cuba ylem@inie.cu 

Isis Mañalich Gálvez 
Instituto Nacional de Investigaciones Económicas (INIE), La Habana, Cuba isis@inie.cu 

Abilio Díaz- Armesto 
Instituto Superior de Relaciones Exteriores (ISRI), La Habana, Cuba diaz.armesto@isri.minrex.gob.cu 

Resumen 

En las últimas décadas, la industria manufacturera cubana muestra un patrón de contracción de su aporte global, a la vez que mantiene una estructura productiva con mayor presencia de actividades de bajo valor agregado y, en su mayoría, poco intensivas en conocimiento, lo cual es reflejo del atraso tecnológico del aparato productivo nacional, cuya confirmación está en la marcada tendencia a la desindustrialización, la descapitalización y obsolescencia tecnológica. A su vez, se muestra una extrema debilidad del tejido industrial como sistema, ejemplo fehaciente de la escasa o nula articulación existente en el plantel y sus deficiencias en el funcionamiento como cadenas productivas. Ante esta situación, resulta evidente la necesidad de acometer un proceso de transformación productiva como línea estratégica dentro de la agenda de desarrollo del país, en que se consideren la reestructuración y el replanteo estratégico del desarrollo productivo, medidas de reintegración y reindustrialización, desde el redimensionamiento y reorientación del perfil industrial. Las políticas de desarrollo productivo deben ser consideradas como el instrumento para este cambio estructural –al contemplar la reasignación de recursos– hacia actividades con mayor dinamismo productivo, y más intensivas en conocimientos tecnológicos, y para fortalecer la competitividad orientada a actividades claves. 

Introducción 

En el escenario actual de transformaciones del modelo económico cubano, cobra gran relevancia el papel a desempeñar por la industria manufacturera en la agenda de desarrollo del país, como elemento esencial para la transformación estructural y el crecimiento económico. “Es solo a través del desarrollo industrial inclusivo y sostenible que los países de todo el mundo, sean industrializados o en vías de serlo, serán capaces de lograr el crecimiento económico socialmente igualitario y ecológicamente sostenible que genere empleo e ingresos, y que cree la riqueza necesaria para lograr objetivos de desarrollo más amplios relacionados con la salud, la educación y los derechos humanos”. (ONUDI, 2013). 

Este es el marco en que la reorientación, reestructuración e impulso de la industria en Cuba debe asumirse como la secuencia general de acciones estratégicas para dar solución a los problemas estructurales que limitan el crecimiento económico en el país, considerando la situación actual de dicho sector como generador de obstáculos. 

Según las visiones neoestructuralistas sintetizadas por CEPAL (2014), la transformación productiva como componente de una estrategia de desarrollo remite a tres dimensiones esenciales, cuyo avance define la calidad de esta y su impacto en el crecimiento económico a largo plazo: las mutaciones al interior de cada sector específico, el corrimiento del centro de gravedad de la actividad económica hacia núcleos dinámicos y crecientemente sofisticados (incrementar productos de mediana y alta tecnología, promoviendo innovación en sectores clave), y el cambio en el patrón de inserción económica internacional. En este contexto se demanda un paquete de políticas públicas, donde la política industrial se concibe como instrumento del cambio estructural, cuyo fin es el fortalecimiento de la competitividad en actividades claves, mediante la especialización e incorporación de progreso técnico. 

Estudios recientes de indicadores de la industria cubana para evaluar su desempeño y competitividad (Mañalich et al., 2015; Pérez y Mañalich, 2014) han mostrado que los crecimientos alcanzados en los indicadores analizados no fueron suficientes para marcar una evolución favorable en la industria, que conllevara al crecimiento de las exportaciones y de la economía nacional, ni a la sustitución efectiva de las importaciones. 

Este tema ha sido tratado con anterioridad por otros autores e investigadores en Cuba1, pero por su importancia para la actualización del modelo económico cubano, y debido a que la industria no ha constituido una actividad dinamizadora del desarrollo del país, aun cuando ha sido reconocida la necesidad de activar la política industrial para alcanzar un desempeño económico favorable, no resulta ocioso enfatizar sobre dicha cuestión. 

El presente artículo tiene como objetivo, en primer lugar, dar elementos de diagnóstico de la evolución de las diferentes ramas productivas de la economía nacional, para captar la situación real de la industria y valorar su desempeño por actividades, y luego realizar un análisis estructural (2) de la industria cubana, con un enfoque matricial, a fin de mostrar los encadenamientos productivos entre industrias y delimitar aquellas que son motrices y capaces de halar al resto en pos del crecimiento económico, y sobre las cuales es necesario accionar. 

Para ello, el estudio se estructura en tres partes fundamentales. En la primera se realiza el análisis del desempeño industrial global y ramal de la economía, a partir del cálculo de los indicadores relacionados con la industria, la innovación y el sector externo. Luego se utiliza la metodología MICMAC para realizar un análisis estructural y describir el sistema industrial, partiendo de sus posibles encadenamientos y relaciones. Por último, se recomiendan algunas pautas de política industrial como instrumento de cambio estructural. 

Dinámica industrial en la economía cubana 


Con posterioridad a 1989, y con la crisis de la economía cubana, se ha mantenido y agudizado un conjunto de debilidades estructurales y funcionales acumuladas a lo largo de los años. En este período se aceleró el proceso de descapitalización de la industria nacional cubana, donde los niveles de eficiencia económica e industrial se debilitaron sustancialmente, dejando así una organización productiva deformada, desarticulada y con fuertes desproporciones internas (García, 2009); (García, M., 2013); (Mañalich, et al., 2014). 



La conformación de ese nuevo patrón o modelo de crecimiento industrial se ha sustentado en la consolidación del peso decisivo de los servicios en la estructura global de la economía, en detrimento de la diversificación de la base productiva. Esta transición se ha caracterizado por la reducción de la importancia estratégica del sector industrial, no solo por su peso relativo en valor agregado nacional (como se puede observar en el Gráfico No 1), sino también por el limitado efecto de industrialización generado por el incremento de la relevancia del sector de los servicios. 





Gráfico No 1: Evolución porcentual del PIB y el empleo por sectores de actividad.  Fuente: Cálculos y elaboración propia a partir de anuarios ONEI. 

Si se analizan para los últimos veinte años los ritmos de incremento promedio anual (RIPA), o sea en el periodo de 1996 a 2014, mientras que el PIB mostró un RIPA de 3.42, la industria manufacturera tuvo un RIPA de -2.49. El Valor Agregado Industrial ha disminuido en más de 11 puntos porcentuales entre 1985 y 2014. De igual forma, se constata la caída del empleo en la rama manufacturera3, por cuanto su peso pasó de 22.8% a 9.2% en estos años puntuales, con una reducción de 261.4 miles de trabajadores en ese período, a la par de que las exportaciones de bienes pasaron de representar un 93% de las exportaciones totales en 1989 a un 27. 2% en 2014. 

La industria cubana mantiene una estructura productora de bienes de bajo valor agregado y, en su mayoría, de poca intensidad en conocimientos. Las tendencias de producción por niveles tecnológicos se mantienen con un alto grado de estabilidad en el tiempo, como promedio en el periodo analizado (2000-2013), aproximadamente el 85% del Valor Agregado Industrial (VAI) se concentra en producciones de baja y media-baja tecnología, y solamente un 15% lo hace en actividades de media-alta y alta tecnología. 

Para el año 2013, el 60% del VAI se concentraba en cinco ramas: elaboración de bebidas, con un 33.1% (baja tecnología); elaboración de productos alimenticios – 17.8% (baja tecnología); fabricación de productos farmacéuticos y botánicos – 8.1% (alta tecnología); fabricación de muebles – 7.9% (baja tecnología), y la fabricación de productos de la refinación de petróleo – 5.5% (media-baja tecnología). Lo anterior puede observarse en el Gráfico No 2.

Gráfico No 2: Valor agregado industrial por niveles de tecnología en %. 
Fuente: Cálculos y elaboración propia, a partir de anuarios ONEI. 

Otro aspecto a señalar es que muy pocos grupos de productos son los que clasifican dentro de los denominados como de media-alta tecnología, destacándose los medicamentos y otros productos químicos. Estos poseen altos requerimientos en equipos y otros insumos importados, lo cual es muestra, por una parte, que aún no se logra en la industria el encadenamiento productivo necesario para cubrir nacionalmente una parte importante de las necesidades de esta industria; por otra, que las industrias en crecimiento, como las de medicamentos y biotecnológica, no logran arrastre y efecto multiplicador sobre otras ramas industriales. 

Según diversos estudios, este desempeño de la estructura económica del país se refleja también en comportamientos asimétricos de la productividad del trabajo, lo cual está determinado por diferentes factores (González & Cribeiro, 2015). En contraste con el valor agregado, en términos de empleo, el 66% de los trabajadores empleados en el sector industrial se ocupó en actividades de baja intensidad tecnológica, y solo el 3,1% lo hizo en actividades de alta intensidad, mientras que en las últimas décadas los incrementos de productividad se han explicado por incrementos en actividades de alta intensidad tecnológica 4. 

A estos altos niveles de concentración en actividades de bajo contenido tecnológico y en valor agregado, se sumó la producción industrial del país, que mostró una profunda contracción después de la crisis de los noventa y, a partir de este momento, muy pocas ramas han logrado los resultados anteriores a este shock. Para el año 2014, solamente cuatro ramas lograron alcanzar y superar los niveles de producción de 19895. 

Debe decirse que estos comportamientos heterogéneos intersectoriales, tanto en el valor agregado como en los niveles de productividad, se reflejaron en la inserción internacional del sector. Asimismo, lo anterior pudiera ejemplificarse en que la exportación de bienes pasó de un peso promedio en el total de exportaciones del 93% en 1985, al 28% en 2014. 

Según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas de Cuba, el 43% de las exportaciones de bienes en 2014 se concentraron en cinco actividades: el 15% correspondió a los productos del níquel; el 12% a los medicamentos; el 8% a los productos del azúcar; el 4% a las bebidas, y el 2% del total exportado al tabaco. Salvo en el caso de los productos biotecnológicos y farmacéuticos, las exportaciones se encuentraban ancladas en productos tradicionales con un bajo contenido tecnológico, lo que evidencia que no se ha logrado un ascenso en la diversificación del contenido tecnológico de la oferta exportable. 

La propensión a importar se ha mantenido alta y superior a la propensión a exportar durante el periodo analizado, y con énfasis en los últimos años, debido fundamentalmente al déficit comercial en los bienes que tiene el país, lo cual apunta hacia la necesidad no solo de exportar, sino de sustituir importaciones de forma eficiente y de tener una posición proactiva de la industria en el proceso de crecimiento de la economía nacional. 

Es contrastante la estabilidad mostrada en las propensiones a exportar por ramas de la industria, con alta volatilidad de las mismas en sus propensiones a importar. El aporte de la industria nacional al mercado interno, medido por el grado de su autoabastecimiento, mostró un descenso que llegó a ser más de la mitad, en comparación con la primera década de 2000, periodo que solo alcanzó abastecer el 50% del mercado interno en los primeros años y puntualmente en 2009 (Pérez y Mañalich, 2015). También se observó el crecimiento en el nivel alcanzado por la tasa de dependencia de las importaciones, que llegó a ser del 70% en el trienio 2011-2013.

Se puede afirmar que solo existía un alto grado de autoabastecimiento en bebidas y tabaco; en el resto de los grupos de productos la dependencia importadora era alta. 

Las partidas correspondientes a alimentos, bebidas y tabaco han disminuido su contribución durante el periodo analizado y pasaron de 60% en 2000 a 44% en 2013. A su vez, se incrementaron los grupos de materiales crudos no comestibles, de combustibles y de artículos manufacturados, clasificados según el material (16.3% a 33.6%), mientras que mantuvieron su peso los productos químicos y maquinaria y equipo de transporte (ambos en alrededor del 7%); disminuyó el aporte de artículos manufacturados diversos. 

Este comportamiento productivo está condicionado por el nivel de rezago tecnológico 6 acumulado en el aparato productivo nacional, cuya confirmación está en la marcada tendencia a la desindustrialización, la descapitalización y obsolescencia tecnológica del sector industrial, así como en los problemas asociados al bajo aprovechamiento de las capacidades instaladas. En la Tabla 1 se muestra una comparación de Cuba con grupos de países seleccionados, atendiendo a las dimensiones señaladas. 


Fuentes: Tomado de (CEPAL, 2015) y elaboración propia, a partir de Anuarios ONEI. 

Si se analiza la estructura del financiamiento de investigación y desarrollo (ver Tabla 2), puede constatarse que para el año 2014 el gobierno carga con el mayor peso de dicho financiamiento (67%), el sector empresarial asumió un rol o esfuerzo mucho menor (30%) y otras fuentes (3%).Esta situación puede crear una brecha entre la producción científica y el sector productivo, de ahí la necesidad de un papel activo en las políticas públicas en función de corregir dicho distanciamiento.


Tabla No.2: I+D en Cuba: estructura del financiamiento. 
Fuente: Calculos y elaboración propia a partir Anuarios ONEI 

Entre otros indicadores de interés se puede mencionar que del total de trabajadores en las actividades de ciencia y tecnología, solo el 5.3% son investigadores. El coeficiente de invenciones ha disminuido de 1.31 en 2002 a un 0.21 para el año 2014, lo cual ha conllevado un aumento de la tasa de dependencia de innovaciones de 1.31 en 2002 a 5.25 en 2014. 

El proceso de descapitalización en ramas estratégicas para el desarrollo nacional destacó la situación del plantel industrial, con un elevado número de empresas con capacidades subutilizadas o con problemas de uso de las mismas, y otro tanto paralizadas por problemas tecnológicos, ambientales o falta de financiamiento. 

Existen además otros aspectos de origen funcional u organizacional que influyen en la ineficiencia y que, consecuentemente, pudieran estar afectando la capacidad competitiva del actual plantel industrial. La conjunción en ese contexto de diversos aspectos débiles del sistema institucional condujo a la expansión de capacidades productivas no eficientes respecto a los patrones internacionales, con duplicidades, injustificada dispersión y desaprovechamiento de instalaciones existentes. 

Encadenamientos productivos entre industrias cubanas a partir del análisis estructural 

3.1 Análisis MICMAC. Pautas de su realización 

Luego de examinar las condiciones de la industria cubana y su heterogeneidad ramal, sería oportuno describir el sistema a partir de las relaciones de sus elementos constitutivos (posibles encadenamientos industriales), delimitar los niveles de influencia y dependencia de estas variables en el tejido industrial, y definir por tanto las variables esenciales a la evolución del sistema para entrar a considerar la estrategia a seguir en función del crecimiento económico. 

En este estudio se utilizó el análisis estructural para ubicar posibles encadenamientos industriales, método de desagregación de un sistema en la perspectiva de las interrelaciones de sus elementos estructurales, a un horizonte temporal determinado, en el cual se estudian las relaciones causa-efecto entre esos elementos. 

Este análisis de naturaleza cualitativa-cuantitativa, resulta sumamente útil para asignar recursos escasos allí donde pudieran inducir más eficacia en los esfuerzos que se realicen y más eficiencia en el uso de esos recursos7. Permite, además, determinar en el sistema en estudio, cuáles variables inducen de manera determinante el comportamiento de las demás, cuáles expresan interacciones regulares entre variables diferenciadas, cuáles expresan resultantes del movimiento general del sistema; y cuáles variables se comportan significativamente independientes del resto. 

En las últimas décadas las matrices de impacto se han convertido en una de las herramientas que más se utilizan en el campo de la prospectiva, con el objetivo de investigar sistemas y sus dinámicas. Usualmente el análisis estructural se hace mediante el programa MICMAC como instrumentación específica del método, en que se asumen criterios de influencias y dependencias, para identificar la posición predominante de cada estructura del sistema, a la que se considera en cada caso como variable. 

MICMAC inicialmente determina, mediante criterios de expertos con experiencia demostrada, la matriz de relaciones directas entre las estructuras del sistema, la cual es sometida a sucesivas iteraciones que incorporan las relaciones indirectas, no observables, entre estas variables, hasta que se estabilizan los resultados de las iteraciones, una vez que se repite la condición de equilibrio. 

Luego de n iteraciones, la matriz MICMAC estabilizada describe un estado de relaciones resultantes entre variables, donde se tiene la posición relativa a partir de sus relaciones estructurales concretas. Ello se muestra en su ubicación en cuadrantes de planos de coordenadas de la matriz; aquí salen a relucir sus interrelaciones ocultas, no observables. Dados los planos de coordenadas, enmarcados en ejes de motricidad y dependencia, permiten distinguir variables según su mayor o menor dinamismo o motricidad, y su mayor o menor dependencia de las otras, donde para cada variable sus valores en ambas coordenadas dan su ubicación en los planos. 

Del proceso de iteraciones, en correspondencia con la matriz MICMAC y con el plano de coordenadas, se derivan grafos de intervinculaciones, en los cuales se distinguen las variables por tipos asociados a su mayor o menor incidencia en el comportamiento del sistema en estudio. Estas variables tipo se denominan motrices, de enlace, dependientes y autónomas, según su cuadrante de ubicación. 

Al interior de los planos de coordenadas, MICMAC considera dos diagonales principales: una de entrada-salida, que permite lecturas en el movimiento de las variables desde ubicaciones de máxima motricidad y mínima dependencia, hasta ubicaciones de mínima motricidad y máxima dependencia; y otra diagonal, la estratégica o de estrategias, que permite lecturas en el movimiento de las variables desde ubicaciones de autonomía, de no vinculación observable de las variables respecto al sistema, hasta ubicaciones de máxima articulación, de enlaces entre sí; esta diagonal va desde el origen de coordenadas hasta el extremo superior derecho del plano. Ambas diagonales se complementan en la interpretación de esas posibilidades.

Dado el caso de ser el objeto de estudio de este análisis estructural industrias y sus mutuas incidencias, en función de ubicar encadenamientos productivos, se han privilegiado las lecturas desde la diagonal estratégica, por lo cual el sentido del estudio de los cuadrantes se ha asumido desde el cuadrante de variables autónomas, y se han continuado las lecturas en un recorrido circular que termina en las industrias ubicadas en el cuadrante de variables motrices. 

Los cuadrantes en los que se ubicarían las industrias, como variables MICMAC, según su índice de motricidad y dependencia, son: 

CUADRANTE I: variables llamadas autónomas o excluidas, ubica las variables con valores de motricidad y de dependencia por debajo del valor medio de las escalas correspondientes; o sea, son al mismo tiempo poco influyentes y poco dependientes. Constituyen tendencias desconectadas del sistema, con el cual sólo tienen pocos puntos de unión; en estas se pueden diferenciar dos categorías: 

Variables desconectadas ubicadas cerca del eje de las coordenadas, cuya evolución parece estar bastante excluida de las dinámicas globales del sistema. 

Variables secundarias, que si bien son bastante autónomas, son más influyentes que dependientes. Las mismas están ubicadas en el cuadrante inferior izquierdo, y sobre la diagonal, donde pueden ser utilizadas como variables secundarias o como puntos de aplicación para posibles medidas adicionales. 

CUADRANTE II: las variables dependientes o resultantes son poco motrices y muy dependientes. Sus valores de motricidad están por debajo del valor medio de su escala, pero con valores de dependencia por encima del valor medio de la escala al efecto. Son especialmente susceptibles a la evolución de las variables los cuadrantes III y IV; se tienen como variables de salida del sistema. 

CUADRANTE III: variables muy motrices y muy dependientes, denominadas de enlace o conflicto, mantienen valores de motricidad y de dependencia por encima del valor medio de sus escalas. Las mismas son por naturaleza inestables, pero fundamentales, ya que toda acción sobre estas trascenderá a las demás y tendrá un efecto "boomerang" sobre sí mismas, que acelerará o desactivará el impulso inicial. 

CUADRANTE IV: variables muy motrices y poco dependientes, las cuales condicionan el resto del sistema, denominadas motrices o explicativas. Tienen elevada autonomía respecto a los movimientos del sistema, pero su carácter de motrices, de determinantes de las condiciones macro del sistema, no les margina como ocurre con las variables del Cuadrante I, y las implica como mecanismo prioritario para incidir sobre el comportamiento del sistema. 

Las variables motrices son los elementos más importantes porque pueden actuar sobre el sistema, dependiendo de cuánto podamos controlarlas como un factor clave de inercia o de movimiento; se consideran variables de entrada en el sistema. 

Las variables claves del sistema son las ubicadas en los cuadrantes III y IV y serían las variables a priorizar, al decidir asignar recursos escasos; unas porque tienen una incidencia determinante, y las otras porque movilizan grupos de variables interrelacionadas. 

En el presente estudio se muestran dos simulaciones que se complementan: la primera reagrupa las 70 variables9 representativas de la actividad productiva, acorde con la nomenclatura de la ONEI relativa a las ramas industriales, y con lo cual quedaron 25 variables. La segunda simulación fue el resultado de añadir a las 70 variables antes mencionadas, las relacionadas con la actividad comercial y los centros de investigación, hasta llegar a 91 variables. 

3.2 Análisis de resultados 

Un análisis ampliado de dichos resultados se puede encontrar en (Mañalich et al., 2015). A continuación, se muestra el plano de relaciones indirectas de la primera simulación (Figura No 1). Puede apreciarse que la generalidad de las industrias se ubicó por debajo del nivel de motricidad medio, y se agruparon a su vez en mayoría en el Cuadrante I, indicativo de muy baja vinculación con cualesquiera otras actividades industriales, de ausencia de encadenamientos de producción, de ninguna consistencia en las relaciones de interdependencia entre las capacidades industriales consideradas. Estas, consideradas autónomas, poco dependientes y de poca incidencia en el resto, requieren de políticas específicas para su desarrollo, que las lleven a integrarse en encadenamientos industriales. 

De moverse estas capacidades hacia posibles encadenamientos de producción, habría que prestar particular atención a la complementariedad tecnológica entre las mismas, ya que ello debería incidir positivamente en la sostenibilidad de esas cadenas de producción. 

Generalmente, las variables autónomas se asocian a remanentes de tendencias anteriores del sistema, a resistencias a posibles reorientaciones del mismo; no se les visualiza como determinantes en el futuro del sistema. Dado lo anterior, la aglomeración de capacidades industriales en el Cuadrante I hace visible su extrema debilidad como sistema, por su carencia de interacciones significativas de mutuos condicionamientos, que se tienen en las ya indicadas relaciones de motricidad y dependencia. De ahí los altos riesgos en que se incurriría al asumir la fabricación de los bienes de estas capacidades industriales, en la realización de sus servicios, y consecuentemente, los riesgos comerciales y financieros que aquellos supondrían para posibles inversionistas. 


Figura No 1: Plano de influencias/dependencias indirectas. 
Fuente: Salida del programa MICMAC. 

Se distinguen entre estas variables autónomas: las TIC, la industria de combustibles y la de generación de electricidad; actividades que en el ejercicio han resultado que se encuentran desvinculadas del resto de la industria, pero que son claves, condición necesaria, inmediata y, en lo estructural, de posibles encadenamientos productivos, y, por consiguiente, del desarrollo industrial, por lo que aun así, resulta prioritaria su activación con miras al mediano y largo plazo. 

Al realizar esta simulación, se consideraron únicamente interrelaciones entre capacidades de fabricación entre industrias, en condición de suministradores y distribuidores entre sí. Sin embargo, es sabido que, en la realidad de su gestión, las capacidades industriales se relacionan necesariamente con estructuras de soporte logístico y de innovación, que les permiten su realización, continuidad y su inserción sostenible en los encadenamientos productivos, lo que, por supuesto, incluye posibles inserciones en las cadenas globales de valor, lo cual se consideró en una segunda simulación. 

Dado lo anterior, en una simulación posterior se empleó un concepto amplio de procesos y cadenas productivas, con la intención de incorporar en lo posible elementos de la cadena logística del sector industrial, así como actividades de innovación de especial incidencia como la innovación. 

Al considerar las interrelaciones anteriores, ocurre una cierta reubicación de las actividades industriales. Puede observarse en el plano de influencias/dependencias indirectas (Figura No 2), como aun así se mantiene casi la totalidad de las variables ubicadas en el Cuadrante I y muy cercano al origen de coordenadas, lo cual insiste en lo desarticulado del sistema industrial cubano y en la inaplazable necesidad de transformación. 


Figura No 2: Plano de influencias/dependencias indirectas. 
Fuente: Salida del programa MICMAC. 

La industria siderúrgica (en la Figura 2 con el número 01) se muestra como capacidad de enlace, pero pierde motricidad y dependencia. En bebidas y licores, solamente Cuba Ron se ubica sobre el valor medio de motricidad (68 en la Figura 2), pero pierde en dependencia totalmente. Envases y embalajes (el 42 en la Figura 2) aparece con elevada motricidad; esta industria se muestra sin dependencia alguna del resto de las demás, lo que confirma, en su caso, ser una limitante de sensibilidad para el desarrollo industrial y sus encadenamientos de producción. 

De esta forma, al accionar sobre la industria de envases y embalajes enérgicamente, si se asignan recursos en la medida que sea necesario, se estarían viabilizando enlaces efectivos entre las industrias, en función de la preservación de las propiedades de mercancías e insumos para servicios a realizar, al permitir adecuar el surtido a los requerimientos en dimensiones y cuantía de los bienes comercializados, acorde a las necesidades de entrega, de transportación y de almacenamiento. 

Se distinguen en esta segunda simulación las actividades de servicios hoteleros, extrahoteleros y de marinas (56 en la Figura 2), y las de almacenamiento y locales para ventas, mayoristas y minoristas (23 y 24 respectivamente). Ganan en articulación con la industria, pero en posiciones de dependencia, pasivas. Su gestión resulta de otras actividades industriales, pero no muestran una influencia significativa sobre el resto de las actividades industriales. Esto pudiera ser indicativo de reservas de encadenamientos a alcanzar, con incrementos de motricidad a partir de políticas orientadas a ello. 

Aunque la innovación es de evidente importancia para la industria, la actividad de investigación y desarrollo no apareció articulada con el tejido industrial, ya que resultó una variable autónoma. Por su particular sensibilidad, este aspecto requiere de inmediata solución. 

Del ejercicio realizado se tienen evidencias de limitaciones estructurales del sistema, de no articulación entre industrias, que derivarían en afectaciones a su gestión y, por ende, a su competitividad. Sin embargo, esas mismas circunstancias pueden leerse como oportunidades de complementación, de reservas de competitividad industrial, de posibles ventajas competitivas a realizar –tal vez al reducir costos y gastos de operación por unidad– al interior de posibles cadenas productivas a articular; con posibles salidas a exportaciones, una vez se logren insertar las capacidades nacionales en las cadenas globales de valor. 

Las políticas de desarrollo productivo para el cambio estructural 

A partir de los análisis realizados en los acápites anteriores, se hizo evidente la necesidad de acometer un proceso de reestructuración y replanteo estratégico del desarrollo productivo, que incluiría medidas de reintegración y reindustrialización, así como acciones de redimensionamiento y reorientación del perfil industrial, a la par de la ejecución de inversiones de modernización orientadas a detener el proceso de descapitalización. 

Según CEPAL (2014), se considera que los cambios en la estructura productiva que transformen la composición del producto, el empleo y el patrón de inserción internacional, son necesarios para el desarrollo económico y social. El cambio estructural demanda un paquete de políticas públicas, donde la política industrial se concibe como el sustento de la transformación productiva y social con equidad, y en particular, para acelerar el desarrollo de aquellas actividades de mayor valor agregado, de mayor contenido tecnológico y de mayor competitividad. 

La politica industrial o de desarrollo productivo resultaría de propuestas enfocadas a la reconversión competitiva del sector, en estrecha integracion con los restantes sectores de la economia y la significativa incorporacion de la innovacion y estímulo de los encadenamientos productivos. Todo ello con un enfoque estratégico de proceso, a partir de una visión “multiaccionista” que presupone la adopcion de politicas sectoriales específicas e interconectadas. 

Como principales objetivos de la politica industrial a elaborar, se reconocen: incorporación de un componente significativo de innovación tecnológica; incremento del valor añadido nacional; estimular mayores encadenamientos productivos; fomento de la innovación, investigación y desarrollo; establecimiento de alianzas estratégicas entre agentes públicos y privados, la academia y el sector productivo, el gobierno y el sector empresarial; todo ello orientado a promover una reconversión del sector industrial que se caracterice por su estrecha integración con los restantes sectores de la economía, con miras a fortalecer la competitividad. 

Se establecen diez principios de la política industrial: incentivos para actividades nuevas; parámetros claros para el éxito y el fracaso; cláusulas con fecha de expiración; apoyo público en actividades y no en sectores; subsidios a actividades que generen derrames; autoridad con capacidad para establecer compromisos creíbles; una política adaptativa (dirección estratégica); canales de comunicación con el sector privado; identificación (y compensación parcial) de los perdedores y de actividades con capacidad de autorenovarse (Alonso, 2015). 

La evidencia histórica de los países desarrollados es que han elaborado y aplicado una política industrial, y han tenido una estrategia explícita y coherente que oriente esos esfuerzos. En los casos exitosos, la diversificación no ha sido en cualquier dirección: han transitado hacia sectores con mayor potencial de aumentar su productividad, lo que les ha permitido sostener tasas de crecimiento altas por periodos largos (MIFIC, 2010). 

No es desarrollar capacidades tecnológicas específicas, sino eventualmente configurar un sistema de innovación efectivo, donde los investigadores, el sistema educacional, los emprendedores, los capitalistas de riesgo y el Estado interactúen de manera virtuosa, y permitan que la economía se transforme permanentemente sobre la base del desarrollo del conocimiento y la innovación. 

La estrategia de intervención del gobierno para promover el desarrollo industrial considera acciones estratégicas generales y específicas, según dos componentes del proceso (Alcorta, 2015): 

• Mejoramiento de la competitividad de las industrias existentes, mediante la modernización y expansión de las capacidades instaladas de producción y el incremento de la calidad (expansión de la capacidad, actualización del producto, y actualización funcional). 

• Diversificación de la producción industrial mediante el desarrollo de nuevos productos de mayor contenido tecnológico y valor agregado. 

Ambos objetivos son complementarios para conseguir incrementar el grado de industrialización, y deben perseguirse simultáneamente, implementando acciones dirigidas a alcanzarlos y creando vínculos de complementariedad entre estos. 

El logro de estos objetivos debe articular una combinación correcta de componentes de la política industrial, aunados a las fortalezas del país en el aspecto productivo, como son: clima de negocios, capital humano, innovación y desarrollo tecnológico, mercado de capital e inversión extranjera directa, infraestructura y logística, transformación y organización industrial, mercado y cadenas de valor, todo ello amparado en criterios de un desarrollo inclusivo y con sostenibilidad ambiental. 

Los principales elementos de éxito de estas políticas son: contar con la participación decidida de los actores del sector público y privado, y su concepción como una política de Estado con visión de nación. 

Dada la pobre evolución de la industria cubana en los últimos años, mostrada en el Acápite 2, la reorientación, reestructuración e impulso de la industria en Cuba se deben asumir como la secuencia general de acciones estratégicas para dar solución a los problemas estructurales que limitan el crecimiento económico en el país: escaso aprovechamiento de los recursos disponibles; desproporciones; falta de articulación y cooperación al interior de la economía; no competitividad del sector externo; descapitalización física, y alto grado de obsolescencia tecnológica. 


La escasa disponibilidad de recursos financieros y económicos sugiere que los criterios de prioridad estén orientados a actividades industriales en condiciones organizativas y tecnológicas de dar respuesta en el corto y mediano plazo a demandas insatisfechas y en el crecimiento de la sociedad en general, y de la industria, en particular; actividades industriales con posibilidades reales de conformar cadenas productivas sostenibles. 


Consideraciones finales 

En las últimas décadas, la industria manufacturera cubana muestra un significativo patrón de contracción de su aporte global, tanto en valor agregado como en el empleo, con insuficiencias en la sustitución de importaciones y promoción de exportaciones, situación que es reflejo del atraso tecnológico del aparato productivo nacional y de esquemas organizativos no acordes con las necesidades crecientes de la sociedad, lo que se confirma en la marcada tendencia a la desindustrialización, la descapitalización y a permanecer en obsolescencia tecnológica del sector industrial, y con los problemas asociados al bajo aprovechamiento de las capacidades instaladas. 

Se mantiene una estructura productiva con mayor presencia de actividades de bajo valor agregado y, en su mayoría, poco intensivas en conocimiento, mientras que las actividades de mayor protagonismo de la innovación y el aprendizaje, o sea aquellas que sostienen la acumulación de capacidades tecnológicas en el largo plazo, tienen una posición marginal. Además, se manifiestan comportamientos asimétricos y heterogéneos en las tendencias de la productividad. Se muestran resultados de falta de conexión entre el sector de investigación y desarrollo, y la esfera productiva. 

La aglomeración de capacidades industriales, como variables de poca motricidad y dependencia (autónomas), es indicativo de una extrema debilidad del tejido industrial como sistema, ya que es muestra fehaciente de escasa o nula articulación. Esto redunda no solo en problemas en la cadena productiva, sino también en riesgos comerciales y financieros para posibles inversionistas. 

El actuar sobre las actividades que resultaron motrices impactaría sobre todo en el sistema industrial, por lo que, en primer orden, habría que dirigir las acciones de desarrollo, para obtener los resultados deseados a mediano y largo plazos, en particular, las industrias de maquinaria y equipos, de medicamentos, de edición e impresión, de bebidas y licores y de utensilios domésticos, así como las actividades de envase y embalaje. 

En el caso de los medicamentos, se alerta que, aun cuando resultó una industria motriz, sus relaciones con el resto del tejido industrial, aunque diversas, no fueron fuertes, lo cual muestra de que su efecto multiplicador sobre otras ramas industriales es escaso, o sea, funciona de forma desarticulada del resto del entramado industrial, y con ello, se pierden posibilidades de encadenamientos productivos. Mirando a la inversa, se entiende que tampoco el tejido industrial ha mostrado el necesario interés en asimilar la creciente demanda de esta industria. 

Un aparte merecen las TIC, la industria del combustible y la de generación de electricidad, que, aunque resultaron variables autónomas, desvinculadas del sistema, por ser actividades claves para el desarrollo industrial y del país, se requiere su activación de forma prioritaria e inmediata.

Como resultante del estudio realizado, se pudo observar la escasa vinculación entre las actividades productivas y los centros de investigación, aspecto que requiere atención inmediata. 

Asimismo, las actividades de servicios hoteleros, extrahoteleros y de marinas, y las de almacenamiento y locales para ventas, mayoristas y minoristas, aunque muestran cierta articulación con la industria, no tienen influencia significativa sobre esta, lo cual pudiera ser visto como indicativo de oportunidades de dar continuidad a esas relaciones en encadenamientos productivos. 

Resulta evidente la necesidad de acometer un proceso de reestructuración y replanteo estratégico del desarrollo de la producción industrial, que considere medidas de reintegración y reindustrialización, desde el redimensionamiento y reorientación del perfil industrial hasta el perfeccionamiento del proceso inversionista, en aras de detener las tendencias negativas anteriormente indicadas. 

El desarrollo de políticas coherentes y sostenibles al efecto, debe contemplar la reasignación de recursos hacia actividades con mayor dinamismo productivo y más intensivas en conocimientos tecnológicos, así como fortalecer la competitividad orientada a actividades claves, mediante la especialización, la incorporación de progreso técnico y la promoción de encadenamientos productivos en un contexto de diversificación de la estructura productiva. 

Las insuficiencias, y no articulaciones del tejido industrial, deben entenderse como indicativos de reservas de encadenamientos a alcanzar, y oportunidades de integración y relanzamiento de la industria nacional.

Citas:


1 Entre otros se destacan Marquetti (1999), García y Álvarez (2002) García et al. (2003), Fernández de Bulnes (2008) y Torres (2013). 



2 Los resultados expuestos en el presente artículo son una síntesis del análisis prospectivo realizado en Mañalich et al. (2015) 


3 La estructura del empleo en Cuba muestra que la transición hacia una economía dependiente de los servicios no comienza con la crisis de los noventa, sino que ya es visible desde principios de la década del cuarenta del pasado siglo, momento en que comienza un proceso de cambios en la estructura del empleo, que se aceleró notablemente con el triunfo de la Revolución.

4 Estos estudios ratifican que la concentración del progreso tecnológico y el incremento de la productividad ocurren solo en sectores claves, los cuales se desconectan del resto de la estructura económica, generando bajos derrames y pobres encadenamientos productivos. Este tipo de problemas ocurre tradicionalmente en economías con desajustes estructurales, y funcionan como una barrera para el crecimiento a largo plazo y, en general del desarrollo económico. 

5 La rama de bebidas, con el 113% de lo producido en 1989; tabaco, con el 106%; muebles y otros, con el 131%; y los medicamentos, con el 991%. 

6 A los efectos de analizar el rezago tecnológico acumulado en el país, se toman como referencia los indicadores definidos por CEPAL (2015), como las tres dimensiones tecnológicas: la participación de las industrias intensivas en ingeniería en el porcentaje de la producción industrial, inversión en investigación y desarrollo como porcentaje del PIB y patentes por millón de habitantes. 

7 Fueren estos bienes, servicios, tecnologías, agrupaciones institucionales, procesos inversionistas, políticas institucionales. 

8 Este análisis de la metodología a emplear en el análisis estructural parte fundamentalmente de Godet (1993) y (Arcade et al., 2004). 

9 Las variables se corresponden con las actividades industriales y son resultantes del ejercicio realizados con expertos Para más detalle ver (Mañalich et al., 2015). 

Bibliografía 

Alcorta, L. (2015). “Elaboración de políticas: proceso y buenas prácticas”. Seminario ONUDI. La Habana, 7 de abril de 2015. 

Alonso, J. (2015). “Bases de la política industrial”. Ponencia en Seminario de la Unión Europea. La Habana, 23 de septiembre de 2015. 

Arcade, J. (et al.) (2004). “Análisis estructural con el método MICMAC, y estrategia de los actores con el método MACTOR”. Sección Nº 4 de Futures Research Methodology, Versión 1.0. http://saludpublicavirual.udea.edu.co/cvsp/politicaspublicas 

CEPAL (2014). “Fortalecimiento de las cadenas de valor como instrumento de la política industrial. Metodología y experiencia de la CEPAL en Centroamérica”. Santiago de Chile.

CEPAL (2015). “Neoestructuralismo y corrientes heterodoxas en América Latina y el Caribe a inicios del siglo XXI. Santiago de Chile.

García, A. (et al.) (2003). Política industrial, reconversión productiva y competitividad. La experiencia cubana en los noventa.

Editora Publisime. La Habana.

García, A.; Álvarez E. (2002). “Política industrial y reconversión productiva en Cuba”. En Investigación Económica. Año 8, No 3, julio-septiembre, pp. 1-100.

García, A. (2009). “Transformación del perfil de la industria y elaboración de una política industrial”. En Cuba Investigación Económica, No 1, pp. 93 a 123.

García R. (et al.) (2013). Modelos económico y social cubano: nociones generales. Editorial UH. La Habana.

Godet, M. (1993). De la anticipación a la acción: manual de prospectiva y estrategia. Editorial Marcombo. París.

González, R.; Cribeiro. Y. (2015). “Diferencias sectoriales e institucionales como determinantes de la heterogeneidad productiva”. Ponencia en Jornada Científica Juvenil INIE, La Habana. Junio de 2015.

Mañalich, I.; Y. Pérez; Díaz-Armesto A. (2014). “Situación actual de la industria cubana. Principales retos. Proyecto: Determinación de variables limitantes al desarrollo del potencial industrial cubano. Propuesta de acciones”. Documento de trabajo. Instituto Nacional de Investigaciones Económicas (INIE). La Habana.

Mañalich, I., Y. Pérez; Díaz-Armesto A. (2015). “Una aproximación a los encadenamientos productivos entre industrias cubanas. Enfoque matricial”. Documento de trabajo. Instituto Nacional de Investigaciones Económicas (INIE). La Habana.

Marquetti, H. (1999). “La industria en cubana en los años noventa: reestructuración al nuevo contexto internacional”. Tesis en opción al grado de Doctor en Ciencias Económicas. Centro de Estudios de la Economía Cubana (CEEC), La Habana. 1999.

MIFIC (2010). “Políticas de desarrollo industrial de Nicaragua. Propuestas y avances de implementación”. Ministerio de Fomento, Industria y Comercio. Nicaragua.

ONEI (1990, 2011, 2011). Anuario Estadístico de Cuba. La Habana.

ONUDI (2013). “Informe sobre el desarrollo industrial 2013. La creación sostenida de empleo: el rol de la industria manufacturera y el cambio estructural”. Viena.

Pérez, Y.; I. Mañalich (2015). “¿Evolución o involución de la industria manufacturera cubana?”. En Cuba Investigación Económica, Año 21, No 1, enero-junio de 2015, pp. 62-83.

Torres, R. (2013). “El desarrollo industrial cubano en un nuevo contexto”. Seminario anual sobre economía cubana y gerencia empresarial. CEEC. 2013. La Habana.

Las inequidades y pobreza femenina tras las remesas en Cuba

Aunque constituyen una importante fuente de ingresos, las autoridades locales no publican cifras oficiales del volumen captado cada año por remesas ni qué lugar ocupan entre los sectores más importantes de la economía cubana.

Dos mujeres preparan los productos para la venta en un pequeño puesto dentro de un edificio en La Habana. El envío de dinero o productos por familiares desde el exterior ha hecho prosperar estos negocios privados en Cuba.
Dos mujeres preparan los productos para la venta en un pequeño puesto dentro de un edificio en La Habana. El envío de dinero o productos por familiares desde el exterior ha hecho prosperar estos negocios privados en Cuba.
Foto: Jorge Luis Baños/ IPS
18 dic 2016 (IPS) - En la jerga de las calles cubanas, las personas con fe dejaron de ser aquellas creyentes en poderes divinos. Ahora son las que tienen familia en el exterior (FE) y suelen ser vistas como “privilegiadas” por recibir remesas que alivian la dura economía doméstica. 
A sus 67 años, Ramona Hernández aparenta pertenecer al segmento de la población de 11,2 millones de habitantes, que mejoro su situación económica gracias a la ayuda enviada por familiares que forman parte de la llamada diáspora, en dinero o especie, como ropa, equipos electrodomésticos, alimentos, saldos de celulares y medicinas.
Sin embargo, ella vive en un humilde apartamento en la capital cubana, de paredes despintadas, puertas y ventanas desvencijadas y techos en mal estado. Durante su vida laboral, tuvo diversos empleos en enfermería y otros oficios pero no acumuló la cantidad de años exigidos por la ley para recibir una pensión a su retiro.
“Lo que manda mi familia es mi único ingreso y alcanza para comer si lo distribuyo bien”, explicó a IPS esta mujer, que cuida sola a su madre postrada, de 81 años. “Mi mamá estuvo en España hasta hace tres años, cuando enfermó y mi hija no pudo cuidarla más. La decisión fue mandarla a casa”, detalló.
Una madre camina junto a su hija, en la Habana Vieja, en la capital de Cuba, tras recogerla de la escuela. En este país caribeño, las tareas del cuidado están a cargo casi exclusivo de las mujeres.
Una madre camina junto a su hija, en la Habana Vieja, en la capital de Cuba, tras recogerla de la escuela. En este país caribeño, las tareas del cuidado están a cargo casi exclusivo de las mujeres.
Foto: Jorge Luis Baños/ IPS
“Si no recibiera esa ayuda, estuviera mucho peor… Toda la gente que se va (emigrada) no corre con la misma suerte”, valoró Hernández. Y puso como ejemplo el caso de su única hija, que se residenció en la ciudad de Barcelona desde hace 15 años y perdió su empleo con la crisis que golpea ese país europeo desde 2012.
“Ella tiene dos hijos y encuentra solo trabajos temporales. Su esposo es el único que conservó un empleo fijo”, contó. “Mi hija hace un gran esfuerzo para mandarme 50 euros mensuales y yo hago también una que otra cosita (trabajo informal) desde la casa, porque tengo que cuidar sola a una enferma”, concluyó.
La historia de pobreza y vulnerabilidad de esta mujer representa una arista poco abordada dentro del complejo fenómeno de las remesas en Cuba, que hoy suele asociarse solo a los casos de las familias emigradas con grandes recursos que financian y cogestionan muchos de los exitosos y crecientes negocios privados en el país.
“La mayoría de las investigaciones económicas no toman en cuentan que la cantidad de dinero enviado por los migrantes, así como la manera en que se envía y cómo se emplea, están condicionados también por la economía del hogar y las relaciones de poder”, indicó a IPS la economista Blanca Munster.
Para cambiar esa realidad, Munster estudió los nudos entre remesas, pobreza y género en la sociedad actual cubana. Así, la investigadora en asuntos económicos y de género tocó tres asuntos poco abordados en la esfera pública e insistió en las desventajas femeninas a la hora de aprovechar estos ingresos para lograr un sustento propio.
Una empleada de la limpieza y otra de la recepción, mientras desarrollan su labor en un organismo del gobierno en la capital de Cuba.
Una empleada de la limpieza y otra de la recepción, mientras desarrollan su labor en un organismo del gobierno en la capital de Cuba.
Foto: Jorge Luis Baños/ IPS
Aunque constituyen una importante fuente de ingresos para este país con su economía actual en una crisis agudizada, según fuentes especializadas, las autoridades locales no publican cifras oficiales del volumen captado cada año por remesas ni qué lugar ocupan entre los sectores más importantes de la economía cubana.
En una revista que se distribuye en Cuba y Estados Unidos, el economista cubano Juan Triana estimó que por ese concepto ingresan entre 2.000 y 2.500 millones de dólares anuales. Ese monto lo aporta únicamente la exportación de servicios médicos, que constituye el primer renglón de la economía cubana, comparó.
Otros estudios independientes realizados desde la ciudad estadounidense de Miami, donde vive la mayor comunidad cubana en el exterior, calcularon que estos envíos alcanzaron la cifra récord de 3.354 millones de dólares en 2015.
Ese fue el primer año que rigió la ampliación del tope trimestral de remesas desde Estados Unidos para residentes en Cuba, de 500 a 2.000 dólares, en una medida establecida por el ahora presidente saliente Barack Obama, el mismo 17 de diciembre de 2014, cuando los dos países anunciaron la reanudación de sus relaciones bilaterales.
Munster apostó a investigar qué sucedía en las familias pobres y focalizó la situación vivida por hombres y mujeres, para ir más allá de la discusión sobre el potencial o no de las remesas para impulsar el consumo y la inversión en este país caribeño.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula 100 millones de personas trabajan en el mundo en el servicio doméstico, la mayoría mujeres.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula 100 millones de personas trabajan en el mundo en el servicio doméstico, la mayoría mujeres. Foto: Jorge Luis Baños/ IPS
En 2013, la economista estudió 50 núcleos con bajos ingresos y receptores de ayudas externas en la comunidad periurbana de Santa Fe, con una población de 27.855 habitantes asentada en esa zona pesquera y para el turismo local en la costa del noroeste habanero.
Recabó que todas las familias dependían de las remesas para su subsistencia, pero que muy pocas lograron con esas ayudas hacerse de un sustento propio, debido a diversos factores como los bajos montos enviados desde el exterior y la alta prevalencia en los hogares de dependientes como niños pequeños, estudiantes, ancianos y enfermos.
“Las mujeres viven situaciones de empoderamiento y ‘desempoderamiento’ en los hogares pobres receptores de remesas”, sostuvo Munster. “Recibir y gestionar las remesas no supone decidir sobre su uso, que con frecuencia está principalmente definido por quien las envía”, amplió.
Encontró que las mujeres de las familias estudiadas de Santa Fe padecían más que los hombres la carga de la escasez de recursos, por lo que las remesas mejoraban las condiciones para su trabajo doméstico.
Pero, en contrapartida, muchas recibían dinero de sus familiares emigrados para poder concentrarse en cuidar ancianos, niños y enfermos, lo que reforzaba los roles tradicionales femeninos así como su reconcentración en el trabajo reproductivo y no remunerado.
Observó, además, que algunos hombres y mujeres hicieron pequeñas inversiones productivas. Ellos lograron emprendimientos más lucrativos como la cría de animales o poder dedicarse al servicio de taxista, pero ellas realizaron negocios tradicionales femeninos como peluquerías, venta de audiovisuales, de ropa y accesorios, detalló.
A juicio de Munster, entre otras limitantes, las mujeres carecen de “una cultura empresarial y tributaria previa” porque “siempre han trabajado en el sector de los servicios estatales o en el hogar”. “Las remesas suelen sustituir el ingreso con que ellas no cuentan o les resulta insuficiente para satisfacer sus necesidades básicas”, aseguró.
Ese es el caso de Fabiana Mora, una obrera de 33 años que controla la calidad en una empresa con capital extranjero en La Habana. Esporádicamente, recibe dinero, medicinas y ropas de su padre que vive en Estados Unidos. “Me pongo muy contenta cada vez que recibo algo”, compartió con IPS.
“La remesa es una ayuda pero no da para cubrir todas las necesidades. También tengo mi salario y lo que gano vendiendo teléfonos celulares y ropa”, precisó. El padre de Mora le envía con alguna frecuencia artículos de este tipo para que ella obtenga ganancias con la reventa de ropa importada, pese a que este comercio está prohibido para la iniciativa privada.
Permitidas por las autoridades locales durante los inicios de la crisis que comenzó en 1991, las remesas cumplen desde entonces un importante rol en la economía familiar y nacional, aunque su comportamiento depende del estado de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, donde viven más de dos millones de personas nacidas en la isla y sus descendientes.

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte XIX

Por Joseph Stiglizt

OCTAVA PARTE

PONER A ESTADOS UNIDOS A TRABAJAR DE NUEVO

Este libro empezó con una breve sección sobre la génesis de la Gran Recesión que se centraba en los vínculos entre esa recesión y la desigualdad, y en cómo esta fue a la vez consecuencia y causa de la misma. Cerraré el libro volviendo sobre esos temas.


Al concluir el año 2009 quedó claro que habíamos salvado a los bancos y que el país se había librado de otra Gran Depresión. No obstante, a esas alturas yo también tenía claro que no habíamos situado a la economía en la trayectoria que conduce a una recuperación rápida. Como señalé en la presentación del preludio, y sobre todo en «Cómo salir de la crisis financiera», necesitábamos estímulos potentes, bien diseñados, de grandes dimensiones y a largo plazo; nos hacía falta un rescate, sí, pero uno que indujera a los bancos a hacer préstamos a las pequeñas y medianas empresas. Las reformas regulatorias apropiadas nos ayudarían a lograrlo y a reducir el margen para que los bancos se dedicasen a especular y manipular los mercados. Necesitábamos una política de vivienda que ayudase a los millones de estadounidenses que estaban perdiendo sus casas. No hicimos ninguna de tales cosas. Si bien habíamos rescatado a los bancos, no habíamos impedido que millones y millones de estadounidenses perdieran sus empleos. La administración de Obama y la Reserva Federal tenían mayor confianza que yo, al parecer, en que estábamos a punto de pasar página. A mediados de 2011 empezó a dejarse sentir la desilusión. Estaba claro que necesitábamos algo más para poner a trabajar de nuevo a un número mayor de estadounidenses. Escribí «Cómo volver a poner a trabajar a Estados Unidos» para Politico con la intención de ofrecer un plan alternativo.


Corría el año 2013, y la economía seguía débil. Estaba fraguándose un nuevo debate nacional. ¿Existía una nueva normalidad? ¿Deberíamos aceptar un nuevo nivel de desempleo, más elevado? Yo seguía creyendo que la principal razón de la debilidad de nuestra economía era la falta de demanda, y una de las principales razones subyacentes era nuestro nivel de desigualdad, que se había agravado todavía más desde el comienzo de la recesión. En «La desigualdad está retrasando la recuperación» vuelvo a explicar, de forma bastante pormenorizada, por qué la desigualdad era tan mala para la economía, qué podíamos hacer para reducirla y cómo, en consecuencia, podríamos lograr no sólo un mejor rendimiento sino también menos desigualdad.


A medida que se constataba que la recuperación seguía siendo anémica comenzaron a suscitarse dudas sobre si el diagnóstico original de los problemas de la economía había sido correcto: ¿tenía la economía algún problema más fundamental? En el momento de la crisis, el diagnóstico habitual había sido que los bancos se habían dedicado a hacer préstamos temerarios, por lo que estaban en bancarrota, y sin un sistema bancario en condiciones la economía no puede funcionar. El dinero suministrado por los bancos era como la sangre para el cuerpo. Por eso, se argumentaba, era fundamental salvar a los bancos. No era porque adorásemos a los bancos y a los banqueros, sino porque no podíamos prescindir de ellos. La receta Obama-Bush se desprendía de este diagnóstico: metamos a los bancos en la UVI, hagámosles una transfusión masiva de dinero (o, dicho de manera más precisa, una infusión), y dentro de un año o dos todo habrá regresado a la normalidad. En el ínterin a la economía le haría falta un empujón a corto plazo —un estímulo—, pero puesto que el estímulo no era más que una medida temporal que sólo iba a hacer falta durante el tiempo en que los bancos tardaran en recuperarse, no había que ser demasiado tiquismiquis con los detalles. Y así fue cómo lo que finalmente tuvimos fue un estímulo demasiado pequeño, demasiado breve y no muy bien diseñado.


(Por supuesto, como expliqué en Caída libre y en partes anteriores de este libro, se podría haber salvado a los bancos sin salvar a los banqueros ni a los accionistas ni a los poseedores de bonos. La ironía de todo ello es que lo que hicimos fue innecesariamente oneroso para el contribuyente y menos eficaz de lo que podía o debía de haber sido).


Dos años después del colapso de Lehman Brothers los bancos, a grandes rasgos, gozaban de nuevo de buena salud. El nivel de préstamos a pequeñas y medianas empresas seguía siendo notablemente inferior al que había existido antes de la crisis, pero eso se debía en parte a que habíamos centrado nuestros esfuerzos de rescate en los grandes bancos, permitiendo así que cientos de bancos pequeños, locales y regionales —que se dedican de manera desproporcionada a realizar dichos préstamos— cerrasen. Aun así, la economía estadounidense no iba bien, sobre todo si uno se fijaba en el ciudadano medio. Es más, en el momento de enviar este libro a la imprenta, unos ocho años después del estallido de la burbuja y del comienzo de la Gran Recesión, y casi siete años desde el colapso de Lehman Brothers, los ingresos medios siguen estando por debajo del nivel alcanzado hace un cuarto de siglo.


Escribí «El libro del empleo» para explicar lo que estaba sucediendo. La inspiración fundamental procede de la historia, de fijarme en la Gran Depresión y de constatar el paralelismo entre lo que sucedió entonces y lo que está sucediendo ahora. Los incrementos de productividad en la agricultura contribuyeron a un espectacular descenso en los ingresos agrícolas de más del 50 por ciento. Los agricultores no podían permitirse comprar bienes manufacturados en las ciudades, por lo que allí los ingresos también descendieron. Y los agricultores con ingresos descendentes estaban atrapados en sus granjas: no podían mudarse a otros lugares. Dato interesante: quienes estaban en la ciudad y no podían obtener empleo se vieron forzados a regresar a las granjas, y debido a la mecanización de las zonas agrícolas más prósperas, se vieron obligados a emigrar a algunas de las zonas más pobres.


Lo que hacía falta era una transformación estructural de la economía, que la hiciera pasar de la agricultura a la industria; pero los mercados no se ocupan muy bien por sí solos de llevar a cabo esa clase de transiciones. La gente cuyas viviendas habían perdido casi todo su valor ni siquiera tenía dinero como para marcharse a las ciudades. Hacía falta asistencia gubernamental, y finalmente esta llegó gracias a la Segunda Guerra Mundial: hacía falta trasladar a gente a las ciudades para fabricar armamento y otras cosas necesarias para ganar la guerra. Y luego, tras la guerra, proporcionamos a todos aquellos que combatieron —lo que en la práctica quería decir a casi todos los varones jóvenes— enseñanza universitaria gratuita, preparándolos para la «nueva economía» que en aquel entonces estaba surgiendo.


El artículo sostiene que bajo el malestar económico contemporáneo hay acontecimientos similares: un aumento de la productividad en la industria que ha superado al crecimiento de la demanda, de manera que el empleo global en la industria está disminuyendo; cambios en las ventajas comparativas y la globalización —impulsados por nosotros— que implican que Estados Unidos obtendrá una proporción más reducida de este empleo menguante. Igual que la gente de entonces, hemos sido víctimas de nuestro propio éxito. Y de nuevo al igual que entonces, ante semejantes transformaciones estructurales, por sí solos los mercados no dan buenos resultados. Sin embargo, ahora las cosas están todavía peor: los nuevos sectores que deberían estar creciendo son sectores de servicios como la atención sanitaria y la enseñanza, en los que el papel del Estado es fundamental. Pero el Estado, en lugar de dar un paso al frente para contribuir a esta transformación, se está echando atrás.


Si este análisis es correcto, entonces se avecina un panorama desolador. Y en el tiempo transcurrido desde que escribí este artículo, esos pronósticos se han cumplido en no poca medida. Se ha producido un comportamiento mediocre de la economía estadounidense a pesar de la existencia de fuerzas que cabría esperar que hubieran conducido a una poderosa recuperación: un sector de alta tecnología que es la envidia del resto del mundo y un boom en gas pizarra y petróleo han hecho bajar de nuevo el precio de la gasolina a niveles históricos. Pese a que mientras este libro está en prensa parece que el crecimiento económico esté regresando por fin —ocho años después de que comenzara la recesión en 2007—, ese crecimiento apenas es lo bastante robusto como para crear empleo para quienes ingresan por primera vez en la población activa. El nivel de desempleo se ha reducido, pero sobre todo porque la participación en la población activa ha bajado a unos niveles que no se habían visto en casi cuatro décadas: millones de estadounidenses han renunciado a encontrar un empleo.


Ahora bien, como he explicado aquí y en otras partes, este estancamiento a largo plazo (o como a veces se denomina, secular) en el que parece estar sumido Estados Unidos no es tanto una consecuencia de las leyes subyacentes de la economía como de nuestras políticas: la negativa del Estado a facilitar la transformación estructural y su negativa a hacer nada respecto a nuestro creciente nivel de desigualdad.

Los artículos finales de esta parte del libro están consagrados a reflexionar un poco más sobre las implicaciones del cambio tecnológico y los enigmas que por lo visto suscita. Los primeros los escribí antes del advenimiento de la Gran Recesión, pero cuando para mí ya estaba muy claro que algo no iba bien en el funcionamiento de nuestra economía. En «Escasez en una era de abundancia», me pregunté cómo podía ser que en esta era de la abundancia, con todos los avances tecnológicos de los que no paramos de alardear, haya al mismo tiempo tanta gente en Estados Unidos y en otros lugares que lo está pasando cada vez peor. La respuesta, en parte, era el incremento de la desigualdad: los frutos del progreso estaban repartidos tan poco equitativamente que en Estados Unidos la realidad era que la situación de las clases medias estaba empeorando.


A nivel global, seguía habiendo dos problemas añadidos. Algunas de las políticas estadounidenses estaban ayudando a los ricos del país más rico del mundo a expensas de los más pobres de los países más pobres: las subvenciones para nuestros agricultores podrían haberse empleado muchísimo mejor —invirtiendo en infraestructura, tecnología o enseñanza—, pero se las dimos a agricultores acaudalados, lo que hizo bajar los precios a escala global y empobreció más a los agricultores pobres de los países en vías de desarrollo.


Además, algunas de nuestras políticas de «bienestar corporativo» estaban enriqueciendo a nuestras compañías petrolíferas y mineras a expensas de las generaciones futuras. Estábamos subvencionando a esos contaminadores, que estaban agravando el cambio climático, una vez más con dinero que podría haberse invertido muchísimo mejor de otras maneras. Peor aún, se estaba distorsionando la innovación. Nuestras innovaciones estaban excesivamente orientadas a ahorrar trabajo —en un mundo en el que había una sobreabundancia de trabajadores en relación con los empleos disponibles— y demasiado poco a preservar el medio ambiente.


A largo plazo, el éxito a la hora de mejorar nuestro nivel de vida dependerá del crecimiento, del tipo adecuado de crecimiento, lo que significa una prosperidad compartida que proteja el medio ambiente. En «Para crecer, gire a la izquierda», explico cómo se puede obtener esa clase de crecimiento, por qué el funcionamiento sin trabas del mercado no creará esa clase de crecimiento por sí solo, y qué puede hacer el Estado. Lo que la crisis puso de manifiesto, por el contrario, es que los mercados ni siquiera son eficientes o estables. Incluso cuando los tipos de interés estaban muy bajos, el dinero —y las innovaciones— no se orientaron hacia la creación de empleos bien remunerados ni al aumento de la productividad en los sectores clave de la economía. Se orientaron hacia la construcción de viviendas de pacotilla en pleno desierto de Nevada, y también hacia la especulación. La innovación se orientaba hacia el diseño de nuevos productos financieros que aumentaban los riesgos en lugar de gestionarlos mejor. El artículo ofrecía el esbozo de un programa de crecimiento exhaustivo, mucho más prometedor que la inestabilidad y el estancamiento que hemos experimentado en décadas recientes.

En «El enigma de la innovación» pregunto: «¿Cómo puede ser que pretendamos ser una economía de la innovación y, sin embargo, esa innovación no aparezca en los datos macroeconómicos, por ejemplo en el PIB per cápita?». Sugiero que en parte se debe a que nuestras estadísticas de PIB no muestran realmente lo que está sucediendo en nuestra economía (ese fue el tema principal de la Comisión sobre la Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social, que yo presidí).[84] No obstante, también se debe en parte a que ha habido bastante ruido mediático en torno a la innovación. Enfocar la publicidad de manera más eficiente, como hacen Google y Facebook, es importante, pero ¿cabe comparar de algún modo estas innovaciones con el desarrollo de la electricidad, el ordenador, el láser o el transistor?


La otra cara de la innovación, sin embargo, es real: si la productividad aumenta más rápidamente que la demanda, se producirá una disminución de los ingresos y del empleo. Eso es lo que sucedió durante la Gran Depresión. Antes hacía falta alrededor de un 70 por ciento de la población activa para producir los alimentos que necesitamos para sobrevivir. Ahora menos del 3 por ciento puede producir más de lo que puede consumir incluso una sociedad obesa. Aquellos que pierdan sus empleos no van a encontrar empleo automáticamente en otra parte. Los tecnooptimistas citan el caso del automóvil: se perdieron empleos en la fabricación de látigos de carruaje, pero se crearon muchísimos más en la reparación y la fabricación de coches. Ahora bien, esto no tiene nada de inevitable. Y no se crearán nuevos empleos si la demanda agregada es débil, como sucede ahora.

CÓMO VOLVER A PONER A TRABAJAR A ESTADOS UNIDOS[50*]


La atención del país está —o debería estar— centrada en el empleo. Unos veinticinco millones de jóvenes estadounidenses que quisieran tener un empleo a tiempo completo no lo encuentran. Ese nivel de paro juvenil supera en más del doble la ya inaceptable media nacional. Estados Unidos siempre se ha considerado a sí mismo como la tierra de las oportunidades, pero ¿dónde están las oportunidades para nuestra juventud, que se enfrenta a perspectivas tan lúgubres? Históricamente, quienes perdían su empleo obtenían otro rápidamente, pero un sector cada vez más numeroso de los parados —que supera ahora el 40 por ciento— lleva más de seis meses sin trabajar.


El jueves el presidente Barack Obama pronunciará un discurso en el que delineará su visión de lo que se puede hacer. Otros deberían estar haciendo lo mismo.

En el país hay un pesimismo creciente. La retórica nos hará bien. Pero ¿realmente hay algo que se pueda hacer, dadas los amenazantes deuda y déficit del país?


La respuesta de la ciencia económica es: podemos hacer mucho para crear empleo y fomentar el crecimiento.


Existen políticas capaces de lograrlo, y además reducir la tasa de deuda pública en relación con el PIB a medio y largo plazo. Incluso hay cosas que, aunque sean menos eficaces a la hora de crear empleo, también podrían proteger el déficit a corto plazo.


Ahora bien, que la política nos permita hacer lo que podemos y debemos hacer ya es otro asunto.


El pesimismo es comprensible. La política monetaria, uno de los principales instrumentos de gestión de la macroeconomía, no ha sido eficaz, y es probable que siga sin serlo. Creer que podría sacarnos del lío que ha contribuido a armar sería engañarse. Por nuestro propio bien, tenemos que reconocerlo.


Entretanto, el voluminoso déficit y la deuda pública excluyen, en apariencia, el recurso a la política fiscal. O eso se nos dice. Y no hay consenso alguno en torno a qué política fiscal podría dar resultado.


¿Estamos condenados a un prolongado periodo de «malestar económico» a la japonesa hasta que el excesivo coeficiente de deuda y la capacidad real se reajusten? La respuesta, he sugerido yo, es un «no» rotundo. Dicho con más exactitud: no se trata de un desenlace inevitable.


En primer lugar, hemos de acabar con dos mitos. Uno es que la reducción del déficit saneará a la economía. No se crea empleo y crecimiento despidiendo a trabajadores y recortando el gasto público. La razón por la que las empresas con acceso a capital no están invirtiendo y contratando es que hay insuficiente demanda de sus productos. Debilitar la demanda —eso es lo que significa la austeridad— no hace sino desalentar la inversión y la contratación.


Como ha subrayado Paul Krugman, no existe ningún «hada de la confianza» que inspire mágicamente a los inversores en cuanto ven reducirse el déficit. Ese experimento lo hemos intentado una y otra vez. El presidente Herbert Hoover convirtió el crac de la bolsa en la Gran Depresión aplicando la fórmula de la austeridad. Yo pude comprobar de primera mano cómo la austeridad impuesta por el Fondo Monetario Internacional a los países de Asia oriental convirtió las desaceleraciones en recesiones y las recesiones en depresiones.


No logro entender por qué, colocado ante pruebas tan abrumadoras, ningún país se impondría a sí mismo algo semejante. Incluso el Fondo Monetario Internacional reconoce ahora que el apoyo fiscal es necesario.


El segundo mito es que el estímulo no funcionó. La supuesta prueba que corrobora esa afirmación es sencilla: el desempleo culminó al alcanzar el 10 por ciento, y sigue siendo superior al 9 por ciento. (Mediciones más precisas consideran mucho más elevada esa cifra). La administración había anunciado, sin embargo, que con el estímulo sólo llegaría al 8 por ciento.

La administración cometió un único gran error, que yo señalé en mi libro Caída libre: subestimó enormemente la gravedad de la crisis que había heredado.


Sin el estímulo, no obstante, el desempleo habría culminado en torno al 12 por ciento. No cabe duda de que el paquete de estímulo se podría haber diseñado mejor. Ahora bien, sí se redujo el desempleo significativamente con relación al que se habría producido en caso contrario. El estímulo dio resultado. Sencillamente no fue de unas dimensiones lo bastante importantes, y no duró lo suficiente: la administración no sólo subestimó la tenacidad de la crisis, sino también su profundidad.


Pensando en el déficit, tendríamos que remontarnos a diez años atrás, cuando el país tenía un superávit tan grande (2 por ciento del PIB) que al presidente de la Reserva Federal le preocupaba que pronto fuéramos a saldar la deuda nacional completa, lo que dificultaría dirigir la política monetaria. Saber cómo pasamos de aquella situación a esta nos ayuda a analizar pormenorizadamente cómo resolver el problema del déficit.


Ha habido cuatro cambios principales: en primer lugar, bajadas de impuestos por encima de las posibilidades del país. En segundo lugar, dos guerras costosas y unos gastos militares desorbitados, que han contribuido a nuestra deuda en 2,5 billones de dólares. En tercer lugar, Medicare Part D y la disposición que prohíbe al Estado, el mayor comprador de fármacos, negociar con las farmacéuticas, con un coste de cientos de miles de millones durante diez años. En cuarto lugar, la recesión.


Revertir estas cuatro políticas conduciría rápidamente al país a la senda de la responsabilidad fiscal. Lo más importante, sin embargo, es volver a poner a Estados Unidos a trabajar: unos ingresos mayores significan ingresos fiscales más elevados.


Pero ¿cómo volver a poner a Estados Unidos a trabajar? La mejor forma es aprovechar esta ocasión —con unos tipos de interés asombrosamente bajos a largo plazo— para realizar las inversiones a largo plazo en infraestructuras, tecnología y educación que el país necesita tan desesperadamente.


Deberíamos centrar nuestra atención en inversiones con un alto margen de rentabilidad y que a la vez sean intensivas en trabajo. Estas inversiones complementan la inversión privada: aumentan el rendimiento privado y, por tanto, tiran simultáneamente del sector privado.


Ayudar a los estados a pagar por la educación también permitiría salvar rápidamente miles de puestos de trabajo. En un país rico que reconoce la importancia de la educación, no tiene ningún sentido estar despidiendo profesores, y menos cuando la competencia global es tan feroz. A los países dotados de una fuerza de trabajo mejor formada les irá mejor. Es más, la enseñanza y la formación laboral son fundamentales para reestructurar nuestra economía de cara al siglo XXI.


La ventaja que tiene haber invertido insuficientemente en el sector público durante tanto tiempo es que es posible que tengamos muchas oportunidades de realizar inversiones de gran rentabilidad. El incremento de la producción a corto plazo puede generar ingresos fiscales de sobra para pagar los bajos intereses de la deuda. La consecuencia será que nuestra deuda se reducirá, nuestro PIB aumentará y la tasa de deuda pública en relación con el PIB mejorará.


Ningún analista se fijaría sólo en la deuda de una empresa: escrutaría ambas caras de los balances, los activos y los pasivos. Yo estoy exhortando a que hagamos lo mismo en el caso del Gobierno de Estados Unidos y superemos nuestro fetichismo de la deuda.


Si no somos capaces de hacerlo, existe otro modo, aunque menos potente, de crear empleo. Hace mucho tiempo que los economistas han constatado que aumentar simultáneamente el gasto público y los impuestos de manera equilibrada incrementa el PIB. La proporción en la que aumenta el PIB por cada dólar de aumento en los impuestos y el gasto público se denomina el «multiplicador de presupuesto equilibrado».


Con unos incrementos fiscales bien diseñados —concentrados en los estadounidenses de ingresos más elevados, en las grandes empresas que no están invirtiendo en Estados Unidos o en cerrar las lagunas fiscales—, además de programas de gasto público inteligente que estén centrados en la inversión, el multiplicador se situaría entre 2 y 3.

Eso supone pedirle al 1 por ciento superior del país, que en la actualidad acapara casi el 25 por ciento de todos los ingresos de Estados Unidos, que pague unos pocos impuestos más, o simplemente la parte que en justicia les corresponde. Invertir el dinero así recaudado podría tener un efecto significativo sobre la producción y el empleo. Y puesto que la economía crecería más en el futuro, la tasa de deuda pública en relación con el PIB volvería a bajar.


Si se midiera correctamente la producción, algunos impuestos realmente podrían mejorar la eficiencia de la economía y la calidad de vida, y tendrían una repercusión aún mayor sobre el rendimiento económico nacional. Yo presidí una Comisión Internacional sobre la Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social que descubrió grandes defectos en nuestro sistema de medida actual.


En la ciencia económica existe un principio básico: es mejor gravar las cosas malas que generan externalidades negativas que gravar las cosas buenas. Esto implica que deberíamos gravar la contaminación o las transacciones financieras desestabilizadoras. También existen otras formas de recaudar ingresos, por ejemplo, subastar mejor los recursos naturales del país.


Si, por algún motivo, se excluyeran tales mejoras en la recaudación —y no existe ninguna buena razón económica por la que debieran ser excluidas—, sigue habiendo margen de maniobra. El Gobierno podría cambiar el diseño de los programas fiscales y de gasto público, incluso dentro del actual marco presupuestario.


Aumentar los impuestos de las clases altas, por ejemplo, y bajárselas a las inferiores, conducirá a un mayor gasto en consumo. Subir los impuestos a las grandes empresas que no invierten en Estados Unidos y bajárselos a las que sí lo hacen alentaría mayores inversiones. El multiplicador —la proporción en la que aumenta el PIB por dólar invertido— por los gastos incurridos en guerras en el extranjero, por ejemplo, es muy inferior al multiplicador por gastos en educación, así que transferir dinero de una actividad a la otra estimula la economía.


Hay cosas que podemos hacer para ir más allá del presupuesto. El Gobierno debería tener cierta influencia sobre los bancos, y más aún dada la enorme deuda que tienen con nosotros por haberlos rescatado. El palo y la zanahoria podrían inducir a realizar más préstamos a las pequeñas y medianas empresas, y a reestructurar más hipotecas. Es inexcusable que hayamos hecho tan poco para ayudar a los propietarios de viviendas, y mientras continúen produciéndose ejecuciones hipotecarias al veloz ritmo actual, el mercado inmobiliario seguirá siendo débil.


Las prácticas anticompetitivas con tarjetas de crédito de los bancos también representan en lo fundamental un impuesto a todas las transacciones, pero se trata de un impuesto cuyos ingresos van a parar a las arcas del banco, sin servir a ninguna finalidad de interés público, como pudiera ser la reducción de la deuda pública. También sería una bendición para muchas empresas pequeñas que se obligara a cumplir más estrictamente la legislación antitrust a los bancos.


En resumidas cuentas, no nos hemos quedado sin munición. El aprieto en el que nos encontramos no es un problema de teoría económica. La teoría y la experiencia ponen de manifiesto que nuestro arsenal sigue siendo poderoso. Por supuesto, el déficit y la deuda limitan aquello que podemos hacer. Ahora bien, incluso dentro de estos límites, podemos crear empleo y expandir la economía a la vez que reducimos la tasa de deuda pública en relación con el PIB.


Que decidamos dar o no los pasos que tenemos que dar para restablecer la prosperidad de nuestra economía es simplemente una cuestión política.


LA DESIGUALDAD ESTÁ RETRASANDO LA RECUPERACIÓN[51*]

La reelección del presidente Obama fue como un test de Rorschach: estuvo sujeta a múltiples interpretaciones. En estos comicios, cada uno de los bandos debatió cuestiones que a mí me preocupan profundamente: el largo malestar en el que parece estar instalándose la economía, y la brecha cada vez mayor entre el 1 por ciento y el resto; una desigualdad no sólo de resultados sino también de oportunidades. Para mí, estos problemas representan las dos caras de una misma moneda: ahora que la desigualdad se halla en el nivel más alto desde la Gran Depresión, será difícil que a corto plazo se produzca una recuperación sólida, y el sueño americano —una buena vida a cambio de trabajar duro— se está extinguiendo poco a poco.


Los políticos suelen hablar del aumento de la desigualdad y de la lentitud de la recuperación como si se tratara de fenómenos separados, cuando en realidad están estrechamente relacionados. La desigualdad sofoca, contiene y reprime nuestro crecimiento. Cuando hasta la revista The Economist, defensora del mercado libre, argumenta —como hizo en un artículo especial del mes de octubre— que la magnitud y la naturaleza de la desigualdad que hay en el país representan una seria amenaza para Estados Unidos, deberíamos tener claro que algo ha ido terriblemente mal. Y no obstante, tras cuatro décadas de desigualdad en aumento y la mayor desaceleración económica desde el crac de 1929, no hemos hecho nada al respecto.


Hay cuatro grandes razones por las que la desigualdad está asfixiando la recuperación. La más inmediata es que nuestra clase media es demasiado débil para sustentar el gasto en consumo que históricamente ha impulsado nuestro crecimiento económico. Mientras el 1 por ciento de la gente que más dinero gana se llevó a casa el 93 por ciento del aumento de los ingresos en 2010, los hogares del sector intermedio —que tienen más probabilidades de gastar sus ingresos en lugar de ahorrarlos y que en cierto sentido son los verdaderos creadores de empleo— tienen unos ingresos por hogar más reducidos, ajustados a la inflación, de los que tenían en 1996. El crecimiento que se produjo en la década anterior a la crisis fue insostenible, ya que dependía de que el 80 por ciento de la parte inferior de la pirámide social consumiera en torno a un 110 por ciento de sus ingresos.


En segundo lugar, el encogimiento de la clase media que viene produciéndose desde la década de 1970, fenómeno que sólo se vio brevemente interrumpido durante la década de 1990, implica que esta sea incapaz de invertir en su futuro para formarse a sí misma y a su descendencia, así como de abrir nuevas empresas o mejorar las que ya existen.


En tercer lugar, la debilidad de la clase media pesa sobre la recaudación fiscal, en particular porque quienes están en la cima de la pirámide social son sumamente hábiles a la hora de evitar pagar impuestos y lograr que Washington les otorgue rebajas fiscales. El reciente y modesto acuerdo para restablecer los tipos marginales superiores del impuesto sobre la renta de la era Clinton para individuos que ganen más de 400 000 dólares y hogares que ganen más de 450 000 no hizo nada para cambiar esto. Las ganancias de la especulación en Wall Street se gravan con unos tipos mucho más bajos que otras formas de ingreso. Una recaudación fiscal baja significa que el Gobierno no puede realizar las inversiones decisivas en infraestructura, educación, investigación y sanidad para restablecer la pujanza económica a largo plazo.


En cuarto lugar, la desigualdad está ligada a ciclos de prosperidad y depresión más frecuentes y más severos, que hacen que nuestra economía sea más volátil y vulnerable. Si bien la desigualdad no fue la causante directa de la crisis, no fue ninguna casualidad que la década de 1920 —la última vez que la desigualdad de ingresos y de riqueza en Estados Unidos fue tan elevada— desembocase en el crac y la crisis de 1929. El Fondo Monetario Internacional ha tomado nota de la relación sistémica entre inestabilidad económica y desigualdad económica, pero los líderes estadounidenses no han aprendido la lección.


Nuestra desigualdad desbocada —tan opuesta a nuestro ideal meritocrático de Estados Unidos como un lugar donde cualquiera que trabaje duro y tenga talento puede «triunfar»— significa que es probable que quienes sean hijos de padres con pocos recursos nunca hagan realidad sus expectativas. Los niños de países ricos como Canadá, Francia, Alemania y Suecia tienen más probabilidades de que les vaya mejor en la vida que a sus padres que los niños estadounidenses. Más de una quinta parte de nuestros niños viven en la pobreza, lo que nos convierte en la segunda peor de todas las economías avanzadas, y nos sitúa por detrás de países como Bulgaria, Letonia y Grecia.


Nuestra sociedad está despilfarrando su recurso más valioso: nuestra juventud. El sueño de una vida mejor, que atrajo a los inmigrantes a nuestras costas, está siendo destruido por una brecha de ingresos y riqueza cada vez mayor. Tocqueville, que en la década de 1830 consideró que el impulso igualitario constituía la esencia del carácter estadounidense, debe de estar revolviéndose en la tumba.


Aun en el caso de que pudiéramos darle la espalda al imperativo económico de solucionar nuestro problema de desigualdad, el daño que está haciendo a nuestro tejido social y a nuestra vida política debería ser motivo de inquietud. La desigualdad económica conduce a la desigualdad política y a un proceso de toma de decisiones disfuncional.


Pese al compromiso declarado del señor Obama de ayudar a todos los estadounidenses, la recesión y los persistentes efectos de la forma en que se gestionó han agravado muchísimo la situación. A la vez que en 2009 entregábamos a los bancos el dinero de los rescates a espuertas, ese mismo mes de octubre el paro se disparó hasta alcanzar el 10 por ciento. La tasa actual (7,8 por ciento) parece mejor en parte porque hay muchísima gente que ha abandonado la búsqueda de trabajo, que nunca ha entrado a formar parte de la población activa o que ha aceptado empleos a tiempo parcial porque nadie les ofrecía trabajo a tiempo completo.


Un alto nivel de paro, por supuesto, presiona a la baja sobre los salarios. Ajustados a la inflación, los salarios reales se han estancado o han caído; en 2011, los ingresos de un trabajador varón típico (32 896 dólares) eran más bajos que en 1968 (33 880 dólares). A su vez, una menor recaudación fiscal ha obligado a realizar recortes en los servicios estatales y municipales, que son tan fundamentales para quienes ocupan el espectro inferior e intermedio de la escala social.


El activo más importante de la mayoría de estadounidenses es su hogar, y a medida que los precios de la vivienda caían en picado, también lo hizo la fortuna de los hogares, sobre todo teniendo en cuenta que tanta gente se había endeudado tanto para pagar sus hipotecas. Eso deja a grandes cantidades de personas con un valor negativo neto, y la fortuna media familiar descendió en casi un 40 por ciento, desde 126 400 dólares en 2007 a 77 300 en 2010, y sólo se ha recuperado ligeramente. Desde la Gran Recesión, la mayor parte del aumento de la riqueza del país ha ido a parar a la crème de la crème.


Entretanto, mientras los ingresos se estancaban o descendían, el precio de la enseñanza se disparaba. Actualmente en Estados Unidos la forma principal de acceder a la enseñanza —que es la única forma segura de ascender socialmente— es el endeudamiento. En 2010, la deuda estudiantil, que ahora es de un billón de dólares, superó por primera vez a la deuda de las tarjetas de crédito.


La deuda estudiantil casi nunca puede ser liquidada, ni siquiera en caso de bancarrota. Un progenitor que avale una deuda no necesariamente puede conseguir liquidar la deuda aun en el caso de que haya muerto su vástago. La deuda ni siquiera se puede liquidar si la universidad —que es una organización con ánimo de lucro y propiedad de financieros explotadores— ofrece una enseñanza inadecuada, engatusa al alumno con promesas falsas y es incapaz de conseguirle un empleo aceptable.


En lugar de entregar grandes cantidades de dinero a los bancos, podríamos haber intentado reconstruir la economía de abajo arriba. Podríamos haber permitido a propietarios de viviendas con el agua al cuello —los que deben más dinero de sus hipotecas de lo que valen esas viviendas— hacer borrón y cuenta nueva, reestructurando las hipotecas a cambio de entregar a los bancos una parte de las ganancias en caso de que los precios de las viviendas vuelvan a subir.


Podríamos haber reconocido que cuando los jóvenes están en paro sus habilidades se atrofian. Podríamos habernos asegurado de que todos los jóvenes estuvieran estudiando, cursando un programa de formación o empleados. En su lugar, permitimos que el paro juvenil llegara al doble de la media nacional. Los hijos de los ricos pueden permanecer en la universidad o hacer estudios de posgrado sin acumular deudas enormes, así como aceptar periodos de prácticas sin cobrar para engordar sus currículos. Quienes pertenecen a las clases medias o bajas no pueden hacer lo mismo. Estamos sembrando las semillas de una desigualdad cada vez mayor en los años inmediatamente venideros.


Por supuesto, la administración de Obama no es la única culpable. Las inmensas rebajas fiscales del presidente George W. Bush en 2001 y 2003 y sus guerras multibillonarias en Irak y Afganistán vaciaron la hucha a la vez que exacerbaban la gran brecha. El recién hallado compromiso de su partido con la disciplina fiscal —en forma de una insistencia sobre los impuestos bajos para los ricos a la vez que recortaba los servicios para los pobres— es el colmo de la hipocresía.


Se ofrecen toda clase de excusas para la desigualdad. Hay quien dice que está más allá de nuestro control y apunta hacia fuerzas de mercado como la globalización, la liberalización del comercio, la revolución tecnológica o el «auge de los demás». Otros afirman que hacer cualquier cosa al respecto empeoraría las cosas para todos, ya que asfixiaría nuestra ya achacosa maquinaria económica. Se trata de falsedades interesadas e ignorantes.


Las fuerzas de mercado no existen en el vacío; somos nosotros quienes las conformamos. Otros países, como Brasil (que está creciendo a un ritmo trepidante), las han conformado de formas que han reducido la desigualdad a la vez que creaban más oportunidades y un crecimiento mayor. Países muchísimo más pobres que el nuestro han decidido que todos los jóvenes deberían tener acceso a alimentación, educación y atención sanitaria para poder hacer realidad sus aspiraciones.


En Estados Unidos el marco legal y el modo en que lo aplicamos han proporcionado mayor margen para abusos por parte del sector financiero, para indemnizaciones perversas para los grandes ejecutivos, así como para la capacidad de los grandes monopolios de aprovecharse injustamente de la concentración de su poder.


Sí, el mercado valora algunos conocimientos más intensamente que otros, y a quienes posean esos conocimientos les irá bien. Sí, la globalización y los avances tecnológicos han llevado a la pérdida de buenos empleos en la industria, y es muy poco probable que regresen jamás. El empleo global en la industria se está contrayendo simplemente como consecuencia de unos enormes aumentos de productividad, y es probable que a Estados Unidos le toque una cantidad cada vez más reducida del número cada vez más reducido de nuevos empleos. Si conseguimos «salvar» esos empleos puede que sólo sea convirtiendo empleos mejor pagados en empleos peor pagados, cosa que difícilmente puede considerarse como una estrategia a largo plazo.


La globalización, y el modo desequilibrado en que se ha llevado a cabo, ha privado a los trabajadores de poder de negociación: las empresas pueden amenazar con trasladarse a otra parte, sobre todo ahora, cuando la legislación fiscal trata de manera tan favorable esas inversiones en ultramar. A su vez, esto ha debilitado a los sindicatos, y aunque en ocasiones estos hayan sido fuentes de rigidez, los países que respondieron de manera más eficaz a la crisis financiera global, como Alemania o Suecia, poseen sindicatos fuertes y poderosos sistemas de protección social.


Ahora que empieza el segundo mandato del señor Obama, todos hemos de afrontar el hecho de que nuestro país no puede recuperarse rápidamente y de forma significativa sin políticas que aborden directamente la cuestión de la desigualdad. Lo que hace falta es una respuesta global que tendría que incluir, cuando menos, inversiones significativas en enseñanza, un sistema fiscal más progresivo y un impuesto sobre la especulación financiera.


La buena noticia es que nuestra forma de pensar ha sido redefinida: antes solíamos preguntar cuánto crecimiento estaríamos dispuestos a sacrificar a cambio de un poco más de igualdad y de mayores oportunidades. Ahora nos damos cuenta de que estamos pagando un alto precio por nuestra desigualdad y que aliviarla y fomentar el crecimiento son dos metas estrechamente relacionadas y complementarias. Es asunto de todos —incluidos nuestros líderes— armarse de valor y previsión para curar por fin esta angustiosa enfermedad.

EL LIBRO DEL EMPLEO[52*]

Han pasado ya casi cinco años desde que estalló la burbuja inmobiliaria, al comienzo de la recesión. En Estados Unidos hay 6,6 millones de empleos menos de los que había hace cuatro años. Unos 23 millones de estadounidenses que querrían trabajar a tiempo completo no logran encontrar empleo. Casi la mitad de los que no tienen empleo son parados de larga duración. Los salarios están bajando: en la actualidad los ingresos reales de un hogar estadounidense medio están por debajo del nivel que tenían en 1997.


Ya en 2008 sabíamos que la crisis era grave. Y creíamos saber quiénes eran los «malos de la película»: los grandes bancos, que mediante préstamos cínicos y especulaciones insensatas habían conducido a Estados Unidos al borde de la ruina. Las administraciones de Bush y Obama justificaron un rescate con el argumento de que la economía sólo podría recuperarse si dábamos a los bancos dinero sin límites y sin condiciones. Así lo hicimos, no porque amásemos a los bancos sino porque (así se nos dijo) no podíamos prescindir de los préstamos que ellos hacían posibles. Mucha gente, sobre todo del sector financiero, alegó que actuar de forma enérgica, resuelta y generosa para salvar no sólo a los bancos sino también a los banqueros, a sus accionistas y a sus acreedores devolvería a la economía al estado en el que se encontraba antes de la crisis. Entretanto, un estímulo a corto plazo, de dimensiones moderadas, bastaría para sacar de apuros a la economía hasta que los bancos recobraran la salud.


Los bancos obtuvieron su rescate. Parte del dinero lo transformaron en bonificaciones. Utilizaron poco para hacer préstamos. Y en realidad la economía no se recuperó: la producción apenas es mayor ahora de lo que era antes de la crisis y la situación del empleo es desgarradora. El diagnóstico del estado en el que nos encontrábamos y las recetas que se dedujeron de él fueron incorrectos. Para empezar, fue una equivocación pensar que con tal de que se les tratara con suficiente manga ancha, los banqueros se enmendarían. De hecho, se nos dijo: «No impongamos condiciones a los bancos para exigirles que reestructuren las hipotecas o que se comporten con mayor honradez en el caso de ejecuciones hipotecarias. No les obliguemos a utilizar dinero para realizar préstamos. Esas condiciones no harían más que alarmar a los mercados, tan delicados». Finalmente, los directores de los bancos se dedicaron a cuidar de sí mismos y a hacer aquello a lo que estaban acostumbrados.


Incluso cuando hayamos reparado del todo el sistema bancario, seguiremos teniendo graves problemas, porque ya los teníamos antes. La presunta era dorada de 2007 estaba lejos ya de ser un paraíso. Sí, había muchas cosas de las que Estados Unidos podía sentirse orgulloso. Las empresas del sector de las tecnologías de la información estaban a la cabeza de una revolución. No obstante, los ingresos de la mayoría de trabajadores estadounidenses aún no habían regresado a los niveles previos a la recesión anterior. El nivel de vida de nuestro país sólo se sostenía gracias a una deuda cada vez mayor, tan grande que la tasa de ahorro estadounidense había descendido hasta prácticamente cero. Y en realidad «cero» no cuenta la historia completa. Dado que los ricos habían logrado ahorrar una parte significativa de sus ingresos colocándolos en la columna de los positivos, una tasa media de prácticamente cero quiere decir que todos los demás deben estar en números rojos. (Esa es la realidad: en el periodo inmediatamente anterior a la recesión, de acuerdo con las investigaciones realizadas por mi colega de la Universidad de Columbia, Bruce Greenwald, el 80 por ciento más pobre de la población estadounidense había estado gastando en torno al 110 por ciento de sus ingresos). Lo que posibilitó ese nivel de endeudamiento fue la burbuja inmobiliaria, que Alan Greenspan y Ben Bernanke, presidentes de la Reserva Federal, contribuyeron a diseñar gracias a los bajos tipos de interés y la ausencia de regulación, sin utilizar siquiera las herramientas regulatorias que tenían a su disposición. Como sabemos ahora, eso permitió a los bancos ofrecer préstamos y a las familias obtenerlos sobre la base de unos activos cuyo valor estaba parcialmente determinado por los efectos de una ilusión colectiva.


El hecho es que en los años previos a la crisis actual la economía se encontraba en un estado de debilidad fundamental como consecuencia de la burbuja —que hacía las veces de soporte vital— y del consumo insostenible al que esta había dado pie. De no haber sido tanto por una cosa como por la otra, el nivel de desempleo habría sido elevado. Era absurdo pensar que arreglar el sistema bancario podría haber devuelto la salud a la economía por sí solo. Devolver a la economía a «donde estaba» no hace nada en lo concerniente a abordar los problemas subyacentes.


El trauma que estamos viviendo ahora mismo recuerda al trauma que experimentamos hace ochenta años, durante la crisis de 1929, y ha sido provocado por un conjunto de circunstancias análogas. Entonces, como ahora, la quiebra del sistema bancario fue, en parte, consecuencia de otros problemas más profundos. Aun en el caso de que respondamos correctamente al trauma —los fracasos del sector financiero— será precisa una década o más para lograr una recuperación completa. En las mejores condiciones, tendremos que soportar una Larga Recesión. Si respondemos de forma incorrecta, como hemos estado haciendo, la Larga Recesión durará aún más, y el paralelismo con la crisis de 1929 adquirirá dimensiones nuevas y trágicas.


Hasta ahora, la crisis de 1929 fue la última vez en la historia de Estados Unidos en que el paro superó el 8 por ciento cuatro años después del comienzo de la recesión. Y nunca en los últimos sesenta años se había dado el caso de que el rendimiento económico fuera apenas un poco mayor, cuatro años después de una recesión, de lo que había sido antes del comienzo de la misma. El porcentaje de la población civil con trabajo se ha reducido el doble que en cualquier desaceleración económica posterior a la Segunda Guerra Mundial. No es de extrañar que los economistas hayan empezado a reflexionar sobre las similitudes y las diferencias entre nuestra Larga Depresión y la crisis de 1929. Desprender de ello las lecciones apropiadas no es fácil.


Mucha gente ha sostenido que la crisis de 1929 fue causada ante todo por la excesiva restricción de la oferta de dinero por parte de la Reserva Federal. Ben Bernanke, un estudioso de la crisis de 1929, ha declarado públicamente que esa fue la lección que extrajo él y el motivo por el que abrió los grifos monetarios. Los abrió mucho. A partir de 2008, el balance de la Reserva Federal se duplicó y más adelante llegó a triplicar su nivel anterior. En la actualidad está en 2,8 billones de dólares. Si bien la Reserva Federal, al hacer esto, puede haber rescatado a los bancos, no logró salvar la economía.


La realidad no sólo ha desacreditado a la Reserva Federal, sino que también ha suscitado dudas sobre una de las interpretaciones convencionales de la crisis de 1929. Se ha esgrimido el argumento de que fue la Reserva Federal quien provocó la crisis al restringir el acceso al dinero, y que si en aquel entonces la Reserva Federal hubiera incrementado la oferta de dinero —en otras palabras, si hubiera hecho lo que la Reserva Federal ha hecho ahora— es probable que se hubiera evitado una crisis a gran escala. En economía es difícil poner a prueba las hipótesis con experimentos controlados como los que pueden llevarse a cabo en las ciencias exactas. Sin embargo, la incapacidad de la expansión monetaria para contrarrestar la recesión actual debería acabar de una vez por todas con la idea de que durante la década de 1930 el principal culpable fue la política monetaria. El problema actual, como sucedía entonces, está en otra parte. El problema actual es la llamada economía real. Es un problema que echa raíces en la clase de empleos que tenemos, en la clase de empleos que necesitamos, y que también echa raíces en la clase de trabajadores que queremos y la clase de trabajadores con los que no sabemos qué hacer. La economía real lleva décadas en un estado de transición desgarrador, y nunca se han afrontado los trastornos que padece. A la Larga Recesión le subyace una crisis de la economía real, al igual que sucedió durante la crisis de 1929.


Durante los últimos años, Bruce Greenwald y yo nos hemos dedicado a investigar una teoría alternativa de la crisis de 1929, así como un análisis alternativo de lo que aqueja a la economía en la actualidad. Esta explicación considera la crisis financiera de la década de 1930 como consecuencia no tanto de una implosión financiera como de la debilidad subyacente de la economía. La quiebra del sistema bancario no llegó a su culminación hasta 1933, mucho después de que empezara la crisis y de que hubieran empezado a dispararse los niveles de desempleo. En 1931 el paro ya estaba situado en torno al 16 por ciento, y alcanzó el 23 por ciento en 1932. Por todas partes surgían barrios de chabolas (las «Hoovervilles»). La causa subyacente era un cambio estructural en la economía real: el descenso generalizado de los precios agrícolas y de los ingresos procedentes de la agricultura, provocado por lo que normalmente se considera como algo «bueno»: una mayor productividad.


Al comenzar la crisis de 1929, más de una quinta parte de todos los estadounidenses trabajaba en la agricultura. Entre 1929 y 1932, los ingresos de estas personas se vieron reducidos a razón de entre una y dos terceras partes, lo que agravó los problemas a los que llevaban años enfrentándose. La agricultura había sido víctima de su propio éxito. En 1900 hacía falta una gran proporción de población estadounidense para producir alimentos suficientes para el país en conjunto. A continuación se produjo una revolución en la agricultura que se fue acelerando a lo largo del siglo: mejores semillas, mejores fertilizantes, mejores prácticas de cultivo, así como la mecanización generalizada. En la actualidad, el 2 por ciento de los estadounidenses producen más alimentos de los que somos capaces de consumir.


Lo que acarreó aquella transición, sin embargo, fue la destrucción de puestos de trabajo y formas de ganarse la vida en las granjas. A causa de la aceleración de la productividad, la producción aumentaba más rápidamente que la demanda y los precios cayeron de forma brusca. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo que desembocó en una rápida disminución de los ingresos. En aquel entonces los agricultores (como los trabajadores ahora) se endeudaron mucho para sustentar sus niveles de vida y la producción. Dado que ni los agricultores ni los banqueros fueron capaces de prever hasta qué punto iban a caer los precios, la consecuencia inmediata fue una crisis crediticia. Los agricultores sencillamente no podían devolver el dinero que debían, y el sector financiero se vio arrastrado al vórtice por el descenso de los ingresos en la agricultura.


Las ciudades no se libraron, todo lo contrario. A medida que descendían los ingresos rurales, los agricultores tenían cada vez menos dinero para comprar los bienes que producían las fábricas. Los industriales tuvieron que despedir a obreros, lo que redujo más todavía la demanda de productos agrícolas e hizo descender los precios todavía más. Al poco tiempo, el círculo vicioso había afectado a toda la economía nacional.


El valor de los activos (como las viviendas) suele reducirse cuando disminuyen los ingresos. Los agricultores quedaron atrapados en su sector en declive y en sus municipios empobrecidos. La disminución de los ingresos y de la riqueza dificultó más la emigración a las ciudades; el elevado índice de desempleo urbano redujo el atractivo de emigrar. Pese al enorme descenso de los ingresos agrícolas, en conjunto y a lo largo de la década de 1930, hubo poca emigración. Entretanto, los agricultores seguían produciendo, y a veces trabajando todavía más duro para tratar de compensar la disminución de los precios. Individualmente, eso tenía sentido, pero colectivamente no, pues cualquier aumento de la producción seguía haciendo bajar los precios. Debido a la magnitud del declive de los ingresos agrícolas, no es de extrañar que ni el mismísimo New Deal fuera capaz de sacar al país de la crisis: los programas eran demasiado modestos, y muchos de ellos fueron abandonados enseguida. En el año 1937 Franklin D. Roosevelt, cediendo ante los «halcones del déficit», recortó los esfuerzos para estimular la economía, lo que fue un error desastroso. Entretanto, los estados y municipios en apuros tuvieron que empezar a despedir a sus empleados, igual que ahora. Sin duda, la crisis bancaria complicó todos esos problemas, y amplió y ahondó la desaceleración. Ahora bien, cualquier análisis de un trastorno financiero tiene que empezar por aquello que provocó la reacción en cadena.


Es posible que la Ley de Ajuste Agrícola, la ley agraria de Roosevelt, que pretendía hacer aumentar los precios reduciendo la producción, aliviara un tanto la situación, al menos de forma tangencial. Pero Estados Unidos no empezó a salir de la crisis hasta que el gasto público se disparó en previsión de la guerra mundial. Es importante captar esta sencilla verdad: fue el gasto público —un estímulo keynesiano, no corrección alguna de la política monetaria ni resurrección alguna del sistema bancario— lo que propició la recuperación. Por supuesto, las perspectivas a largo plazo para la economía habrían sido aún mejores si una parte mayor del dinero se hubiera invertido en enseñanza, tecnología e infraestructura en vez de en munición, pero aun así, la intensidad del gasto público compensó de sobra la debilidad de la inversión privada.

De forma involuntaria, el gasto público resolvió el problema subyacente de la economía: remató una transformación estructural necesaria, llevando de forma decisiva a Estados Unidos, y en particular al sur del país, de la agricultura a la industria. Los estadounidenses tienden a ser muy reacios a expresiones como «política industrial», pero la inversión bélica fue exactamente eso: una política que cambió de forma permanente la naturaleza de la economía. La creación masiva de empleo en el sector urbano —en la industria— consiguió que la gente abandonara el campo. La oferta y la demanda de alimentos volvieron a equilibrarse, y los precios agrícolas empezaron a subir. Los nuevos inmigrantes que llegaban a las ciudades recibieron formación para adaptarse a la vida urbana y las labores industriales, y tras la guerra la Ley de Derechos de los Soldados aseguró que los veteranos que regresaban del frente estuvieran preparados para prosperar en una sociedad industrial moderna. En el ínterin, prácticamente desparecieron las inmensas reservas de trabajadores atrapados en las granjas. El proceso había sido muy largo y muy doloroso, pero la fuente de la congoja económica se había esfumado.


Los paralelismos existentes entre la historia de la crisis de 1929 y nuestra Larga Recesión son muy grandes. En aquel entonces estábamos pasando de la agricultura a la industria; ahora estamos pasando de la industria a una economía de servicios. La disminución del empleo en la industria ha sido espectacular, desde aproximadamente un tercio de la población trabajadora hace sesenta años a menos de una décima parte de ella en la actualidad. El ritmo se ha acelerado notablemente en el transcurso de la última década. Esa disminución tiene dos explicaciones. Una es una mayor productividad, es decir, la misma dinámica que revolucionó la agricultura y obligó a la mayoría de agricultores estadounidenses a buscar trabajo en otra parte. La otra es la globalización, que ha trasladado millones de puestos de trabajo al extranjero, a países con salarios reducidos o a aquellos países que han estado invirtiendo más en infraestructura o tecnología. (Como señaló Greenwald, el grueso de la pérdida de empleo que se produjo durante la década de 1990 tenía que ver con los aumentos de productividad, no con la globalización). Sea cual sea la causa concreta, el resultado inevitable es exactamente el mismo que hace ochenta años: una disminución de los ingresos y del empleo. Los millones de extrabajadores industriales sin empleo que antes trabajaban en ciudades como Youngstown, Birmingham, Gary y Detroit son los equivalentes contemporáneos de los agricultores condenados a desaparecer durante la crisis de 1929.


Las consecuencias desde el punto de vista del consumo y de la salud fundamental de la economía —por no hablar de los espantosos costes humanos— son evidentes, pese a que hayamos podido darles la espalda durante algún tiempo. Las burbujas inmobiliarias y de los mercados de préstamos lograron disimular el problema durante algún tiempo creando una demanda artificial que a su vez generó empleos en el sector financiero, así como en la construcción y otros sectores. La burbuja incluso llegó a hacer olvidar a los trabajadores que sus ingresos estaban disminuyendo. Paladearon la posibilidad de una riqueza que superase todas sus fantasías a medida que el valor de sus viviendas se disparaba y el valor de sus pensiones, invertidas en bolsa, parecía estar haciendo otro tanto. Pero los empleos eran temporales, y se alimentaban de humo.


Los economistas pertenecientes a la corriente dominante aducen que en una desaceleración el verdadero coco no es la disminución de los salarios sino su rigidez. ¡Con tal de que los salarios fuesen más flexibles (es decir, más bajos), las desaceleraciones se corregirían por sí solas! Ahora bien, eso no fue cierto durante la crisis de 1929 y tampoco lo es ahora. Al contrario, unos salarios e ingresos más bajos no harían sino reducir la demanda y debilitar aún más la economía.


De los cuatro pilares fundamentales del sector servicios —las finanzas, el sector inmobiliario, la atención sanitaria y la enseñanza— los dos primeros estaban sobredimensionados antes de que estallara la crisis actual. Tradicionalmente los otros dos, la atención sanitaria y la enseñanza, han recibido importantes subvenciones públicas. Sin embargo, la austeridad gubernamental a todos los niveles —es decir, los recortes presupuestarios adoptados frente a la recesión— han golpeado a la enseñanza con especial dureza, como han diezmado en conjunto al sector público. Durante los últimos cuatro años, a imitación de lo que sucedió durante la crisis de 1929, han desaparecido casi 700 000 empleos estatales y municipales. Al igual que en 1937, hoy en día los «halcones del déficit» reclaman presupuestos equilibrados y cada vez más recortes. En lugar de impulsar una transición estructural inevitable —en lugar de invertir en el capital humano apropiado, así como en la tecnología y en la infraestructura que acabarán llevándonos a donde necesitamos estar— el Estado se echa atrás. Las estrategias actuales sólo pueden acabar de una manera: asegurarán que la Larga Recesión sea más larga y más profunda de lo que tendría que ser.


De esta breve historia se pueden extraer dos conclusiones. La primera es que la economía no va a recuperarse por sí sola, al menos no dentro de un plazo que tenga relevancia alguna para las personas corrientes. Sí, se acabará encontrando a gente que habite todas esas viviendas embargadas, o acabarán siendo derribadas. En algún momento los precios se estabilizarán o incluso empezarán a subir. Los estadounidenses también se adaptarán a un nivel de vida más bajo, y no sólo se adaptarán a vivir dentro de sus posibilidades, sino también a hacerlo por debajo de sus posibilidades a la vez que se afanan en amortizar una montaña de deuda. Sin embargo, los daños serán enormes. La noción que Estados Unidos tiene de sí mismo como tierra de las oportunidades está ya muy deteriorada. Los jóvenes parados se sienten marginados y desafectos. Será cada vez más difícil conseguir que una proporción importante de ellos emprenda alguna trayectoria de vida productiva. Como consecuencia de lo que está sucediendo en la actualidad tendrán cicatrices de por vida. Si uno atraviesa en coche las cuencas fluviales industrial del Medio Oeste, los pueblecitos de las Grandes Llanuras o los centros industriales del sur lo que contemplará es un cuadro de decadencia irreversible.


La política monetaria no va a sacarnos de este embrollo. Aunque sea con retraso, eso es lo que ha venido a reconocer Ben Bernanke. La Reserva Federal desempeñó un importante papel a la hora de crear las condiciones actuales —estimulando la burbuja que dio pie a un consumo insostenible— pero ahora es muy poco lo que puede hacer para mitigar las consecuencias. Puedo entender que quienes formen parte de ella experimenten cierta sensación de culpa, pero cualquiera que piense que la política monetaria va a resucitar la economía se va a sentir dolorosamente decepcionado. Esa idea no es más que una maniobra de distracción, y además una maniobra de distracción peligrosa.


Lo que tenemos que hacer es embarcarnos en un programa de inversiones masivas —como hicimos, poco menos que de forma accidental, hace ochenta años— que aumente nuestra productividad en los años venideros y que también haga aumentar el empleo aquí y ahora. Esas inversiones públicas, y la restauración resultante del PIB, incrementarán la rentabilidad de las inversiones privadas. Las inversiones públicas podrían orientarse a mejorar la calidad de vida y la productividad real, en contraste con las inversiones del sector privado en innovaciones financieras, que resultaron ser algo así como armas financieras de destrucción masiva.


¿Seremos capaces de hacer esto en ausencia de una movilización de cara a una guerra mundial? Puede que no. La buena noticia (hasta cierto punto) es que Estados Unidos ha estado invirtiendo menos de lo que debería en infraestructura, tecnología y enseñanza durante décadas, por lo que la rentabilidad de las inversiones añadidas será elevada en un momento en que los costes de capital se encuentran en unos mínimos históricos sin precedentes. Si tomamos prestado hoy para financiar inversiones altamente rentables, nuestra tasa de deuda pública en relación con el PIB mejorará notablemente. Si al mismo tiempo subiéramos nuestros impuestos —por ejemplo, al 1 por ciento superior de todas las familias, medido en términos de ingresos— la sostenibilidad de nuestra deuda mejoraría aún más.


Por sí solo, el sector privado no puede llevar a cabo transformaciones estructurales de la magnitud necesaria y no lo hará ni aun en el caso de que la Reserva Federal mantuviese los tipos de interés a cero durante años. La única forma en que eso sucederá será mediante un estímulo gubernamental destinado no a conservar la vieja economía sino enfocado, por el contrario, a crear una economía nueva. Tenemos que efectuar una transición para pasar de la industria a los servicios que quiere la gente, hacia actividades productivas que aumenten los niveles de vida, no que aumenten los riesgos y la desigualdad. Con ese fin, son muchas las inversiones de alta rentabilidad que podríamos realizar. La enseñanza es uno de los sectores fundamentales en los que podríamos invertir: la población bien formada es uno de los motores básicos del crecimiento económico. Para la investigación elemental hace falta apoyo público. En décadas anteriores la inversión estatal —por ejemplo, para desarrollar Internet y la biotecnología— ayudó a impulsar el crecimiento económico. Sin invertir en investigación elemental, ¿qué será lo que impulse el próximo salto cualitativo de innovación? Entretanto, no cabe duda de que a los estados les vendría bien ayuda federal para cerrar déficits presupuestarios. Al ritmo actual de consumo de recursos el crecimiento económico a largo plazo es imposible, así que financiar la investigación, la formación de técnicos y las iniciativas destinadas a obtener una producción energética más limpia y más eficiente no sólo nos ayudará a salir de la recesión, sino también a construir una economía cuya salud durará décadas. Por último, nuestra decadente infraestructura, desde las carreteras y las vías férreas a los diques y las centrales energéticas, es un objetivo primordial de inversión rentable.


La segunda conclusión es esta: si esperamos mantener una mínima apariencia de «normalidad», hemos de arreglar el sistema financiero. Como ya he señalado, puede que la implosión del sector financiero no haya sido la causa de la actual crisis, pero la ha agravado, y representa un obstáculo para la recuperación a largo plazo. Las pequeñas y medianas empresas, sobre todo las nuevas, son una fuente desproporcionadamente importante de creación de empleo en cualquier economía, y han sido golpeadas con especial dureza. Lo que hace falta es sacar a los bancos del peligroso negocio de la especulación y hacer que vuelvan a dedicarse al aburrido negocio de hacer préstamos. Ahora bien, no hemos arreglado el sistema financiero; más bien hemos entregado dinero a los bancos a espuertas, sin restricciones y sin condiciones, y sin una concepción de la clase de sistema bancario que queremos y necesitamos tener. En resumidas cuentas, hemos confundido los medios y los fines. Se supone que un sistema bancario está para servir a la sociedad, no al revés.


Que hayamos tolerado semejante confusión de medios y fines dice algo muy preocupante acerca de hacia dónde han estado dirigiéndose nuestra economía y nuestra sociedad. El conjunto de los estadounidenses está empezando a comprender lo que ha sucedido. Quienes participan en manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del país, movidos por el movimiento Occupy Wall Street, ya lo saben.

Continuará