Foto: Ovilder Mendez/Flickr (CC BY-NC-ND 2.0)
OXFAM es una conocida organización no gubernamental (ONG) que, entre sus incontables acciones de mérito, produce un informe crítico anual que se publica en las vísperas de la inauguración de la conferencia anual de Davos. OXFAM y Davos son entidades muy contrapuestas. La primera es una de las ONGs más activamente comprometidas en movilizar a la sociedad civil para la lucha contra la desigualdad. Davos es una conferencia convocada por y para “la crema de la crema” por la que desfilan presidentes, banqueros, millonarios, académicos y “luminarias” que se esfuerzan por convencernos de que al mundo le iría mejor si es gobernado sin interferencias por una élite global.
Sin embargo, desde 2014, cuando OXFAM publicó el primero de esos documentos, estos han logrado captar progresivamente la atención de la gente. En enero de 2017, el informe de OXFAM, titulado “Una economía para el 99%”, impuso la atención mediática sobre la desigualdad, porque tuvo la capacidad de hacer muy visible uno de los principales problemas de las sociedades contemporáneas. Difícilmente podía pasar desapercibido un informe que revelaba que desde 2015, el 1 por ciento de la población más rica del mundo disponía de más riqueza que todo el resto de la población del planeta y que tan sólo ocho personas (ocho hombres en realidad), poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial: 3,600 millones de personas.
¿Agarrar el toro por los cuernos o pasar de puntillas por su lado?
Una de las consecuencias que tuvo el informe de OXFAM y su difusión global fue incentivar debates en muchos países sobre la desigualdad a nivel nacional. Cuba no fue uno de ellos, pero no necesariamente porque este no sea un tema relevante para la Isla. De hecho, la igualdad social –incluyendo una distribución relativamente equitativa de la riqueza y del ingreso, aunque no limitándose a ello- pudiera ser más importante para el futuro socialista del país, que otras de las características de la visión de la nación que oficialmente se han identificado. Un país puede ser soberano, independiente, próspero, democrático y sostenible, pero si genera creciente desigualdad, de una cosa pudiera estarse seguro: su sistema no sería socialista.
La estrategia y las políticas de la “actualización” deberían contar con mecanismos que permitieran conocer con certeza –al gobierno y, sobre todo, a los ciudadanos- si los efectos de las medidas económicas que se adoptan conducen hacia la igualdad o si, por el contrario, generan más desigualdad. No se trata solamente de una cuestión de información, sino que es importante desde el punto de vista político.
En primer lugar, porque ningún programa que se considere socialista, logrará un apoyo político vigoroso si no es capaz de convencer a sus bases políticas de que hará avanzar el país hacia un futuro de justicia social superior. Para eso no bastan los discursos y las teorizaciones. Se necesita exhibir un resultado medible de distribución más equitativa de los resultados del crecimiento económico. En segundo lugar, se precisa monitorear sistemáticamente –gobierno y ciudadanos- el impacto de las políticas sobre la desigualdad para poder rectificar decisiones que, quizás teniendo algunos efectos positivos, por ejemplo, un mayor crecimiento económico, pudieran ampliar las diferencias sociales.
Todo lo anterior hace imprescindible disponer de indicadores confiables y actualizados sobre la distribución del ingreso y de la riqueza. Hacer un debate político sobre un modelo socialista y sus políticas públicas sin medir la desigualdad es un ejercicio raro, para decirlo amablemente.
Esos indicadores, y los datos estadísticos que se necesitan para construirlos, son bien conocidos y muy ampliamente utilizados en muchos lugares. Probablemente el llamado coeficiente de Gini sea el más popular de los indicadores de desigualdad, pero recientemente han comenzado a utilizarse otros indicadores como el denominado índice de Palma. Son indicadores que permiten medir los por cientos de los ingresos que son “capturados” por determinados segmentos de la población. Es el tipo de medición que permite conocer, por ejemplo, qué parte del ingreso total que reciben los ciudadanos del país se concentra en el 10 por ciento más “rico” de la población, o cuantas veces tienen más ingresos el 10 por ciento de los “ricos” en comparación con el 40 por ciento más “pobre” de la población.
Los índices como el de Gini y el de Palma pueden ser políticamente “incómodos” en contextos en los que el incremento de la desigualdad va acompañado de un bajo crecimiento económico. En circunstancias distintas, cuando se agudiza la distribución no equitativa del ingreso en un entorno de alto crecimiento, la desigualdad sigue siendo un tema político complicado, pero generalmente es manejable. En el caso de Cuba se conoce que la “actualización” ha tenido lugar en un contexto de bajo crecimiento económico, pero no se dispone públicamente de una medición precisa respecto a la desigualdad.
¿Pudiera explicarse la parquedad analítica que sobre la desigualdad se observa hoy en el debate público nacional como el resultado de la probable coexistencia de una mayor desigualdad y de un menor crecimiento?
¿Es políticamente efectivo evadir la discusión pública de la mayor desigualdad que pudiera existir hoy en Cuba?
¿Es éticamente correcto esquivar el tema de la desigualdad social en los debates políticos del país?
No poseo respuestas acabadas para estas preguntas, pero considero que es políticamente útil plantearlas abiertamente.
La desigualdad y el apagón estadístico cubano
La última vez que se tuvo noticia de una cifra del coeficiente de Gini calculada por una institución oficial cubana fue en 2004, cuando en el Instituto Nacional de Investigaciones Económicas (INIE), la Dra. Angela Ferriol, estimó el coeficiente de Gini en un valor promedio de 0,38 para el periodo 1996-1998. Anteriormente, la economista Lía Añé –entonces investigadora del Centro de Estudios de Población y Desarrollo- había estimado un coeficiente de Gini de 0,407 para el año 1999. Desde esa perspectiva, el coeficiente de Gini más actualizado para Cuba se remonta a 17 años atrás. No conozco otras cifras oficiales de carácter público más recientes, pero quizás pudieran existir.
Estaríamos, entonces, frente a datos sociales de una Cuba que ya no existe desde hace rato. Carmelo Mesa-Lago publicó un estudio en la Revista de la CEPAL (No. 86, 2005) que sintetiza muy bien el tema del cálculo del coeficiente Gini de aquel período en Cuba, incluyendo información detallada sobre las distintas fuentes de los datos.
Las cifras del coeficiente de Gini de los últimos años del siglo XX en Cuba indicaban un considerable deterioro del indicador en relación con la década previa al llamado “Periodo Especial”. Ese coeficiente –cuyos valores se mueven entre 1 y cero- expresa una distribución más equitativa del ingreso en la medida en que el coeficiente tiene un valor menor. Cuando se toma en cuenta que el coeficiente había sido estimado en 0,22 en 1986, eso significa que en el año 1999 (con un valor de 0,407) el indicador empeoró en un 85 por ciento. Si el dato inicial que se toma es el 0,25 de 1989, entonces el deterioro del coeficiente habría sido de 63 por ciento. Alternativamente, si se adopta como cifra final el valor calculado para 1996-1998 (0,38), el empeoramiento habría sido de 52 por ciento en relación con 1989 y de 72 por ciento en comparación con 1986.
En el mejor de los casos se habría producido un empeoramiento de más del 50 por ciento en aproximadamente una década. Se trataría, por tanto, de un caso de deterioro fulminante de un indicador básico de la distribución del ingreso. No es el tipo de variación estadística que pueda ser minimizado, ni por los académicos, ni por los políticos. Ante esos datos, la hipótesis plausible sería que se produjo un incremento de la desigualdad a partir del inicio del llamado “Periodo Especial”. Estamos hablando de correlación y no de causalidad. Las causas específicas que pudieran explicar el proceso necesitan de análisis particulares. Estos han sido realizados por especialistas cubanos y extranjeros, pero no es un tema que abordamos aquí.
Además de las dos instituciones oficiales anteriormente citadas, varias entidades académicas cubanas han producido valiosos estudios sobre los temas de pobreza y desigualdad en Cuba en los últimos 20 años, entre estas: el Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS), el Centro de Estudios de Economía Cubana (CEEC), y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) de la Universidad de La Habana. Los antropólogos cubanos han producido, igualmente, excelentes estudios de caso sobre pobreza y desigualdad en el país.
Después de aquellas estimaciones oficiales ha existido un apagón estadístico respecto a la divulgación de la medición de la desigualdad. ¿Cuál es el coeficiente de Gini actual de Cuba? La respuesta es fácil: nadie que dependa de la información pública puede saberlo. Estamos en la oscuridad total.
Ciertamente, ni el coeficiente de Gini ni el índice de Palma -parece que todavía nadie ha calculado este último para Cuba- son indicadores perfectos para expresar un fenómeno tan multidimensional como la desigualdad, pero como dijo Charles Babbage, conocido como el padre de la computación: “se cometen muchos menos errores cuando se utilizan datos inadecuados que cuando no se usa dato alguno”.
Discurso, realidad, y debate político
El discurso contemporáneo oficial sobre la igualdad social en Cuba se articula principalmente a partir de dos componentes: una narrativa normativa sobre la igualdad (lo que debería ser), y la evidencia relativa a los bienes y servicios públicos provistos por los programas de salud, educación, seguridad social y otros, que efectivamente desempeñan una función positiva en materia de igualdad social. Sin duda, ambos componentes son racionales e importantes.
Sin embargo, falta un componente crucial: la evidencia que permitiría confirmar si desde que comenzó la “actualización” (en 2011) habría disminuido, o por el contrario habría aumentado, la desigualdad. Como se ha indicado antes, ese es un componente que no puede existir en ausencia de indicadores específicos para medir la desigualdad.
Cuando en el debate actual se trata de sustituir esa evidencia (la que medirían los indicadores de desigualdad) por una combinación de discurso normativo y de otro tipo de evidencia relativa a los indicadores de salud y educación, la perspectiva resultante es incompleta y distorsionada. De hecho, pudiera inducir a pensar que la desigualdad es un problema relativamente menor (ni siquiera habría que tomarse la molestia de medirla) y que es factible de ser “manejada” mediante programas sociales universales como la salud y la educación, y mediante programas de asistencia focalizados en grupos poblacionales “en riesgo”. Sin embargo, en realidad la desigualdad social es un proceso mucho más complejo que tiene factores causales muy importantes en el empleo, los salarios, los ingresos no salariales, y la conversión de determinados bienes en activos económicos, por citar solo algunos.
En principio, determinadas dinámicas económicas pudieran perturbar la distribución de riquezas y de ingresos hasta el punto en que inclusive la existencia de amplios programas sociales no sería suficientes para evitar un incremento de la desigualdad. ¿Se encuentra Cuba en esa situación? Por el momento no disponemos de los datos necesarios para hacer una discusión pública del asunto, pero sin dudas es el tipo de conversación que deberíamos tener sobre la igualdad y la desigualdad nacional.
Los datos de los resultados de los programas sociales –relevantes en sí mismos- no permiten comprobar por sí solos si la sociedad se ha movido hacia la igualdad o hacia la desigualdad. Para eso se necesitan los indicadores específicos que miden la desigualdad. Cabría la posibilidad de que tales indicadores estén siendo calculados sistemáticamente de manera oficial pero que estos no se divulguen. Si ese fuera el caso, se dispondría entonces –en círculos limitados- de importantes datos para adoptar decisiones de políticas públicas fundamentadas en una medición de la realidad.
Pero si ese fuera el caso, también estaría empobreciéndose el debate político nacional al desalojar de la discusión pública amplia una evidencia crucial respecto a las dinámicas de la desigualdad. Eso pudiera ser un problema político. Uno grande. Pocos temas son políticamente tan sensibles como la desigualdad. Dejar de hablar sobre el problema no lo resuelve. Limitar la posibilidad de que la gente lo discuta tiende a distanciar el discurso político de la realidad cotidiana de la vida de los ciudadanos. ¿Dónde estaría la ventaja política de hacer eso?