Por Juan Torres López
¿Tenemos problemas económicos porque hay escasez o se sufre escasez porque los recursos
se distribuyen con gran desigualdad?
Los primeros
grandes economistas pensaban
que el problema fundamental
que debía estudiar la economía era el origen y la distribución de la riqueza a
lo largo del tiempo y entre los diferentes grupos sociales. Adam Smith decía que el objetivo de la
economía era «suministrar al pueblo un abundante ingreso o subsistencia, o,
hablando con más propiedad, habilitar a sus individuos y ponerles en condiciones
de
lograr
por
sí
mismos
ambas
cosas».19
Sin
embargo, a finales del siglo XIX
fue imponiéndose en el mundo académico una concepción distinta
del problema básico que debe estudiar la economía y
que perdura hasta
hoy (por cierto,
como si fuera
una gran novedad científica). Se estableció entonces que la raíz
de todas las cuestiones
económicas es que los recursos son escasos y que, por tanto, los seres humanos
estamos obligados a elegir. Y siguiendo ese criterio, ya en el siglo
XX, Lionel Robbins propuso una definición de economía que se hizo famosa:
«[La
economía es] la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre
fines y medios escasos que tienen usos alternativos».20
A
partir de ahí, la economía ya no tenía que ser economía «política», porque la
elección (que era el nuevo problema económico básico) es una cuestión individual; tampoco debía analizar lo que ocurre a lo largo del tiempo, porque la elección
es un acto instantáneo; y no tenía que contemplar a los grupos o clases sociales,
porque cualquiera de ellos, y la sociedad en general, no sería sino una suma de
individuos, de modo que sabiendo cómo actúa uno ya se sabría cómo actúan todos
en conjunto.
A
partir de estas nuevas ideas, la tarea
de la economía es simplemente
la de encontrar las reglas de comportamiento que garanticen que los seres humanos elijamos adecuadamente, para
que no nos ocurra lo que le pasó al asno de Buridán: el animal tenía hambre y
sed, y le pusieron comida a su derecha y agua a su izquierda, pero murió de
ambas necesidades porque no supo elegir cuál satisfacer primero.
Hoy
día, la mayoría de los economistas
coinciden en este enfoque. La primera idea que casi todos los
profesores de economía enseñan a sus estudiantes es que el origen de todos los quebraderos de cabeza económicos, el problema económico
básico, es la escasez. Y de ahí parten casi todos los manuales de economía. El más vendido de todos ellos, el de Paul A. Samuelson y William D. Nordhaus, deja claras cuáles son «las dos ideas clave de la economía: los bienes son
escasos y la sociedad debe utilizar sus recursos con eficiencia».21
El principio de la escasez
de recursos significa que los seres
humanos nos enfrentamos en cualquier momento
a una especie de «frontera» que no podemos traspasar, la que viene dada por la cantidad de recursos que existe
en cada momento. Y de ahí se deduce que si queremos una mejor satisfacción de las necesidades humanas lo único que podemos hacer es aumentar la
disponibilidad de recursos o inventar nuevas técnicas para utilizar mejor los disponibles.
La
situación que contemplamos a nuestro alrededor parece ratificar esta idea de
que la escasez es efectivamente el
problema que nos atenaza y que provoca las carencias que padecen
tantas personas en nuestro mundo.
En
España, la Encuesta de Condiciones de Vida que elabora el Instituto Nacional de
Estadística (INE) nos muestra claros ejemplos de insatisfacción: el 41 por
ciento de los españoles de más de dieciséis años de edad no puede permitirse ir
de vacaciones al menos una semana al año, el
39 por ciento no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos, el 6,4 por
ciento admite que sufre una carencia material severa, el 13,7 por ciento de los
hogares españoles manifiesta que llega a fin de mes con «mucha dificultad» y el 28,6 por ciento de los ciudadanos (casi,
casi uno de cada tres españoles) se encuentra en riesgo de exclusión social, sin apenas
recursos con los que pagar las necesidades básicas.
Y
la situación mundial es mucho peor:
más de 800 millones de personas pasan hambre, y unas 40.000
personas mueren todos los días por esa causa; unos 2.200 millones de personas carecen de servicios
mejorados de saneamiento, y
unos mil millones no tienen acceso a fuentes de agua potable; entre 2.000 y 2.500
millones de personas en el mundo no disponen de suficiente atención
sanitaria; cada año mueren 500.000
mujeres durante el embarazo o
el parto por
falta de atención
suficiente; alrededor de 800
millones de adultos son analfabetos; unos 1.000 millones de personas no tienen
vivienda digna…, y podríamos seguir dando ese tipo de datos hasta llenar dos o
tres páginas; datos, todos ellos, que indican claramente que la humanidad se
enfrenta a un problema indudable de escasez.
Sin
embargo, también sabemos que el gasto militar
mundial es de 1,6 billones de dólares, de modo que con el equivalente a lo que se gasta en
armas en catorce o quince
días se podrían financiar los programas de desarrollo que plantean las
Naciones Unidas para acabar con todas
esas carencias anteriores. Un informe reciente de Oxfam, una de las más prestigiosas organizaciones no gubernamentales del mundo, muestra que el
1 por ciento más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99 por
ciento restante de las personas del planeta, y que 62 personas (de ellas, 53
hombres) poseían la misma riqueza
que 3.600 millones
(la mitad más pobre
de la humanidad).22
Oímos
constantemente que no hay dinero para
pagar todo lo que puede evitar esas carencias, pero, a partir de
los datos del Banco de Pagos
Internacionales (BPI), se calcula
que el volumen total de transacciones
financieras que se realizan en el mundo alcanzaron en 2015 la estratosférica
cifra de 9.765 billones (millones de millones) de dólares al año (sólo en
Estados Unidos la cifra es de 14 billones de dólares diarios).23 Por tanto, con una tasa minúscula, sería suficiente
para obtener el dinero que se precisa para satisfacer las necesidades básicas de alimentación,
salud,
vivienda,
protección, cuidado y educación de toda la población mundial.
La
revista médica The Lancet calculó que se necesitan
9.600 millones de dólares
para hacer frente
a la desnutrición infantil en los 34 países en donde
se registra el 90 por ciento, ligeramente por debajo de los 11.800 millones de
dólares citados por el Banco
Mundial en 2008 como cifra
necesaria para poner en
marcha las intervenciones que podrían resolver gran parte de la malnutrición de
los niños del mundo (que es responsable del 45 por ciento de las muertes
de niños en el mundo).24 Pues bien,
en 2014, la empresa multinacional española Endesa repartió ella sola 16.400 millones de dólares
en dividendos. Y si las veinticinco mayores compañías multinacionales que operan en Estados
Unidos pagaran el 35 por ciento de sus beneficios en lugar del 8 por
ciento en aquel país y el 9 por ciento fuera de él, se obtendrían algo más de
90.000 millones. ¿Tiene sentido, entonces,
afirmar que el problema
económico básico de la humanidad es la falta de recursos?
El
investigador inglés Tristam Stuart ha
calculado que sólo en Estados Unidos se desperdician cada año
cuarenta millones de toneladas de alimentos, una cantidad suficiente para alimentar a los más
de ochocientos millones de personas que pasan
hambre en el mundo. En España se calcula que se
despilfarran unos nueve millones de toneladas de alimentos, y en toda Europa
ese dato se eleva a aproximadamente la mitad de la comida que compran los
hogares.25
Por
todo esto, a muchos economistas no
nos parece muy sensato seguir creyendo y enseñando que el
problema económico básico es sólo el de la escasez sin tomar en consideración la distribución tan desigual
que existe de los recursos disponibles.
Y
lo cierto es que asumir un punto de vista u otro tiene consecuencias
importantes. Si se opta por considerar que el problema
económico consiste tan sólo en elegir
de la forma más
«económica» posible entre recursos
escasos, la economía sólo precisará, efectivamente, de cálculos fríos de costes
y beneficios para decidir con acierto la opción que sea más eficiente. Pero, si se pone sobre la mesa el problema
distributivo, ya no será suficiente con ese tipo de cálculos, porque será
obligado realizar juicios normativos y éticos.
Un
par de ejemplos permitirán poner en claro
los caminos tan diferentes por donde nos pueden llevar esos dos grandes
enfoques alternativos.
El
premio Nobel Gary Becker fue uno de los economistas que llevó más lejos (y más brillantemente) la aplicación del principio de la escasez y del
criterio de eficiencia como guía de las conductas humanas. En uno de sus trabajos aplicó el análisis económico
entendido como evaluación de costes y beneficios al problema de la escasez de
órganos humanos para trasplantes, y concluyó que esa escasez podría
resolverse utilizando un mercado libre en donde se pudieran ofrecer
y comprar los órganos. Calculó que, en ese caso, el precio de los
riñones humanos se establecería en unos 15.000 dólares, y el de los hígados, en
32.000 dólares.
Un
segundo ejemplo viene de la mano de uno de los economistas más influyentes y
polémicos de los últimos decenios, Lawrence Summers.
En diciembre
de 1991, cuando
era economista en
jefe del Banco Mundial, firmó un memorándum interno en
el que recomendaba que los residuos tóxicos producidos en los países ricos se desviaran a los países pobres por tres razones. En primer lugar, porque los costes de la contaminación dependen de los ingresos que se pierden
por ella; y si el país
es pobre, lo que se pierde por la contaminación es menor. Textualmente decía: «Creo que la lógica económica detrás del vertido
de una carga de basura
tóxica en el país de menor salario es impecable, y debemos hacernos cargo de eso». En segundo lugar, porque los países pobres
tienen demasiada poca contaminación: «Siempre he pensado que los países menos poblados de África están en gran medida “subcontaminados”, la calidad del aire
probablemente es extremadamente e ineficientemente baja en comparación con Los Ángeles o México D. F.».
Y, finalmente, porque en los países donde hay
menos esperanza de
vida la preocupación
por factores que
puedan ponerla en peligro con el tiempo es menor.26
¿Les parece lógico a los lectores
y las lectoras de este libro que se
pueden abordar estas dos cuestiones sólo en función del principio de escasez,
con el único propósito de tomar decisiones orientadas a que el
uso de los recursos sea eficiente y
el más barato posible? ¿Podemos ser los economistas
éticamente indiferentes al hecho
elemental de que los oferentes
de órganos en esos mercados «libres» no serían sino
las personas más pobres del planeta (como
el propio Becker
advirtió) o al
de que quienes
pagarían por los vertidos contaminantes serían los países
y personas ya de por sí más empobrecidos?
Como
reconoció el también premio Nobel George Stigler (considerando equivocadamente
que todos los que nos dedicamos a la economía tenemos la misma forma de pensar y actuar)
«los economistas raramente plantean cuestiones éticas que afecten a la teoría económica o al
comportamiento económico».27 Aquellos que asumen el
principio de la escasez y de la eficiencia como criterio exclusivo de
actuación, como Becker y Summers, actúan asumiendo que las consideraciones éticas
no forman parte de los asuntos económicos, sino que son, en
palabras de Richard y Peggy Musgrave, más propias de «los filósofos, poetas y
políticos».28
Pero
este punto de vista tiene mucho de trampa, porque la verdad es que cualquier
tipo de decisión en función del
criterio de eficiencia comporta una distribución de la renta dada. Si los recursos están previamente distribuidos cuando vamos a elegir la
solución más eficiente, y si decimos que no hemos de tener en cuenta el aspecto
distributivo, lo que hacemos es aceptar la distribución ya dada. De modo que buscar únicamente ser
eficiente ante la escasez no significa que la distribución quede fuera de la
vida económica. Sigue ahí, y sólo queda
fuera del debate,
lo cual significa dar por buena
la que se produzca.
Si,
por el contrario, el presupuesto económico de partida fuese alcanzar una distribución de los recursos
que garantice la satisfacción universal de las necesidades humanas (algo que está materialmente a nuestro
alcance), la ética tendría que desempeñar un papel de primer orden y el debate sobre los
efectos distributivos de cualquiera de nuestras decisiones económicas tendría
prioridad absoluta.
¿Qué tipo de actividades hemos de llevar a cabo los seres humanos para satisfacer nuestras
necesidades?
Cuentan que Alfred Marshall
tenía en su despacho un cuadro con la imagen
de un
mendigo con el propósito de no olvidar nunca que el objetivo último de la economía
es
satisfacer
de
la
mejor
manera
posible
las
necesidades
humanas. Y podríamos decir con seguridad
que, aunque quizá no lo muestren
tan gráficamente como Marshall, la inmensa mayoría de los economistas han
coincidido siempre en señalar que la necesidad, entendida como la carencia
de cualquier cosa que por cualquier razón deseamos, es el punto de partida de la actividad económica.
Sin
embargo, en los últimos años se ha extendido una visión más avanzada de este problema de partida de la vida económica.
El premio Nobel de Economía Amartya Sen propuso que, en lugar de hablar
en términos generales de satisfacción
de necesidades, la economía
debería centrarse en la idea
de cómo dotar a todos los seres humanos de capacidades, entendiendo por capacidad todo aquello que
permite a los seres humanos que sus derechos formales como personas se
conviertan en libertades reales, efectivas. La filósofa estadounidense Martha
C. Nussbaum, que obtuvo el Premio Príncipe
de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, partió de esta idea para analizar la
situación de las mujeres en nuestras sociedades, y fue más lejos que el propio
Sen. En concreto, ella cree que hay capacidades sin las cuales no puede conseguirse que los seres humanos, y
las mujeres en particular, podamos desarrollarnos como tales, y que, por
tanto, esas capacidades deberían ser tomadas en consideración como ejes
centrales de la actividad económica y de las políticas de los gobiernos
orientadas a tales fines.
Sea
como sea, satisfacer esas necesidades o proporcionar esas capacidades no es una cuestión fácil, sino una tarea
costosa, compleja, conflictiva y,
en definitiva, muy
problemática, pues obliga
a actuar en muchos planos de la vida social y a tomar decisiones que afectan a millones
de personas, cada una de las cuales atiende a sus propios intereses y tiene,
aunque sea en mayor o menor medida, libertad
de elección y autonomía a la hora de decidir.
Piénsese,
por ejemplo, que en una sola de las sucursales de un gran almacén español hay
3,2 millones de referencias de productos en sus estanterías, y que en su
almacén central se acumulan, listos para distribuir, 15 millones de unidades de
productos, o que se ofrecen unos 22.000 modelos diferentes sólo de juguetes
en Navidad.29 Multiplíquese por todos los establecimientos o
locales en donde hay que llevar los bienes y servicios que satisfacen las
necesidades humanas y se podrá tener
una idea de las miles y miles de
operaciones y decisiones que hay que llevar a cabo para que finalmente una sola
persona pueda sentirse satisfecha en un solo o
simple aspecto o momento de su vida.
La
mayoría de los libros de texto de economía muestran con todo detalle cuatro diferentes tareas o procesos
que se tienen que poner en marcha para
que sea posible satisfacer las necesidades humanas en nuestras sociedades.
En primer
lugar, hay que
producir bienes o
a hacer posible
que se presten servicios que se
necesitan, y para ello hay que disponer de recursos previos que llamamos factores productivos, que normalmente se resumen en tres
principales: el trabajo humano, los recursos naturales y el capital.
El
trabajo es cualquier esfuerzo o actividad que despliega un ser humano para
realizar lo que cualquier otra persona podría hacer para él a cambio de algo. Los recursos naturales son los que nos proporciona la naturaleza. Y el
capital puede ser de dos tipos: el capital físico, que está formado por todos
los bienes que se utilizan para producir otros bienes (máquinas, automóviles, instalaciones, etc.); y el
capital financiero, o dinero, que son los recursos con los que adquirimos esos
bienes de capital.
La producción
es siempre un
proceso complejo. La mayoría de las veces, cuando se
desarrolla a partir de una determinada complejidad o escala, se lleva a cabo en el seno de organizaciones especializadas que llamamos empresas, aunque no es necesario
que sea así. A su vez, estas empresas
pueden ser de muy diferentes formas y responder a normas legales y, sobre todo,
de propiedad y responsabilidad también muy diversas.
Pero, en todo caso, no basta con
haber producido los bienes.
En
segundo lugar, hay que poner dichos bienes a disposición material de quienes los deseen,
para lo cual es necesario disponer de redes y medios de transporte, de infraestructuras,
de
organizaciones
especializadas
en
el movimiento
de mercancías y, en definitiva, de todo lo necesario para que los bienes se
muevan por todos los lugares donde pueda haber personas interesadas en
adquirirlos.
Este proceso
de cambio tampoco
es una tarea fácil, como lo demuestra el hecho de que, a lo largo de
la historia, muchas veces ha habido situaciones de carencia generalizada a pesar de que hubieran
bienes y servicios en cantidad suficiente.
En
tercer lugar viene algo fundamental. Hay que pagar o dar algo a cambio de lo que se recibe, y para ello
es necesario que previamente se hayan distribuido los recursos disponibles en
la sociedad entre los sujetos económicos. Antes de poder ir a comprar o adquirir cualquier cosa hemos de haber obtenido recursos (ingresos) de
algún sitio.
Muchos
economistas afirman que esta distribución es posterior a la producción de los bienes
y servicios. Es decir, que la economía
funciona igual que la repostería: primero se hace la tarta y luego se
reparte. Pero no es así: en economía, la tarta se va repartiendo justo al mismo tiempo que se va produciendo.
Eso es así porque,
para producir, hay que utilizar, como hemos dicho, los factores productivos (trabajo,
recursos naturales y capital). Estos son
propiedad de alguien y, por tanto, para poder utilizarlos para producir hay que pagar por ellos, de modo que al
mismo tiempo que se produce se está distribuyendo, es decir, dando a cada propietario de factor la parte que le
corresponda según el uso que se haga de su recurso.
Imaginemos que se trata de producir
una flauta sólo con el trabajo de una persona aplicado a un trozo de
madera que recolecta libremente en el campo. Esa persona deberá calcular
cuánto vale ese trabajo realizado, y luego ofrecerá la
flauta a cambio de la cantidad que haya determinado. Si suponemos que valora su tiempo de trabajo en un euro, el valor
de la producción será de un euro (es decir, el coste de pagar por todos los
factores empleados); asimismo, la retribución del trabajo será de un euro, y el precio de venta, también de un euro.
Ahora
supongamos que la flauta se produce con la máquina (capital) que hay en una fábrica que es propiedad de una persona (capitalista) que contrata
a una persona (trabajador) para que maneje la máquina
y fabrique la flauta y que le paga
0,5 euros por cada una que haga. Si los costes de maquinaria, luz, locales,
beneficio del propietario, etc., son de otros 0,5 euros, la flauta seguirá
teniendo un coste de producción de un euro y se venderá a esa cantidad. Pero la
distribución del ingreso generado
será ahora diferente
que en el caso anterior: la retribución del trabajador será de 0,5 euros, y la del propietario
del capital (o capitalista), de otros 0,5 euros.
El
precio final de lo producido ha sido, por tanto, el total
de ingresos que reciben los propietarios de los diferentes factores
que se van utilizando para producir algo, el coste de
producción de la flauta (su valor). Pero podría ocurrir que el vendedor de esa
flauta fuese el único vendedor de flautas, y eso le daría un poder bastante
grande que le permitiría venderla quizá a tres o cuatro euros, un precio muy
por encima de lo que le costó producirla (algo que, desde luego, no
ocurriría si hubiera cinco o seis
vendedores de flautas). O, por el contrario, también
podría ocurrir que nadie quiera comprar flautas, y que entonces se viera obligado
a ofrecerlas a un precio incluso por debajo
de su coste de producción. Por eso decía Antonio Machado que sólo el necio confunde valor y
precio.
El
cuarto y último proceso económico para satisfacer nuestras necesidades del que
nos hablan los libros de texto es el consumo, es decir, el momento en el que
disponemos de los bienes y servicios y los gastamos o disfrutamos.
En
principio, el consumo es un proceso aislado, individual, puesto que la
satisfacción de la necesidad es de ese tipo. Los economistas convencionales
dicen que es autónomo y libre, una expresión directa de la «soberanía del consumidor». Pero parece mucho más realista considerarlo como un proceso social, porque tiene mucho que ver
con nuestro entorno, con lo que pasa a nuestro
alrededor. Incluso lo que consumimos y lo que deseamos consumir no siempre es el resultado de una
decisión completamente autónoma, individual y
efecto de nuestra
decisión libre y autónoma, sino que muchas veces es teledirigida por la
cultura, por los anunciantes, por los intereses económicos o por el poder
comercial que nos rodea.
Por
eso se puede decir que los seres humanos somos en cierta medida lo que
consumimos. Y por eso estudiar y conocer qué y cómo consumimos en cada
época nos dice mucho, si no casi todo, de lo que nos ocurre como personas.
Karl Marx expresaba esta idea con una frase que parece un galimatías, pero que tiene mucho sentido: «La producción no sólo produce un objeto para el sujeto, sino un sujeto
para el objeto».30
Pues
bien, al conjunto de esos cuatro procesos es a lo que llamamos genéricamente el
intercambio, que es lo
que la economía
ha analizado siempre como la
«actividad económica», es decir, como el conjunto de tareas y trabajos que hay
que realizar para que los seres humanos satisfagan sus necesidades. Pero ¿está todo ahí?, ¿sólo son ésos los procesos y actividades
que hay que llevar a cabo para garantizar el sustento del ser humano?
Sorprendentemente,
la inmensa mayoría de los libros de texto hacen
referencia a estos cuatro procesos como componentes principales
de la vida económica, pero suelen olvidar a menudo casi por completo
otros dos igualmente fundamentales.
Por
un lado, se olvida que estos procesos necesitan normas que determinen
los derechos y obligaciones de quienes participan en ellos.
Para que haya producción, cambio, distribución y consumo es
imprescindible establecer qué se puede hacer y qué no se puede hacer con los
recursos que se ponen en movimiento: ¿los recursos son comunes o son susceptibles de apropiación por unos u otros?,
¿se pueden acaparar o no?, ¿qué hacer si alguien no paga una deuda?, ¿qué ocurre si alguien entrega un producto
defectuoso…? Sin normas que den respuestas
a preguntas como éstas, la vida
económica sería un caos incapaz de satisfacer nuestras necesidades.
Los primeros
grandes economistas eran conscientes de esto, y por eso hablaban, como
ya hemos señalado, de
economía política; sin embargo, desde hace tiempo predominan
enfoques económicos liberales empeñados en hacer referencia a la
economía sin tener en cuenta que esas normas
forman parte también de la vida económica. Hablan de la economía como si fuera una actividad «natural» y cuyas
formas o resultados no pueden ponerse, por tanto, en cuestión. Tratan de hacerle creer a la gente que, así como las flores florecen en primavera o las hojas caen
en otoño, es «natural» que haya más o menos desigualdad o que los impuestos
deban ser como son o que los directivos de los grandes bancos
centrales tomen las decisiones que toman porque ésas
son las que naturalmente hay que tomar, como diría el presidente del gobierno español Mariano Rajoy, para que la
economía funcione «como Dios manda».
La
otra sorprendente ausencia en la inmensa mayoría de los manuales y libros de texto a la hora de presentar a los estudiantes los grandes componentes de la actividad
económica se refiere
a un conjunto amplísimo de
actividades económicas que son tanto o más imprescindibles que las que hemos
señalado para satisfacer las necesidades y para garantizar el sustento y la supervivencia de los seres humanos: las dedicadas a la producción de bienes o servicios en el seno del hogar, a cuidar de las
personas y, en definitiva, a hacer posible que se reproduzca la vida de las
personas.
Se
estima que aproximadamente unas dos terceras partes de todo el trabajo que se realiza en las sociedades más avanzadas corresponde al que se hace en los hogares
y que no es remunerado. Y esta cuestión es muy importante, no sólo porque se deja de
contemplar un aspecto esencial para la vida, sino porque, casualmente, afecta de
un modo muy distinto a mujeres y hombres.
La
última Encuesta de Empleo del Tiempo realizada por el Instituto Nacional de
Estadística señala que en 2010, el 93 por ciento de las mujeres de entre
dieciséis y sesenta y cuatro años de edad declaraban dedicar algún tiempo al
trabajo doméstico, al que destinaban, por término medio, cuatro horas los días
de diario. Sin embargo, sólo el 73 por ciento de los hombres dedicaban algún
tiempo a estas tareas, siendo su media de dedicación casi la mitad, de dos
horas y veinte minutos.
La
economía convencional, la que todavía se sigue tomando como referencia del
«saber establecido», la que
habitualmente se enseña y la que sirve para justificar las decisiones
políticas de los gobiernos de casi todo el mundo, es completamente ajena a un
volumen extraordinario y sumamente cuantioso de actividades que son económicas (porque se destinan a
garantizar el sustento de los seres
humanos), simplemente, porque
la inmensa mayoría de ellas se llevan a cabo sin
tener expresión monetaria. Por eso, uno de los grandes retos de la economía
consiste en quitarse de encima el velo de lo monetario para incorporar en sus análisis
todo el conjunto
de actividades (y no sólo domésticas, sino también
de voluntariado, de
colaboración gratuita, de trueque, etc.) que hasta ahora quedan
tan completa como equivocadamente fuera de su concepto de actividad
económica.
Citas
19. A. Smith, Investigación sobre la naturaleza y
causas de la riqueza
de las naciones, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1979, p. 377
20. L. Robbins,
Ensayo sobre la naturaleza y significación de la czencza
económica,
ob. cit., p. 39.
21. P. A. Samuelson y W. D. Nordhaus, Economía, 18.a ed., McGraw-Hill
Interamericana de España, Madrid, 2006, p. 4.
22. Oxfam International, «Una economía al seiVicio del 1 %: acabar con los privilegios y la concentración de poder para frenar
la desigualdad extrema»,
Oxfam, 2016. Disponible en: <https://www.oxfam.org/es/informes/una economia-al-servicio-del-1>. [Consulta: 15/09/2016]
23. Thorpe, S., BIS Transaction data : $9.765 quadrillion in 2015, over $100 quadrillion over 10 years.2015. En: http://bit.ly/2eBGlmA. Y How the US financia! system
processes at least $15 trillion every day; en http://bit.ly/2dicnED.
24. Save the Children, «Alife free from hunger: tackling
child malnutrition», Save the Children,
Londres, 2012, p. 19. Disponible en: <http://www.
savethechildren.org.uk/resources/online-library!life-free-hunger
tacklingchild-malnutrition>. [Consulta: 15/09/2016]
25. T. Stuart, Despilfarro: el escándalo global
de la comida,
Alianza
Editorial, Madrid, 2012.
26. Más información
sobre
el
polémico
memorándum
(y enlaces a otras fuentes con el texto del mismo) en: <https://es.wikipedia.org/wiki/Informe_ Summers>. [Consulta: 15/09/2016]
27. G. Stigler,
El economista como predicador, 2.a ed., Orbis,
Madrid, 1986, p. 9.
28. R. Musgrave y P. Musgrave, Hacienda pública teórica y aplicada,
Instituto de Estudios Fiscales,
Madrid, 1986.
29. V. M. Osorio,
«El Corte Inglés:
así es el almacén de los Reyes Magos»,
Expansión, 30
de diciembre de 2013.
30. K. Marx,
Contribución a la critica de la economía
política,
Alberto
Corazón, Madrid,
1970, p. 258.
Continuará