¿Se
puede prescindir de la intervención del Estado en la economía
aunque los mercados
funcionen a la perfección?
Los economistas más liberales que defienden el máximo protagonismo del
mercado a la
hora de asignar los recursos suelen ser muy críticos con la intervención de los gobiernos. Tienen el temor que expresaba
el padre de la economía y primer
gran economista del liberalismo, Adam Smith, cuando aseguraba que
«las grandes naciones
nunca se empobrecen
por la prodigalidad o la
conducta errónea de algunos de sus individuos, pero sí caen en esa situación debido
a la prodigalidad y disipación de los gobiernos».41
Una
afirmación, por cierto, que puede ponerse completamente en duda a la vista de
los muchos desastres económicos y sociales que ha producido la iniciativa
privada. Sin ir más lejos, los que han provocado la banca y los
grandes fondos de inversión especulativa en los últimos
años, dando lugar
a la crisis económica
más profunda desde la Gran Depresión, que se inició en
1929.
Sin
embargo, ni siquiera cuando se pudiera garantizar que los mercados con la
máxima competencia predominaran en la totalidad de las actividades
económicas se podría
prescindir de un
mínimo de intervención
pública. Como hemos señalado ya antes, incluso el mercado más elemental
necesita normas y la fijación de obligaciones y derechos que deben establecerse
por medio de algún tipo de autoridad o de acuerdo que se imponga sobre la libre
iniciativa de los sujetos que intervienen directamente en ellos.
El
propio
Smith,
que
rechazaba
expresamente
las
intervenciones
dirigidas a alterar los resultados de asignación que proporciona el mercado
(como ayudas, subvenciones,
medidas proteccionistas, impuestos, monopolios, etc.), reconocía que
esta intervención era, sin embargo, imprescindible en algunas materias
esenciales. Eso ocurría, a su
juicio, con la defensa de la propiedad privada, la defensa de la nación, la
administración de justicia y el mantenimiento de algunas actividades
o
instituciones
no
rentables para el capital privado, pero imprescindibles para la vida social.
Además, él mismo reconocía también que ni siquiera «la caprichosa ambición de algunos
tiranos y ministros» es «tan fatal […] como el impertinente celo y envidia de
los comerciantes y fabricantes».42 Y, según Smith, sólo la intervención del Estado mediante leyes
adecuadas podía garantizar que no ocurriera lo que él (con una impresionante
lucidez que iba mucho más allá de su propia época) temía que siempre ocurriría: «Rara vez se verán juntarse los de la misma profesión u oficio, aunque
sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o
concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de
sus artefactos o mercaderías».
La
intervención del Estado en la economía es imprescindible; y lo es incluso si
fuera posible lograr que todos los mercados actuaran en todos los ámbitos de la vida
económica con la máxima competencia. En primer lugar, porque ha de establecerse qué se puede
hacer y qué no se puede hacer en los intercambios, y porque hay que asegurar
que lo acordado al respecto se cumpla, y no sólo estableciendo
castigos cuando se transgrede, sino proporcionando incentivos para que los
derechos y obligaciones establecidos se
respeten. En segundo
lugar,
porque
hay
que
garantizar
que
en
los
mercados haya la mayor competencia posible, eliminando la incertidumbre y la
desinformación o estableciendo mecanismos que la promuevan. Y, finalmente,
porque también es preciso que las decisiones de asignación de los recursos que
se tomen al
margen de los
mercados (cuando hay
bienes públicos o se producen externalidades que ya hemos comentado)
sean las más eficientes o satisfagan de mejor manera las necesidades sociales.
Ahora
bien, reconocer que la intervención del Estado es imprescindible
no equivale a decir que ésta sea siempre la adecuada ni en todo momento
deseable o necesaria.
El
problema aparece porque no siempre se puede asegurar que el Estado se limite a desempeñar
en la vida económica esas funciones (o cualesquiera otras que
la sociedad le
asigne) con neutralidad,
sin ineficiencias y con
respeto a los
intereses mayoritarios. Esta imposibilidad se debe, algunas
veces, a que los grupos
de interés «secuestran» al Estado para que refuerce las condiciones que les
benefician; otras veces, a que, por muy fuerte que sea el poder normativo del
Estado, resulta prácticamente imposible reproducir en la realidad las
condiciones de competencia perfecta que deben darse para que los mercados proporcionen soluciones
eficientes. A menudo, se debe también a que, por muy
eficiente que sea el funcionamiento de
los mercados, no se puede evitar que se produzcan
crisis, perturbaciones, daños ambientales o desajustes generales que no se pueden
resolver con la exclusiva dinámica de los mercados (las recientes crisis financieras,
como veremos, son una buena prueba
de ello); y finalmente, casi siempre,
a que los mercados proporcionan, en el mejor de los casos,
soluciones de eficiencia, pero completamente ajenas a cualquier criterio de
equidad, o, mejor dicho, que son compatibles con cualquier solución
distributiva: el mercado más perfecto posible puede proporcionar una solución eficiente, pero ésta puede ser totalmente
ajena al deseo distributivo de la
sociedad y repugnar moralmente al conjunto de la sociedad.
Imaginemos,
por seguir con este supuesto, que el mercado perfecto, el que proporciona la
máxima eficiencia, asigna todos los recursos a una sola persona y deja en la
indigencia al resto de la sociedad. En este caso: ¿está
obligada la totalidad de la sociedad a aceptar ese resultado del mercado o tiene derecho a reclamar una
intervención del Estado para corregir lo que le repugna?
Desde hace tiempo, expertos
de la Organización Mundial de la Salud han denunciado numerosas
veces que hay muchos pueblos,
sobre todo en el Sudeste Asiático, en donde el 90 por ciento de su población sólo tiene un riñón porque el otro lo ha vendido a
tramas organizadas para que sea
trasplantado a personas pudientes de los países ricos. Y esa misma organización estima que uno de
cada diez trasplantes realizados en el mundo se hace con órganos
obtenidos ilegalmente, generalmente mediante coacción y
engaños de todo tipo, y siempre aprovechándose de la miseria de quien los
ofrece. Muchas personas están dispuestas a gastarse entre 150.000 y 200.000
dólares por un riñón por el que muchas veces no se llega a pagar ni 2.000
dólares a quien lo vende. ¿Hay que admitir ese
comercio sólo porque sea rentable?,
¿o el de trata de personas o el de niños?
¿Debe
el Estado mantenerse ajeno en estos casos, en aras de la iniciativa privada y
del mercado «libre»?
Los
economistas liberales afirmarán que sí porque para ellos el mercado es la suprema expresión de la libertad, a pesar de que ése es un caso en que
claramente el mercado niega a la sociedad
la libertad esencial
y primaria de poder
sobrevivir. Y porque, en todo caso, la cuestión moral que se plantea en el segundo ejemplo, no es una
cuestión
económica.
Pero
éste
es
un
argumento difícil de asumir: ¿acaso no hay una opción moral, una específica
decisión política y ética, en la decisión que supone asumir que sólo una
persona tiene derecho al sustento?
Se tenga o no se tenga esa intención, lo que implica asumir solo el objetivo de
eficiencia y dejar de lado cualquier debate
distributivo es que el conjunto
de la sociedad no pueda
cuestionarse un reparto dado de los recursos por muy injusto o aberrante
que sea.
En
estos casos, se quiera o no, y sea lo que sea que reclamen los partidarios de
cualquier ideología económica, la intervención del Estado se hace ya no sólo deseable, sino inevitable. Y
mucho más porque, como hemos señalado,
la inmensa mayoría
de los mercados
suelen ser bastante imperfectos y porque hay
actividades económicas que no pueden resolverse a través del mercado. Ésa es la razón de que en el capitalismo realmente existente, el que vivimos día a día a nuestro alrededor, haya habido y haya actualmente una
gran y constante intervención del sector público.
Efectivamente,
unas veces, el Estado interviene como
un sujeto económico más, comprando bienes y servicios en los mercados
correspondientes, ofreciendo los que pueden producir tanto las
administraciones como las empresas públicas, vendiendo o alquilando los
factores que sean de su propiedad o comprándolos o alquilándolos para producir.
Y, en
virtud de cómo sean sus saldos de ingresos y gastos, también incide en la economía generando
ahorro con el que se puede financiar al resto de sujetos o recibiendo financiación de ellos.
Otras veces, actúa como
proveedor de los bienes públicos que, como ya sabemos, son los que
no se pueden adquirir a través de los
mercados, porque cuando son disfrutados por alguien no se puede excluir de su
consumo a los demás, de modo que
nadie estaría dispuesto a pagar un precio por ellos. Como hemos dicho ya, estos
bienes públicos se proveen en virtud de decisiones políticas, y, por tanto, el
Estado debe establecer los mecanismos que se consideren adecuados para que las
personas revelen sus preferencias y para que se puedan tener en cuenta
efectivamente a la hora de decir qué se produce, cómo y para quién. También
actúa el Estado como regulador de la vida económica y social, estableciendo las normas de obligado
cumplimiento que han de acatarse
por los sujetos económicos,
no sólo en relación con su actividad
económica en sentido estricto, sino en cualquiera de sus comportamientos
sociales que muy a menudo terminan influyendo sobre la economía.
Y, finalmente, el Estado actúa como ejecutor de la política económica
que trata de corregir los grandes desequilibrios económicos.
Al
desempeñar cualquiera de esas funciones, el Estado trata de cumplir diferentes
objetivos que deben definirse previamente, pero que se suelen englobar en al menos
cuatro grandes campos. Uno se refiere a lograr la
estabilidad de los precios en los
mercados, procurando que no sufran variaciones considerables que distorsionen las
decisiones de los sujetos económicos que ya sabemos que los utilizan como
indicadores o señales de alerta a la hora de tomar decisiones. Otro es lograr
el pleno empleo, y no sólo para que se dé el menor despilfarro de recursos posible, sino, sobre
todo, para que se puedan conseguir
los recursos o ingresos suficientes para poder satisfacer las necesidades
sociales. El tercero es alcanzar una distribución equitativa de los recursos, aunque resulta sintomático que,
habiendo sido éste un objetivo generalmente asumido por todos los gobiernos y
que así se mencionaba en los manuales de macroeconomía, sea cada vez menos tenido en cuenta, no sólo en la agenda política, sino también en el discurso académico. El cuarto campo sería el referido
a conseguir el equilibrio exterior de la economía para lograr que no
se produzca, por ejemplo, una excesiva dependencia o para facilitar que la
producción interior se coloque en el exterior
y proporcione así el mayor volumen posible de recursos.
Y un quinto podría ser, tal y como empieza a ocurrir hoy día, aunque no
con la fuerza que sería necesario, lograr
la mayor sostenibilidad en el uso de los recursos para no
seguir poniendo en peligro la vida en el planeta.
Y, lógicamente, cada uno de estos objetivos tienen a su vez otros de
rango sucesivo que en cada caso van determinando la naturaleza de las medidas de política económica que se
toman en cada momento.
Hoy
día, por tanto, el sector público es una pieza fundamental en cualquier
economía capitalista. Como muestra de lo que acabamos de señalar,
vale recordar que un organismo
de enfoque tan convencional y ortodoxo
como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) afirmaba,
en su informe Panorama de las Administraciones Públicas 2011, que
«los gobiernos son responsables de promover el crecimiento económico y el
desarrollo social, al proporcionar bienes y servicios, reglamentar la conducta
de las empresas y los
individuos y redistribuir el ingreso».43 Y eso es lo que explica que, según ese mismo informe,
los gastos generales del gobierno español
representaran en 2009 casi la mitad del PIB,
en promedio, entre los países de la OCDE.
Pero
la actividad del sector público no sólo constituye una importante fuente de
alimentación de la actividad económica, sino que es también un elemento
fundamental a la hora de generar la necesaria legitimación de los poderes que
gobiernan la vida social. Y es por todo eso que constituye un espacio tan codiciado por todos los grupos de interés que buscan que el
Estado actúe a
su favor, desnaturalizando su
función de gestor
de los intereses colectivos cuando queda atrapado en una maraña de
intereses particulares.
Ya hemos señalado que al
Estado le compete llevar a cabo la regulación
de la vida económica estableciendo las normas que determinan qué se puede hacer y qué no se puede hacer en relación con los recursos.
Es una función a la que ningún Estado
ha renunciado nunca,
pues, aunque a menudo se hable
de avanzar en la desregulación por creer que tiene inconvenientes, como veremos
enseguida, lo cierto es que incluso eliminar normas es también regular.
Establecer, por ejemplo,
que no haya ninguna regla de tráfico
y que cualquier conductor
circule como le venga en gana es también una norma, de modo que nunca es posible que se produzca una ausencia de
ellas cuando se trata de actuar sobre los
recursos que necesitamos para producir los bienes y servicios que
satisfacen nuestras necesidades.
En
cualquier sociedad moderna es inevitable que el Estado regule directamente la
economía y también muchos aspectos de la vida social que influyen en la
actividad económica. Por ejemplo, cuando establece normas sobre derechos
laborales, sobre consumo, sobre medio ambiente, sobre actividades
profesionales, sobre seguridad e higiene, etc. E incluso cuando dicta normas
que aparentemente nada tienen que ver con la economía, como ocurre con las leyes civiles, mercantiles o procesales, que pueden ayudar a
que las actividades económicas se desenvuelvan
más ágil y eficientemente o en mejores o peores condiciones.
Como
todas las normas tienen un efecto distributivo, de mayor o menor envergadura,
pero que siempre afecta al bienestar de cada individuo o grupo social, resulta
muy importante evaluar lo más rigurosamente posible sus beneficios y
costes y cómo
afectan a la
economía y al bolsillo de las
personas.
Y no hará falta decir que los economistas no suelen ponerse de acuerdo al respecto. Muchos tienen una posición previa, podríamos
decir que un prejuicio, y rechazan de plano la
regulación de la vida económica, mientras que otros la defienden con
independencia de cualquier otra circunstancia.
Lo
razonable, sin embargo, parece que es enfrentarse a cada acción reguladora en
concreto y tratar de dilucidar con el mayor rigor posible sus efectos de todo
tipo y, a partir de ahí, permitir
que sea la sociedad la que se
pronuncie sobre su conveniencia manifestando democráticamente sus respectivas preferencias.
Los
economistas sabemos que, en general, se pueden señalar algunas virtudes y
algunos inconvenientes que casi siempre acompañan a la actividad reguladora del
Estado, y que unas y otros constituyen el balance sobre el que
la sociedad debiera pronunciarse en cada caso.
Los
inconvenientes más importantes que generalmente se asocian con la regulación
son varios: el coste que inevitablemente tiene, pues se precisa que la
lleven a cabo instituciones especializadas que necesitan personal y medios
materiales, a veces cuantiosos y costosos; la posibilidad de que los empleados
públicos que toman las decisiones se dejen llevar por intereses particulares y
no persigan el interés general, sobre todo,
teniendo en cuenta que los grupos de presión pueden llegar a ser más poderosos que el propio Estado; y, por último, que cuando se regula se
establecen tantas cautelas y requisitos que se puede dificultar demasiado la
actividad de los creadores de riqueza si les generan costes tan abusivos que no les compense producir. Muchos autores señalan, además, que todos
estos inconvenientes aumentan con el paso del tiempo en lugar de disminuir, porque los intereses
particulares terminan por adueñarse de las administraciones públicas provocando lo que Mancur Olson llamó la «esclerosis
institucional», que deja especialmente indefensos a los pequeños productores y
a los consumidores con menos recursos.
Sin
embargo, junto a estos inconvenientes, es posible
señalar al mismo tiempo las ventajas y virtudes que tiene la regulación que
lleva a cabo el Estado.
En
primer lugar, sabemos que la regulación es la única forma de hacer frente a las externalidades que conlleva a menudo la actividad económica, bien haciendo que los costes
se internalicen por unos sujetos u otros, bien garantizando que se haga
transparente la información y, en general, que los costes de transacción (los
que lleva consigo cualquier intercambio por el simple hecho de realizarlo) sean
los menores posibles. Es fácil imaginar, por ejemplo, lo costoso o incluso lo inviable que sería el comercio
si no hubiese normas previas
de responsabilidad que adviertan de las consecuencias que puede tener no pagar, entregar
un producto defectuoso, etc. Además, la regulación proporciona seguridad, pues garantiza que sólo se lleven a cabo
las actividades
cuyos
efectos
ya
han
sido
evaluados,
evitando
que
la
búsqueda inmediata del beneficio
postergue la consideración de los peligros que pueda llevar la actividad productiva. Y parece también
claro que sólo por
medio de la regulación se puede conseguir que la actividad económica se lleve a
cabo en función de criterios y
objetivos que vayan más allá de la utilidad individual y que pueda
perseguirse el interés colectivo o el bien común.
En
todo caso, también resulta bastante evidente que todos estos inconvenientes y
ventajas se dan combinadamente y de forma compleja y,
sobre todo, que la preferencia u opinión de cada persona sobre su conveniencia
o inconveniencia no sólo depende
de sus efectos concretos y obviamente
siempre desiguales sobre la renta y la riqueza. También influyen las
preferencias de carácter más general que cada persona pueda tener en función de
su ideología, sus creencias, sus prejuicios o sus gustos. Por eso no es fácil (salvo en casos quizá excepcionales) que se pueda establecer una regla genérica sobre la bondad de la
regulación.
Un
caso y una prueba prácticos al
respecto es la discusión que se lleva
a cabo actualmente en Europa sobre la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (Transatlantic Trade
and Investment Partnership, TTIP). En él, sobre
todo, se dilucidan
qué normas de
regulación deberán asumirse
en ambas partes tras su firma. En Europa,
por ejemplo, en materia de consumo predomina el
criterio de la seguridad (antes de sacar al mercado un producto hay que
demostrar que no produce daños), mientras que en Estados Unidos domina el de libertad
(las
empresas
pueden
vender
algo
siempre
sin
necesidad de demostrar previamente sus efectos, aunque asumirían una alta
responsabilidad si con posterioridad se demuestra que han actuado
irresponsablemente). Los efectos de ambas modalidades de regulación son bastante claros:
cada año enferman en Estados Unidos 48 millones de
personas por ingestión de alimentos contaminados y mueren unas tres mil personas
por esa causa, frente a sólo 70.000 enfermos
y 93
muertes en la Unión Europea por las mismas razones.
¿Acaso
se
puede
afirmar
que
hay
un
criterio
«económico»
que
determine que la mayor regulación europea de ese comercio es peor que la menor
de Estados Unidos? Y, suponiendo que existiera ese criterio (los liberales nos dirían que efectivamente lo hay: el de la máxima eficiencia y la
mayor libertad): ¿se puede considerar como un ejercicio de libertad el
imponerlo sobre la voluntad de las personas que están en peligro de enfermar o incluso
de morir? ¿No habría que debatirlo y someterlo a votación, es decir,
adoptar sobre él una decisión política?
Es
un ejemplo que muestra claramente que no se puede establecer objetivamente la mejor preferencia. Las corporaciones preferirán el modelo
estadounidense; los consumidores, quizá el europeo, pero sólo si tienen
información transparente y rigurosa, pues, en otro caso (por ejemplo, si no
son conscientes de los riesgos sobre la salud que puede conllevar), muy
posiblemente prefieran también el modelo de Estados Unidos, que seguramente sea
también más barato para el consumidor, al no tener que asumir el coste de la
investigación previa y la prevención.
Es
la sociedad en su conjunto la que debe tener el derecho a establecer el
mecanismo de revelación de preferencias y a decidir de qué manera prefiere
resolver las opciones en conflicto
en cada caso. Y, más allá de
lo que prefiramos o defendamos unos economistas u otros en función de nuestras
preferencias o intereses personales, parece
que
hay
algunos
principios
bastante sensatos en relación con las
ventajas e inconvenientes de la
intervención del Estado:
• El sector público
puede actuar bien o puede
hacerlo mal, y no siempre bien o siempre mal por definición
(tal y como defienden las posiciones extremas).
•
La alternativa a un sector público ineficiente o con funciones inadecuadas no
es mecánicamente la iniciativa privada, sino un sector público
que haga bien lo que tenga que hacer.
• La actuación del sector público siempre
tiene efectos distributivos
asimétricos que hay que explicitar y valorar socialmente.
•
Lo que debe hacer un gobierno, tal y como recomendaba Keynes en su opúsculo El fin del laissez-faire, no son cosas que los individuos ya están
realizando para hacerlas
un poco mejor o un poco peor, sino las que no se están haciendo.
¿Qué es el PIB, cómo se calcula y qué inconvenientes tiene utilizarlo para medir el éxito o el fracaso de las economías?
Posiblemente, no hay un concepto económico más utilizado hoy día que el
PIB. Es la referencia de nuestras vidas,
y de la magnitud de su crecimiento
parece que depende nuestra ventura y felicidad.
El producto
interior bruto, o simplemente PIB, es una magnitud que mide el valor, expresado en unidades monetarias (euros, dólares, libras,
etc.), del conjunto de la actividad económica que se lleva a cabo en un
país a lo largo de un período determinado, generalmente de un año.
Para calcularlo y para saber
lo que significa exactamente hay que tener en
cuenta que la actividad que se desarrolla
en una economía en su conjunto
se puede contemplar desde tres grandes perspectivas que vamos a descubrir a
partir de un ejemplo muy simplificado.
Imaginemos
que la actividad económica de un país sea solamente
la producción de cien barras de pan, que han costado un total de cien
euros después de pagar:
• diez euros al agricultor que
cultivó el trigo,
• veinte euros al fabricante de
harina,
• treinta euros al panadero que la
amasó y coció,
• veinte euros a los transportistas
que llevaron el pan a las tiendas y
• veinte
euros a los comerciantes que lo venden a los consumidores finales. El valor monetario total de la actividad de esa economía,
su PIB, se podría calcular a
través de tres vías.
La primera,
sumando el valor que ha añadido
cada uno de los sectores económicos en los que
ha habido actividad (agricultura
para cultivar trigo, industria para hacer harina y, luego, las piezas de pan
y, finalmente, servicios de transporte y comercio). La segunda, calculando lo que han gastado los consumidores que han comprado cien barras de pan a
un euro cada una. Y la tercera, sumando lo que se ha pagado a
cada uno de los sujetos que ha contribuido a producir, transportar
o vender las materas primas y, finalmente, el
pan. En nuestro ejemplo, muy sencillo, sumaríamos los cien euros del PIB por las tres
vías. E igual sucedería en la vida real, aunque los cálculos serían lógicamente
mucho más complicados, principalmente, porque tendríamos que utilizar
componentes más complejos.
Por
la primera vía, tendríamos que sumar la producción de todos los diferentes
ámbitos o sectores económicos (agricultura, industria, servicios). Por la vía
del gasto que realizan los diferentes sujetos económicos en bienes o servicios,
tendríamos que distinguir cuatro conceptos posibles:
• El gasto en bienes y servicios que realizan los hogares o familias, que es
el llamado consumo privado (C).
• El gasto que realizan las empresas
en bienes de capital, que es la inversión
(I).
•
El gasto en bienes y servicios (consumo
público) o en bienes de capital
(inversión pública) que hace el
sector público o Estado (G).
•
El gasto que el sector exterior hace comprando bienes y servicios en nuestra economía y que
denominamos exportaciones (X), y al que lógicamente hay que restarle las
importaciones (M), que son el gasto que los sujetos nacionales hacen en compra
de bienes y servicios en el exterior.
La suma de
estos cuatro componentes de gasto es el gasto total de la economía, que se
conoce con la expresión demanda agregada (DA).
Por
último, para calcular el PIB por la
vía de las rentas que reciben los
factores, lo que hay que hacer es sumar la totalidad de las retribuciones al
trabajo que se han realizado en la economía (los sueldos y salarios y las
cotizaciones sociales correspondientes),
más las retribuciones a los
propietarios del capital (en las que están incluidas las correspondientes a los
recursos naturales, los intereses, los alquileres, los beneficios, etc.). Y
a ello habría que añadir los ingresos
que recibe el Estado (impuestos que se
establecen sobre la producción), y descontar las ayudas en forma
de subvenciones que este último conceda a las empresas.
El PIB
lleva en su denominación la
expresión «interior» porque
se refiere a la producción, el gasto o las rentas que se realizan o
perciben en el territorio nacional con independencia de la nacionalidad de los
sujetos que produzcan, gasten o reciban rentas.
Si
un
irlandés
o
una
estadounidense produce,
gasta o recibe rentas en España consideramos su valor correspondiente como parte del PIB español.
Y, al revés, si eso lo hace un
español en otro país se estará contabilizando en el PIB de dicho país
Años
atrás, cuando las economías no estaban tan internacionalizadas, en lugar de
calcular el producto interior bruto también se calculaba el llamado producto
nacional bruto (PNB) que es el que corresponde solamente a los nacionales de un
país que operan dentro o fuera de su territorio. No obstante, hoy día, el PNB es un concepto de cálculo en desuso.
Además,
el PIB incluye también el término «bruto» porque contabiliza, además del valor de lo producido,
las llamadas amortizaciones. Éstas son un fondo que van generando las empresas para hacer
frente a la pérdida de valor que sufren sus activos a lo largo del tiempo. Si una máquina que se adquiere por cien euros no valdrá nada al
cabo de diez años (es decir, que se va a depreciar totalmente
a lo largo de ese período), la
empresa deberá ir
generando un fondo de amortización de diez euros al año, y así, al transcurrir
el período en que la máquina
se haya depreciado totalmente, se podrá tener una
cantidad suficiente para adquirir otra.
Cuando una magnitud
se calcula sin tener en
cuenta esas amortizaciones se dice que es «neta».
Cuando el PIB se calcula como suma de las retribuciones, por la vía de
la renta, y se le restan las amortizaciones y las rentas del sector público, se
obtiene otra magnitud que a menudo se utiliza y que tiene un significado
económico interesante: la renta nacional
(si es referida sólo a los nacionales) o la renta interior (si se
computan las que se perciben sólo en el interior del territorio nacional tanto
por nacionales como por extranjeros).
El
concepto de renta nacional (o interior) es muy importantes porque refleja la
cantidad de ingresos totales que se generan en la economía como resultado de
utilizar los recursos en las diversas actividades productivas. Esos ingresos
que refleja el concepto de renta nacional
se llaman también ingresos primarios porque son los resultantes de
retribuir a los propietarios de los factores productivos (básicamente, trabajo
y capital) que se utilizan para producir
los bienes y
servicios. Una parte
de ellos irá
posteriormente al Estado (a
través de los diferentes impuestos), el cual los redistribuirá entre los
diversos sujetos (que así pueden obtener ingresos secundarios).
Para
saber la renta que finalmente irá a parar realmente a los bolsillos
de la gente hay que utilizar,
por fin, otro concepto, el de renta disponible (también llamada renta personal
o renta familiar disponible). Su cálculo es sencillo, aunque requiere sumar y restar algunos elementos adicionales. A la
renta nacional se le suman las ayudas
que reciben las familias en forma de transferencias públicas (becas,
pensiones, etc.) y los intereses
de la deuda pública que esté en posesión de las familias; se le restan
las cotizaciones sociales (porque, aunque formen parte del sueldo, no están
disponibles para el bolsillo de las familias), los beneficios no distribuidos por las empresas (porque tampoco
llegan a las familias que posean acciones de las empresas que los obtienen) y los impuestos sobre la renta
de las personas físicas o de
las sociedades.
Esta
renta disponible es la que finalmente pueden dedicar los hogares al consumo de
bienes o servicios y al ahorro.
Como hemos señalado, el cálculo del PIB no es fácil. Hay
que estimar el valor de millones
de actividades y
para eso hay
que conceptualizar con mucha precisión y disponer de modernos y
rigurosos sistemas de información y cálculo estadístico.
En
Europa, los conceptos que han de utilizarse a la hora de calcularlo los define
el llamado Sistema Europeo de Cuentas Nacionales y Regionales (SEC), que señala
las diferentes magnitudes o cuentas que han de utilizarse para describir y registrar todas
las relaciones económicas que hay que tener
en consideración: las compras y ventas de bienes y servicios, los pagos a los
diferentes factores productivos, las relaciones de financiación a los sujetos
económicos y las que hay entre las diferentes instituciones públicas y los
sujetos privados, así como entre todos ellos y el exterior.
En
esas normas se definen los sujetos
económicos: los hogares y sus
distintos tipos de posibles componentes (empleados, obreros,
directores, pensionistas, etc.), las empresas o sociedades (privadas, públicas o
extranjeras), las administraciones públicas (estatales, regionales, locales o
la seguridad social), las
instituciones financieras (banco
central, bancos privados, compañías de seguros, etc.) o las llamadas instituciones sin ánimo de lucro,
que también intervienen en la vida económica.
También se distingue con todo detalle
el destino que tienen los bienes y
servicios (consumo intermedio o final, o consumo familiar de bienes
individuales o colectivos). Se contemplan los dos componentes de la inversión,
la llamada formación bruta de capital (que es el incremento que se produce en
los bienes de capital disponibles) y la variación de existencias (la diferencia
entre las existencias al final y al principio de un determinado período); y
también sus diversas clases: inversión en bienes muebles o inmuebles, familiar en vivienda
o empresarial. Y lo mismo ocurre con diferentes tipos de gastos
realizados
por
las
distintas
administraciones
públicas (gastos de inversión, financieros, corrientes, etc.) o de ingresos
(impuesto sobre la renta, sobre el
consumo, sobre el patrimonio…, multas, ventas de empresas públicas,
etc.).
Como
hemos dicho, el producto interior
bruto es el indicador por excelencia, el que se utiliza como expresión suprema de lo que ocurre en la vida
económica de un país. Se usa para calcular si dicha economía está
estancada, si crece o si se viene abajo, para hacer comparaciones con otros
países (a menudo, utilizando su expresión per cápita, es decir, dividiendo el
PIB total
entre
la
población,
para
conocer
así
qué
cantidad
de
producto «corresponde»
por término medio a cada persona),
para predecir cuándo se comenzará a crear empleo (pues dependiendo de la tasa
de crecimiento que alcance el PIB se supone que será más fácil que se logre o
no) o para determinar si el nivel de deuda se acerca o no a límites
prohibitivos (se suele medir este nivel de la deuda por el porcentaje que
representa del PIB).
Sin
embargo, el producto interior bruto es un indicador, si se permite la expresión
coloquial, bastante bruto, porque deja fuera muchos aspectos importantes de la
vida económica y porque lo que mide lo mide en bastantes ocasiones de modo muy
poco sutil, soslayando aspectos que son muy relevantes a
la hora de conocer en qué medida la actividad económica que registra está
siendo capaz de satisfacer efectivamente las necesidades humanas.
Además
de los problemas técnicos que lleva consigo el cálculo del PIB (por ejemplo,
los que tienen que ver con la valoración de productos cuyos precios y calidades
van
cambiando
a
lo
largo
del
tiempo)
aparecen limitaciones
más importantes que tienen que ver con lo que
puede o no medir y con lo que efectivamente mide. Desde hace años, muchos economistas
vienen destacando tres principales limitaciones del PIB.
En
primer lugar, que sólo registra las actividades que tienen expresión monetaria,
y así quedan fuera otras muy importantes para garantizar el sustento de los
seres humanos, que es el objetivo central y principal de la economía. El PIB no computa la utilización de recursos naturales
cuando esta utilización no se lleva a cabo a través del mercado,
porque en ese caso no tiene valor monetario, ni las
externalidades o el deterioro de los factores por causas que tampoco puedan ser
medibles en términos monetarios. Y también
queda fuera del cálculo del PIB el trabajo no remunerado que se lleva a cabo
dentro y fuera de los hogares y que puede llegar a representar el 50 por ciento
de la actividad total monetaria que registra convencionalmente. El gran
economista Alfred Pigou
se refería a esta limitación en tono de chanza: «Si me caso con mi cocinera o con mi
sirvienta —decía—, la renta nacional bajará». Lo mismo que sucedería, se le olvidó decir, si una mujer se casa con
su jardinero o su chófer.
La
segunda gran limitación del PIB es que no tiene en cuenta la distribución de
los recursos y del producto que genera la actividad que registra, de forma que
es incapaz de reflejar el efecto real que la actividad económica está teniendo
sobre el bienestar de las personas.
Finalmente, y por todo ello, resulta
que el PIB tampoco puede reflejar ningún elemento relativo a la
calidad de la actividad económica que mide.
El
PIB aumenta, y eso puede ser considerado muy positivo, cuando hay más
accidentes y muertes, cuando el medio
ambiente se destruye y hay que
dedicar recursos a tratar de limpiarlo como se pueda, cuando se plantan
árboles, pero también cuando esos mismos árboles se destrozan o arrancan. Y es
evidente que esa falta de discriminación cuando ocurren estas cosas puede
llevar a tomar decisiones equivocadas como la de intentar a toda costa que
aumente el PIB sin tener en cuenta lo que realmente está ocurriendo en la
actividad que aparentemente crece de manera tan positiva.
Hace unos años, el expresidente francés Nicolas Sarkozy
creó una comisión
internacional dirigida por tres
prestigiosos economistas, Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean-Paul Fitoussi, a la que encargó un informe con propuestas para hacer frente a estas
limitaciones tan importantes.
En el informe final
se señalan los graves inconvenientes de utilizar el PIB como referente de la política
económica afirmando, por ejemplo, que «es posible que, si hubiésemos sido más conscientes de los límites de las medidas
clásicas como el PIB, la euforia
derivada de los resultados económicos de los años previos a la crisis habría sido menor, y las
herramientas de medición que integraran evoluciones de la sustentabilidad (deuda privada creciente, por ejemplo) nos
habrían dado una visión más prudente de estos resultados».44
Para
tratar de evitar los problemas que provocan esas limitaciones, muchos
economistas vienen haciendo propuestas alternativas de indicadores capaces de registrar los aspectos de la vida económica que el PIB no tiene en cuenta. Así, hace ya bastantes
años, en 1972, los economistas James Tobin y William Nordhaus propusieron como
indicador de referencia el bienestar económico
neto (BEN), como resultado de deducir los daños producidos
por la actividad económica y sumar el valor de las actividades no
realizadas a través del mercado y el valor del ocio. Ese indicador fue corregido
en 1989 por Herman
Daly
y
John
Cobb
para
proponer
el
índice
de
bienestar
económico sostenible (IBES), que contabiliza el gasto de los consumidores y el
trabajo doméstico, y descuenta el coste de las
externalidades asociadas a la polución y al consumo de los
recursos. La Unicef utiliza
una «tasa de progreso» que sintetiza una serie de
indicadores relativos a sanidad, alimentación, educación, demografía, economía,
situación de las mujeres y PIB per cápita.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) calcula el
índice de bienestar humano, que registra también indicadores complementarios al PIB para que se pueda valorar el efecto
de la actividad económica
sobre la vida de las personas. Y Stiglitz, Sen y Fitoussi hacen en su informe
una serie de propuestas muy interesantes para que los gobiernos y las
instituciones responsables puedan avanzar hacia la utilización de indicadores económicos que eliminen las sombras
que deja el PIB. Entre ellas, tomar en consideración los ingresos y el consumo
y, al mismo tiempo, el
patrimonio más que la producción, hacer hincapié en la perspectiva de los
hogares, dar más importancia a la distribución de los ingresos, del consumo y
de las riquezas, ampliar los indicadores de ingresos a las actividades no
mercantiles, utilizar también
indicadores relativos a la calidad
de vida en un sentido
multidimensional y que tengan en cuenta las desigualdades, y utilizar algún indicador físico que
indique claramente en qué medida nos acercamos a niveles peligrosos de amenaza
al medio ambiente.
Avanzar
en estas líneas es uno de los grandes retos de la economía y de nuestras sociedades en los próximos
años, y alcanzar éxitos en este campo será muy decisivo para la vida
humana, pues el hecho cierto es que, como decía la prestigiosa y bastante conservadora revista The Economist, el PIB «no es un indicador fiable de la producción, aparte
de ser una pobre medida de la prosperidad».45
Mientras tanto, conviene ser conscientes de que la continua insistencia de los economistas
convencionales y de la mayoría de los gobiernos y organismos internacionales en que simplemente aumente el PIB de las economías no está garantizando,
ni
mucho
menos,
que
éstas
vayan
a
funcionar mejor.
Citas
41. A. Smith, Investigación sobre la naturaleza y
causas de la riqueza
de las naciones, ob. cit., pp. 309-310.
42. Ibídem, p. 259.
43. OCDE, Panorama
de las Administraciones
Públicas
2011,
resumen
en español.
Disponible en:
<https://www.oecd.org/gov/48246048.pdf>. [Consulta: 15/09/2016]
44. J. Stiglitz, A. Sen y Fitoussi, Informe
de la Comisión sobre la Medición del Desarrollo Económico
y del Progreso
Social,
2013.
Disponible en:
[Consulta: 15/09/2016]
45. The Economist, «The trouble with GDP: gross domestic product
(GDP) is increasingly a poor measure
of prosperity. It is not even a reliable gauge of
production», 16 de abril de 2016.
( Continuará)