¿Cómo se hacen las grandes previsiones macroeconómicas y por qué suelen ser tan equivocadas?
Una vez que se definen
las magnitudes y variables macroeconómicas y sus
interrelaciones
hay que cuantificarlas para poder operar con la máxima precisión sobre ellas; y
hemos señalado que eso es difícil, porque hay que recurrir a procedimientos estadísticos y econométricos que
sólo pueden aproximarse indirectamente, por estimación, a la realidad.
Los problemas, además,
se agravan debido
a que no basta con registrar
lo más rigurosamente posible la realidad actual, sino que es imprescindible
hacer predicciones a partir de esas mediciones.
Todos los sujetos económicos necesitan adelantarse al
futuro para tomar sus decisiones. Las familias necesitan
estimar su posible
renta futura, los tipos de interés que habrá dentro de
unos años en comparación con los actuales, los precios de los bienes pasado un tiempo, etc. Las empresas deben establecer predicciones sobre
sus posibles niveles de ventas, sobre el coste de la financiación o sobre el comportamiento futuro de sus clientes o proveedores, entre otras muchas
circunstancias futuras. Y los gobiernos, igualmente, han
de tratar de
predecir a qué
coste podrán endeudarse
y también la evolución de los grandes indicadores a la hora de elaborar
sus presupuestos. Además, por supuesto,
los gobiernos deberán
conocer con antelación el
posible efecto de sus medidas de política económica.
Por todo ello, los economistas también hemos tratado
de desarrollar técnicas de predicción para que los sujetos económicos puedan
tomar sus decisiones con la mayor dosis posible de certidumbre y seguridad. Algo que,
a tenor de la fama que tenemos, no parece que hayamos conseguido con demasiado
éxito, pues se dice que los economistas no sabemos predecir ni siquiera el
pasado. Y, aunque esto parezca un chiste, lo cierto es que es así: el investigador de la Universidad de
Illinois Samuel Williamson ha descubierto que
la pregunta sobre cuánto creció el PIB del Reino Unido en 1959 ha tenido ¡18 diferentes respuestas! por parte de diversas
oficinas estadísticas y diferentes investigadores.46
Unas veces, los sujetos económicos sabremos con
certeza que un determinado fenómeno se producirá en el futuro y querremos saber
con qué efecto concreto ocurrirá, y otras
veces
necesitaremos
conocer
en
qué
momento exacto se producirá algo cuyo efecto sabemos con antelación. Y, casi
siempre, los economistas y estadísticos podremos usar los datos para elaborar
series temporales que reflejen el comportamiento anterior de
cualquier tipo de variable, aunque nos será mucho más difícil poder predecir
cuáles serán los datos subsiguientes a medida que vaya pasando el tiempo.
Para ello se utilizan modelos y muy diversas técnicas
estadísticas. Desde las cualitativas, a base de preguntar a las personas que se
consideran más expertas lo que creen que puede ocurrir, hasta las
cuantitativas, que tratan de modelizar patrones de conducta permanentes para deducir lo que ocurrirá
en el futuro. Pero
ni una ni
otra son omnipotentes
a la hora
de explicar y predecir
ni están a salvo de influencias perversas. El azar, la capacidad
de los seres humanos para
cambiar los hechos en los que participan, la información tan desigual que se
puede utilizar en un momento u otro y la gran influencia que ejerce el período
sobre el que queramos elaborar una predicción son los principales factores que
hacen que los modelos y la estadística fallen. Y también el hecho de que los
economistas, como también hemos señalado, naveguemos constantemente a lomos de
esa ceguera que a menudo provocan nuestros propios prejuicios e intereses y
nuestras preferencias o servidumbres económicas.
Muchos economistas, por ejemplo, vienen denunciando
que esto último es lo que explica que
sean precisamente los economistas y
los grupos de investigación más poderosos y quienes disponen
de más medios estadísticos
y de todo tipo y, por supuesto, los mejor retribuidos, los que se equivocan
más a menudo.
Efectivamente, los economistas y demás funcionarios que trabajan en los gobiernos, en los grandes
organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), o para los
bancos centrales, como el Banco de España o el Banco Central Europeo, son los
que ofrecen prácticamente siempre los cálculos y predicciones más errados sobre
la evolución de las magnitudes
económicas.
Así lo revela, en el caso de España, un curioso estudio que hace anualmente la
Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas (ESADE) denominado
Diana ESADE. En él se muestra cuantitativamente cuánto se
equivocan las diferentes
instituciones públicas o privadas que hacen registros cuantitativos de las grandes magnitudes económicas; y, año
tras año, las anteriores que acabamos de citar son las que más se alejan de la
realidad.
Así, a la hora
de predecir el PIB español de 2015, los que más se
equivocaron fueron, por este orden, el Banco de España, The Economist, el FMI y la OCDE. En
2014, el gobierno de España, la OCDE, el Banco de España, el FMI y la Comisión Europea. En 2013, gobierno,
Banco de España y Comisión Europea. En 2012, gobierno y Banco de España. En 2011,
Consejo Superior de Cámaras de Comercio, OCDE, FMI y gobierno. En 2010, Instituto
de Crédito Oficial
(ICO), FMI y OCDE. Y en 2009, gobierno,
ICO y Banco Santander.
Y no son únicamente
los organismos oficiales los que
se equivocan tan sospechosamente.
Algo parecido ocurre con empresas
privadas que desempeñan una
función en principio muy
importante como garantes de la estabilidad económica, y que, sin
embargo, han cometido errores tan clamorosos como letales. Me refiero a las agencias de calificación que deberían haber detectado la difusión de
hipotecas basura y que, sin embargo, las dejaron pasar aparentemente sin darse cuenta del enorme riesgo que
entrañaban. Una de ellas, Standard & Poor’s, aseguraba
que, cuando daba la
máxima calificación a unos valores conocidos como obligaciones de deuda
garantizadas (CDO), sólo había un 0,12 por ciento de probabilidades (o, lo
que es lo mismo, una entre 850) de que dichos valores no se pudieran pagar
durante los siguientes cinco años. Sin embargo, según sus propios
datos internos, resultó que finalmente fueron insolventes un 28 por
ciento de las CDO, es decir, 233 veces más de lo pronosticado.
Que quienes más se equivoquen sean precisamente
quienes tienen más medios para poder acertar en sus predicciones precisamente
porque son los que deciden es algo muy relevante y preocupante. Fundamentalmente, porque nunca se mide por medir sino con el fin de poder actuar a continuación. Como dicen Stiglitz, Sen y Fitoussi
en su informe sobre alternativas al PIB que ya hemos
mencionado antes, «lo que se mide tiene una incidencia en lo que se hace». Lo cual lleva necesariamente a pensar que en realidad
quienes predicen no actúan como observadores objetivos o neutros de la realidad económica, sino que utilizan
la medición y las predicciones económicas que deberían ser instrumentos para
elaborar estrategias de acciones sociales específicas como una especie de armas
arrojadizas.
Los fallos tan continuados y
estratégicos de
los gobiernos, de los
grandes organismos internacionales que les dictan las políticas y de los
economistas que trabajan para ellos lleva a pensar que sus errores no sólo
tienen causas, sino también propósitos. Solo eso puede explicar que, a pesar de que se critican constantemente,
se sigan utilizando series de datos que se sabe que están obsoletos o caducos
(de ahí que haya, como hemos visto, hasta dieciocho datos distintos sobre la
tasa de crecimiento de un mismo año del PIB) o modelos en los que no se
incorporan variables que hasta el sentido común más elemental advierte que en
la economía actual tienen una gran significación (por ejemplo, los efectos de
la desigualdad o el impacto del predominio de las actividades financieras sobre
las productivas).
Así lo reconoce el premio Nobel de Economía Joseph
Stiglitz cuando señala en su libro sobre la última crisis que los modelos que
se siguen utilizando, sobre todo para
analizar los mercados financieros, son en realidad justificativos de una situación
que se desea defender por encima de todo.47
¿Por qué la inversión
es tan importante en nuestras
economías y qué se puede hacer para que aumente?
La inversión es la utilización del ahorro que se haya podido generar
en la
economía
para crear bienes de capital con
los que producir bienes y servicios, y es una variable fundamental porque sin inversión sería imposible
que aumentara la dotación de capital, necesaria para satisfacer no sólo nuevas
necesidades de bienes y servicios, sino las actuales necesidades cuando se
deteriore o destruya el capital existente.
Dicho de otro modo, la inversión es la base de la
acumulación de capitales que permite incrementar y mejorar el equipo
productivo.
Nada más que por esa razón resulta obvio que se trata
de una variable fundamental para que la economía funcione y avance lo necesario
a través del tiempo.
Pero, además de
por esa razón, la inversión es especialmente relevante para la economía
porque cuando se lleva a cabo produce un efecto llamado multiplicador sobre la
renta. Eso significa que un aumento de un euro en la
inversión termina produciendo, con el paso tiempo, una aumento de la renta
total mayor. Y, lógicamente, también al revés, si se reduce la inversión en un
euro, la caída final que se producirá en la renta será mayor.
Este efecto se demuestra con gran facilidad con una
sencilla operación algebraica, pero aquí lo explicaremos de forma aún más
intuitiva.
Cuando una empresa realiza un inversión de una
determinada cantidad (por ejemplo, de cien euros) en una economía lo que hace es adquirir
una serie de bienes de capital (maquinaria, instalaciones, herramientas, medios de
transporte, etc.). Este gasto en inversión se traduce enseguida
en retribución para quienes le
alquilan o venden esos bienes de capital. Y quienes reciben este ingreso
dedicarán una parte al consumo y otra al ahorro. La proporción que destinen al consumo se llama propensión marginal
al consumo, de modo que, si una persona
recibe un ingreso de cien euros y dedica ochenta euros al
consumo, diremos que su propensión marginal al consumo es de 0,8. Y esta cantidad de ochenta euros dedicada al
consumo se convertirá a su vez en ingreso de quienes les vendan los bienes o servicios,
de los cuales gastarán en consumo el 80 por ciento (es decir, 64 euros).
Así se generan nuevos ingresos para otros vendedores que, una
vez más, volverán a gastar en consumo una parte (el 80 por ciento, si seguimos
suponiendo que todos tienen la misma propensión marginal al consumo). Y así seguirá
ocurriendo sucesivamente, de
modo que la inversión inicial se va traduciendo en cada etapa de gasto en
sucesivas cantidades de renta adicional (100+80+64...).
El efecto multiplicador produce, por tanto,
un incremento final
de la renta cuya magnitud depende
de la propensión marginal al consumo. Si los primeros receptores de la
retribución correspondiente a la inversión hubieran ahorrado todo su ingreso,
no habría habido efecto multiplicador
alguno. Si, por el contrario, se
gastase siempre todo en consumo, el efecto sería muy grande.48
Los economistas conocemos
este efecto, y los investigadores tratan de
calcular cuál es su magnitud concreta en cada caso para poder predecir cuál
será el efecto final que tenga una inversión determinada. Pero también
lo conoce la gente
corriente y los responsables públicos.
Podríamos decir que todo el mundo sabe el efecto
benefactor, al menos sobre el
ingreso, que tiene siempre una inversión
que se realiza,
por ejemplo, en
una ciudad, una comarca o un pueblo, y por eso
se está tratando siempre de
atraerla para disfrutar con ello de más rentas y empleo (aunque es evidente
que, si no se cumplen determinados estándares de responsabilidad ambiental,
social o económica, muchas inversiones pueden traer a la postre muchos más perjuicios que los beneficios
percibidos en un primer momento).
Pero, además de este
efecto multiplicador, la inversión produce
otro efecto que quizá sea incluso más problemático. Lo veremos
con un ejemplo también muy sencillo.
Las empresas realizan
la inversión siempre que necesitan
más bienes de capital, y eso ocurre cuando las ventas aumentan. Eso tiene un aspecto positivo y
otro negativo. El positivo es que si aumentan las ventas
se
producirá un aumento mayor de la inversión (se dice que «acelerado»). El
aspecto negativo es que si permanecen estancadas, y, por supuesto,
si bajan, la inversión no se
llevará cabo. Y eso quiere decir que,
para que aumente la inversión (y, por tanto, para que vaya incrementándose en
mayor medida la renta), no sólo es necesario que no caigan
las
ventas,
sino
que
estén continuamente aumentando.
Y hay que
tener en cuenta
que, si cae la
inversión en una determinada cantidad, la caída final de la renta será mucho
mayor, ya que se encadena un efecto con el otro.
En resumidas cuentas, eso indica que la economía se va
a encontrar en inestabilidad permanente. Cualquier incidencia
que afecte a las ventas producirá una respuesta acelerada en la inversión que a su vez tendrá
un efecto multiplicado en la renta. Y
ésta es una de las razones de por qué las
economías capitalistas están obligadas a generar un crecimiento continuo, algo que, sin embargo, choca con el
carácter limitado de los recursos naturales y, en general, con la base
material de nuestro planeta.
Garantizar que se produzca un flujo suficiente de inversión
en nuestras economías pero
asegurando
al
mismo
tiempo
el
equilibro
social,
la
estabilidad económica y que las economías no entren en una vorágine de
despilfarro y vértigo es, en consecuencia, un objetivo que aún no se ha
resuelto y que constituye uno de los
grandes retos de nuestro
tiempo. Pero, como en otros
tantos ámbitos, hay un fuerte desacuerdo entre los economistas a la hora de
determinar qué se puede hacer para estimular la inversión en las condiciones
que se consideren más adecuadas.
En principio, no parecería que se trata de una tarea
difícil. Podríamos deducir fácilmente que la decisión a la hora de llevar a
cabo una inversión depende del rendimiento que pueda esperarse del negocio al
que se aplique.
Este rendimiento, el beneficio de la inversión, depende a su vez de otras
variables: el precio del producto que se vende, la productividad de los diferentes
factores (trabajo y capital), el salario o los impuestos sobre los beneficios. Y tanto la propia empresa
como los gobiernos
tienen diferentes vías para procurar que aumente el beneficio mejorando
las condiciones en que se desenvuelven cada una de estas últimas.
La empresa, por ejemplo, puede tratar de conseguir cada vez más poder de
mercado para poder influir sobre el precio, mejorar la tecnología, aplicar
métodos de producción que mejoren el rendimiento del capital y su aprovechamiento, tratar de moderar
salarios y ahorrar al mismo tiempo en bienes de capital, encontrar nuevos
mercados o evadir impuestos. Y para ayudar a que aumente el beneficio y, por
tanto, la inversión,
los gobiernos pueden
ayudar a las
empresas a encontrar nuevos mercados (por vías más o menos decentes o aceptables o por otras
que lo son menos), conceder ayudas o deducciones fiscales, subvencionar la innovación, aplicar políticas que mantengan altas tasas de paro para que bajen los salarios,
mantener la demanda por medio de políticas de gasto público o reducir los
impuestos.
Pero, seguramente, para que aumente la inversión no
bastará con que aumente el beneficio, porque, al mismo tiempo, habría que
considerar que ese rendimiento interno debería compararse con el que podría
obtener con los mismos recursos que se van a invertir en otras alternativas. Si en otro destino
se puede obtener una retribución más elevada que el rendimiento que
proporciona la inversión cabe pensar que
nadie en su sano juicio la llevaría a
cabo.
Pero ni siquiera así sería posible determinar con
exactitud en qué medida responde la inversión a cambios en el rendimiento
esperado o en el tipo de interés. Hay que tener en cuenta que nunca se puede saber con antelación
cuánto se ganará en un negocio, de modo que la decisión de invertir se lleva a
cabo siempre en función de expectativas, del «olfato» de quien la realiza
(Keynes diría que en función de «espíritus animales»), es decir, difíciles de
explicar sólo en función de criterios racionales. Muchas veces, aunque las expectativas de beneficio sean buenas, la inversión no se produce, porque
quien la tiene que realizar
«no lo ve claro». Y al contrario, puede ser que esas
expectativas de rendimiento
no sean gran
cosa, pero que
los inversores intuyan que puede
ser una ocasión propicia o que les conviene arriesgarse a pesar de todo.
Todo lo anterior indica que la inversión
es
muy
volátil,
incluso
podríamos decir que, a veces, es hasta caprichosa, porque no responde a
parámetros objetivos. Quien invierte se juega su propio dinero y, por tanto,
toma las decisiones en función de criterios
que quizá nadie más que él asume.
Y no terminan ahí los problemas, porque hay más
razones que permiten pensar que la obtención de beneficios no necesariamente
conlleva nuevas y mayores inversiones.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que no todos
los beneficios de las empresas se ahorran y se dedican posteriormente a la
inversión. Una gran parte de ellos se distribuye como dividendos a los accionistas. Y, aunque es cierto que estos dividendos pueden ir luego en una parte mayor o menor al ahorro, de
donde puede salir
después inversión, lo
cierto es que
nada garantiza que así ocurra,
y mucho menos en la cantidad que en un momento dado
fuera necesaria para mantener el
ritmo de crecimiento que requiera la economía.
En segundo lugar,
puede ocurrir que
el beneficio que
se ahorre se dedique a inversiones que no lleven
consigo incrementos del capital que permitan aumentar la producción de bienes y
servicios, sino a la simple especulación financiera e improductiva. Una
investigación reciente ha demostrado, por ejemplo, que las empresas estadounidenses cada vez dedican
más proporción de sus beneficios a realizar «inversiones» que simplemente
consisten en recomprar sus propias acciones (para elevar su valor en bolsa) o
en llevar a cabo fusiones y adquisiciones de otras corporaciones que no derivan en un aumento
efectivo de la actividad productiva. Concretamente, el estudio demuestra que, durante casi un siglo, entre
1895 y 1990, por cada dólar gastado en inversión en activos fijos
por las empresas
estadounidenses se dedicaron dieciocho
céntimos de media
a fusiones y
adquisiciones, mientras que desde 1990, cuando los beneficios
representaban mayor proporción que nunca sobre el total de la renta, de cada
dólar dedicado a inversión en activos fijos se han dedicado 68 céntimos a estas
últimas.49
Hoy día, como veremos con más detalle después, la actividad financiera y especulativa es mucho más
rentable que la productiva, y eso hace que el ahorro —no sólo el empresarial,
sino también el de los hogares— se vea atraído cada vez en mayor medida hacia
ese tipo de «inversiones» que no son las que aumentan la capacidad
productiva real y mejoran la satisfacción de nuestras necesidades.
En tercer lugar, puede ocurrir —y de hecho ocurre— que
el ahorro, si no en su totalidad sí en una buena parte,
se destine a un tipo de inversión que sólo mejore el rendimiento del capital existente, pero que
no aumente su dotación ni, en especial, el empleo necesario. En estos casos, su
incremento tiene un efecto muy limitado
sobre el ingreso,
lo mismo que puede ocurrir
si el empleo subsiguiente al incremento de la inversión es de baja
calidad.
Y, para terminar, hay que mencionar una paradoja sobre
la relación que se da entre beneficios e inversión. Como pusieron de relieve economistas tan dispares como David Ricardo,
Karl Marx, Knut Wicksell o John M. Keynes, si
consideramos la inversión como la adición de nuevos bienes de capital al
capital ya existente que se va haciendo
a lo largo del tiempo,
resulta que lo que se destina a invertir se detrae del
consumo, es decir, de las ventas que son la base de los beneficios. Por tanto,
resulta que un aumento continuado de la dotación de capital (de maquinaria,
instalaciones, etc.) lleva consigo una pérdida
de beneficios futuros,
que deprimirá la inversión, si es que aceptamos que ésta depende de los
beneficios.
Expresada de otra manera, esta paradoja significa que
las economías capitalistas que necesitan un
incremento constante de la inversión tienden a sufrir constantemente situaciones de sobrecapacidad, es decir,
de exceso de dotación de capitales respecto a las ventas que pueden realizarse,
como consecuencia de que se hayan detraído recursos del consumo para realizar
la inversión. Esta paradoja da pie a otra que expresó hace años William
Fellner y que desgraciadamente no es tenida en cuenta hoy día ni por la
mayoría de los grandes dirigentes empresariales ni por los responsables de
aplicar las políticas económicas:
«Una distribución equitativa del ingreso puede ser propicia para los intereses
empresariales».50 Es así, porque de esa manera se
puede asegurar que habrá suficiente consumo y así se garantizarán las ventas de las empresas. Esta idea es bastante realista, pero
actualmente está olvidada o incluso rechazada, lo cual no sólo perjudica a los perceptores de rentas salariales, sino también a las empresas
que viven de lo que se consume
con los salarios. Sólo beneficia a las empresas muy grandes o a las que tienen
clientes cautivos gracias a su gran poder de mercado (las eléctricas, de
comunicaciones, de bienes muy necesarios, etc.).
En definitiva, resulta que una variable tan importante
para la vida económica como la inversión está casi
completamente fuera de control, o, al
menos, fuera de un control
más o menos asegurado. Como hemos señalado, los gobiernos pueden
adoptar medidas para tratar de
impulsarla, pero nunca tendrán garantizado que puedan conseguirlo. Muchas veces, para lograrlo quizá adopten
medidas que tienen efectos contraproducentes desde otros puntos de vista. Eso es lo que ha pasado en España cuando los gobiernos de turno han cedido a la presión
de grandes constructores o de los bancos asegurando una demanda de inversión
con gastos en grandes infraestructuras que no tienen
justificación económica ni social. O
reduciendo estándares básicos de
derechos sociales, fiscales y medioambientales para dar facilidades a los
grandes inversores, o permitiendo que se produzca una gran concentración de
capital y pérdida de competencia.
Con independencia de las controversias teóricas sobre
la naturaleza y los determinantes de la inversión,
los economistas tratan de hacer un
seguimiento constante de lo que pasa
con ella en las economías
de todo el mundo, porque
lo que es indudable, como hemos señalado,
es que resulta esencial para que
las economías funciones adecuadamente.
Las investigaciones que se vienen realizando más
recientemente constatan algunos rasgos esenciales de la función de inversión en las economías contemporáneas. Por ejemplo, se pone de relieve que es cada vez más importante aumentar la inversión
que mejora la formación y la educación y la capacidad de las empresas para
innovar utilizando nuevas tecnologías y mejorando los procedimientos productivos,
y no
sólo porque así es como se pueden conseguir mejores niveles
de productividad, sino porque resulta inevitable dado que el vértigo de la
innovación hace que los capitales se deprecien más rápidamente que nunca.
Sin embargo, en estos últimos años, la necesidad de
potenciar la inversión y de procurar que se oriente
hacia donde es más necesaria
para logar mayor progreso
y una mejor satisfacción de las necesidades sociales está chocando con
algunos problemas fundamentales
que muchos economistas comienzan
a poner de relieve con gran preocupación.
Por un lado, es sabido que hoy día los flujos de
ahorro son internacionales. Ya es muy difícil que la inversión
que necesitan las economías nacionales se pueda
financiar
exclusivamente
por
el
ahorro
interno, entre otras cosas porque dada esa internacionalización suele ocurrir
también que el ahorro nacional financie inversiones en el exterior. Eso
facilita el acceso a fuentes más abundantes de recursos para la inversión
nacional, pero también tiene el inconveniente de que el ahorro foráneo suele
estar controlado por grandes fondos que no tienen la mayoría de las veces
ningún tipo de vínculo con la economía en la que invierten y son, por tanto,
ajenos a las consecuencias que se puedan
derivar de sus decisiones. Esto
es algo importante,
ya que, al mismo tiempo, esos fondos están precisamente constituidos para
obtener el mayor volumen posible de beneficio con independencia de cuál sea el
tipo de operación que se lo proporciona.
Por otra parte, el predominio de la economía
financiera ha modificado la lógica que guía las decisiones de inversión
haciendo que los grandes fondos rehúyan la actividad productiva, que suele tener
horizontes de rentabilidad a más
largo plazo, para operar preferentemente a corto
plazo en las actividades puramente especulativas. Y este cambio de lógica ha afectado también
a las entidades financieras y al uso que hacen del
ahorro que se deposita en ellas.
Tradicionalmente, la banca había sido la que financiaba los grandes
avances industriales y las
innovaciones más importantes y
costosas; pensaba y operaba a largo plazo para ayudar a que
creciera el capital productivo. Actualmente, en cambio, los bancos se
han convertido ellos mismos en inversores, pero en la misma línea que los grandes fondos especulativos que
controlan el ahorro mundial: operando a corto plazo y tratando de asegurar el
beneficio mayor y más rápido posible. Como ha escrito el economista Jeffrey
Sachs, «los grandes banqueros del pasado, como J. P. Morgan,
construyeron industrias como las de los ferrocarriles y del acero.
Los administradores de fondos actuales, por el contrario,
suelen asemejarse a apostadores o incluso a defraudadores como Charles [Carlo]
Ponzi».51
Entre otras consecuencias, este predominio de la
especulación y de los movimientos de capital a muy corto plazo y, por tanto, muy volátiles, que no permiten financiar proyectos de futuro, da
lugar a otra gran paradoja de nuestro tiempo: hay ahorro y fondos de sobra para
poder financiar proyectos en la economía mundial, pero no se dedican a
financiar inversión que genere empleo y satisfacción social.
En particular, uno de los grandes problemas que afectan a la inversión en la economía mundial actual es que se sabe con certeza
que la más necesaria, la que puede proporcionar más avances e
incrementos de la productividad (en infraestructuras novedosas y sostenibles,
en defensa del medio ambiente, en nuevas tecnologías, en educación, en salud o
las que impulsan la necesaria investigación básica) necesitan un aportación muy
importante de capital público, algo, sin embargo,
que resulta hoy día muy difícil de
lograr por el predominio de ideas que atacan lo público y la intervención del
Estado, aunque sea en estas tareas que
tan positivamente revierten en los
intereses privados.
Otros estudios realizados por organismos bastante
conservadores, como la OCDE, muestran que la inversión se resiente por el
incremento de la desigualdad que se viene produciendo en los últimos
tres o cuatro decenios en
prácticamente todo el mundo. En un informe
reciente, la OCDE señalaba
que, para poder conseguir que la inversión se convierta en una fuente de
crecimiento sostenible, se necesita «prestar atención a los trabajadores con
bajos salarios, así como enfrentar las consecuencias de una creciente
desigualdad en la educación, un factor fundamental que socava el crecimiento a
más largo plazo».52
El predominio de las políticas inspiradas por los
prejuicios ideológicos liberales y los problemas que acabamos de mencionar es
lo que ha hecho que la inversión se haya reducido notablemente en los últimos
años. Un estudio muy reciente realizado por el Banco de Canadá sobre la situación
de la economía mundial muestra que, entre los años 2010 y 2014, ha tenido un
crecimiento medio anual del 2,2 por ciento, frente al 3,5 por ciento que tuvo
en el decenio anterior a la crisis.53 Y otra investigación realizada
por el Banco de Francia sobre
veintidós países avanzados abundó en los temas que acabamos de señalar sobre
las causas que determinan la marcha de la inversión. Para sus autores, lo más importante para explicar la caída de la
inversión (en contra de lo que suele mantener el Fondo Monetario Internacional,
que se limita a decir que baja la inversión porque baja la
producción) es el pesimismo sobre la evolución
de la demanda (que explica el 80 por ciento de la debilidad
de la inversión) y la incertidumbre (el 17 por ciento), mientras que otras circunstancias como los costes de los factores tienen
muy poca influencia. Y de ello deducen que «las políticas económicas destinadas
a impulsar la demanda esperada representan la herramienta más eficaz que puede
ser utilizada para estimular la inversión».54
En definitiva, es cierto que manejar las variables de
las que depende la inversión es siempre difícil y
que hacer que aumente de forma sostenible y creadora de empleo es algo
muy
complicado.
Pero
lo
cierto
es
que
el predominio de los prejuicios liberales que
terminan
debilitando
el impulso
público a la inversión
privada lo complica todo mucho más.
Citas
46. The Economist, «Rewriting history: the nation's
income
is a constantly moving target», 30 de abril 2016.
47. J. Stiglitz, Caída libre:
el libre mercado
y
el hundimiento de
la economÍa mundial, Taurus, Madrid,
2010, p. 131.
48. La explicación aritmética de ese incremento final en la renta producido por el incremento inicial en la inversión tiene que ver con el concepto de
progresión geométrica, que es una sucesión de números en la que
cada uno es igual al anterior
multiplicado siempre por el mismo número que se llama razón. En el caso del ejemplo, la razón era 0,8, y la progresión
geométrica ha sido: 100; 100 ×
0,8; (100 × 0,8) × 0,8; (100 × 0,8 × 0,8) × 0,8; y así sucesivamente. La suma de una progresión geométrica es el número
inicial (en este caso 100) multiplicado por 1 / (1 – razón), y por eso
podríamos saber que, con los datos del ejemplo, la renta final
sería 500 euros
[100 × 1 / (1 –
0,8)] .
49. J. Brennan, «Rising
corporate concentration, declining
trade union power, and the growing income gap», Levy Economics Institute, marzo de 2016,
p.
50. W. Fellner, Monetary policies and full employment, University of
California Press, Berkeley, 1946, p. 44. (Reimp.: Garland
Pub., Nueva York,
1983.)
51. J. D. Sachs,
«La prueba de la golosina
para la economía
mundial», El País, 15 de febrero de 2016. Carlo Ponzi fue un emigrante italiano
que puso en marcha en Estados
Unidos, a lo largo de los años veinte del siglo XX, una
monumental estafa piramidal que luego sería copiada en multitud de lugares.
Fundamentalmente se basaba en recoger depósitos a los que remuneraba con
intereses altísimos que no procedían de inversión alguna, sino del dinero de
los nuevos depositantes.
52. OCDE, «Fortalecer la inversión es fundamental para meJorar la calificación E-menos de la economía mundial», nota de prensa, OCDE, París,
2015.
53. M. Leboeuf y B. Fay, «What
is
behind the
weakness in
global
investment?», documento de debate del personal, Banco de Canadá, n.0 2016-
5,
febrero de 2016.
54. M. Bussiere, L. Ferrara
y J. Milovic,
«Explaining the recent slump in investment: the role
of expected demand and uncertainty», documento de trabajo,
Banco de Francia,
n.0 571, 2015, p. 38.
Continuará