Por Luis Emilio Aybar
Diferentes posiciones pueden identificarse en el debate público actual con relación al régimen de propiedad en el proyecto de Constitución cubana, que desde agosto del presente año es sometido a consulta popular. En el campo de las relaciones y proporciones entre los tipos de propiedad encontramos, por un lado, aquellos que cuestionan la presencia en el documento de una mayor protección de la propiedad socialista y su correspondiente administración estatal, en comparación con la propiedad privada nacional[1]; por el otro, aquellos que consideran insuficientes los postulados que establecen dicha protección y, dentro de ello, los mecanismos a disposición del pueblo para ejercer como propietario[2]. Antes de adentrarme en esto último, analicemos más detenidamente el primer punto de vista.
¿Pueden los tipos de propiedad quedar en igualdad de condiciones?
Los partidarios de esta tesis sostienen una visión particular de la libertad económica: todas las formas de propiedad deben quedar en igualdad de condiciones institucionales, de modo que puedan desarrollarse a plenitud. Su desenvolvimiento concreto determinará cuál de ellas contribuye más al crecimiento económico de Cuba.
El planteamiento es retórico: todos sabemos que las formas capitalistas van a ganar.
El éxito productivo del capitalismo proviene de su capacidad para reducir la complejidad social y natural presente en el acto de producción y consumo, subordinándola a un único objetivo: la obtención de ganancias. La naturaleza, las colectividades sociales, las personas, funcionan como instrumentos para obtener un fin[3]. Este rasgo no es modificable, sino intrínseco a las condiciones capitalistas de producción. Cuando se logra reducir su impacto, es porque se tuvo éxito en introducir demandas que son diferentes u opuestas a las demandas propias de la acumulación en condiciones de competencia. Pero esta “humanización” del capital es siempre traicionera: conquista social que se obtenga en un país entraña el despojo de otros; conquista social que se obtenga hoy peligra mañana.
El sistema capitalista es estructural con relación al funcionamiento de la sociedad, e internacional en su alcance geográfico. Por ello desde sus inicios han surgido voces y fuerzas con un objetivo cardinal: sustituirlo. Ahí donde el capitalismo establece el imperio de la ganancia privada, luchamos por poner la economía al servicio de las necesidades sociales y naturales. Ahí donde cosifica a la naturaleza y a las personas, luchamos por establecer el desarrollo integral de la vida como un objetivo interno de la actividad económica. Ahí donde nos obliga a estar siempre a la defensiva, luchamos por afincar los derechos en las bases mismas de las relaciones de producción: los derechos de la naturaleza, el derecho a la existencia humana, el derecho al trabajo, el derecho al fruto del trabajo, el derecho a la participación democrática, el derecho a la información, el derecho a la educación, el derecho a la salud, el derecho a la alimentación, entre muchos otros.
Es obvio que una economía que asuma tales principios crecerá de forma diferente. Pedirle que le gane al capitalismo en el incremento de la producción de bienes y servicios es como pedirle a una mariposa que salte como un conejo: tienen estructuras diferentes, orientadas a metas diferentes. Digo más, es un requisito de la transición socialista la existencia de un poder que reduzca y contenga la influencia capitalista en la sociedad y potencie las nuevas formas económicas.
¿Es viable la “economía mixta”?
Otra visión que se esgrime con frecuencia argumenta los beneficios de la llamada “economía mixta”. Se asume que cada tipo de propiedad tiene sus potencialidades y es posible establecer un relativo equilibrio entre ellas, complementando sus ventajas a escala social. Es la traducción económica de la vieja apuesta por combinar lo mejor del socialismo y lo mejor del capitalismo. Se trata de un proyecto pendiente de realización, pues ni siquiera los países ejemplificados constituyen en realidad economías mixtas: en China y Vietnam predomina ampliamente el modelo capitalista en las empresas estatales y privadas, así como en la naturaleza de sus relaciones con el mundo.
Por otro lado, si el argumento se refiere a la mera coexistencia de tipos diferentes de propiedad, y no a su equilibrio relativo, pierde todo sustento. La “economía mixta” no constituiría entonces una verdadera alternativa.
En las sociedades actuales conviven cooperativas, empresas estatales, negocios familiares entre otros, y ello no impide el absoluto predominio de las formas capitalistas, con su balance nefasto de ventajas y desventajas a escala macrosocial.
En conclusión, una economía basada en un equilibrio regulado entre diversos tipos de propiedad es una utopía abstracta. La sociedad es una totalidad que implica la existencia de un modo de producción dominante. Las situaciones de equilibrio, cuando ocurren, son siempre transiciones y procesos de disputa.
La forma comunista de hacer las cosas debe lograr hegemonizar a la nación y al mundo, como única manera de frenar la tendencia expansiva del capital. Las constituciones son herramientas para lograrlo, por eso bajo ningún concepto un país socialista puede establecer igualdad de condiciones entre modelos productivos antagónicos: sería equiparar a David con Goliat.
La concentración estatal
Por otro lado, se afirma que el proyecto de Constitución favorece la concentración de la propiedad en manos del Estado, y se propone introducir postulados que permitan a la ciudadanía defenderse frente a las prácticas monopólicas de “cualquier tipo de propiedad”[4]. Coincido con este diagnóstico, y también con las propuestas, pero esta visión, tal y como es presentada, limita el alcance de la transformación revolucionaria. La afirmación “frente a cualquier tipo de propiedad” olvida una que por su propia naturaleza no implica concentración de ningún tipo: la que está por realizar, la del pueblo.
Esta posición se diferencia de, como mínimo, otras dos.
Por un lado, aquellos que asumen la propiedad social como un hecho en Cuba, pues la identifican con distribución de la riqueza a través de un Estado que ejerce la propiedad a nombre del pueblo (esta es sin dudas la visión cristalizada en el Proyecto de Constitución).
Por el otro, aquellos que plantean la existencia de una propiedad estatal a secas, pero consideran inviable a escala social algo parecido a una propiedad del pueblo. El horizonte se limita así al eterno predominio de la propiedad estatal, o en su lugar la “economía mixta”.
Nuestra comprensión es que la propiedad del pueblo sobre los medios de producción requiere el poder del pueblo sobre los medios de producción. Una metáfora nos pudiera ayudar a ilustrar este punto de vista. Una familia posee una casa pero el jefe o la jefa de familia es quien decide dónde se ponen los muebles, de qué color se pinta, y qué transformaciones estructurales necesita. Tiene la potestad de no tomar en cuenta las opiniones de los demás si así lo considera. Es la casa de todos pero la mayor parte de sus habitantes solo recibe el beneficio de vivirla. El verdadero propietario es el jefe o jefa de familia.
Con esto no estamos desconociendo la importancia de la distribución social de las riquezas. En Cuba se ha practicado de manera profunda, partiendo del principio de que la riqueza en forma de instrumentos de producción y bienes de consumo pertenece a quienes la crean con su trabajo, y por tanto a ellos deben retornar los beneficios. Todos tenemos derecho a “vivir la casa”, y nadie puede quedar “expulsado” de la riqueza colectiva.
Hasta aquí vamos bien, los problemas empiezan cuando un grupo social específico, el cuerpo de funcionarios y dirigentes que componen el Estado, decide cómo se gestiona nuestra riqueza, y empezamos a ver que no logran hacerlo de una manera que satisfaga cabalmente nuestras necesidades, y empezamos a ver que muchos de ellos se aprovechan de su poder para lucrar.
Se hace evidente la necesidad de que el pueblo, conformado por los que crean la riqueza y los afectados por su mala utilización, tenga poder sobre la gestión pública, esto es: se convierta en propietario total de los medios de producción.
Miramos alrededor y vemos una distancia entre ese deseo y la realidad, no solamente por las barreras que pone el Estado, sino también por la ausencia de un sujeto popular con plenas capacidades para ejercer el poder a nivel macro. La propiedad socialista implica una transformación cultural y social, un cambio profundo en nuestros hábitos, motivaciones y capacidades. Aquí también se deslindan los campos entre los que creen en la enorme potencialidad del pueblo para elevarse como decisor y fiscalizador público, y los que depositan su confianza exclusivamente en líderes políticos, directivos y expertos.
El pueblo es de por sí un hecho demográfico y un hecho cultural, pero no necesariamente un sujeto político organizado, con identidad compartida, solidaridad intersectorial, conciencia de clase, y un proyecto en común. Debido a la distancia entre estos rasgos y el pueblo que somos, predomina la desconfianza en nuestras propias capacidades, combinada con las trabas del poder constituido. Pero resulta que ya una vez fuimos capaces de articular semejantes rasgos, durante el desarrollo y consolidación de una revolución socialista.
¿Por qué pensar que no podremos recuperarlos?
¿Por qué pensar que no podremos incluso profundizar su carácter democrático?
Con la ganancia de una sociedad plagada de instancias colectivas, el desafío actual es dotarlas de un poder real sobre los asuntos locales y sectoriales, y también sobre los problemas nacionales y provinciales que los condicionan. Un hervidero de sujetos populares, conciliando sus intereses y sintetizando las necesidades colectivas, basado en una amplia transparencia informativa y en el control de las funciones públicas, conforma la ruta del poder popular.
El poder popular, que incluye el poder de los trabajadores en sus colectivos laborales pero lo desborda, es una condición de la propiedad socialista. Es lógico que la gente sienta que es de nadie lo que es de todos, porque no lo construye, y es lógico que ello tenga tanta influencia en la escasez y la mala calidad de los bienes y servicios. Faltan incentivos de tipo comunista, que integran la satisfacción de las necesidades individuales con la participación democrática, la solidaridad social, la creatividad colectiva, el crecimiento moral, el ejercicio de la crítica. Su ausencia o disminución se combina con los bajos salarios y genera el estancamiento de una propiedad burocratizada. Muchas cosas dejaron de suceder adentro y afuera del centro laboral, y otras nuevas no sucedieron.
Hoy estamos en una encrucijada con tres salidas:
seguir igual,
continuar avanzando hacia el capitalismo,
o re-lanzar el comunismo cubano, a partir de sus propios acumulados.
¿Cuánto favorece el proyecto de Constitución este último camino?
La propiedad del pueblo
En términos del régimen de propiedad hemos analizado los retrocesos en un artículo anterior[5]. Concentrémonos ahora en el bajo aprovechamiento de la reforma constitucional para introducir avances novedosos. Estos deben venir de la mano del incremento del poder del pueblo como requisito de su propiedad, cuya declaración constitucional es mantenida en el actual Proyecto. Sin embargo, en el campo económico se hace una sola mención a la participación de los trabajadores, cuando se afirma que estos “participan activa y conscientemente” en la planificación socialista. Mientras, en el sistema político, donde debe hacer su entrada el pueblo como sujeto total, predominan los mecanismos de representación y designación, en lugar de los mecanismos de participación directa y control popular de las funciones públicas.
Veamos algunas propuestas a impulsar en la práctica, que pudieran ser favorecidas por la nueva Carta Magna si esta las abordara directa o indirectamente.
– Incentivar el protagonismo de los trabajadores en la planificación socialista, actualmente convertida en asunto de expertos y directivos.
Ello implica someter a discusión los planes económicos sectoriales y nacionales, no solo los correspondientes a cada unidad empresarial o presupuestada. Los colectivos laborales deben contar con información para poder pronunciarse sobre los criterios de asignación de recursos, que condicionan sus actividades y las de sus compatriotas.
– Dotar de un poder real a los sindicatos en la negociación de los salarios, las condiciones de trabajo, las normas de producción, etc.
Establecer el poder de veto a los diferentes niveles, frente a decisiones de la administración que consideren arbitrarias o inapropiadas.
– Instituir la presencia de representantes directos de los trabajadores y los consumidores en las juntas que dirigen los Grupos Empresariales (Juntas de Gobierno de las OSDE)[6], que puedan incidir en las decisiones a partir de necesidades y aspiraciones encomendadas por sus bases sociales.
– Establecer el derecho a huelga como recurso de los trabajadores cuando no funcionen otros canales en el sector privado nacional, privado extranjero, estatal y mixto.
– Desarrollar la fiscalización obrera y popular, con la creación de comisiones a todos los niveles, integradas por trabajadores, contralores, representantes de organizaciones políticas y de masas, consumidores y otros sujetos populares. Que auditen sin avisar y que los resultados sean divulgados públicamente.
– Transformar la naturaleza de los vínculos entre los delegados y sus electores y entre los diputados y sus electores.
En las instancias de base debe transitarse, de solo emitir planteamientos individuales a construir mandatos colectivos, y de solo abordar las problemáticas zonales a abordar también las problemáticas municipales, provinciales y nacionales. Para que los delegados y diputados puedan ser verdaderos voceros de sus bases tienen que construir con ellas las posiciones que van a defender en las Asambleas, y para que las comunidades a través de ellos puedan participar en la toma de decisiones hay que invertir el orden actual, o sea dotar a los delegados y diputados de un poder mayor que el de los órganos ejecutivos.
Se hace evidente la necesidad de potenciar algunos procesos transversales a estas propuestas, débilmente desarrollados en la actualidad.
En primer lugar, la más amplia información pública sobre los asuntos en discusión (desde el nivel más bajo hasta el más alto), y sobre los resultados de la participación. Los dirigentes poseen la visión de conjunto porque tienen la información. El pueblo necesita esa información para ir más allá de lo local y lo inmediato en su participación.
En segundo lugar, favorecido por lo anterior, la solidaridad entre sectores y territorios, como única forma de construir intereses colectivos y evitar el sectorialismo y las desigualdades.
Por último, poder real para las bases sociales, incrementando hasta donde sea factible la participación directa, asegurando el control popular de los cargos electos y designados, y otorgando más poder a los órganos legislativos. La participación pierde sentido si no se traduce en decisiones. La gente ha perdido interés en las instancias colectivas porque juegan un débil papel en solucionar sus problemas más acuciantes.
La propiedad socialista se asemeja más a una dialéctica de unidad y diversidad, centralización y descentralización en la organización del poder, la producción y la distribución, que a una multiplicación equilibrada de propietarios específicos, donde a mediano o largo plazo los capitalistas se imponen al resto.
Lo presentado son propuestas de transición, que pueden generar un escenario más favorable para todos, pero no agotan las posibilidades del camino popular. Los dirigentes estatales seguirían teniendo un papel relevante, tanto por el margen de decisión que conservarían en dicha transición, como por la importancia de los órganos ejecutivos para viabilizar las líneas de acción pactadas. Por tanto, se vuelve imprescindible simultanear el crecimiento del control obrero y popular, con el crecimiento ideológico o la sustitución de directivos económicos y dirigentes estatales.
La misma historia de la Revolución demuestra el valor que tiene esto último para impulsar los intereses comunes. Las grandes conquistas de las últimas décadas no se deben al predominio del Estado como un rasgo beneficioso en sí mismo, porque no siempre un Estado poseedor es un Estado benefactor. Se deben al control ejercido sobre los funcionarios estatales por una vanguardia política que adoptó el punto de vista de la clase trabajadora y el pueblo. Esta vanguardia se convirtió en partido y el partido se unificó con el Estado como ente burocrático, en lugar de apostar a la profundización del poder popular.
Hoy tenemos una consecuencia de este largo proceso en el deterioro ideológico y moral de los funcionarios públicos, sean estos directivos económicos, dirigentes estatales o personal auxiliar.
Dos ideas cardinales nos restan:
1- La propiedad socialista implica el desarrollo de un poder con perspectiva de clase, un poder que busca suprimir la clase de los que mantienen al pueblo en situación de dependencia, los que expropian los bienes comunes y lucran con el trabajo ajeno.
No puede haber propiedad socialista en armonía con las formas capitalistas de producción, ni con el acaparamiento de poder y recursos por parte de dirigentes estatales. El papel de un partido comunista es trabajar por el predominio de esa perspectiva de clase mediante la formación política, la agitación y propaganda y el estímulo a la organización popular. No es, bajo ningún concepto, convertirse en Estado, debilitando el poder popular.
2- La propiedad socialista se torna funcional al capitalismo con facilidad.
Podemos llegar a ser muy socialistas internamente, pero nuestras importaciones y exportaciones ocurren en condiciones capitalistas de producción. Ellas nos perjudican o favorecen como nación, pero siempre sobre la base de reproducir la injusticia en el mundo. La propiedad socialista requiere trabajar valientemente por un orden comunista mundial.
Enfrentamos el reto de satisfacer nuestras necesidades materiales y continuar aportando al camino socialista de los pueblos.
Un capitalismo regulado y respetuoso de la vida, a escala internacional, tiene tan poco antecedente histórico como un mundo basado en la propiedad colectiva, por eso apostamos por este último, que lleva la igualdad, la solidaridad y la libertad en sus propios fundamentos.
Notas:
[3] Incluso las políticas de estímulo a remuneraciones que vayan más allá de la reproducción simple de la fuerza de trabajo, suelen estar orientadas por este sentido instrumental, pues favorecen el incremento de la producción por la vía del incremento del consumo.
[6] Organizaciones Superiores de Dirección Empresarial.
Se reproduce en La Cosa con autorización expresa del autor.
Luis Emilio Aybar es sociólogo e investigador cubano.