Por Abhijit Banerjee, Esther Duflo
Nobeles de Economía 2019
TERCERA PARTE
¿SOLUCIONES
AL ALCANCE DE LA MANO PARA UNA MEJORA DE LA
SALUD MUNDIAL?
La salud es
un terreno muy prometedor, pero también muy frustrante. Parece haber una gran cantidad de soluciones
disponibles, desde vacunas a mosquiteros, que servirían para salvar vidas a un
coste mínimo, pero son muy pocos los que utilizan estas tecnologías
preventivas. A menudo se culpa a los empleados públicos del sector de la salud,
encargados de proveer los servicios médicos básicos en la mayoría de los
países, lo que no es del todo injusto, como se verá más adelante. Por otra
parte, estos trabajadores insisten en que aprovechar esas soluciones es mucho
más difícil de lo que parece.
En el invierno de 2005, en la
bella ciudad de Udaipur, al oeste de la India, tuvimos un debate muy animado
con un grupo de enfermeras del sistema público. Estaban muy enfadadas con
nosotros porque participábamos en un proyecto que trataba de hacer que fueran a
trabajar más a menudo. En un determinado momento, una de ellas se enfureció de
tal manera que decidió ser muy franca y nos dijo que, de todas formas, el
trabajo era inútil. Cuando recibían a un niño con diarrea, todo lo que le
podían ofrecer a la madre era un envase con una solución de rehidratación oral
(SRO), una mezcla de sal, azúcar, cloruro potásico y un antiácido, para
disolverlo en agua y dárselo a beber al niño. Pero la mayoría de las madres no
se creían que la SRO pudiera servir para nada. Querían antibióticos o suero
intravenoso, los tratamientos que consideraban correctos. Las enfermeras
señalaron que, cuando una madre salía del centro de salud solamente con un
envase de SRO, no volvía nunca más. Veían morir cada año a un número
considerable de niños a causa de la diarrea, pero se sentían completamente
impotentes.
De los 9 millones de niños que mueren anualmente sin haber
cumplido los cinco años, la gran mayoría son niños pobres del sureste de Asia y
del África subsahariana y aproximadamente uno de cada cinco muere de diarrea.
Está en marcha una iniciativa para poder desarrollar y distribuir una vacuna
contra el rotavirus, el virus responsable de muchos de los casos de diarrea
—aunque no de todos—. Pero tres «soluciones milagrosas» podrían salvar ya a la
mayoría de estos niños: la lejía (o cloro) para purificar el agua y los dos ingredientes básicos de la solución de rehidratación SRO: la
sal y el azúcar. Simplemente con invertir 100 dólares en cloro envasado para el
uso doméstico se podrían prevenir treinta y dos casos de diarrea[1]. La deshidratación es la causa principal
de muerte por diarrea y la SRO, que es prácticamente gratuita, es una forma de
prevención asombrosamente efectiva.
Sin embargo, ni el cloro ni la
SRO se utilizan demasiado. En Zambia el cloro es barato y se encuentra
fácilmente gracias a los esfuerzos de Population Services International (PSI),
una gran organización que lo distribuye por todo el mundo a precios
subvencionados. Una familia de seis miembros puede comprar suficiente lejía
para purificar el agua de uso doméstico, lo que evitaría la diarrea transmitida
por el agua, a un coste de 800 kwachas (0,18 centavos de dólar PPC); pero
solamente lo hace el 10 por ciento de las familias[2].
En la India, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF),
se suministró SRO solo a una tercera parte de los niños menores de cinco años
que sufrieron diarreas[3]. ¿Por qué
mueren 1,5 millones de niños al año de diarrea, una enfermedad que a menudo
podría evitarse desde el principio y que, en muchos casos, podría tratarse con
agua hervida, azúcar y sal?
La lejía y la SRO no son los
únicos ejemplos. Hay otras soluciones que están relativamente al alcance de la
mano y que son prometedoras para mejorar la salud y para salvar vidas. Se trata
de tecnologías sencillas y baratas que, utilizadas adecuadamente, podrían
ahorrar una gran cantidad de recursos (por ejemplo, en un mayor número de días
trabajados, un menor uso de antibióticos, cuerpos más fuertes y cosas así).
Además de salvar vidas, podrían autofinanciarse. Pero demasiadas soluciones de
este tipo se desaprovechan. El problema no es que las personas no se preocupen
por su salud, pues lo cierto es que lo hacen, y dedican a ello recursos
considerables. Pero a veces se gastan el dinero en otras cosas, como en
antibióticos que no siempre son necesarios o en operaciones quirúrgicas que
llegan demasiado tarde para poder curar. ¿Por qué tiene que ser así?
LA TRAMPA DE LA SALUD
En un pueblo de Indonesia conocimos a Ibu Emptat, la mujer
de un tejedor de cestas. Su marido había tenido problemas de vista algunos años
antes de nuestro primer encuentro (en el verano de 2008) y ya no podía
trabajar. A ella no le quedó más remedio que pedir a un prestamista local
100.000 rupias (18,75 dólares PPC) para poder pagar los medicamentos que
necesitaba su marido para volver a trabajar, así como 300.000 rupias (56
dólares PPC) para mantener a la familia durante el periodo de recuperación de
este, pues tres de sus siete hijos todavía vivían con ellos. Tenía que pagar un
10 por ciento de interés mensual por el préstamo, pero no pudo mantener los
pagos al día. Cuando la conocimos su deuda se había disparado hasta 1.000.000 de rupias (187 dólares PPC) y el
prestamista amenazaba con embargar todas las pertenencias de la familia. Para
empeorar más las cosas, a uno de sus hijos pequeños le acababa de ser
diagnosticada asma severa y, a causa de las deudas que ya tenía la familia, no
podían pagar los medicamentos necesarios para tratarle. El chico, que ya no
podía ir a la escuela con normalidad, estuvo sentado a nuestro lado durante
toda la conversación, tosiendo cada poco. La familia parecía estar atrapada en
una trampa de pobreza clásica: la enfermedad del padre les empobreció, por lo
que el niño seguía estando enfermo y, como la enfermedad le impedía ir a la
escuela, la pobreza amenazaba su futuro.
No cabe duda de que la salud es
una fuente potencial de numerosas y diferentes trampas. Por ejemplo, los
trabajadores que viven en un ambiente insalubre pueden perder muchos días de
trabajo, mientras los niños pueden enfermar con frecuencia y ser incapaces de
estudiar bien y las madres pueden dar a luz niños enfermizos. Cada uno de estos
canales es un mecanismo potencial para que las desgracias de hoy se conviertan
en pobreza en el día de mañana.
La parte positiva es que, si
esto es lo que ocurre, puede que solamente necesitemos un empujón, una
generación que consiga crecer y trabajar en un ambiente sano, para desmontar la
trampa. Este es el punto de vista, por ejemplo, de Jeffrey Sachs; tal como él
lo ve, una gran proporción de los más pobres, y de hecho países enteros, se
encuentran atascados en una trampa de pobreza basada en la salud. Su ejemplo
favorito es la malaria: los países en los que una gran parte de la población
está expuesta a la malaria son mucho más pobres; en promedio, países como Costa
de Marfil o Zambia, donde por lo menos el 50 por ciento de la población está
expuesta a la malaria, tienen rentas per cápita que equivalen a una tercera
parte de la de países en los que hoy la malaria está ya erradicada[4]. Y el hecho de ser mucho más pobres hace
más difícil que tomen medidas para prevenir la malaria, lo que a su vez los
mantiene en la pobreza. Pero, de acuerdo con Sachs, esto también significa que
las inversiones públicas dirigidas a controlar la enfermedad en estos países
(como la distribución de mosquiteros para mantener alejados a los mosquitos durante
la noche) podrían ser muy rentables; la gente enfermaría con menor frecuencia y
trabajaría más, y las consiguientes mejoras de ingresos podrían cubrir
fácilmente los costes de estas medidas, y más aún. Para expresarlo en términos
de la curva en forma de S descrita en el capítulo primero, los países africanos
donde la malaria es endémica están atrapados en la parte izquierda de la curva,
donde su fuerza de trabajo, debilitada por la malaria, es demasiado
improductiva y, por tanto, demasiado pobre como para poder costear la
erradicación de la enfermedad. Pero si alguien les hiciera el favor de
financiarla, podrían acabar en la parte derecha de la curva, en el camino a la
prosperidad. Este mismo argumento podría ser válido para otras enfermedades que
son prevalentes en los países pobres. Este es el núcleo del mensaje optimista
que ofrece Sachs en su libro El fin de la pobreza.
Los escépticos se han
apresurado a señalar que no está claro si, como sostiene Sachs, los países
infestados de malaria son pobres debido a la malaria o si, por el contrario, su incapacidad para erradicar la enfermedad es un indicador del
hecho de que están mal gobernados. Si fuese así, la mera erradicación de la
malaria puede significar muy poco mientras no se corrijan las debilidades de
sus gobiernos.
¿Cuál de las dos versiones
apoyan las pruebas, la de los optimistas o la de los escépticos? Existen
numerosos estudios realizados en diferentes países que analizan las campañas
exitosas de erradicación de la malaria. Todos ellos comparan regiones del país
donde la enfermedad está extendida con otras regiones en las que no lo está, y
examinan lo que les ocurre a los niños nacidos en la zona antes y después de la
campaña de erradicación. Todos los estudios han llegado a la conclusión de que,
en las zonas donde la enfermedad estaba extendida, las condiciones de vida de
los niños nacidos después de la campaña —como la educación o los ingresos— se
recuperan y alcanzan niveles propios de los nacidos en las regiones de baja
incidencia de la enfermedad. Esto indica con rotundidad que la erradicación de
la malaria consigue reducir la pobreza a largo plazo, aunque los efectos no
sean tan importantes como los apuntados por Jeffrey Sachs. Un estudio sobre la
erradicación de la malaria en el sur de Estados Unidos (donde hubo malaria
hasta 1951)[5] y en varios países de
América Latina[6] indica que un
niño que haya crecido sin malaria gana el 50 por ciento más al año
durante toda su vida adulta que un niño que sí haya sufrido la enfermedad.
Se obtuvieron resultados cualitativamente similares en estudios hechos sobre la
India[7], Paraguay y Sri Lanka,
aunque la magnitud de las mejoras varía entre países[8].
Estos resultados sugieren que
puede haber un rendimiento económico extraordinariamente alto cuando se
invierte en curar la malaria. Un mosquitero tratado con insecticida permanente
cuesta, como mucho, 14 dólares PPC en Kenia y dura cerca de cinco años.
Supongamos, con cautela, que un niño en Kenia que duerma bajo el mosquitero
durante sus dos primeros años de vida reduce en un 30 por ciento la probabilidad
de infectarse con malaria, en comparación con un niño que duerma sin él. El
ingreso medio anual de un adulto en Kenia asciende a 590 dólares PPC. Por
tanto, si es verdad que en Kenia la malaria reduce los ingresos en un 50 por
ciento, entonces una inversión de 14 dólares llevaría a incrementar en 295
dólares al año los ingresos del 30 por ciento de la población que habría
enfermado de malaria sin el mosquitero. El rendimiento económico medio en el
país es de 88 dólares al año a lo largo de toda la vida laboral adulta del
niño, lo que resultaría suficiente para que los padres comprasen a todos sus
hijos suministros de mosquiteros de por vida, y aún les quedaría algo de
dinero.
Hay otros ejemplos de inversiones en salud altamente
efectivas. Una de ellas consiste en disponer de agua limpia y de servicios de
higiene y saneamiento. En general, y de acuerdo con las estimaciones de la OMS
y de UNICEF para el año 2008, cerca del 13 por ciento de la población mundial
no podía acceder a fuentes de agua de cierta calidad (es decir, agua corriente
o bien agua procedente de un manantial) y cerca del 25 por ciento no tenía
acceso a agua potable para beber[9].
Y muchas de esas personas son las más pobres. En nuestra base de datos de dieciocho países, el acceso a agua corriente
doméstica entre las personas más pobres del mundo rural variaba desde menos del
1 por ciento en las zonas rurales de los estados indios de Rajastán y de Uttar
Pradesh hasta el 36,8 por ciento de Guatemala. Las cifras suelen ser bastante
mejores para los hogares más ricos, aunque varían mucho de un país a otro: del
3,2 por ciento en Papúa Nueva Guinea al 80 por ciento en Brasil, tomando como
referencia en ambos casos a la clase media rural. Son aún mayores en las áreas
urbanas, tanto para los pobres como para la clase media. Por lo que respecta a
los servicios de higiene y saneamiento, son todavía más escasos entre los
pobres: el 42 por ciento de la población mundial vive en una casa sin baño.
La mayoría de los expertos
están de acuerdo en que el acceso a agua corriente y a servicios higiénicos
tiene efectos espectaculares sobre la salud. Existe un estudio que afirma que
gracias a la introducción de agua corriente, las mejoras higiénicas y el
clorado de los depósitos de agua entre 1900 y 1946 la mortalidad cayó casi
hasta la mitad, y la mortalidad infantil se redujo aproximadamente el 75 por
ciento durante ese periodo[10]. Es
más, los ataques reiterados de diarrea durante la infancia generan daños
permanentes en el desarrollo, tanto físico como cognitivo. Se ha estimado que
la conducción de agua clorada a los hogares mediante tuberías permite reducir
la diarrea hasta en un 95 por ciento[11].
La mala calidad del agua y las balsas de agua estancada también causan otras
enfermedades importantes, incluyendo la malaria, la esquistosomiasis y el
tracoma[12]. Todas ellas pueden
producir la muerte de un niño o convertirlo en un adulto menos productivo.
No obstante, la opinión general
es que actualmente la provisión de agua corriente y de servicios higiénicos, a
un coste de 20 dólares mensuales por hogar, todavía resulta demasiado cara para
los presupuestos de la mayoría de los países en desarrollo[13]. Sin embargo, la experiencia de Gram
Vikas, una ONG que trabaja en Orissa, en la India, demuestra que las cosas se
pueden hacer a un coste mucho menor. Su consejero delegado es Joe Madiath, un
hombre capaz de reírse de sí mismo, que asiste a la reunión anual de las
personas más ricas y poderosas del mundo en el Foro Económico Mundial de Davos
(Suiza) vestido con trajes de algodón tejido a mano, y que está acostumbrado a
hacer las cosas de otra forma. La carrera de Madiath como activista empezó
pronto: a los doce años tuvo problemas por primera vez al tratar de organizar a
los trabajadores de la plantación propiedad de su padre. Fue a Orissa a
principios de la década de 1970 con un grupo de estudiantes de extrema
izquierda para colaborar tras el paso de un ciclón devastador. Cuando
terminaron las tareas de auxilio de emergencia decidió quedarse para ver si
encontraba alguna forma de ayudar permanentemente a los campesinos oriya pobres
y, con el tiempo, se decidió a centrarse en el tema del agua y los servicios
higiénicos y de saneamiento. El hecho de poder simultanear los retos diarios
con la oportunidad de lograr un cambio social a largo plazo fue lo que le
atrajo a estas cuestiones. Él mismo nos explicó que en Orissa el agua y los
servicios higiénicos son cuestiones sociales, e insistió en que en todos los
pueblos donde opera Gram Vikas todas y cada una de las casas deberían estar conectadas a la misma red de suministro de agua. Las
tuberías llevan el agua corriente a cada una de las casas, que contienen un
inodoro, un grifo y un cuarto de baño, conectados todos al mismo sistema. Para
los hogares de castas altas esto significa compartir el agua con los hogares de
castas bajas, lo que para muchos habitantes de Orissa resultaba inaceptable la
primera vez que se propuso. A la ONG le lleva cierto tiempo alcanzar el acuerdo
de todo el pueblo y algunos acaban renunciando, pero la organización está
comprometida con el principio de no empezar a trabajar en un municipio hasta
que todos estén de acuerdo en participar. Cuando finalmente se consigue dicho
acuerdo, es frecuente que se trate de la primera vez que algunos hogares de
castas altas participen en un proyecto en el que está involucrado el resto de
la comunidad.
Una vez que el pueblo acuerda
trabajar con Gram Vikas, comienza el trabajo de construcción, que dura entre
uno y dos años. El sistema comienza a funcionar solo después de que todas las
casas tengan su grifo y su inodoro. Mientras tanto, Gram Vikas recoge datos
todos los meses sobre quién ha acudido al centro de salud para ser tratado de
malaria o de diarrea, lo que permitirá observar directamente qué ocurre en un
pueblo tan pronto como empieza a circular el agua corriente. Los efectos son
extraordinarios pues, casi de un día para otro, y durante muchos años,
desaparece la mitad de los casos de diarrea y una tercera parte de los casos de
malaria. El coste mensual del sistema para cada hogar, incluyendo el
mantenimiento, es de 190 rupias (cuatro dólares al tipo de cambio actual),
solamente un 20 por ciento de lo que se considera el coste habitual de un
sistema de este tipo.
Hay medidas todavía más baratas
para evitar la diarrea, como añadir cloro al agua. Otras tecnologías médicas o
de salud pública muy económicas y de efectividad probada incluyen la SRO, la
vacunación de los niños, medicinas desparasitarias, lactancia materna en exclusiva
hasta los seis meses y algunos procedimientos prenatales rutinarios como la
vacuna antitetánica para las futuras madres. La vitamina B para combatir la
ceguera nocturna y las pastillas de hierro o la harina enriquecida con hierro
contra la anemia, entre otros, son ejemplos adicionales de las soluciones
sencillas.
La existencia de estas
tecnologías es el origen tanto del optimismo como de la impaciencia de Jeffrey
Sachs. En su forma de ver el problema, hay trampas de pobreza basadas en la
salud, pero también hay escaleras que podemos dar a los pobres para permitirles
escapar de estas trampas; si ellos no pueden pagárselas, el resto del mundo
debería ayudarlos, y eso es lo que hace Gram Vikas en Orissa, organizando a las
comunidades y subvencionando el coste de los sistemas de agua y servicios de
higiene y saneamiento. Hace unos años, Joe Madiath nos contó que creía que
tendría que renunciar a fondos de la Fundación Bill y Melinda Gates cuando la
persona encargada de las ayudas insistió en que los habitantes de los pueblos
deberían pagar el coste total de lo que estaban recibiendo (afortunadamente, la
fundación cambió más tarde su postura sobre este asunto). Él defendía que es
imposible para la gente pagar 190 rupias al mes, aunque sea cierto que los
beneficios potenciales en términos de salud valen mucho más. Gram Vikas
solamente pide a los habitantes del pueblo que pongan en un fondo el
dinero necesario para permitir que el sistema se mantenga en buen estado y que
sea capaz de incorporar a los nuevos hogares cuando la comunidad vaya
creciendo. La ONG recauda el resto del dinero de donantes de todo el mundo y,
para Sachs, así deberían hacerse las cosas.
¿POR QUÉ NO SE USAN MÁS ESTAS
TECNOLOGÍAS?
Milagros infrautilizados
La teoría de Sachs según la cual las personas pobres están
atrapadas en una trampa de pobreza basada en la salud de la que el dinero puede
sacarlas tiene una pega. Algunas de estas tecnologías son tan baratas que todo
el mundo debería poder permitírselas, incluso los más pobres. Por ejemplo, la
lactancia materna no cuesta nada y, sin embargo, menos del 40 por ciento de los
niños del mundo son lactantes exclusivos durante seis meses, como recomienda la
OMS[14]. Otro buen ejemplo es el
agua, pues como se ha señalado anteriormente, llevar tuberías y sistemas de
saneamiento a las casas cuesta 190 rupias al mes —es decir, 2.280 rupias al
año—, lo que en términos de paridad de poder de compra equivale a 300.000
kwachas zambianos. Es probable que los zambianos pobres no se lo puedan
permitir, pero por menos del 2 por ciento de esa cifra una familia zambiana de
seis miembros puede comprar la suficiente lejía clorada para purificar toda el
agua que destinan al consumo durante un año. Una botella de Chlorin (una marca
de cloro distribuida por PSI) cuesta 800 kwachas (0,18 dólares PPC), sirve para
un mes y reduce la diarrea infantil en hasta un 48 por ciento[15]. La gente de Zambia conoce los beneficios
del cloro; de hecho, cuando se les pregunta por algo para purificar el agua que
beben, el 98 por ciento mencionan el Chlorin. Aunque Zambia es un país muy
pobre, 800 kwachas por una botella que dura un mes no es una gran suma
—solamente en aceite para cocinar, la familia media gasta 4.800 kwachas a la
semana (1,10 dólares PPC)—. No obstante, solo el 10 por ciento de la población
utiliza la lejía para tratar el agua. Cuando se ofreció a algunos hogares, como
parte de un experimento, un descuento que les permitiría comprar una botella de
Chlorin por 700 kwachas (0,16 dólares PPC) apenas la mitad quiso comprarla[16]. El porcentaje aumentó rápidamente cuando
el precio se redujo a 300 kwachas (0,07 dólares PPC) pero, sorprendentemente,
una cuarta parte de la gente no compró el producto ni tan siquiera a este
precio reducido.
La demanda de mosquiteros
también es baja. En Kenia, Jessica Cohen y Pascaline Dupas organizaron una ONG
llamada TAMTAM (siglas en inglés repetidas de Juntos Contra la Malaria) para
distribuir mosquiteros gratuitos en clínicas prenatales del país[17]. En un momento dado, PSI empezó a distribuir mosquiteros
subvencionados —pero no gratuitos— en las mismas clínicas y Cohen y Dupas
quisieron saber si su organización seguía siendo necesaria. Diseñaron una
prueba sencilla, ofreciendo mosquiteros a precios diferentes en clínicas
distintas y elegidas al azar. El coste variaba desde la gratuidad total en
algunos lugares hasta el precio marcado por PSI, subvencionado todavía, en
otros. De forma parecida al caso de Chlorin, llegaron a la conclusión de que la
compra de mosquiteros era, en efecto, muy sensible al precio. Prácticamente
todo el mundo se llevó un mosquitero gratis a casa, pero al precio de PSI
(cerca de 0,75 dólares PPC) la demanda de mosquiteros se redujo prácticamente a
cero. Cuando Dupas repitió el experimento en mercados de ciudades diferentes,
pero dando tiempo a la gente para que fuera a sus casas a por dinero en lugar
de tener que comprar sobre la marcha, aumentó la venta al precio de PSI, pero
la demanda todavía se multiplicó cuando el precio se reducía acercándolo a cero[18].
Es aún más preocupante el
hecho, relacionado con lo anterior, de que la demanda de mosquiteros sea muy
sensible al precio, pero no a variaciones en los ingresos. Para situarse en la
parte derecha de la curva en forma de S y empezar un círculo virtuoso donde se
refuercen mutuamente la mejora de la salud y la de los ingresos, debería
ocurrir que el aumento de los ingresos de una persona que ha evitado la malaria
fuera suficiente para aumentar mucho la probabilidad de que sus hijos compren
un mosquitero y la eviten también. Anteriormente se ha argumentado que la
compra de mosquiteros para reducir el riesgo de contagio de malaria tiene como
efecto potencial el incremento anual medio de los ingresos en un significativo
15 por ciento. Sin embargo, aunque ese incremento es mucho mayor que el coste
de un mosquitero, las personas que son un 15 por ciento más ricas solamente se
muestran un 5 por ciento más inclinadas a comprarlo[19].
Dicho de otra forma, lejos de dejar prácticamente asegurado que la próxima
generación duerma bajo un mosquitero, distribuirlos de forma gratuita una vez
solamente conseguiría que en la siguiente generación el número de niños que
duermen bajo mosquiteros aumentara del 47 al 52 por ciento. Eso no es en
absoluto suficiente para erradicar la malaria.
Lo que subyace en la falta de
demanda es quizá la dificultad fundamental del problema de la salud: existen
escaleras para escapar de la trampa de la pobreza, pero no siempre se
encuentran en el lugar adecuado y la gente no parece saber cómo subirse a
ellas, o incluso se niega a hacerlo.
El deseo de una salud mejor
A pesar de sus grandes ventajas potenciales, los pobres no
parecen dispuestos a sacrificar mucho dinero o mucho tiempo para conseguir agua
limpia, mosquiteros o, si se quiere, pastillas desparasitarias o harina
enriquecida, pero ¿significa esto que no se preocupan por la salud? La evidencia indica lo contrario. Cuando se les
pregunta si recientemente han tenido algún periodo de un mes en que se hayan
sentido «preocupados, tensos o con ansiedad», cerca del 25 por ciento de los
pobres de Udaipur y de la zona urbana de Suráfrica responden que sí [20]. Esta cifra es mucho mayor que la que se
observa en Estados Unidos; y la salud propia o la de los familiares próximos
aparece como el origen más frecuente de ese estrés (el 44 por ciento de los
casos en Udaipur). En muchos de los dieciocho países de nuestra base de datos,
los pobres dedican a la salud una cantidad importante de su propio dinero. El
gasto mensual en salud entre los muy pobres llega hasta el 5 por ciento del
presupuesto mensual del hogar en la India rural, y es de entre el 3 y el 4 por
ciento en Pakistán, Panamá y Nicaragua. En la mayoría de los países, la
proporción de los hogares en los que se ha visitado al médico al menos una vez
durante el último mes supera el 25 por ciento. Los pobres también se gastan
mucho dinero en situaciones puntuales relacionadas con la salud; entre las
familias pobres de Udaipur, el 8 por ciento de los hogares reflejaron un gasto
total en salud de más de 5.000 rupias (228 dólares PPC) durante el mes
anterior, es decir, diez veces el presupuesto mensual per cápita para una familia
media; y algunos hogares (el 1 por ciento que más había gastado) le habían
dedicado el equivalente a 26 veces el presupuesto medio mensual. Cuando se
enfrentan a problemas serios de salud, los hogares pobres reducen el gasto,
venden activos o piden prestado, como Ibu Emptat, la mujer del tejedor de
cestas, lo que frecuentemente implica el pago de tipos de interés muy altos; en
Udaipur, de cada tres hogares que entrevistamos, uno se encontraba devolviendo
algún préstamo solicitado para pagar cuidados médicos. Una parte importante de
estos préstamos procede de prestamistas y el interés puede ser muy alto: el
tipo de interés medio es del 3 por ciento al mes, es decir, el 42 por ciento
anual.
Dinero a cambio de nada
Por tanto, la cuestión no es cuánto gastan los pobres en
salud, sino a qué se dedica el dinero, ya que a menudo se emplea en
tratamientos caros más que en prevención barata. En muchos países en
desarrollo, para hacer que la salud sea menos cara, funciona de manera oficial
un sistema de priorización o triaje que asegura que los servicios básicos estén
a disposición de los pobres, relativamente cerca de sus casas y a precios
asequibles —a menudo gratis—. Lo más normal es que el centro más próximo no
tenga médico, sino una persona preparada para tratar problemas sencillos y para
detectar otros más serios, en cuyo caso el enfermo es derivado al siguiente
nivel. Hay países donde este sistema está sometido a una gran presión por falta
de personal adecuado, pero en muchos otros, como en la India, los centros
existen y los puestos se cubren. Incluso en el distrito de Udaipur, que está
especialmente alejado y tiene una baja densidad de población, una familia
solamente tiene que recorrer dos kilómetros y medio para llegar a un puesto de salud donde
haya una enfermera. No obstante, hemos encontrado datos que indican que el
sistema no está funcionando y que los pobres tienden a rechazar el sistema
público de salud. El adulto medio que entrevistamos en los hogares más pobres
acude a un centro médico una vez cada dos meses y, entre estas visitas, menos
de una cuarta parte habían sido a un centro público[21].
Más de la mitad fueron a centros privados y el resto fueron a bhopas
—curanderos tradicionales que ofrecen principalmente exorcismo para ahuyentar a
los malos espíritus—.
Los pobres de Udaipur parecen
elegir un plan doblemente caro: el tratamiento en vez de la prevención y el
tratamiento a través de centros privados en vez de las enfermeras y los médicos
que el gobierno ofrece gratuitamente. Esto podría tener sentido si los médicos
privados tuvieran una mejor cualificación, pero no parece que sea así. Apenas
algo más de la mitad de los «médicos» privados tienen estudios y titulación de
Medicina (incluyendo títulos no convencionales relativos a la medicina
tradicional hindú, como el BAMS [Grado en Ciencia Médica Ayurveda, según sus
siglas en inglés], y el BUMS [Grado en Ciencia Médica Unani]), mientras que una
tercera parte no tienen ningún tipo de titulación universitaria. Cuando
observamos a quienes actúan como «ayudantes del médico», que en su mayoría
también ven a pacientes, el resultado es todavía más desolador, pues dos
terceras partes no tienen ningún tipo de estudios de medicina[22]. La expresión coloquial para referirse a
este tipo de médicos sin cualificación es la de «médicos bengalíes» porque en
Bengala se creó una de las primeras facultades de medicina de la India y los
médicos se dispersaron por el norte del país buscando destinos donde poder
ejercer. Esa tradición ha continuado y en los pueblos siguen apareciendo
personas con poco más que un estetoscopio y una bolsa de medicinas corrientes,
que se establecen como médicos bengalíes, independientemente de que sean o no
de Bengala. Entrevistamos a uno que nos explicó cómo se convirtió en médico:
«Me gradué en el instituto de enseñanza secundaria y, como no encontraba
trabajo, decidí dedicarme a la medicina». Amablemente nos enseñó su título de
enseñanza secundaria, donde figuraban las asignaturas cursadas: geografía,
psicología y sánscrito, la lengua clásica de la India. Los doctores bengalíes
no son solamente un fenómeno rural, pues en los suburbios de Delhi se ha
estimado que solo un 34 por ciento de los «médicos» tiene titulación oficial en
medicina[23].
El no tener titulación no es
sinónimo necesariamente de incompetencia, pues estos médicos bien podrían haber
aprendido a tratar los casos fáciles y a derivar el resto a un hospital de
verdad. Otro médico bengalí con el que hablamos, que además procedía de verdad
de Bengala, tenía muy claro que conocía sus propios límites: recetaba
paracetamol, medicamentos contra la malaria y quizá algunos antibióticos cuando
la enfermedad parecía que podía ser sensible a ellos. Si el caso era difícil,
derivaba a los pacientes a un Centro de Atención Primaria (CAP) o a un hospital
privado.
Sin embargo, este tipo de
conciencia de los límites de uno mismo no es universal. En el área urbana de
Delhi, Jishnu Das y Jeff Hammer, dos economistas del Banco Mundial, se propusieron evaluar los conocimientos reales de los médicos[24]. Comenzaron con una muestra de todo tipo
(públicos y privados, cualificados y no cualificados) y a cada uno le
presentaron cinco resúmenes de casos clínicos. Por ejemplo, un hipotético
paciente es un niño que llega con síntomas de diarrea. La práctica médica
recomendada es que el facultativo haga primero las preguntas necesarias para
saber si el niño ha tenido fiebre alta o ha vomitado y, si no es así, pueda
descartar problemas más serios y recetar SRO. Otro caso es el de una mujer
embarazada que llega con síntomas típicos de preeclampsia, una enfermedad
potencialmente mortal que requiere la derivación inmediata a un hospital. Las
respuestas de los médicos y las preguntas que eligieron fueron comparadas con
las preguntas y respuestas «ideales» para formar un índice de competencia de
cada médico. La competencia media en la muestra fue tremendamente baja. Incluso
los mejores médicos (los primeros veinte de cada cien) preguntaron menos de la
mitad de las cuestiones que deberían haber planteado, mientras los peores (el
último 20 por ciento) solo hicieron una de cada seis preguntas recomendadas.
Además, la gran mayoría habría puesto un tratamiento que, según la evaluación
de una comisión de expertos, probablemente generaría más perjuicios que
beneficios. Los médicos no cualificados fueron los peores, con diferencia,
especialmente los que trabajaban en los barrios pobres. Los mejores eran los
médicos privados cualificados, mientras los médicos públicos se encontraban en
la zona intermedia.
También se observó una pauta
clara en el tipo de fallos detectados, pues los médicos tendían a hacer menos
hincapié del debido en las tareas de diagnóstico y ponían más énfasis en la
medicación. En nuestra encuesta de salud en Udaipur nos dimos cuenta de que el
paciente recibe una inyección en el 66 por ciento de las visitas a un centro
privado y suero en el 12 por ciento de las visitas. Solamente en el 3 por
ciento de las consultas se hace algún análisis. La forma habitual de tratar la
diarrea, la fiebre o los vómitos es recetar antibióticos o esteroides, o ambos
a la vez, normalmente mediante inyección[25].
Esto no solamente resulta
innecesario en la mayoría de los casos, sino que también puede ser peligroso.
Primero está el tema de la esterilización de las jeringuillas. Unos amigos
nuestros habían dirigido una escuela de enseñanza primaria en un pequeño pueblo
de las afueras de Delhi, donde había un médico con titulación desconocida pero
con una consulta próspera. Fuera de la consulta había un barril enorme que
siempre estaba lleno de agua, con un grifo. Al terminar con cada paciente, el
médico salía fuera y hacía una representación del lavado de la aguja con agua
del barril. Esta era su manera de dar la impresión de higiene. No sabemos si
llegó a infectar a alguien con su jeringuilla, pero los médicos de Udaipur
hablan de un médico en concreto que infectó de hepatitis B a un pueblo entero
al reutilizar la misma jeringuilla sin esterilizar.
El uso inadecuado de los
antibióticos aumenta la probabilidad de que surjan cepas de bacterias
resistentes a ellos[26]. Y es más
probable que ocurra si la duración del tratamiento es más corta de lo debido,
algo que acostumbran a hacer muchos médicos para ahorrar gastos a sus
pacientes. Se está observando un incremento de la resistencia a los
antibióticos en el mundo en desarrollo. De forma similar, el uso de dosis
incorrectas y la administración inadecuada de medicamentos están haciendo que
en varios países de África aparezcan cepas del parásito de la malaria
resistentes a los tratamientos habituales, algo que apunta claramente a una
catástrofe sanitaria[27]. En el caso
de los esteroides, el daño derivado de su uso excesivo es todavía más
insidioso. Los investigadores mayores de cuarenta años que hayan estudiado a
los pobres en países como la India podrán recordar alguna situación en la que
se sorprendieron al descubrir que alguien que parecía mucho mayor que ellos
era, de hecho, mucho más joven. El envejecimiento prematuro puede deberse a
numerosas causas, pero el uso de esteroides es claramente una de ellas —y no
solamente hace que la gente parezca mayor, sino también que muera antes—. No
obstante, dado que el efecto inmediato del medicamento hace que el paciente se
sienta mejor rápidamente, y dado que a este no se le dice lo que puede ocurrir
más tarde, el paciente se va a casa satisfecho.
¿Qué está pasando entonces?
¿Por qué algunas veces los pobres renuncian a métodos económicos y efectivos —a
la forma fácil y barata de mejorar decisivamente la salud— mientras se gastan
mucho dinero en cosas que no funcionan y que pueden llegar a ser perjudiciales?
¿La culpa es de los gobiernos?
Una parte de la respuesta radica en que muchas de las
mejoras más asequibles están en la prevención y, en el área de la prevención,
el gobierno ha tenido tradicionalmente el papel principal. El problema es que,
para cuestiones que debieran ser fáciles, los gobiernos tienen una forma de
actuar que las hace mucho menos fáciles. Dos de las razones por las que no
vemos que se provean más cuidados preventivos son las altas tasas de absentismo
y la baja motivación del personal de la sanidad pública.
Los centros de salud públicos a
menudo están cerrados cuando se supone que deberían estar abiertos. En la India
los dispensarios locales deben estar abiertos seis días a la semana, seis horas
al día. Pero en Udaipur visitamos más de 100 instalaciones una vez por semana,
en horarios elegidos al azar dentro de las horas laborables, y el 56 por ciento
de las veces los encontramos cerrados. Además, el hecho de que la enfermera
hubiera salido a realizar un servicio fuera del centro solamente justificó un
12 por ciento de los casos, de modo que en el resto sencillamente no estaba en
su puesto. Esta tasa de absentismo es similar en otros lugares. En 2002-2003 el
Banco Mundial llevó a cabo la World Absenteeism Survey (Encuesta sobre
Absentismo en el Mundo) en Bangladesh, Ecuador, la India, Indonesia, Perú y
Uganda, y se comprobó que la tasa media de absentismo de los trabajadores de la
salud (médicos y enfermeras) era del 35 por ciento (en la India del 43 por
ciento)[28]. En Udaipur nos
encontramos con que las ausencias también son impredecibles, lo que dificulta aún más que los pobres dependan de estos
centros. Los centros privados aseguran que el médico estará allí. Si no
estuviese no cobraría, mientras que el empleado del gobierno cobrará su sueldo
aunque no esté, así que podrá ausentarse.
Además, aunque los médicos y
enfermeras se encuentren en el centro, no tratan muy bien a sus pacientes.
Mientras trabajaban con el mismo grupo de médicos que había respondido a los
resúmenes de casos clínicos, un miembro del equipo de investigación de Das y
Hammer acompañó a cada uno de ellos durante un día entero. El investigador
registró detalles de la visita de cada paciente, incluyendo el número de
preguntas que hacía el médico sobre la historia del problema, las pruebas que
se habían hecho, los medicamentos recetados o recibidos y, en el caso del
sector privado, el precio pagado. La impresión general que sacamos de este
estudio sobre los servicios médicos en la India, tanto públicos como privados,
es aterradora. Das y Hammer lo describen como la regla de 3-3-3: la consulta
media dura tres minutos; los médicos hacen tres preguntas y
puntualmente algunas pruebas; y el paciente recibe tres medicinas (los
médicos suelen dar directamente los medicamentos, más que escribir recetas). En
menos del 7 por ciento de los casos se deriva a un enfermo, los pacientes
reciben instrucciones solo la mitad de las veces y los médicos ofrecen
orientaciones relativas al seguimiento de la enfermedad en apenas una tercera
parte de los casos. Como si esto no fuera suficientemente malo, en el sector
público las cosas están mucho peor que en el privado. Los médicos públicos
dedican, de media, apenas dos minutos a cada enfermo; hacen menos preguntas y
en la mayoría de los casos no llegan a tocar al paciente. Principalmente se
limitan a pedir al paciente un diagnóstico y después ofrecen un tratamiento
para lo que el propio paciente les ha contado. En otros países se han obtenido
resultados similares[29].
Por tanto, quizá la respuesta
es bastante sencilla: la gente evita el sistema público de salud porque no
funciona bien, lo que también podría explicar por qué otros servicios
proporcionados por el gobierno, como las vacunas y las pruebas prenatales para
las futuras madres, están infrautilizados.
Pero sabemos que el problema de
los servicios públicos no lo es todo. Los mosquiteros no son distribuidos
exclusivamente por el gobierno, ni tampoco el Chlorin para purificar el agua. E
incluso cuando las enfermeras van al trabajo, tampoco crece el número de
pacientes que demandan sus servicios. Hubo un periodo de cerca de seis meses en
que se consiguió reducir drásticamente el absentismo gracias a la colaboración
entre una ONG local, Seva Mandir, y las autoridades regionales. La probabilidad
de encontrar a alguien en los centros de salud aumentó de un penoso 40 por
ciento hasta más del 60 por ciento, pero no se observó ningún efecto sobre el
número de pacientes que acudieron a ellos[30].
En otra iniciativa de Seva
Mandir, se organizaron campañas mensuales de vacunación en el mismo grupo de
pueblos, porque las tasas en la zona eran extremadamente bajas. Antes de la
intervención de la ONG, la proporción de niños que habían recibido las vacunas
que la OMS y UNICEF consideran básicas ascendía a menos del 5 por ciento del
total. Puesto que hay un amplio consenso sobre la capacidad de las vacunas
para salvar vidas (se estima que entre dos y tres millones de personas mueren
cada año como consecuencia de enfermedades que se pueden prevenir con ellas) y
sobre su bajo coste (para los habitantes de estos pueblos es gratis), esto
parece algo que debería ser prioritario para todos los padres. La creencia general
era que las bajas tasas de vacunación se debían al incumplimiento de las
enfermeras. Las madres simplemente se habrían cansado de ir caminando con sus
hijos hasta los centros para no encontrarlas allí.
Para resolver este problema, en
2003 Seva Mandir decidió iniciar sus propias campañas, que tuvieron una amplia
difusión, se organizaron con carácter mensual en la misma fecha y, como
confirman nuestros datos, se desarrollaron con una regularidad de reloj. Se
consiguió incrementar algo la tasa de vacunación: un promedio del 77 por ciento
de los niños de pueblos donde se llevaron a cabo las campañas recibieron al
menos una inyección. Pero el problema fue completar el tratamiento. Globalmente
hablando, las tasas de vacunación total se elevaron desde el 6 por ciento
observado en los pueblos de un grupo de control hasta el 17 por ciento en los
pueblos atendidos por las campañas. No obstante, incluso con estos servicios de
alta calidad, ofrecidos gratuitamente por una entidad privada a la puerta de
casa, 8 de cada 10 niños se quedaron sin la vacunación completa.
Por consiguiente, debemos
aceptar la posibilidad de que si la gente no va a los centros públicos de
salud, en parte se debe a que no está especialmente interesada en recibir los
servicios que se ofrecen, incluyendo las vacunas. ¿Por qué las personas pobres
demandan tanta atención médica (mala), pero muestran tal indiferencia hacia la
prevención y, de forma más general, hacia las ventajas poco costosas que ha
inventado para ellos la profesión médica?
ENTENDIENDO LAS CONDUCTAS DE
BÚSQUEDA DE LA SALUD
¿Es que gratis significa inútil?
Si la gente no se aprovecha de las tecnologías preventivas y
poco costosas para mejorar su salud, ¿podría ser porque las tecnologías baratas
son precisamente eso, baratas?
No es tan imposible como puede
parecer. La racionalidad económica más básica indica que el coste, una vez que
se ha pagado o «está hundido», no debería tener efecto alguno sobre el uso,
pero hay muchos que reclaman que, como ocurre a menudo, la racionalidad
económica se equivoca. De hecho hay un efecto de «coste hundido psicológico»
según el cual las personas son más propensas a usar aquello por lo que han
pagado mucho. Además, la gente puede juzgar la calidad por el precio y se puede
pensar que las cosas no tienen valor precisamente porque son baratas. Todas
estas posibilidades son importantes porque la salud es un campo en el que hasta
los economistas defensores del mercado libre han apoyado tradicionalmente las
subvenciones y, como consecuencia, la mayor parte de estas ventajas baratas
están disponibles a precios inferiores a los de mercado. La lógica es sencilla:
un mosquitero no solamente protege al niño que duerme bajo su protección, sino
también a otros niños a los que ese no contagiará de malaria. Una enfermera que
trata la diarrea con SRO, en lugar de utilizar antibióticos, está evitando que
aumente la resistencia a las medicinas. El niño vacunado que no padecerá
paperas también protege a sus compañeros de clase. Si hacer que estas
tecnologías sean más baratas asegura que las utilice más gente, todos los demás
también saldrán beneficiados.
Por otra parte, si la gente
está expuesta a un efecto de coste hundido, por ejemplo, puede salir el tiro
por la culata con las subvenciones, pues el uso será bajo porque el
precio es muy bajo. William Easterly, en The White Man’s Burden [31], sugiere que esto es lo que está
ocurriendo. Pone ejemplos de mosquiteros subvencionados usados como velos de
novia. Otros hablan del uso de retretes como tiestos o, más gráficamente, del
uso de preservativos como globos.
Sin embargo, ahora hay
experimentos aplicados que sugieren que este tipo de anécdotas está
sobrevalorado. Varios estudios que pusieron a prueba si la gente usa menos las
cosas por haberlas conseguido gratis no han encontrado evidencia de este tipo
de comportamientos. Recordemos el experimento TAMTAM de Cohen y Dupas, que
demostró que la gente es mucho más propensa a comprar mosquiteros cuando son
muy baratos o gratuitos. ¿Pero se utilizan estos mosquiteros? Para saberlo,
TAMTAM envió a sus ayudantes a las casas de la gente que había comprado los
mosquiteros a precios subvencionados. Comprobaron que entre el 60 y el 70 por
ciento de las mujeres que habían adquirido los mosquiteros los estaban usando
de verdad. En otro experimento se vio que el uso a lo largo del tiempo se
incrementó casi hasta el 90 por ciento. Además, no se encontraron diferencias
en los índices de uso entre quienes habían pagado los mosquiteros y quienes no.
En otras ubicaciones los resultados han sido idénticos, lo que descarta la
posibilidad de que las subvenciones sean las culpables del bajo uso.
Pero, si las subvenciones no lo son,
¿cuál es la causa?
¿La fe?
Abhijit creció en una familia procedente de dos extremos de
la India. Su madre era de Mumbai y en su familia una comida no se consideraba
completa sin los panes ácimos llamados chapatis y bhakris, hechos de trigo y
mijo. Su padre era de Bengala, donde la gente come arroz con casi todas las
comidas. En las dos regiones también se tienen posturas distintas sobre cómo se
debe tratar la fiebre. Toda madre maratí sabe que el arroz ayuda a recuperarse
rápidamente. Sin embargo, en Bengala el arroz está prohibido y para indicar que
alguien se ha recuperado de una fiebre se dice que «hoy le han permitido comer
arroz». Cuando a los seis años un desconcertado Abhijit preguntó a su tía
bengalí sobre esta aparente contradicción, ella le contestó que tenía que ver
con la fe.
Una parte importante de cómo
navega cada uno a través del sistema de salud es la fe —o, para utilizar
equivalentes más laicos, la combinación de creencias y teorías—. ¿Cómo si no
sabemos que la medicina que nos recetaron servirá para reducir una inflamación
y que no hay que sustituirla por sanguijuelas? Lo más probable es que ninguno
de nosotros haya visto una prueba aleatoria donde algunos enfermos de neumonía,
por ejemplo, recibieran antibióticos, mientras a otros les ponían sanguijuelas.
De hecho, ni siquiera tenemos ninguna evidencia directa de que alguna vez se
hayan hecho pruebas de este tipo. Lo que nos da seguridad es la confianza en la
forma en que los medicamentos son aprobados oficialmente por la Food and Drug
Administration (FDA [Agencia de Alimentos y Fármacos de Estados Unidos]) o por
su equivalente en otros países. Entendemos que un antibiótico no estaría en el
mercado si no hubiese sido sometido a algún tipo de prueba y confiamos —a veces
equivocadamente, dados los incentivos económicos para manipular los ensayos
médicos— en que la FDA se asegure de que los estudios son creíbles y los
antibióticos seguros y efectivos.
No se trata en absoluto de
insinuar que nuestra decisión de confiar en las recetas de los médicos sea
equivocada, sino de subrayar el hecho de que muchas creencias y teorías, sobre
las que tenemos poca o ninguna evidencia directa, contribuyen a esa confianza.
Cuando esta se erosiona por alguna razón en los países ricos, somos testigos de
reacciones violentas contra lo que habitualmente se acepta como prácticas
adecuadas. A pesar de que comités médicos de alto nivel nos aseguren
continuamente que las vacunas son seguras, hay personas, en países como Estados
Unidos y Reino Unido, por ejemplo, que renuncian a vacunar a sus hijos contra
el sarampión por una supuesta relación de la vacuna con el autismo. El número
de casos de sarampión está creciendo en Reino Unido, a pesar de que en el resto
del mundo se está reduciendo[32].
Consideremos las circunstancias de un ciudadano medio de un país pobre. Si en
Occidente, con todo el conocimiento de los mejores científicos del mundo a su
disposición, la gente encuentra difícil basar sus decisiones en pruebas
sólidas, ¿cómo de difícil será para los pobres, que tienen mucha menos
información? Las personas toman decisiones a partir de lo que ellas mismas
consideran que tiene sentido, y dado que la mayoría no han estudiado biología
básica en el instituto y que, como hemos visto anteriormente, no tienen ningún
motivo para confiar en la profesionalidad de sus médicos, sus decisiones se
parecen bastante a dar palos de ciego.
Por ejemplo, da la impresión de que
los pobres, en muchos países, tienen la teoría de que es importante que la medicación se aplique directamente en
sangre y por eso quieren inyecciones. Para rechazar esta teoría —que podría ser
plausible— hay que saber algo sobre la forma en que el cuerpo absorbe los
nutrientes a través del tracto digestivo y algo más sobre por qué la
esterilización adecuada de las agujas requiere altas temperaturas. Dicho de
otro modo, se necesita, como mínimo, la biología del instituto.
Para complicar más las cosas,
el aprendizaje de temas de cuidados sanitarios es inherentemente difícil, no
solamente para los pobres, sino para todo el mundo[33].
Si los pacientes están convencidos de que necesitan inyecciones para mejorar,
la probabilidad de que lleguen a entender alguna vez que están equivocados es
mínima. Puesto que la mayoría de las enfermedades que provocan visitas al
médico son autolimitadas —es decir, acaban desapareciendo en cualquier caso—,
es muy probable que los pacientes se sientan mejor después de una única
inyección de antibióticos. Esto favorece claramente las asociaciones causales
falsas: incluso si el antibiótico no hace nada para curar la dolencia, es
normal que se le atribuya cualquier mejora. Por el contrario, no es normal
atribuir una influencia causal a la inacción; si una persona va al médico por
una gripe y el médico no hace nada, en el caso de que el paciente se sienta
mejor acertará al pensar que el responsable de la mejora no ha sido el médico.
Entonces, en lugar de estar agradecido al médico, el paciente pensará que tuvo
suerte de que todo saliera bien en esa ocasión, pero que en el futuro debería
acudir a otro médico distinto. De esta forma se genera una tendencia natural a
la medicación excesiva en un mercado privado y no regulado. El problema se
agrava también porque, muchas veces, la persona que receta es a la vez quien
suministra los medicamentos, bien porque la gente acude a su farmacéutico en
busca de consejo, bien porque los médicos privados también los venden.
En lo que respecta a las
vacunas, aprender de la experiencia puede resultar todavía más difícil, puesto
que no curan un mal que ya existe, sino que protegen contra males futuros.
Cuando se vacuna a un niño contra el sarampión, es seguro que ya no padecerá
esta enfermedad. Sin embargo, entre los niños que no se vacunan, no todos
llegan a enfermar — especialmente si quienes les rodean, que son la fuente
potencial de contagio, están vacunados—, de modo que es muy difícil establecer
una relación causal clara entre la vacuna y la ausencia de enfermedad. Además,
las vacunas solamente previenen la aparición de algunas enfermedades de las muchas
que existen, por lo que es posible que los padres sin formación no entiendan el
alcance de la protección que reciben sus hijos. Así, cuando el niño enferma a
pesar de haber sido vacunado, los padres se sienten engañados y probablemente
deciden no pasar por ello otra vez. Quizá tampoco entiendan por qué se
necesitan todas las distintas inyecciones que forman el conjunto de vacunas
básico y, después de dos o tres, pueden pensar que ya han hecho todo lo que
debían. Es demasiado fácil adquirir creencias engañosas sobre lo que puede
funcionar en el campo de la salud.
El pensamiento débil y la necesidad de la esperanza
Hay otra posible razón para que los pobres se mantengan
fieles a creencias que pueden resultar insostenibles: cuando no se puede hacer
mucho, la esperanza se convierte en algo fundamental. Uno de los médicos
bengalíes con los que hablamos nos explicó el papel que jugaba en sus vidas con
estas palabras: «En realidad, los pobres no se pueden permitir el tratamiento
de ninguna enfermedad importante porque conlleva gastos elevados, como análisis
y hospitalizaciones, y por esta razón vienen a mí con sus pequeños achaques y
yo les doy unas pocas medicinas que les hacen sentirse mejor». Dicho de otro
modo, es importante hacer algo aunque se sepa que no se está atajando el
problema fundamental.
De hecho, los pobres son mucho
menos propensos a ir al médico ante problemas que pueden poner en riesgo su
vida, como un dolor en el pecho o sangre en la orina, que ante fiebre o
diarrea. En Delhi los pobres gastan tanto como los ricos en dolencias de corta
duración, pero los ricos gastan mucho más en enfermedades crónicas[34]. Por tanto, puede que la causa de que un
dolor de pecho, o un derrame cerebral, sean candidatos naturales a convertirse
en enfermedades de bhopa (una mujer mayor nos explicó una vez la
diferencia entre enfermedades de bhopa y enfermedades de médico;
insistía en que las enfermedades de bhopa están causadas por fantasmas y
tienen que ser tratadas por estos curanderos tradicionales) se deba
precisamente a que la mayoría de la gente no puede permitirse un tratamiento
médico para estos problemas.
Probablemente por esta misma
razón en Kenia se ha recurrido a los curanderos tradicionales y a los
predicadores para tratar el sida/VIH; sus servicios se anuncian orgullosamente
en todos los pueblos a través de vallas publicitarias pintadas a mano. Puesto
que los médicos alopáticos no podían hacer gran cosa (al menos hasta que los
antirretrovirales se hicieron más asequibles), ¿por qué no probar las hierbas y
hechizos de los curanderos tradicionales? Eran baratos y el paciente al menos
tenía la sensación de estar haciendo algo. Además, dado que los síntomas y las
infecciones oportunistas aparecen y desaparecen, es posible creer, al menos
temporalmente, que producen algún efecto.
Esta forma de agarrarse a un
clavo ardiendo no es exclusiva de los países pobres. Lo hacen también tanto la
minoría privilegiada de los países pobres como los habitantes del primer mundo
cuando se enfrentan a un problema que no saben cómo resolver. En Estados Unidos
la depresión y los dolores de espalda son dos enfermedades mal comprendidas que
debilitan a quien las sufre. Por ello los estadounidenses van constantemente
del psiquiatra al terapeuta espiritual, o de las clases de yoga al
quiropráctico. Como estas dos dolencias van y vienen, quienes las padecen
atraviesan etapas de esperanza y de desilusión, deseando creer cada vez, al
menos por un momento, que el nuevo remedio funciona.
Las creencias que se sostienen por conveniencia y por
comodidad posiblemente sean más flexibles que aquellas que se basan en
convicciones profundas. En Udaipur vimos algunas señales de esto. La mayoría de
la gente que visita al bhopa va también al médico bengalí y al hospital
público, y no se paran a pensar en el hecho de que representan dos sistemas de
creencias totalmente distintos y contradictorios. Hablan de enfermedades del bhopa
y de enfermedades del médico, pero cuando una enfermedad persiste no insisten
en esta diferencia y están dispuestos a usar a los dos.
La pregunta de qué significan
las creencias para la gente surgía con frecuencia cuando Seva Mandir estudiaba
cómo mejorar la vacunación, tras descubrir que incluso su sistema de campañas
mensuales bien organizadas dejaba al 80 por ciento de los niños sin vacunar
completamente. Algunos expertos locales defendían que la cuestión tenía sus
raíces en los sistemas de creencias de la gente y la inmunización no tenía un
sitio en este sistema tradicional. En la zona rural de Udaipur, entre otros
lugares, la creencia es que los niños mueren por culpa del mal de ojo y que la
forma en que este se contrae es por dejarse ver en público. Por eso los padres
no sacan a sus hijos de casa durante el primer año de vida. A partir de esto,
según los expertos escépticos, sería tremendamente difícil convencer a la gente
de que vacune a sus hijos sin que cambien antes sus creencias.
A pesar de estas posiciones
extremas, cuando Seva Mandir organizó sus campañas de vacunación en Udaipur,
logramos convencer a Neelima Khetan, la consejera delegada de la organización,
para probar algo mediante un programa piloto: ofrecer un kilo de dal
(habas secas, un alimento básico en esa zona) por cada vacuna y un conjunto de
platos de acero inoxidable por completar el ciclo. Al principio, el médico
responsable del programa de salud de Seva Mandir fue muy reacio a hacer esta
prueba. Por una parte, puede parecer mal sobornar a alguien para que haga lo
correcto, pues debería aprender por sí solo lo que es bueno para su propia
salud. Por otra parte, el incentivo que proponíamos parecía demasiado débil,
pues si la gente no vacuna a sus hijos a pesar de las enormes ventajas de
hacerlo, debe ser por alguna razón de peso. Por ejemplo, si creen que sacar de
casa a sus hijos es peligroso, parece poco probable poder convencerlos con un
kilo de dal (valorado solamente en 40 rupias, o 1,83 dólares PPC),
equivalente a menos de la mitad del jornal diario que se recibe por trabajar en
una obra pública. Conocíamos al personal de Seva Mandir desde hacía bastante
tiempo como para poder persuadirlos de que merecía la pena probar esta idea a
pequeña escala, de modo que se establecieron incentivos en treinta campañas de
vacunación. El resultado fue un éxito extraordinario y las tasas de vacunación
en los pueblos donde se hicieron las campañas se multiplicaron por siete,
llegando a alcanzar el 38 por ciento. También aumentaron en todos los pueblos
vecinos, en un área de unos 10 kilómetros. Paradójicamente, Seva Mandir
descubrió que al ofrecer el dal se reducía el coste medio por vacuna
porque incrementaba la eficiencia, dada la mayor actividad de la enfermera,
cuyo salario ya estaba incluido en los costes[35].
El programa de vacunación de Seva
Mandir es uno de los más asombrosos que hemos evaluado y, probablemente, el que ha salvado un mayor número
de vidas. Por eso estamos trabajando, con Seva Mandir y con otros, para
promover repeticiones de este experimento en otros contextos. Llama la atención
que estemos encontrando cierta resistencia. Los médicos apuntan que el 38 por
ciento está lejos del 80 o del 90 por ciento que se requiere para conseguir
inmunidad de grupo, es decir, para alcanzar la tasa en la que una comunidad
queda protegida en su totalidad; la OMS se marca el objetivo de un 90 por
ciento de cobertura a nivel nacional para la vacunación básica y de un mínimo
del 80 por ciento en cada una de las unidades subnacionales por separado. Para
una parte de la comunidad médica, si no se va a conseguir una protección total
no está justificado subvencionar a algunos hogares para que hagan algo que, en
cualquier caso, deberían hacer en su propio beneficio. Aunque es evidente que
conseguir una cobertura total sería lo ideal, este argumento de «todo o nada»
solamente es sensato en apariencia; incluso si vacunar a un niño no contribuye
a erradicar la enfermedad, aun así protege no solo a ese niño, sino a los que
están a su alrededor[36]. Por tanto,
todavía hay un gran beneficio social cuando se consigue aumentar del 6 al 38
por ciento las tasas de vacunación completa de enfermedades básicas.
En definitiva, la desconfianza
en los incentivos para el aumento de la vacunación acaba reduciéndose a una
cuestión de fe para quienes están tanto a la derecha como a la izquierda del
espectro político dominante: no hay que sobornar a la gente para que hagan lo
que nosotros creemos que es lo correcto. La razón, para la derecha, es que no
servirá para nada. Para la izquierda convencional —que incluye a una gran parte
de la comunidad vinculada a la salud pública y al buen médico de Seva Mandir—
la razón es que se degrada tanto aquello que se subvenciona como a la persona
que lo recibe. En vez de eso, deberíamos concentrarnos en convencer a los
pobres de las ventajas de las vacunas.
Pensamos que estas dos perspectivas
son algo perversas a la hora de enfocar este problema, y otros similares, por
dos razones. En primer lugar, lo que demuestran los experimentos del kilo de dal
es que, al menos en Udaipur, puede parecer que los pobres creen en todo tipo de
cosas, pero, detrás de esas creencias, no siempre hay una convicción férrea. No
tienen tanto miedo al mal de ojo como para dejar pasar el dal. Tal vez
eso quiera decir que saben que carecen de una base sólida para evaluar los
costes y beneficios de las vacunas. Cuando realmente saben lo que quieren —por
ejemplo, casar a su hija con alguien de la casta o de la religión adecuada, por
poner un ejemplo desafortunado pero importante— no se dejan sobornar tan
fácilmente. Por tanto, aunque no cabe duda de que algunas creencias de los
pobres se encuentran muy afianzadas, es un error pensar que siempre es así.
La segunda razón por la que las
perspectivas anteriores están equivocadas es que, tanto la derecha como la
izquierda, asumen que las acciones responden a las intenciones, es decir, que
si la gente estuviese convencida del valor de las vacunas, llevarían a los
niños. No siempre es así, y eso tiene consecuencias importantes.
Los propósitos para el año nuevo
Una prueba evidente de que la resistencia a las vacunas no
es muy fuerte es que, en los pueblos donde la campaña no ofrecía dal, el
77 por ciento de los niños recibieron la primera inyección. Es decir, la gente
parece estar dispuesta a empezar el proceso de vacunación, incluso en ausencia
de incentivos. El problema es conseguir que lo terminen. Por esta misma razón
la tasa de vacunación completa no supera el 38 por ciento ni siquiera con
incentivos, pues estos consiguen que la gente vaya algunas veces más, pero no
las suficientes como para recibir las cinco inyecciones del ciclo, a pesar de
los platos de acero inoxidable gratis que conseguirían si terminan el proceso.
Esto podría tener alguna
relación con el motivo por el que, año tras año, tenemos problemas para
mantener nuestros propósitos de año nuevo de hacer ejercicio regularmente, aun
a sabiendas de que nos podría salvar de un ataque al corazón en el futuro. La
investigación en psicología se ha aplicado recientemente a un conjunto de
fenómenos económicos que demuestran que la forma que tenemos de pensar sobre el
presente es muy distinta a cómo pensamos sobre el futuro (un concepto conocido
como «inconsistencia temporal»)[37].
En el presente somos impulsivos, nos dejamos llevar en gran medida por las emociones
y por los deseos inmediatos: pequeñas pérdidas de tiempo —como esperar en fila
para vacunar al niño— o molestias poco importantes —como despertar los músculos
para el deporte— resultan mucho más desagradables cuando tienen que hacerse en
el momento que si pensamos en ellas sin una sensación de inmediatez (por
ejemplo, después de una comida de Navidad lo suficientemente pesada como para
descartar cualquier posibilidad de hacer ejercicio en ese momento). Obviamente,
pasa lo contrario con esas pequeñas «recompensas» (dulces, un cigarrillo) que
nos apetecen en el momento pero que, cuando hacemos planes de futuro, producen
una satisfacción que parece menos importante.
Tenemos una inclinación natural
a posponer los pequeños costes, de modo que no recaigan sobre nuestro yo
actual, sino sobre nuestro yo del futuro. Esta idea aparecerá de nuevo más
adelante, en otros capítulos. Los padres pobres pueden estar incluso
convencidos de las ventajas de vacunarse, pero esas ventajas se plasmarán en
algún momento futuro, mientras el coste se soporta en el presente. Desde la
perspectiva del hoy tiene sentido esperar a mañana pero, por desgracia, cuando
el día de mañana se convierte en hoy opera la misma lógica. Igualmente, podemos
posponer la compra de un mosquitero o de una botella de Chlorin, porque ahora
mismo tenemos cosas mejores en que gastar el dinero —pongamos que alguien está
preparando unas frituras de caracol deliciosas al otro lado de la calle—. Es
fácil darse cuenta de que esto podría explicar por qué un coste reducido
disuade de usar un dispositivo que puede salvar la vida, o por qué pequeños
incentivos contribuyen a que sí se utilice. El kilo de dal funciona
porque es algo que la madre recibe hoy, que le compensa por el coste que asume al vacunar a su hijo —las dos horas que tarda en
llevar al niño al puesto de vacunación, o la pequeña fiebre que provoca la
inyección algunas veces—.
Si esta teoría es correcta, da
lugar a un nuevo discurso para intervenir en comportamientos específicos de
prevención en salud, o para proveer incentivos económicos, que va más allá del
argumento económico que ya hemos presentado, según el cual a la sociedad le
interesa subvencionar o hacer cumplir determinadas conductas que generan
beneficios a otros. Los incentivos o las multas pueden empujar a las personas a
hacer algo que ellos mismos consideran deseable, pero que van posponiendo
constantemente. Visto desde una perspectiva más general, la inconsistencia
temporal es un argumento potente para facilitar al máximo que la gente haga «lo
correcto», a la vez que se puede dejar libertad a quien decida no hacerlo. El
economista Richard Thaler, junto con el profesor de derecho Cass Sunstein,
recomiendan varias actuaciones para hacer exactamente eso en su libro Un
pequeño empujón (Nudge). El impulso que necesitas para tomar mejores
decisiones sobre salud, dinero y felicidad [38].
Una idea importante es la opción por defecto, que consiste en que el
gobierno, o una ONG bienintencionada, consiga que la elección por defecto sea
la opción más favorable para la mayoría de la gente, de forma que sea necesario
un movimiento activo para quienes elijan una opción diferente a aquella. Es
decir, todo el mundo tiene el derecho de elegir lo que quiera, pero hacerlo
conlleva un pequeño coste y, como consecuencia, la mayoría acabará eligiendo la
opción por defecto. Otra forma de dar ese pequeño empujón a la gente son los
pequeños incentivos, como regalar dal por las vacunas, de modo que
exista una razón para actuar hoy en lugar de posponer las cosas
indefinidamente.
El reto fundamental es diseñar
«pequeños empujones» adecuados al contexto de los países en desarrollo. Por
ejemplo, el reto fundamental en el caso de la cloración de agua en casa es que
uno tiene que acordarse de hacerlo; hay que comprar la lejía y hay que echar la
dosis exacta antes de que nadie beba. Ese proceso es lo que convierte al agua
corriente en algo tan estupendo, que ya llega clorada a las casas sin que
nosotros tengamos que preocuparnos. ¿Cómo se puede empujar a la gente que no
tiene agua corriente a que clore el agua? A Michael Kremer y sus colegas se les
ocurrió una forma de hacerlo: un dispositivo (llamado «de una vuelta»),
instalado junto al pozo del pueblo donde va todo el mundo a coger agua, que
suministra gratuitamente la cantidad de cloro adecuada simplemente girando un
pomo. Así se simplifica al máximo la cloración de agua y, puesto que hace que
mucha gente añada el cloro cada vez que va a por agua, se ha convertido en la
forma más económica de prevenir la diarrea entre todas las intervenciones para
las que se dispone de evidencia basada en pruebas aleatorias[39].
Tuvimos menos suerte —o, lo que
es más probable, fuimos menos competentes— cuando diseñamos un programa de
harina enriquecida con hierro, junto con Seva Mandir, para abordar la anemia
endémica. Habíamos intentado diseñar el programa con una opción por defecto
integrada: cada hogar podría decidir exclusivamente una sola vez si quería
participar. En el caso de decidir que sí, la harina sería siempre enriquecida.
Pero el incentivo de los molineros (que recibían una cuantía fija
con independencia de la cantidad de harina que enriqueciesen) les llevó a
cambiar la opción por defecto, al empezar por la alternativa contraria: es
decir, la harina no se enriquecía a no ser que el hogar lo solicitase. Como
hemos visto arriba, el pequeño coste de tener que insistir en el
enriquecimiento fue lo suficientemente grande como para desanimar a la mayoría
de la gente[40].
¿Empujar o convencer?
La inconsistencia temporal es lo que nos impide muchas veces
pasar de la intención a la acción. No obstante, en el caso específico de la
vacunación, cuesta creer que la inconsistencia temporal, por sí sola, sea
suficiente para hacer que la gente posponga permanentemente la decisión si
fueran plenamente conscientes de sus beneficios. Para que los padres
pospusieran de forma continuada el vacunar a sus hijos sería necesario que se
autoengañasen constantemente. No solamente tienen que convencerse de que
prefieren dejar para el mes siguiente el tiempo que lleva ir al centro de
vacunación, en lugar de hacerlo ahora, sino que además tienen que creer que
entonces irán de verdad. Es cierto que somos algo ingenuos y que pecamos de un
exceso de confianza respecto a nuestra propia capacidad para hacer lo correcto
en el futuro. Pero si los padres realmente confían en las ventajas de las
vacunas, parece improbable que sigan engañándose a sí mismos un mes tras otro,
haciendo como si fuesen a ir el mes siguiente hasta que se completa el periodo
de dos años y ya es demasiado tarde. Como veremos más adelante en el libro, los
pobres encuentran maneras para obligarse a ahorrar a pesar de sí mismos, lo que
exige muchos razonamientos financieros complejos. Si creyesen de verdad que las
vacunas son tan maravillosas como dice la OMS, probablemente habrían descubierto
una forma de superar su tendencia natural a dejar las cosas para más tarde. La
explicación más probable es que ocurren ambas cosas a la vez: que lo dejan para
más tarde y que subestiman las ventajas.
Los pequeños empujones pueden
ser muy útiles cuando los hogares, por la razón que sea, tienen dudas acerca de
las ventajas de lo que se les propone. Por eso la salud preventiva es una
opción doblemente apropiada para este tipo de políticas, pues sus ventajas se
producen en el futuro y, en cualquier caso, es difícil entender con exactitud
en qué consisten. Lo bueno es que los empujones también pueden ser útiles para
convencer, lo que puede dar lugar a una retroalimentación positiva. ¿Recuerda
los mosquiteros que se regalaban a una familia pobre de Kenia? Habíamos
argumentado que las ventajas del primer mosquitero, en términos de ingresos, no
eran suficientes por sí solas para hacer que el niño receptor comprase otro
para sus propios hijos; aunque el mosquitero generaba un incremento de la renta
del 15 por ciento para el niño, esa mejora aumentaba la probabilidad de comprar
uno nuevo solo en un 5 por ciento. Sin embargo, el efecto renta no lo es todo.
La familia puede darse cuenta de que cuando lo usan, sus hijos enferman menos. Además pueden
aprender también que es más fácil de utilizar de lo que creían inicialmente y
que dormir con él no es tan desagradable como pensaban. Pascaline Dupas sometió
esta hipótesis a un experimento, al hacer un segundo intento de vender
mosquiteros a las familias a las que antes les había regalado u ofrecido a muy
bajo precio, y también a las familias a quienes se les había ofrecido a precio
de mercado —y que en su mayoría no habían comprado—[41].
Descubrió que las familias del primer grupo se mostraron más propensas a
comprar un segundo mosquitero —aunque ya tenían uno— que aquellas a las que se
les había exigido el pago del precio total por el primero. Además descubrió que
el conocimiento viaja, pues los amigos y vecinos de quienes recibieron un
mosquitero gratis también eran más propensos a comprar uno para ellos.
LA IMPRESIÓN DESDE NUESTRO
SOFÁ
Los pobres están atrapados en el mismo tipo de problemas que
nos afectan a todos los demás, entre los que están la falta de información, el
pensamiento débil y la tendencia a dejar las cosas para más tarde. Ciertamente,
quienes no somos pobres estamos, de alguna manera, mejor preparados e
informados, pero la diferencia es mínima porque, al fin y al cabo, sabemos muy
poco y, casi con toda seguridad, menos de lo que nos imaginamos. Nuestra
ventaja real procede de las muchas cosas que damos por hechas. Vivimos en casas
con agua corriente limpia y no necesitamos acordarnos de añadir Chlorin al
suministro de agua cada mañana. Las aguas residuales desaparecen por su cuenta
y realmente no sabemos cómo. Podemos confiar (casi siempre) en que nuestros
médicos trabajan lo mejor que pueden y en el sistema público de salud para
decidir lo que deberíamos y lo que no deberíamos hacer. No tenemos elección a
la hora de vacunar a nuestros hijos, pues las escuelas públicas no los aceptan
si no están vacunados, e incluso si no lo hiciéramos, los niños no correrían
peligro porque todos los demás están inmunizados. Las compañías de seguros
médicos nos hacen descuento por ir al gimnasio porque piensan que si no no
haríamos deporte. Y lo que quizá es más importante, la mayoría de nosotros
podemos despreocuparnos por la próxima comida. En otras palabras, raramente
tenemos que depender de nuestra limitada dotación de recursos, autocontrol y
capacidad de decisión, mientras que a los pobres se les exige hacerlo
constantemente.
Deberíamos ser capaces de
reconocer que nadie es lo suficientemente sabio, paciente o entendido como para
ser totalmente responsable de tomar las decisiones acertadas para su salud. Por
la misma razón que quienes están en países ricos viven una vida llena de
pequeños empujones invisibles, el objetivo principal de las políticas de salud en
los países pobres debería ser facilitar que los pobres dispongan de cuidados
preventivos y, al mismo tiempo, regular la calidad de los tratamientos. Dada la
alta sensibilidad a los precios, una forma lógica para empezar es proveer servicios preventivos
gratuitos, e incluso recompensar a los hogares por usarlos, y convertir a estos
servicios en la opción por defecto siempre que sea posible. Deberían instalarse
dispositivos de suministro de Chlorin junto a las fuentes de aprovisionamiento
de agua; los padres deberían ser recompensados por vacunar a sus hijos; los
niños deberían recibir tratamientos gratuitos de desparasitación y suplementos
nutricionales en la escuela; y debería haber inversión pública en
infraestructuras de agua y saneamiento, al menos en las zonas densamente
pobladas.
Como inversiones en salud
pública, muchas de estas subvenciones permitirán recuperar con creces su coste
a través de la reducción de enfermedades y muertes y del aumento de los
ingresos —los niños que enferman menos van más a la escuela y, de adultos,
ganan más—. Sin embargo, esto no significa que podamos dar por hecho que todo
ocurrirá de forma automática y sin intervención. La cantidad de esfuerzo que la
gente está dispuesta a invertir, incluso en estrategias preventivas muy
económicas, está limitada por la información imperfecta sobre sus ventajas y
por el gran énfasis que se pone en el presente. Cuando las estrategias son más
caras surge, además, el tema del dinero. Por lo que respecta al tratamiento, el
reto es doble: asegurarse de que la gente puede pagar los medicamentos que
necesita (por ejemplo, era evidente que Ibu Emptat no podía permitirse el
tratamiento necesario para el asma de su hijo); y restringir también el acceso
a medicinas que no necesitan como forma de prevenir la creciente resistencia a
ellas. Dado que controlar a quienes deciden que son médicos y se establecen
como tales está fuera del alcance de la mayoría de los gobiernos de países en
desarrollo, la única forma de reducir la propagación de la resistencia a los
antibióticos y el uso excesivo de medicinas de uso controlado puede ser
canalizar todos los esfuerzos hacia el control de sus ventas.
Todo esto suena paternalista y,
en cierta medida, lo es. Pero también es fácil, demasiado fácil, predicar
contra los peligros del paternalismo y la necesidad de responsabilizarnos de
nuestras propias vidas desde el confort de nuestro sofá y de nuestra casa,
segura e higiénica. Al fin y al cabo, ¿no es cierto que quienes vivimos en el
primer mundo nos beneficiamos constantemente de un paternalismo que ahora está
tan incorporado al sistema que apenas lo notamos? No solamente garantiza que
nos cuidamos mejor que si tuviéramos que estar encima de cada decisión, sino
que también, al liberarnos de tener que pensar en estos temas, nos concede el
espacio mental que necesitamos para centrarnos en el resto de nuestras vidas.
Pero no nos exime de la responsabilidad de educar a la gente sobre salud
pública. Le debemos a todos, incluyendo a los pobres, una explicación tan clara
como sea posible de por qué son importantes las vacunas y de por qué tienen que
completar sus tratamientos con antibióticos. Pero deberíamos reconocer y, de
hecho, asumir, que no se consigue solo con la información. Así son las cosas
para los pobres, y también para el resto. ( continuara)
Citas
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[37]
La investigación psicológica se ha
abierto camino en la economía gracias a investigadores como Dick Thaler, de la
Universidad de Chicago, George Lowenstein de Carnegie-Mellon, Matthew Rabin de
Berkeley, David Laibson de Harvard y otros cuyos trabajos se citan aquí.
[38]
Richard H. Thaler y Cass R.
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Nueva York, Penguin, 2008. [Un pequeño empujón (Nudge). El impulso que
necesitas para tomar mejores decisiones sobre salud, dinero y felicidad,
trad. de Belén Urrutia, Madrid, Taurus, 2009].
[39]
Véase un análisis comparativo
coste-efectividad en la página web del Laboratorio de Acción de la Pobreza
Abdul Latif Jameel, disponible en http://www.povertyactionlab.org/policy-lessons/health/child-diarrhea.
[40]
Abhijit Banerjee, Esther Duflo y
Rachel Glennerster, «Is Decentralized Iron Fortification a Feasible Option to
Fight Anemia Among the Poorest?», en David Wise (ed.), Explorations in the
Economics of Aging, Chicago, University of Chicago Press, 2010, cap. 10.
[41]
Pascaline Dupas,
«Short-Run Subsidies and Long-Run Adoption of New Health Products:
Evidence from a Field Experiment»,
borrador (2010).