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domingo, 26 de enero de 2020

Paul Krugman: “No soy un santo pero estoy dispuesto a pagar más impuestos”

Premio Nobel en 2008, el economista estadounidense lamenta que ante un nuevo bache económico “los amortiguadores del coche ya se han usado”

El premio Nobel de Economía 2008, Paul Krugman.

El premio Nobel de Economía 2008, Paul Krugman.


En el despacho de Paul Krugman (Albany, Nueva York, 1953) reina el suficiente desorden que uno podría imaginar en un economista provocador e hiperactivo, prolijo en artículos, en libros y, lo más controvertido, en previsiones de futuro. Nobel de Economía en 2008, es miembro destacado del club de economistas estadounidenses de corte progresista, como el a su vez laureado Joseph Stiglitz o Jeffrey Sachs; también, de esa legión de demócratas que no vieron venir los estragos que la globalización —unida a la robotización— causaría en partes de la sociedad estadounidense. Su último título, Contra los zombis. Economía, política y la lucha por un futuro mejor (Crítica, 2019), reúne artículos de prensa de los últimos 15 años, algunos publicados en EL PAÍS, sobre el hachazo de la Gran Recesión, la desigualdad o, por supuesto, Donald Trump. Un par de gorras parodiando el lema electoral del republicano —Hagamos Rusia grande de nuevo, Hagamos la ignorancia grande de nuevo— se mezclan sobre su escritorio con el último libro del economista serbioestadounidense Branko Milanovic. “Me las envía gente, no sé”, comenta entre risas el profesor Krugman. Dice que ser comentarista en los medios “nunca formó parte del plan”. Sin embargo, es uno de los economistas más expuestos de la época.

PREGUNTA. Dice que en estos tiempos todo es político y que hay que ser sincero sobre la deshonestidad. ¿Puede explicarse?

RESPUESTA. En un debate económico, mucha gente construye argumentos de forma poco honesta, falsean los hechos o los tergiversan, básicamente sirven a los intereses de un grupo. Y si tú estás intentando debatir con esa gente, ¿qué haces? ¿Fingir que es un debate sincero, responder con los datos y explicar por qué están equivocados? ¿O decir: “Bueno, la verdad es que no estás siendo sincero”? Depende del contexto. En una publicación económica, no hablaría de deshonestidad con gente con puntos de vista diferentes. Pero si estás escribiendo para un periódico y esa deshonestidad es generalizada, es injusto que los lectores no sepan eso. Por ejemplo, básicamente no encontrará economistas honestos que digan que una rebaja de impuestos se va a pagar sola [como prometió Donald Trump con su gran recorte fiscal]. Tenemos muchos ejemplos de que no es así, pero la gente lo sigue diciendo.

P. ¿Cree que existe la racionalidad económica o la política siempre se impone en alguna medida?

R. El análisis económico no es inútil, o no lo es siempre, hay políticos que escuchan y hacen las cosas bien. Yo creo que las políticas de Obama estuvieron influidas por un buen pensamiento económico, pero hay muchas cosas que no pudo hacer porque no tenía el poder del Congreso.

P. Dani Rodrik dijo una vez que el éxito económico de Estados Unidos se debía a que, en última instancia, el pragmatismo siempre vence, y que la política había sido más proteccionista, liberal o keynesiana en función de las necesidades. ¿Lo comparte?

R. Estados Unidos ha tendido a ser pragmático, pero no estoy seguro de que aún seamos ese país. Por eso hablo de ideas zombis en mi libro, hay un montón de cosas que sabemos que no funcionan, pero la gente las sigue diciendo por motivos políticos. No creo que sigamos siendo ese país pragmático de hace 50 años.

P. Rodrik afirma que, de hecho, eso cambia a partir de Reagan, en los ochenta. Usted trabajó como economista para esa Administración…

R. Eso fue divertido.

P. ¿Qué recuerda de aquellos días?

R. Bueno, yo era un tecnócrata. Era el jefe de economía internacional en el Consejo de Asesores Económicos, y Larry Summers, el economista jefe. Éramos dos demócratas registrados, trabajando en asuntos técnicos. Fue fascinante ver cómo era el debate sobre las políticas. Probablemente la Administración de Reagan fue peor que las anteriores. Veías a un montón de gente que no tenía ni idea de lo que hablaban. También aprendí lo difícil que es lograr que algo se haga. Te hace darte cuenta de que solo con tener una idea inteligente no vas a cambiar el mundo.

P. Hay quien sitúa en esos años de desregulación el inicio de las desigualdades en EE UU.

R. Sí, es una gran ruptura en la dirección de la economía estadounidense, hacia una mayor desigualdad y hundimiento del movimiento laboral. Reagan tuvo un gran impacto en el tipo de economía que era EE UU. Nunca nos hemos recuperado.

P.. También mucha gente señala el consenso de los noventa [durante la Administración de Bill Clinton] sobre la globalización. Usted mismo ha cambiado su punto de vista.

R. Aún creo que la globalización, en su conjunto, funcionó bien. Desde un punto global, hizo más bien que mal. Posibilitó el auge de economías pobres hacia un nivel de vida decente. Después, también supuso un factor de desigualdad en algunas comunidades específicas en EE UU.

P. ¿Los economistas también viven en una burbuja, como se dice, a veces, de los periodistas?

R. Desde luego, mirar lo que les pasa a tus amigos es una forma muy mala de juzgar lo que pasa en el mundo. Y mirar solo lo que la gente publica en investigación puede ser un problema porque esos autores pueden tener puntos ciegos. Yo nunca imaginé que la globalización iba a tener solo ganadores, sin perdedores. Lo que no vi es algo muy específico, que es hasta qué punto algunas comunidades concretas iban a salir tan mal paradas. Preguntábamos qué iba a pasar con los trabajadores del sector fabril y pensábamos que probablemente bajaría su salario real [descontando el efecto de la inflación] como un 2%, lo cual no es algo menor, pero tampoco enorme. Lo que no nos planteamos fue qué iba a pasar con esas ciudades de Carolina del Norte dedicadas solo a la industria del mueble. Y resultó que las estaba destruyendo. Eso no lo supe ver debido a que el mundo es muy grande y que, en efecto, no conozco a ningún trabajador del mueble de Hickory, Carolina del Norte.

P. Esa crisis industrial se usa a menudo para explicar el auge del trumpismo. ¿Diría que también tiene que ver con el auge del socialismo?

R. No, son historias distintas. La tecnología ha sido más importante que el comercio respecto a la gente de la industria. Si mira los lugares más volcados en Trump, son las zonas de carbón, y no porque perdieran las exportaciones, ni por las políticas medioambientales, que son algo bastante reciente. El declive se debe al cambio tecnológico, a que dejamos de enviar tantos hombres a las minas y usamos sistemas que necesitan menos mano de obra. En cuanto al socialismo… En primer lugar, no creo que en realidad haya demasiados socialistas en Estados Unidos.

P. Considera entonces que se sobrestima este supuesto auge del socialismo.

R. Hay mucha gente que se llama a sí mismo socialista, pero es socialdemócrata. Suelen ser jóvenes y de alta formación que ven lo difícil de ganarse la vida con esta economía. Y en los últimos 60 años, cada vez que alguien ha propuesto algo que haga la vida de la gente más fácil, los grupos de derechas lo han llamado socialista, así que al final muchos dicen: “Si eso es socialismo, soy socialista”. Alexandria Ocasio-Cortez, por ejemplo, representa una mezcla de gente formada, de color, en una zona muy demócrata. Cuando Sanders dice: “Quiero que seamos como Dinamarca”. Bueno, pues Dinamarca no es socialista, sino una fuerte socialdemocracia.

P. Se habla mucho del giro izquierdista del Partido Demócrata en las primarias. ¿Cree que van demasiado lejos?

R. No, incluso si Bernie Sanders se convierte en presidente, su programa será más gradual. Me preocupa un poco que se retrate a los demócratas como radicales. Muchas de las cosas que defienden, incluso los más izquierdistas, como la subida de impuestos a los ricos, la expansión de las ayudas sociales o la sanidad pública —sin eliminar seguros privados—, son bastante populares entre la gente. La cuestión es si hacen que parezcan peligrosas. Es interesante lo que ocurrió en el Reino Unido. [El líder laborista] Jeremy Corbyn tuvo un programa bastante radical en 2017 y le fue bien. En 2019 no era más radical, pero le fue mal por el conflicto del antisemitismo y el Brexit. Así que no estoy seguro de que el izquierdismo sea un problema para los demócratas, sino que no caigan en cosas que van a alienar a gente.

P. Dice que subir impuestos a los ricos es popular. ¿Quién es rico? ¿Usted debería pagar más de lo que paga?

R. Depende. Elizabeth Warren quiere ir detrás de la gente con más de 50 millones de dólares, esos son claramente ricos. Obama subió impuestos. Su reforma sanitaria se pagó en buena medida de la subida para gente que ganaba más de 250.000 dólares al año. Hubo quien se quejó de que le iba a costar llegar a fin de mes y, claro, se burlaron de ellos. Yo, pues bueno, se lo diré así: ese impuesto a las grandes fortunas de Warren no me afectaría, pero cualquier demócrata que haga las cosas que a mí me gustaría ver en política económica acabaría necesitando que yo pagase más impuestos. Y está bien. No soy un santo, pero estoy dispuesto a pagar más impuestos para tener una sociedad más sana.

P. ¿Apoya a algún precandidato en concreto?

R. No puedo hacerlo, The New York Times prohíbe que demos un respaldo explícito, porque si un columnista lo da, se lo atribuyen al periódico [la entrevista se hizo antes de que el consejo editorial del Times manifestara su apoyo a las candidatas demócratas Elizabeth Warren y Amy Klobuchar]. Lo que puedo decir es que quien tiene las mejores ideas en materia de políticas es Warren, claramente. Tiene gente muy inteligente, aunque creo que ha valorado mal el asunto de la sanidad [Warren empezó la campaña defendiendo la eliminación de seguros privados, ahora se muestra más flexible]. De todos modos, creo que todos los demócratas serían bastante similares desde el punto de vista de sus políticas. La de Sanders es la más expansionista, pero no podría sacarla adelante en el Senado y acabaría siendo más gradual. Quizá Biden es el más moderado, pero todo el partido se ha movido a la izquierda. No tengo idea de quién va a tener más opciones en las urnas. No creo que nadie lo sepa. Lo que sí espero —y seguramente tampoco me está permitido decirlo, según las reglas del Times— es que Trump no gane.

P. Usted es de los que temieron que las políticas de Trump trajeran una recesión global. ¿Cómo lo ve ahora?

R. Lo dije la noche electoral, llevado por la emoción, pero me retracté enseguida. Las consecuencias económicas de Trump han sido bastante tenues. Ha aumentado el déficit y ha sido proteccionista, pero si hubiese logrado revocar la reforma sanitaria [de la Administración de Obama] mucha gente hubiese salido mal parada, y al menos no lo ha conseguido. Si mira la tendencia en el empleo de los últimos 10 años, no sabría si ha habido elecciones en ese tiempo. Quizá tenemos algo menos de inversión por la incertidumbre de la guerra comercial y algo más de consumo por el recorte de impuestos y la subida del valor de la Bolsa, pero hay poca diferencia entre los números de la economía con Trump y con Obama.

P. Otro premio Nobel [Kenneth Arrow] decía que las fuerzas propias de la economía son más importantes que el impacto de Gobierno.

R. Sí, la mayor parte del tiempo. Las políticas monetarias pueden importar mucho, pero eso no está bajo el control de un presidente. Estos solo tienen mucha importancia en tiempos de crisis. Si Obama o hubiese llevado a cabo esos estímulos y el rescate a la banca, hubiese sido muy grave.

P. ¿Cómo imagina la próxima crisis?

R. Es difícil. De vez en cuando se ve algo tan claro que la crisis es predecible, como la burbuja inmobiliaria, que fue un ciclo obvio. Pero ahora no hay nada así. Lo que sea, no parece obvio. Probablemente la próxima crisis va a venir de varias cosas a la vez, un revoltijo de muchas cosas pequeñas. También hemos tenido ese tipo de crisis, la recesión de hace 30 años, por ejemplo.

P. Esa próxima recesión se encontrará con las economías del G10 con tipos de interés en cero.

R. Sí, esa es la principal preocupación.

P. ¿Cuál es la política de tipo de cambio correcta en un caso así?

R. Ni siquiera estoy seguro. Lo que más me preocupa no es ignorar de dónde vendrá la crisis, sino que no sé cómo responderemos. El Banco Central Europeo no puede bajar más los tipos, ya son negativos. Y la Reserva Federal tiene poco margen para hacerlo. Vamos a encontrarnos un bache en la carretera y los amortiguadores del coche ya se han usado. En ese caso ayuda la política económica del Gobierno, pero me preocupa que quizá no tenemos a gente muy buena tomando decisiones. En 2008 fuimos afortunados por la gente inteligente que lidió con la crisis. Ahora Europa no tiene ningún liderazgo y Estados Unidos tiene a Trump. No está claro que tengamos una buena respuesta.

P. ¿Qué efectos prevé del Brexit?

R. El Brexit es negativo, dañará la economía británica y la del resto de Europa, pero en el largo plazo, no serán grandes números. Los aranceles británicos probablemente sean mínimos, no será una unión aduanera, pero tendrá pocos impuestos. Estados Unidos y Canadá mantienen un acuerdo de libre comercio sin unión aduanera. Así que, en unos cinco años, el Reino Unido será un poco más pobre, quizá un 2%, pero no será radical. Es lo que ocurra en los próximos seis meses lo que asusta a la gente.

P. Se culpó al euro de muchas de las disfunciones de la UE, pero al final es un país con otra divisa el que sale de la Unión.

R. Creo que el euro fue un error, causó mucho daño, pero la política no es así de racional. Así que, en efecto, el Reino Unido no fue presa de la crisis del euro, aunque se autoimpuso mucha austeridad, mientras que Grecia o España fueron forzadas a ella. Si mira la crisis política en Europa, algunos de los países que han aumentado el rechazo a la democracia no formaban parte del euro, pero el euro desacreditó a las élites europeas, la gente dejó de creer que los tecnócratas de Bruselas sabían lo que hacían y, desde ese punto de vista, acabó contribuyendo al Brexit.

P. El cambio climático sigue algo subestimado como riesgo en la economía.

R. Es el problema más importante, algunos de los principales manuales hablan bastante de ello, incluído el mío. Tenemos dos problemas: uno, que tenemos un Partido Republicano que es negacionista, y el otro, que el cambio climático… Si Dios quería crear un problema que fuera realmente difícil de combatir antes de que una catástrofe natural golpee, ese sería el cambio climático. Es gradual y tiende a ser invisible hasta que es demasiado tarde. Avanza de forma progresiva y cada vez que no actuamos, empeora. La cuestión es qué países pueden hacer esfuerzos para solucionarlo. Si tuviéramos un liderazgo fuerte en Estados Unidos, podríamos haber llevado a cabo una acción efectiva, pero, en lugar de eso, tenemos un Partido Republicano que niega el problema. Así que da bastante miedo. Las posibilidades de catástrofe son bastante altas.

Cómo medir de forma más justa la economía

Un grupo de expertos pide usar otros indicadores al margen del PIB para reflejar de forma más precisa el bienestar, el impacto medioambiental y la desigualdad

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LUIS TINOCO

Un mundo nuevo emerge inexorable. Mientras el viejo se resiste a desaparecer. La idea del crecimiento a toda costa que caracteriza el modelo económico actual se está poniendo en entredicho tanto por la comunidad científica, como por los organismos multilaterales y algunos Gobiernos. La Gran Recesión dejó tras de sí un reguero de desigualdad que el aumento de la actividad productiva posterior no ha sido capaz de eliminar; el calentamiento global agrieta el planeta construyendo un futuro cada vez más preocupante para las nuevas generaciones, mientras la tecnología que permite minimizar estos dos lastres ya está operativa aunque probablemente su impacto no está llegando todo lo lejos que debiera ni se sabe cuantificar con precisión. Los ciudadanos se quejan. Aumentan las revueltas, los conflictos, el descontento. Y los partidos populistas se hacen fuertes en unas sociedades cansadas de que sus Gobiernos pongan la economía como el fiel de la balanza en vez de su bienestar. Cansadas de que siempre ganen los mismos.

Este es el escenario que ha puesto sobre la mesa el debate sobre si el producto interior bruto (PIB), la herramienta estandarizada para medir la riqueza de los países, es el indicador adecuado para evaluar su progreso o si se necesita otro más vinculado a la calidad de vida para que los Gobiernos elaboren sus cuentas y tomen las mejores decisiones de gasto. Una discusión que ha estado presente esta semana en el Foro Económico Mundial de Davos. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) está liderando la corriente que antepone las personas a los números. “El crecimiento medido como producción y consumo nos está costando muy caro”, sostienen en la dirección del organismo. “No podemos utilizar el PIB como único indicador de progreso económico porque nos ha llevado a muchas distorsiones, como al incremento de la desigualdad en todos los países de la OCDE”.

La organización liderada por Ángel Gurría abandera la corriente del crecimiento incluyente, una formulación más sofisticada, que se basa en establecer como parámetro fundamental el bienestar de las personas en términos de ingresos disponibles, de acceso a la educación, la salud, las infraestructuras, la certidumbre en el trabajo o el empleo de calidad, entre otras variables. “Tenemos que evaluar las inversiones públicas y privadas con arreglo a una especie de checklist que indique los recursos naturales que se van a perder al realizarlas o si van a apoyar al desarrollo de las comunidades. Hemos elaborado un marco de crecimiento inclusivo en el que decimos a los países que no vamos a renunciar al PIB porque es una medida internacional estandarizada, pero hay que complementarla con otros indicadores para que sus gobernantes tomen las decisiones en el marco del crecimiento inclusivo y puedan modificarlas en términos de impuestos, gastos o de productividad en función de cómo le estén afectando a la gente”, señalan desde la OCDE.

Experimento

Nueva Zelanda es el primer país que ha abandonado la doctrina del crecimiento económico a cualquier precio. En mayo pasado su primera ministra, la laborista Jacinda Ardern, presentó los denominados presupuestos del bienestar. Unas cuentas que, por primera vez, han puesto el foco en intentar atajar los problemas más acuciantes de sus casi cinco millones de habitantes: la salud mental de la población, la lucha contra la pobreza infantil, el apoyo a las comunidades indígenas, la transición a una economía baja en emisiones y el impulso de la innovación, explica Nigel Fyfe, embajador de Nueva Zelanda en Madrid.

Para ello ha puesto sobre el papel 25.600 millones de dólares neozelandeses (unos 15.000 millones de euros) para los próximos cuatro años y ha confeccionado el llamado Marco de Condiciones de Vida, donde se analizan esferas del bienestar como medio ambiente, salud, vivienda, identidad cultural, ingresos, consumo, empleo… “para asesorar a los Gobiernos” sobre cómo sus compromisos políticos “pueden afectar las condiciones de vida de toda la población”. La mitad del gasto se destinará a las prioridades sociales. Los nuevos medidores todavía no han dado frutos. Lo mismo que las políticas. “Necesitamos más tiempo, pues ambos son a largo plazo. Lo importante es que hemos hecho el cambio”, indica Fyfe.

Aunque se ha aprobado una partida de 455 millones de dólares neozelandeses (271 millones de euros) para la puesta en marcha de un nuevo sistema de salud mental y reforzado con 40 millones el sistema de detección de suicidios, así como implementado 1.000 plazas para alojar a indigentes. El Gobierno mostrará la evolución de los indicadores cuando se cumpla un año del presupuesto, a medida que las disputadas elecciones generales, que se celebrarán este año, se acerquen. Porque las variables de análisis de impacto, su semáforo de medición, es una pieza clave para orientar las prioridades del gasto.

Nueva Zelanda ha abierto la brecha, sostiene Diego Isabel La Moneda, director de NESI (Fundación Nueva Economía e Innovación Social), una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo es contribuir a cambiar el modelo económico para hacerlo más humano y sostenible; pero otros dos Gobiernos, el islandés y el escocés, están trabajando en ello a través de la Wellbeing Economy Alliance (WeAll), un laboratorio de políticas innovadoras destinadas a mejorar el bienestar más allá del PIB. En él participan los tres Ejecutivos y más de 60 organizaciones civiles internacionales, entre las que figura NESI.

Porque, según Isabel La Moneda, hacen falta nuevos indicadores que estén al servicio de las personas y del planeta. “El PIB no sirve para tomar decisiones sino para que los países compitan entre sí”, aprecia. En su opinión, la propia ciudadanía tendría que participar en la decisión de la suma de marcadores que evalúe su calidad de vida y su progreso. Variables no solo cuantitativas sino cualitativas y que no tendrían que ser las mismas para todos los países.

Es la idea alentada por la OCDE, “porque con nuestro arsenal de análisis económico no estamos capturando los intangibles, que son precisamente los que generan confianza entre la ciudadanía”, sostiene. También por el Banco Mundial, que ha incorporado en su recién presentado su barómetro de desarrollo humano un nuevo índice de movilidad social.

El Premio Nobel de Economía de 2001, Joseph E. Stiglitz, es el adalid de la corriente que cuestiona el PIB por sus limitaciones como indicador de progreso. “Si solo nos concentramos en el bienestar material (por ejemplo, en la producción de bienes, más que en la salud, la educación y el medio ambiente), nuestra visión se vuelve distorsionada [...]. Nos volvemos más materialistas”, escribía en este periódico, en su artículo Más allá del PIB, hace poco más de un año. A su juicio, las métricas inadecuadas han llevado a políticas ineficientes, como la austeridad obsesiva tras la crisis, que hubiesen podido reconducirse con otros medidores. “Es hora de retirar los indicadores como el PIB”, ha escrito más recientemente en The Guardian, a la vista de las tres crisis a las que se enfrenta el mundo: la climática, la de la desigualdad y la de la democracia. “Si medimos lo incorrecto, haremos lo incorrecto. Y debe quedar claro que, a pesar de los aumentos en el PIB, a pesar de que la crisis de 2008 se dejó muy atrás, no todo está bien. Vemos esto en el descontento político que se propaga por tantos países avanzados”.

Porque el crecimiento ahora es muy limitado en los países desarrollados y la productividad no está aumentando como cabría esperar con el avance tecnológico. El modelo se agota. El debate no es nuevo, resurge cada cierto tiempo, explica Jesús Fernández-Villaverde, profesor de Economía de la Universidad de Pennsylvania, desde que, como respuesta a la Gran Depresión de 1929, el economista estadounidense Simon Kuznets, el inventor de la contabilidad nacional, crease el PIB para recoger en una única cifra la producción económica de los países para que los Gobiernos se sirvieran de ella para la planificación económica. “Entonces explícitamente se dijo que era una medida económica, no de bienestar. Pero a la gente se le va olvidando e iguala PIB con bienestar”. Y ahora vuelve a reaparecer otra vez de la mano de Stiglitz y de la OCDE. El problema —sostiene— es que no está tan claro lo que hay que medir y qué peso se le da a cada variable, pues para algunos es más importante la educación y para otros la salud; hay quien quiere poner el foco en la igualdad y quien en la esperanza de vida. Es una cuestión de valores y no hay unos mejores que otros.

Los indicadores subjetivos dan miedo y la mitad de los que evalúan el bienestar social lo son, opina el exalcalde de Paraguay y creador de la Fundación Paraguaya, Martín Burt, que ha confeccionado un tablero de decisión basado en 50 variables para que el ciudadano pueda elaborar a través de una herramienta online su plan personal para salir de la pobreza. Y provocan temor entre otras cosas, dice Fernández-Villaverde, porque los políticos los pueden distorsionar. “El PIB no es perfecto, pero es el mejor de los sistemas existentes”, sostiene.

El profesor es partidario de añadir métricas a las existentes, pero no participa de la idea de encontrar un agregado único de todas esas variables. “Me parece muy bien reportar cada vez más números, aunque creo que el súper PIB que intenta encontrar Stiglitz vaya a poder ser. Entre otras cosas porque muchos indicadores sociales se revisan con una frecuencia muy baja”, añade.

“Uno de los elementos más importantes de la discusión es si se va a tratar o no de un menú de indicadores o si se van a integrar en uno solo. No soy muy amiga de presentar un indicador agregado porque oculta muchas cosas”, apoya Nora Lusting, profesora de la Universidad de Tulane (EE UU).

Las limitaciones más importantes del PIB son que deja fuera el trabajo doméstico, —que tiene su peso social por cuanto condiciona la igualdad de género— y que no considera el daño ambiental sobre la deuda y los activos financieros, que arrojaría un menor crecimiento económico si lo hiciera, aprecia Raymond Torres, director de Coyuntura y Análisis Internacional de Funcas. El medio ambiente es precisamente donde se detectan por primera vez los cinco mayores riesgos globales, según el Foro Económico Mundial que se ha reunido esta semana en Davos. En la localidad suiza el consejero delegado de S&P Global, Douglas L. Peterson, ha señalado que el PIB no recoge tampoco la economía sumergida o la evasión de impuestos, que en muchos países pueden representar hasta el 35% del PIB. Pero es un indicador crítico para las decisiones de inversión, dijo.

Otros barómetros como el coeficiente Gini, estándar mundial para calcular el grado de desigualdad de los países, tienen grandes fallos, indica Lusting. “No se está captando bien el ingreso de los ciudadanos y por eso no sabemos cuál es el grado de desigualdad real y cómo evoluciona. Necesitamos las declaraciones anonimizadas de impuestos para calcularlo. Pero solo el Gobierno de Uruguay facilita esta información”, explica. Además, todos indicadores de desigualdad usan la desigualdad relativa, cuando las diferencias absolutas son las que crecen.

Los nuevos marcadores del progreso han de reunir al menos tres ingredientes, en opinión de Bruno Lanvin, director de Índices Globales de la escuela de negocios Insead: detectar el sentimiento de la gente, que se puede medir a través de su comportamiento; ser dinámicos para poderse comparar en el tiempo y, lo que es más complicado, incorporar los objetivos de la sociedad, que no son los mismos en Occidente que en los países en desarrollo, ni en las ciudades que en las zonas rurales. Según Lanvin, los economistas que confeccionan índices los están revisando actualmente por el avance de la tecnología, del big data, y por el factor humano.

“Nos movemos de una economía tradicional a una economía digital y debemos introducir variables digitales en los indicadores. El acceso a la tecnología puede ser uno de los primeros elementos de exclusión social. Hay que repensar los índices”, opina Antonio García Zaballos, asesor de telecomunicaciones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). “Debemos dar respuestas a los políticos, que necesitan evaluar el progreso ciudadano cuando el crecimiento del PIB es bajo como hoy, e identificar nuevas fuentes de expansión”, dice Lanvin.

La UE busca fórmulas para que cuando se mida el crecimiento económico no se pierda de vista el bienestar. El Fondo Monetario Internacional también habla de ello. El examen que pasan los países europeos incluye también el análisis de un conjunto de indicadores laborales y sociales, a los que la Comisión Europea planea incorporar objetivos medio ambientales, como el Banco Central Europeo. Los ministros de Economía de la UE han discutido cómo fortalecer los vínculos entre la política económica y las decisiones en materia de calidad de vida. En la reunión en el consejo de esta semana han debatido las políticas que ve prioritarias para 2020: la sostenibilidad, la productividad, la estabilidad económica y la justicia social. Pero a pesar de ese esfuerzo, el nivel de exigencia con las políticas sociales no es tan estricto como en la esfera de las finanzas públicas, informa Lluís Pellicer. Al fin y al cabo, el PIB sigue mandando.

GABRIELA RAMOS (OCDE): “A LOS PODERES FÁCTICOS NO LES GUSTA UN ANÁLISIS MÁS ALLÁ DEL PIB”


Gabriela Ramos, directora de gabinete y 'sherpa' de la OCDE.

Gabriela Ramos, directora de gabinete y 'sherpa' de la OCDE.

La globalización ha sido una fuente de gran progreso, de integración y avance tecnológico, pero también una fuente de gran desigualdad”. El 40% de los países miembros de la OCDE no han visto mejorar sus ingresos disponibles durante las dos últimas décadas, sostiene Gabriela Ramos directora de gabinete y sherpa de este organismo. Ante este agotado modelo, la OCDE ha desarrollado un marco de indicadores de bienestar, donde los intangibles ocupan un lugar muy destacado para dar con una radiografía clara de la situación de la gente. La OCDE lleva 10 años trabajando en su índice de bienestar en el que se incluyen temas redistributivos y el impacto del medio ambiente, “pero existen muchos intereses creados que quieren seguir maximizando los beneficios y muchos poderes fácticos a los que nos les interesa este análisis más allá del PIB”, sostiene la mano derecha de Ángel Gurría, presidente de esta organización.

Pregunta. ¿Cuándo cree que podría estandarizarse el indicador de bienestar?
Respuesta. De momento, nuestro índice está en la web de la OCDE pero con variables no ponderadas porque somos una organización cautelosa. El primer paso ha sido construir el marco basado en condiciones materiales, de calidad de vida y de sostenibilidad, que pondera la gente, para ver cómo se refleja el bienestar de los distintos grupos de población. No en promedio, pues los promedios revientan la comprensión del entorno y hacen ineficientes las políticas públicas. Y queremos que en un futuro sea igual de útil de lo que ha sido el PIB para poder reemplazarlo. Pero necesitamos decidir cómo ajustar a las cuentas nacionales el impacto ambiental, cómo se traduce en menor crecimiento y prosperidad, y cómo contabilizar la falta de confianza de la gente en las políticas económicas.
P. ¿Qué países apoyan esta iniciativa?
R. Sobre todo de Europa. Dinamarca, Holanda, Suecia, Finlandia, Noruega, Francia y el Gobierno de España también. Pero es Nueva Zelanda quien ha saltado de la reflexión intelectual a hacer una definición distinta del desarrollo para beneficiar con sus presupuestos a la población más vulnerable e invertir donde más se necesita. Un presupuesto basado en el bienestar eleva automáticamente la eficacia de las políticas públicas.
P. ¿Esperan que se convierta en un indicador agregado como el PIB?
R. Debería serlo con el tiempo. Pero de aquí a que lleguemos, me conformaría con que los ministros de finanzas considerasen el impacto ambiental y social a la hora de implementar sus decisiones. Porque seguimos con la narrativa de que el crecimiento económico funciona en todas las esferas. Se ha vuelto el objetivo último en vez del fin para conseguir el bienestar de la gente, que no hemos logrado. Y ver las cosas por compartimentos tiene sus desventajas: el aumento del populismo, de los nacionalismos, la falta de apoyo multilateral… Es el resultado de una sociedad enojada. Y eso trae fractura social, que no es buena para el crecimiento.
P. ¿Cómo pueden las instituciones recuperar la confianza y atajar el auge de los populismos?
R. La confianza social en los países de la OCDE está tan baja porque la gente percibe que el crecimiento económico ha sido injusto y que las autoridades no han cumplido. En la medida en que se empiecen a producir los reequilibrios se recuperará. Es el momento de intervenir para no permitir que se imponga la ley de la selva con mercados fuera de control. La mayoría de los países están pensando cómo hacerlo, el problema es que otros están en manos de liderazgos populistas, elegidos legítimamente, que toman decisiones totalmente opuestas. Hay que tener mucho cuidado. Es un tema de resultados y las políticas actuales ni siquiera han tenido impacto positivo en el crecimiento.

Para que sobrevivan los contenedores en Ciego de Ávila

Por José Alemán Mesa ECONOMÍA 26 Enero 2020, Adelante

Economía Municipios de Ciego de Ávila


La indisciplina terminó con la vida útil de este contenedor. Foto: Nohema Díaz Muñoz
Un tema muy llevado y traído en Ciego de Ávila es la higiene comunal; sin embargo, no tan llevadas y traídas, malmiradas y sancionadas como se debiera, son las indisciplinas sociales, especialmente las que se refieren al maltrato a los contenedores, muchos desprovistos de sus ruedas; otros, víctimas del fuego, movidos de lugar, o desprovistos de los pasadores en sus tapas.
Aun así, persiste la voluntad de seguir poniendo el máximo de esfuerzos en cambiar la realidad higiénico-sanitaria de la provincia, más compleja todavía en los principales asentamientos, según dijo Luis Alberto Pérez Olivares, director de la Empresa Provincial de Servicios Comunales, quien anunció el reciente arribo de otros 200 contenedores plásticos.
De ellos, 95 se otorgaron al municipio cabecera, que se suman a otros 140 distribuidos por la ciudad; 15 a un proyecto entre Comunales y la Empresa Residuos Sólidos Urbanos, que se ejecutará del 28 de este mes al 4 de febrero, para clasificar la basura; 10 a Baraguá, por resultar el municipio sede de las actividades provinciales por el 26 de Julio; y 80 a Morón, como respuesta a las reiteradas quejas de la población de ese territorio.
Sobre el experimento explicó Leidys Pérez Castro, directora de Desarrollo en la Empresa Residuos Sólidos Urbanos, que el objetivo es la recogida clasificada de origen, la cual tendrá lugar durante los mencionados días de 2:00 a 5:00 pasado meridiano, en la calle Libertad, entre José María Agramonte y Abraham Delgado, seleccionada por el alto vertimiento de residuos de las 119 viviendas habitables y los nueve centros de Comercio y Servicios ubicados en esta parte de la cabecera provincial.
Se colocarán cinco puntos con tres contenedores cada uno, los cuales tendrán inscrito en sus paredes el respectivo residuo a verter: chatarra metálica, envases metálicos, y partes y piezas de equipos electrodomésticos.
¿Y las personas de la zona poseen cultura de calificación? Hacia ello va dirigido el proyecto que “pretende echar a andar la planta de reciclaje de la Empresa, cuya inversión dependerá del resultado de la prueba, que solo, además de Ciego de Ávila, realizan La Habana y Holguín”, agregó Pérez Castro.
“Nosotros lo vamos a hacer todo, porque ya Servicios Comunales comunicó que no disponen de transporte para la recogida.” Obviamente, si se conoce que no será sostenible, mucho menos podrá extenderse a otros sitios.
Al menos esa semana, un equipo conformado por trabajadores de la Empresa avileña Residuos Sólidos Urbanos custodiará cada punto y explicará a las personas cómo se clasifican sus desechos, pues si bien nos castigan las consecuencias de la falta de recursos, estas se hacen mayores combinadas con el desconocimiento y la irresponsabilidad de muchos.
Tanto mal hace los actos vandálicos que a los 15 contenedores, como precisó Pérez Castro, “ya se les condenaron las ruedas para que no sean quitadas y así se pierde la comodidad del envase”.
Resultará imprescindible combatir y multar cuanta indisciplina sea detectada, pues las personas tienen que verter su basura en los puntos autorizados, cestos y tanques, no afuera, mucho menos sacarla una vez depositada, como sucede con los llamados “buzos”.
Aunque Invasor no pudo obtener la cantidad de contenedores que han sido dañados, saltan a la vista las evidencias que revelan cómo, entre los primeros situados en la capital provincial, una parte significativa muestra signos de deterioro, y no precisamente por el paso del tiempo.
En fecha no muy lejana, 27 de diciembre de 2018, el colega Pastor Batista advertía en su comentario Ciego de Ávila: Hechos y deshechos que “cada depósito cuesta 220.00 CUC. O sea, los 140 totalizan 30 800.00 CUC, o, lo que es igual, según la tasa de cambio actual, equivale a 770 000.00 CUP, casi tres cuartas partes de un millón de pesos”.
Pero también resulta evidente que los trabajadores y directivos de Comunales no pueden ser los únicos que ejerzan el control sobre estos recursos que tanto le cuestan al Estado. A los vecinos, al funcionamiento real en cada zona de residencia de las organizaciones de masas, junto a las autoridades pertinentes, corresponde la mayor responsabilidad para que sobrevivan los contenedores y, algún día, el experimento de la clasificación de los desechos fructifique, se generalice y amplíe a todos los tipos de desechos y espacios de la geografía avileña.

¿ Es China capitalista?

25 enero, 2020 Por obsadmin Deja un comentario

Marc Vandepitte , filósofo y economista

De creer lo que se escribe a derecha e izquierda sobre China, ¡no habría nada más que hablar! Se dice que el país ha capitulado y se ha vuelto capitalista, al margen de lo que pueda pretender el propio régimen chino. Es precisamente contra esta opinión casi unánime contra lo que luchan enérgicamente los economistas Rémy Herrera y Zhiming Long en su libro La Chine est-elle capitaliste?* [¿Es capitalista China?].
 Intereses
Es una cuestión fundamental para la izquierda. En primer lugar porque se trata de casi una cuarta parte de la población mundial y de uno de los raros y últimos países surgidos de una revolución socialista, de modo que la dirección que adopte China será determinante para el futuro del planeta.
Más aún, es un reto importante para la batalla de las ideas en nuestros países. El desarrollo económico de China es un éxito impresionante. En el momento en el que el capitalismo ofrece signos evidentes de declive hay un interés extraordinario en reivindicar como «capitalista» el éxito de China. De este modo sigue siendo posible atribuirse cierto crédito ideológico e incluso desanimar un poco a las fuerzas adversas. Por medio del pensamiento único neoliberal se hace lo imposible para convencer a la gente de que el socialismo no tienen futuro. Una China socialista rompería los esquemas.
Todo es cuestión de punto de vista
Por supuesto, hay una serie de fenómenos evidentes que abogan a favor de reconocer a China como un ejemplo de capitalismo: la cantidad cada vez más importante de personas multimillonarias, el consumismo de amplios sectores de la población, la introducción de muchos mecanismos de mercado después de 1978, la implantación de casi todas las grandes empresas occidentales que por medio de salarios muy bajos tratan de convertir al país en una gran plataforma capitalista, la presencia de los mayores bancos capitalistas en suelo chino y la omnipresencia de empresas privadas en los mercados internacionales.
Pero, según argumentan Herrera y Long, si Francia o cualquier otro país occidental colectivizara toda la propiedad de la tierra y del subsuelo, nacionalizara las infraestructuras del país, pusiera en manos del gobierno la responsabilidad de las industrias clave, estableciera una rigurosa planificación central; si el gobierno ejerciera un control estricto sobre la moneda, sobre todos los grandes bancos e instituciones financieras; si el gobierno vigilara de cerca el comportamiento de todas las empresas nacionales e internacionales; y, por si aún no fuera suficiente, si en la cima de la pirámide política estuviera un partido comunista que supervisara el conjunto… ¿se podría entonces seguir hablando de un país «capitalista» sin caer en el ridículo? A todas luces, no. Evidentemente lo calificaríamos de socialista e incluso de comunista. Sin embargo, curiosamente hay una obstinada reticencia a calificar así al sistema político-económico vigente en China.
En opinión de los autores, para entender bien el sistema chino y no enredarse en observaciones superficiales hay que tener en cuenta varios factores excepcionales que caracterizan al país, empezando por la cantidad enorme de personas que compone su población así como la extensión y diversidad de su territorio.
También es indispensable mantener en perspectiva los diferentes periodos, cada uno de ellos de siglos de duración, a lo largo de los cuales fueron tomando forma la nación y la cultura.
Así, durante dos mil años el Estado se apropió de la plusvalía de las personas campesinas y también reprimió duramente toda iniciativa privada y transformó las grandes unidades de producción en monopolios del Estado. A lo largo de esos siglos nunca se habló de capitalismo.
Finalmente conviene tener en cuenta la humillaciones coloniales de la segunda parte del siglo XIX y de una primera mitad del siglo XX particularmente convulsa, con tres revoluciones y otras tantas guerras civiles. Así, durante una guerra civil que duró treinta años el Partido Comunista llevó a cabo en los «territorios liberados» muchas experiencias en las que el sector privado se dejó en gran medida intacto con el fin de que compitiera con las nuevas formas de producción colectiva.
Más allá de los clichés
Antes de analizar las especificidades del sistema Herrera y Long saldan cuentas con dos clichés arraigados sobre el éxito de China. El primero, muy extendido, mantiene que el crecimiento económico rápido llega después de las reformas de Deng Xiaoping de 1978 y gracias a ellas, lo cual es totalmente falso.
En los diez años anteriores a este periodo la economía ya había conocido un crecimiento del 6,8 %, es decir, el doble del que tuvo Estados Unidos en el mismo periodo. Teniendo en cuenta las inversiones en medios de producción (capital fijo) y en conocimientos y experiencia (recursos educativos), se aprecia un crecimiento casi equivalente para los mismos periodos e incluso un crecimiento más importante investigación y desarrollo en el caso del primer periodo.
La política agrícola es un elemento esencial para explicar el éxito de China, que es uno de los pocos países del mundo que garantizó a sus poblaciones campesinas un acceso a las tierras agrícolas. Después de la revolución la gestión de las tierras agrícolas dependía del gobierno, que asignaba a cada campesino una porción de tierras agrícolas. Esta regla continúa vigente hoy en día. La cuestión agrícola es fundamental en una China que debe alimentar a casi el 20 % de la población mundial con solo un 7 % de tierras agrícolas fértiles. Hay que tener en cuenta que en China se habla de un cuarto de hectárea de tierra agrícola por habitante, en India del doble y en Estados Unidos de cien veces más.
A pesar de los errores del Gran Salto Adelante China iba a lograr alimentar a su población bastante rápidamente, tanto más cuanto que las plusvalías generadas por la agricultura se invirtieron en la industria, con lo que se establecieron las condiciones de un desarrollo industrial rápido.
El crecimiento espectacular del 9,9 % en el periodo que siguió a las reformas solo fue posible gracias a los esfuerzos y a los logros de los treinta primeros años posteriores a la revolución. Bien mirado, bajo Mao el país ya había conocido un crecimiento impresionante. Bajo su dirección se triplicaron los ingreso por habitante mientras que la población se duplicaba. Y los autores destacan también que en su fase inicial la economía china ni era una «autarquía» ni tenía voluntad de replegarse sobre sí misma sino que el país sufría un embargo de Occidente.
Según un segundo cliché muy extendido este crecimiento espectacular es el resultado natural y lógico de la apertura de la economía y de la integración en el mercado mundial capitalista y, más particularmente, de la entrada en la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001. Pero esto tampoco se sostiene.
Mucho antes de dicha entrada China conocía ya un fuerte crecimiento económico: entre 1961 y 2001 se habla de un crecimiento anual del 8 %. Es indudable que esta apertura fue un éxito, pero el aumento del crecimiento no fue en absoluto espectacular. En los cinco primeros años después de la entrada [en la OMC] el crecimiento económico apenas aumentó poco más del 2 %.
La apertura económica a países extranjeros (comercio, inversiones y flujo de capitales financieros) tuvo unas consecuencias desastrosas para muchos países del tercer mundo. En China esta apertura fue un éxito porque se sometió a las necesidades y objetivos del país, y porque estaba totalmente integrada en una sólida estrategia de desarrollo. Según Herrera y Long, la coherencia de la estrategia de desarrollo en China no tiene equivalentes entre los países del Sur.
Ni comunismo ni capitalismo
Por consiguiente, ¿qué se oculta detrás del «socialismo con características chinas»? Para los autores, sin lugar a dudas no se trata de comunismo en el sentido clásico del término. Marx y Engels entendía por comunismo la abolición del trabajo asalariado, la desaparición del Estado y la autogestión de la producción. No es el caso de la China actual, como tampoco fue nunca el caso en los países del «socialismo real».
En China no fue tanto la consecuencia de una opción ideológica como de las extremadamente difíciles circunstancias en las que nació y se tuvo que realizar la revolución. En 1949, tras una guerra civil interminable, se instala un Estado que se denomina «comunista» y que a medida que avanzaba se fue distanciando del modelo soviético.
Después de la apertura y las reformas bajo Deng Xiaoping «el socialismo retrocedió enormemente en China. Hoy estamos lejos del ideal igualitario comunista». Los autores señalan en este sentido una serie de parámetros como el individualismo, el consumismo, el afán por los negocios lucrativos, el arribismo, el gusto por el lujo y la apariencia, la corrupción, etc. Es indudable que estos aspectos son preocupantes, aunque el gobierno chino hace todo para restablecer la «moral socialista».
Aunque es indudable que no es comunismo, tampoco es capitalismo. Para Marx el capitalismo supone «una separación muy fuerte entre el trabajo y la propiedad de los principales medios de producción». Los propietarios del capital tienen tendencia a formar colectivos (accionistas) que ya no gestionan directamente el proceso de producción sino que lo dejan en manos de los gestores. A menudo el beneficio adopta la forma de dividendos sobre las acciones.
La mayor parte de las muchas empresas (en general pequeñas empresas familiares artesanales) no responde a este criterio, ni tampoco las muchas empresas «colectivas» en las que las personas obreras son propietarias del aparato de producción y tienen derecho a voto en el nivel directivo, y menos aún en el caso de las cooperativas.
Ni siquiera en las empresas estatales está tan clara la separación entre trabajo y propiedad porque incluso ahí existe una forma de cogestión por parte de los obreros y empleados, aunque sea limitada. En resumen, a menudo es muy relativa la separación entre trabajo y propiedad.
Otro criterio para definir el capitalismo es «la maximización del beneficio individual». Esto no es en absoluto relevante en las grandes empresas estatales donde se concentran los medios de producción más importantes.
Por consiguiente, no se trata de capitalismo pero, entonces, ¿quizá es «capitalismo de Estado» (1)?. Según los autores del libro, el término se acerca más aunque sigue siendo demasiado difuso, demasiado vago al tiempo que encierra demasiados sobreentendidos.
Entonces, ¿de qué se trata?
Los principales dirigentes chinos no niegan la presencia de elementos capitalistas en su economía, pero los consideran uno de los componentes de su sistema híbrido cuyos sectores claves están en manos del gobierno. Para ellos China navega todavía por «la primera fase del socialismo, esto es, una etapa que se considera imprescindible para desarrollar las fuerzas productivas».
El objetivo histórico es y sigue siendo un socialismo avanzado. Como Marx y Lenin, se niegan a considerar el comunismo «un reparto de la miseria» y, por consiguiente, afirman «su voluntad de proseguir una transición socialista durante la cual una muy amplia mayoría de la población podrá acceder a la prosperidad. ¿No se demostraría a la vez que el socialismo puede y debe superar al capitalismo?», se preguntan los autores.
Describen el sistema político-económico de China como «socialismo de mercado o con mercado». Dicho sistema se basa en diez pilares, muy ajenos al capitalismo:
– La perennidad de una planificación fuerte y modernizada, que ya no es el sistema rígido y extremadamente centralizado de los primeros tiempos.
– Una forma de democracia política, claramente perfeccionable, pero que hace posible las opciones colectivas que están en la base de dicha planificación.
– La existencia de unos servicios públicos muy amplios que en su mayor parte siguen estando al margen del mercado.
– Una propiedad de la tierra y de los recursos naturales que siguen siendo de dominio público.
– Unas formas diversificadas de propiedad, adecuadas a la socialización de las fuerzas productivas: empresas públicas, pequeña propiedad privada individual o propiedad socializada. Durante una larga transición socialista se mantiene, incluso se fomenta, la propiedad capitalista a fin de dinamizar el conjunto de la actividad económica y de incitar a las demás formas de propiedades a ser eficaces.
– Una política general que consiste en aumentar relativamente más rápidamente las remuneraciones del trabajo respecto a otras fuentes de ingresos.
– La voluntad declarada de justicia social promovida por los poderes públicos, según una perspectiva igualitaria frente a una tendencia de varias décadas al empeoramiento de las desigualdades sociales.
– Se da prioridad a preservar el medioambiente.
– Una concepción de las relaciones económicas entre los Estados basadas en el principio de que todos ganan.
– Unas relaciones políticas entre Estados basadas en la búsqueda sistemática de la paz y de unas relaciones más equilibradas entre los pueblos.
Algunos de estos pilares se abordan con más detalle. Aquí distinguiremos dos de ellos: el papel clave de las empresas estatales y de la planificación modernizada. El libro también trata un asunto importante: la relación entre el poder político y el económico.
Las empresas estatales desempeñan un papel estratégico en el conjunto de la economía. Operan de un modo que no va en detrimento de las muchas pequeñas empresas privadas ni del tejido industrial nacional. Sus objetivos se orientan a las inversiones productivas y pueden proporcionar fácilmente servicios baratos tanto a otras empresas como a proyectos colectivos. Dentro de estas empresas el propio Estado puede determinar qué gestión sería la más adecuada.
En todo caso, el papel que desempeñan las empresas estatales es una de las explicaciones esenciales de los buenos resultados de la economía china. Y también desempeñan su papel en ámbito social. Las empresas estatales pueden remunerar mejor a sus empleados y ofrecerles una cobertura de seguridad social mejor. En este sector es más posible salvar la brecha entre ricos y pobres.
El proyecto de una economía es «el verdadero espacio donde una nación elige un destino común y el medio para que un pueblo soberano se convierta en su dueño». Según Herrera y Long, en el caso de China se trata de una «planificación» fuerte cuyas técnicas se han suavizado, modernizado y adaptado a las exigencias del presente. En la antigua «planificación excesivamente centralizada» una empresa debía aceptar los productos a pesar del coste real al que se habían fabricado.
Este mecanismo limitaba enormemente las posibilidades de iniciativa de las empresas así como la propia eficacia del sector productivo en su conjunto. La calidad y el costo se consideraban problemas «administrativos» o «tecnocráticos» y perdían su posibilidad de estimular la economía. Los imperativos y limitaciones de la producción se manifestaron en una recurrencia de las crisis de disponibilidad de los recursos materiales.
Por consiguiente, desde finales de la década de 1990 interviene una planificación más flexible, monetarizada y descentralizada. Esta nueva planificación seguía estando bajo la dirección de una autoridad central macroeconómica. Se dio a las empresas más autonomía para gestionar las divisas y comprar mercancías. Esta flexibilización llenó varias lagunas de la antigua planificación y llevó a un desarrollo económico más intensivo (2) y respetuoso con el medio ambiente.
¿Para una transición al socialismo es necesario que coincidan perfectamente los poderes económico y político? Los autores creen que no. En cambio, es necesario que quienes poseen el poder económico (los capitalistas) estén bajo la tutela estrecha del poder político. A este respecto los autores remiten a una discusión que tuvo lugar en 1958 entre Mao Zedong y el gobierno soviético de entonces.
Según Mao Zedong, la revolución china podía seguir caminando sin problemas aunque China todavía contara con capitalistas. Su argumento era que la clase capitalista ya no controlaba al Estado sino que este control lo ejercía entonces el Partido Comunista (3). Según los autores, actualmente la alta proporción de propiedad pública en los sectores estratégicos limita eficazmente las ambiciones de los propietarios del capital nacional privado. Además, el Partido Comunista sigue estando en posición de impedir que la burguesía se vuelva a convertir en una clase dominante.
El futuro
Permanece en suspense la opinión de los autores respecto la posible trayectoria de China. Sigue siendo posible una progresión en la dirección del socialismo, aunque no se pueda excluir una restauración del capitalismo. La lucha de clases será quien determine la cuestión.
En la China actual los equilibrios de clase son complejos. Por una parte está el Partido Comunista que se apoya sobre todo en las clases medias y en los empresarios privados, dos grupos a los que en las últimas décadas les ha interesado fomentar una economía con un alto crecimiento. Por otra parte están las masas obreras y campesinas «que siguen creyendo en la posibilidad de constituirse como sujetos de su historia y que siguen proyectando sus esperanzas en un futuro socialista».
Ahora la cuestión es saber si el partido logrará perpetuar sus éxitos sin desequilibrar la relación de fuerzas a beneficio de las personas trabajadoras y campesinas. Si el partido toma el camino del capitalismo corre peligro de trastornar este frágil equilibrio. Eso podría provocar grandes confrontaciones políticas e incluso provocar a una pérdida de control de las oposiciones sobre las que reposa el sistema, lo que supondría un fracaso en lo que concierne a las estrategias de desarrollo a largo plazo.
El desenlace es incierto, pero para los autores se pueden observar muchos aspectos que marcan claramente la diferencia con el capitalismo.
Más allá de esto, también están los objetivos a largo plazo del socialismo y hay potencial para reactivar el proyecto.
Otro factor de incertidumbre que es determinante para el futuro es el capitalismo de los monopolios financieros sostenidos por la hegemonía de Estados Unidos, que cada vez busca más la confrontación con China a pesar del denso tejido económico que existe entre ambos países. Herrera y Long advierten de que en Occidente debemos ser conscientes de que el capitalismo mundial está en un callejón sin salida y «que la agonía de este sistema solo aportará a los pueblos del mundo devastaciones sociales en el Norte y guerras militares contra el Sur».
Hay que añadir que sólo podemos esperar que la lógica capitalista se pueda mantener bajo control en China. De lo contrario, nos encontraríamos en una situación comparable a la que caracterizó la víspera de la Primera Guerra Mundial, cuando los bloques imperialistas emprendieron un pulso a fin de ampliar su zona de influencia o mantenerla.
Los autores no esbozan una historia triunfante. El «socialismo con características chinas» no constituye en modo alguno un «ideal logrado del proyecto comunista. Sus desequilibrios son demasiado patentes». En este sentido señalan que China sigue siendo un país en vías de desarrollo y que precisamente por ello «este proceso será largo, difícil, lleno de contradicciones y de riesgos», lo que no debería sorprendernos porque «¿acaso el capitalismo no necesitó siglos para imponerse?». Los muchos desequilibrios y contradicciones deberían frenar a las personas simpatizantes o al menos impedirles caer en la tentación de exportar demasiado rápido la receta china.
Algunas notas al margen…
Aunque Herrera y Long son profesores universitarios saben cómo exponer sus argumentos de forma ligera, legible y convincente. El libro contiene información sólida, con cifras y muchos gráficos útiles. En el anexo se incluye una cronología muy interesante que traza la historia de China desde el comienzo de la humanidad. Un punto débil del libro es que no todos los argumentos son tan exhaustivos, además de ser demasiado conciso para ello.
El punto de vista elegido es económico, lo que tiene la ventaja de ser más materialista que «fluctuante» y la desventaja de subestimar a veces el papel de la lucha ideológica. Herrera y Long señalan algunos aspectos negativos en este sentido, pero subestiman el hecho de que toda la sociedad está literalmente impregnada de la propaganda capitalista, incluso dentro del propio Partido Comunista. En este sentido son esclarecedores los acontecimientos de Tiananmen ya que, en efecto, faltó muy poco para que China tomara el mismo camino que la Unión Soviética. Si se quiere mantener el rumbo en dirección del socialismo será crucial frenar la ideología capitalista.
En su argumentación sobre si el sistema es capitalista o no se centran en la cuestión de las relaciones de propiedad, lo cual es correcto, pero sólo en parte porque las relaciones de propiedad no dicen todo respecto al control que ejerce el gobierno sobre la economía. Al dar o no acceso a los contratos de adjudicación, a los beneficios fiscales, al acceso a los fondos de inversión del gobierno, a las instituciones financieras y a los subsidios, etc., el gobierno central dirige de hecho grandes sectores, incluidas empresas privadas, sin tener un control directo sobre estas empresas como tales ni poseer acciones en ellas (4).
Por múltiples razones China es uno de los países peor comprendidos del mundo, por lo que el libro de Herrera y Long es más que bienvenido. De forma valiente va a contracorriente de los prejuicios y señala algunos clichés arraigados. A la luz del relativo descenso a los infiernos del capitalismo, tanto económica como políticamente, los autores provocan la discusión ideológica. Esta es la segunda razón por la que es un libro muy recomendable
* Rémy Herrera y Zhiming Long, La Chine est-elle capitaliste ?, París, Éditions Critiques, 2019, 199 p.
Notas:
(1) El término «capitalismo de Estado» está lejos de referirse a la univocidad de un concepto sobre el que existe consenso. Ofrecemos a continuación algunos sistemas que podrían corresponder a este término:
– El Estado lleva a cabo actividades comerciales y remuneradoras, unas empresas estatales ejercen una gestión de tipo capitalista (aunque el Estado se considere socialista).
– Presencia fuerte o dominante de empresas de Estado en una economía capitalista.
– Los medios de producción están en manos del sector privado, pero se somete la economía a un plan económico o supervisión (cf. la obra de Lenin, Nueva política Económica).
– Una variante de lo anterior es que el Estado dispone de un fuerte control en materia de asignación de créditos e inversiones.
– Otra variante: el Estado interviene para proteger sus monopolios (capitalismo monopolista de Estado).
– Otra variante más: la economía está mayoritariamente subvencionada por el Estado, que se encarga de las cuestiones estratégicas de investigación y desarrollo.
– El gobierno gestiona la economía y se comporta como una gran empresa que utiliza la plusvalía generada por el trabajo para reinvertirla.
Fuentes: Ralph Miliband, Politieke theorie van het marxisme, Amsterdam, 1981, p. 91-100; http://en.wikipedia.org/wiki/State_capitalism .
(2) Un desarrollo extensivo equivale a un crecimiento cuantitativo, más de lo mismo por medio de la inversión de más personas y máquinas o haciéndolas trabajar de manera más intensiva. Desarrollo intensivo = crecimiento cuantitativo basado en una mayor productividad.
(3) «There are still capitalists in China, but the state is under the leadership of the Communist Party», Mao Zedong, On Diplomacy, Beijing 1998, p. 251.
(4) Véase por ejemplo Roselyn Hsueh, China’s Regulatory State. A New Strategy for Globalization, Ithaca 2011; Zhao Zhikui, ‘Introduction to Socialism with Chinese Characteristics’, Bejing 2016, Cap. 3; Arthur Kroeber, ‘China’s Economy. What Everyone Needs to Know’, Oxford 2016; Robin Porter, ‘From Mao to Market. China Reconfigured’, Londres 2011, p. 177-184; Barry Naughton, ‘Is China Socialist?’, The Journal of Economic Perspectives, Vol. 31, No. 1 (invierno de 2017), pp. 3-24, https://www.jstor.org/stable/44133948?seq=5#metadata_info_tab_contents .
Fuente: https://www.investigaction.net/fr/la-chine-et-la-destinee-du-monde/