Caimán Barbudo Abril 1967
FIDEL CASTRO
El liberalismo ha sido el punto de partida de
muchas frustraciones, las que, al parecer, han encontrado su justificación
teórica en el famoso imperativo categórico, la contradicción infinita entre el
deber ser y el ser --sin solución de continuidad, inmanente a nuestro mundo
moral. Este lugar común tiene su contrapartida en otro lugar común -aunque para
algunos no lo sea tanto-, el profetismo emergente de un determinismo <mecanicista».
Una teoría que cumple su meta, que ha agotado sus posibilidades porque llegó
realmente a donde se lo proponía, no puede ser más fuente de acción; a partir
de entonces su misión devendrá explicativa, la pasividad será su elemento. Pero
también la posesión de «la verdad», la aprehensión del «sentido de la
historia», involucra una forma de contemplación paralizante, la prudencia
excesiva, la pavidez más asombrosa, son manifestaciones reiteradas de esta
«sabiduría». Esto da lugar a una extraña dialéctica; la historia no se realiza
de una vez; cada momento suyo es, de cierta manera, la preparación del
siguiente y con frecuencia vemos que los protagonistas de estos momentos no son
precisamente, los más «sabios». Es que en la historia podemos buscar triunfos y
fracasos, ambos pueden integrar un contenido, pero no indagaremos jamás sobre
un algo intermedio, porque ese algo no es más que la nada.
Existe un peligro real en el intercambio de
posiciones entre los ideales y la teoría. El tomar los primeros por la segunda
lleva a la utopía, pero ¿a dónde lleva el tomar la teoría por los ideales?
Sabemos que en la teoría siempre hay un coeficiente social, mayor o menor según
su grado de cientificidad, pero lo importante es que él siempre está allí y nos
indica un interés, una tendencia de la teoría. Entonces esto significa que la
teoría no aparece casualmente, espontáneamente, como una evidencia de la
realidad social, sino que ella es buscada, elaborada a partir de posiciones
(ideológicas) bien definidas. El tomar la «teorías por los ideales puede, por
eso mismo, no significar más que una hipóstasis de búsquedas anteriores y, con
ello, la frustración de la posibilidad de realizar los ideales.
Para el verdadero revolucionario no hay, no puede
haber horizontes. Che Guevara ha escrito que si a él se le preguntara si es
marxista o no, se encontraría en una posición similar a la de un físico al que
se le preguntara si es newtoniano, o a la de un biólogo si es pasteuriano, pero
también ha agregado: «La Revolución Cubana toma a Marx, donde éste dejara la
ciencia para empuñar su fusil revolucionario; y lo toma allí no por espíritu de
revisión, de luchar contra todo lo que sigue a Marx, de revivir a Marx
"puro”, sino simplemente, porque hasta allí Marx, el científico, colocado
fuera de la historia, estudiaba y vaticinaba. Después, Marx revolucionario,
dentro de la historia, lucharía. Nosotros, revolucionarios prácticos, iniciando
nuestra lucha, simplemente cumplíamos leyes previstas por Marx el científico y,
por ese camino de rebeldía, al luchar contra la vieja estructura del poder, al
apoyarnos en el pueblo para destruir esa estructura y, al tener como base de
nuestra lucha la felicidad de ese pueblo, estamos simplemente ajustándonos a
las predicciones del científico Marx.»1
Parece ser que esa lucha de que habla Che Guevara
introdujo algunas correcciones en la «teoría», que por demás no era
«plenamente» dominada por los combatientes cubanos, y esas «correcciones»,
derivadas de la actividad revolucionaria, no se produjeron ----esta afirmación,
lógicamente es innecesaria-- a priori; en cierta medida, ni siquiera han sido
teorizadas.
Toda teoría que sea expresión de una verdad social
tiende a empalmar con el que en su momento se considere sujeto de la historia y
no de otra manera puede aquélla realizarse. Marx, revolucionario, comprendió
esta realidad y ello le permitió superar el utopismo por una parte el
blanquismo por la otra. Sabemos que estas dos últimas corrientes se debaten,
una en la imposibilidad de una quimera y la otra en la ignorancia de las
fuerzas motrices últimas de la historia. La comprensión de esta verdad implica
una afirmación que se repite fatigosamente en el marxismo: la historia la hacen
las masas. Esta aserción, de cuya justeza ningún revolucionario (marxista)
duda, no puede constituir más que un punto de partida para el análisis y es
aquí precisamente donde comienzan las dificultades. La sociedad, como objeto
del conocimiento, difiere fundamentalmente de toda otra realidad, su extrema
movilidad exige una pesquisa constante, no hay aquí esa fijeza estructural de
otras esferas que permite que ellas sean investigadas como si siempre fueran
idénticas a sí mismas. Esto lleva a menudo a confundir la interpretación de una
situación concreta con lo que efectivamente constituye un descubrimiento
definitivo; es precisamente esto lo que nos conduce a veces a tener por
verdadero lo que fue verdadero, a ver «el pasado superpuesto al presente,
aunque ese presente, sea una revolución». (1)
El marxismo no es una filosofía de la historia al
estilo hegeliano, que vaticina y profetiza, es una teoría científica de la
sociedad que, por su mismo contenido, por la voluntad que expresa, asume formas
ideológicas definidas, es ante todo, la teoría de la REVOLUCIÓN SOCIAL.
En estas condiciones, el sujeto de la historia que
mencionábamos más arriba adquiere ciertamente, características problemáticas.
Nuestra época ha sido definida como la del paso al socialismo y al comunismo..
Para ello es necesario establecer, en cada país, la
dictadura del proletariado. En estas generalidades somos contestes todos los
que nos llamamos marxistas-leninistas. El problema se presenta en la
consideración de cómo, cuándo y dónde instaurar la dictadura del proletariado;
esto sí exige una clara comprensión de lo que es el sujeto de la historia. «se
integra a partir de la posibilidad más profundamente revolucionaria de la
época: la de la clase proletaria».?
Ya en 1843, cuando su teoría ni siquiera había
tenido un esbozo sistemático, Marx escribía:3 «Cuando el proletariado anuncia
la disolución del orden social actual sólo anuncia el secreto de su propia
existencia, pues él constituye la disolución efectiva de este orden social. Es
decir, el sujeto de la historia es aquél cuya «propia existencia ... constituye
la disolución de un «orden social» injusto, opresivo, que representa de un modo
preciso la negación más total para los oprimidos de realizarse como hombres, y,
exactamente, como hombres concretos, históricos. Utilizamos esta cita
intencionalmente e intencionalmente también, prescindimos de la racionalidad
que ella pueda contener para darle nuestra propia interpretación, histórica.
Más adelante tendremos ocasión de volver sobre esto.
Una vez que el capitalismo se hubo consolidado en
todos los órdenes en su lugar de nacimiento, comenzó su proceso de expansión,
de rebasamiento de lo que fueron sus marcos nacionales, creándose el llamado
sistema capitalista mundial. Marx no fue ajeno a este proceso de exportación.
En su trabajo «La moderna teoría de la colonización»? da algunas de sus
características, pero aquí Marx toma como ejemplo a un país, Norteamérica,
cuyas condiciones óptimas y excepcionales (condiciones históricas) llevaron, en
fin de cuentas, al triunfo pleno del capitalismo. La realidad, para la mayoría,
ha sido otra.
Afirmar que, en su naturaleza, la sociedad burguesa
permanece siempre idéntica a sí misma, es decir bien poco. En realidad ella se
autotransforma constantemente creándose nuevas condiciones de existencia, en
todos los niveles, incluso el político. En este último también sabrá organizar
el juego, de tal manera que las fuerzas que representen una potencial
subvención del «orden establecido» se integren a sus mecanismos normales y se
convierten así en inofensivas. Pero las fórmulas políticas no pueden ser universales,
ellas tienen su lugar de aplicación y si se pretende trasladar a la periferia
lo que es válido para el centro del sistema, los resultados no serán los mismos
allá que aquí.
Es decir, que el proceso de conversión de las
fuerzas revolucionarias en reformistas, no produce los mismos resultados en los
países con un alto desarrollo capitalista que en los países que no han
integrado plenamente (en éstos el capitalismo les viene de afuera) su economía
al capitalismo. En estos últimos, la resultante es una deformación monstruosa
determinada por su insuficiencia estructural para asimilar los nuevos cambios;
esto provoca un círculo vicioso. Los que mandan se angustian buscando
soluciones para una realidad cuya heterogeneidad la hace constantemente
explosiva. Entre la clase obrera persiste una desigualdad de desarrollo
económico que a la vez que constituye una pesadilla para los poseedores, es
motivo de un perenne erratismo para quienes se supone deben hacer la
revolución. Por otra parte, grandes sectores de la población se percatan de la
existencia de una vida moderna no por su ingreso a ella, no por su
incorporación a una estructura capitalista, sino por su coexistencia con ella.
Para ellos no hay más que una salida inaplazable: la revolución. Ellos engrosaron
las filas del Ejército Rebelde de Cuba, han dado nacimiento a las FAR
guatemaltecas, a las FALN venezolanas, ellos constituyen hasta la conquista del
poder (entiéndase bien), el sujeto de la historia en nuestros países,
representan la «disolución efectiva» de un «orden social» parasitario que no
tiene por clase dominante más que una caricatura de clase dominante, un grupo
apendicular de la burguesía metropolitana que medrosa y estultamente cumple un
papel derivado y secundario. Y esto aunque haya quienes no lo comprendan.
Aunque haya quienes insistan en hablar de «su burguesía», de las
contradicciones de ellas con el imperialismo y otras zarandajas. Si de verdad
se quiere ser revolucionario hay que entender esto y dejar a un lado el
catecismo, que no será con él que transformaremos la sociedad.
II
Esta reflexión nos trae a la mente un problema con
ella relacionado: que es una clase social y, sobre todo, un elemento
indispensable de este concepto: la conciencia de clase. No se trata de una
exposición o de una investigación del origen de las clases o de otros muchos
aspectos sociologicos, sicológicos e históricos de primerísima importancia para
una adecuada determinación del concepto de clase social. La dirección de
nuestro interés es bien definida, por eso partimos de algunas verdades
elementales generalmente admitidas por todos los marxistas. De la definición
que Lenin en Una gran iniciativa, y del concepto de conciencia de clase de
Gyorgy Lukacs.
En su definición, Lenin, insiste, básicamente, para
la determinación de lo que es una clase y de su pertenencia a ella, en el lugar
que se ocupe en un sistema de producción. Entendemos que éste es,
efectivamente, un elemento decisivo para que se pueda hablar en un caso dado de
clase social. La consideración de ésta como una realidad colectiva no puede
velar el hecho de que el moderno concepto de clase social surge ligado principalmente
a las condiciones de la producción; en este sentido, Marx, ciertamente,
continúa una tradición de la ciencia social más avanzada de su tiempo y sus
fundamentales esclarecimientos parten, precisamente, de esta verdad e
incontrovertible. Éste es, pues, el punto de partida del marxismo en este
problema, pero sólo el punto de partida. Si el criterio económico resulta
indispensable para la definición del concepto, también hay que decir que, por
sí solo es insuficiente, porque para que una clase exista como tal, es
necesario que se forme, además del agrupamiento objetivo de sus miembros, su
integración subjetiva, que éstos se autoidentifiquen como tales, lo que vendría
a significar la persistencia del grupo, que él no es eventual con respecto al
modo de producción que es una clase social.
La formación de la clase no lleva implícita una
finalidad, una misión; es el resultado, de un proceso histórico-productivo y es
dentro de éste donde los individuos de una clase se trazan determinados fines,
lo que supone ya la virtualidad de una conciencia y de una voluntad: los fines
no lo son nunca de una historia impersonal, absolutamente objetiva, son los
hombres los que se los proponen y no importa que tengan que hacerlo dentro de
límites muy precisos que ellos mismos crean con su vida pasada, sino que la
historia no es algo distinto de quienes la hacen. Por ello es que para la
burguesía resultó relativamente fácil cumplir «su vocación»; recordemos que
ella impuso su dominio total, sin un plan previo, sin una acción coordinada de
todos sus miembros, pero por otra parte en cada burgués coincide muy claramente
aquella «vocación» con su interés inmediato, directo, de tal manera que éste ya
representa en sí un poder efectivo. La conciencia individual de la posición
propia en la sociedad no puede ser distinta, por principio, de la conciencia de
clase, aunque no pueda hablarse de identidad entre una y otra..
Lukacs admite que los hombres ejecutan
concientemente sus propios actos históricos, pero al señalar que se trata de
una falsa conciencia, apunta la inutilidad del estudio único de ésta para
comprender el proceso histórico, insistiendo en que toda explicación de éste a
partir de aquella se convierte en una simple descripción de muy poco valor, que
lo que hace realmente es disolver el proceso histórico mismo.
La falsa conciencia, por ser precisamente tal, por
significar una incomprensión de la relación del individuo con la totalidad
social concreta, no alcanza los fines que se traza; los fines alcanzados,
objetivos, son desconocidos para ella, y no deseados. De aquí infiere Lukacs
que una correcta explicación de la conciencia de clase exige, no la
consideración de los pensamientos y sentimientos que han tenido los hombres,
sino los que hubieran tenido de captar su situación real con respecto a la
estructuración social en su conjunto, es decir, la conciencia de clase es una
objetividad que no admite explicación por las ideas que los hombres se hacen de
sí mismos, por sus estados sicológicos, afectivos, etc., individuales o colectivos.
Por ello, la conciencia de clase viene a ser la adjudicación de una «reacción
racional adecuada a una situación típica determinada en el proceso de
producción». Aquí tenemos aquella racionalidad de la historia de que hablábamos
cuando citamos a Marx (el joven Marx) y que consiste en, por medio de la
abstracción, explicar el devenir social mediante atribuciones lógicas. Las
clases que, por su posición dentro de la estructura económica de la sociedad,
«tienen una fuerte conciencia, realizarán indefectiblemente su «misión» y, por
supuesto, esto en especial para el proletariado, que por «no tener>>
límites objetivos en su vocación revolucionaria, será el único que poseerá una
conciencia total, plenamente consecuente.
De acuerdo con esta concepción bastará, si nos
consideramos revolucionarios, con que fundemos un «partido de la clase obrera»
y esperemos pacientemente el estallido inevitable porque, después de todo, la
historia marcha sobre rieles ya construidos y el problema está en no equivocar
el tren. Y mientras nos fundimos con el proletariado apoyando sus movimientos
«accidentales», que no manifiestan su «verdadera naturaleza», nos puede también
sorprender la revolución, y no la revolución espontánea, sino hecha por otros.
Decíamos que a la burguesía le fue fácil cumplir
«su misión». Ella no necesito de una autoconciencia especial que la elevara por
encima de sus propias condiciones de vida; sus más prosaicos intereses le
indicaban claramente a dónde tenía que dirigir sus golpes. Otra es la situación
para el proletariado, al que sus circunstancias no le dan una intuición «clara
y distinta» de la necesidad de derrocar al poder burgués mismo, de librar una
lucha política decisiva. Para el proletariado, la conciencia revoluciocionaria
es diferente de la conciencia de clase; si así no fuera, tendríamos que admitir
que los obreros unas veces existen como clase y otras no, o, por el contrario,
convertir la conciencia de clase en una existencia en sí aunque a veces ella no
se manifieste en forma alguna desde el punto de vista de la acción, pues
evidentemente no se trata de que esta conciencia exista teóricamente en un
grupito de depositarios, sino de su realización efectiva.
La conciencia de una clase oprimida, con
perspectivas reales de convertirse en dominante, está dada por su
autocomprensión de que constituye un grupo especial dentro de la sociedad, lo
que se trasluce en la adopción de símbolos, costumbres, actitudes, etcétera,
específicos. Por un antagonismo latente que en manera alguna presenta una
dirección única y que es consecuencia en el proletariado, de una tendencia a
proyectar su conciencia hacia el futuro; pero esta proyección puede aparecer lo
mismo como una fatalidad que constriñe a alejarse de la clase en su conjunto
(dentro de la misma estructura social), que como una actitud disolvente con
respecto al orden social. Y esto es así porque la clase no constituye una
totalidad orgánica; aunque es una realidad colectiva susceptible de ser
tipificada, no tiene un carácter cerrado. Por una parte, es ilusorio pensar que
«toda la clase se puede hacer revolucionaria y por otra, resulta ingenuo creer
que un sector de ella deviene revolucionario cuando se identifica con la teoría
marxista; ser revolucionario no consiste en una actitud teórica, sino en una actitud
práctica; esto último es lo que hace a la clase obrera, o a cualquier otra
clase, revolucionaria. La revolución como hecho y no como situación potencial,
no se produce espontáneamente; aun la actitud práctica es insuficiente, ella
tiene que ser deseada, actualizada en todas sus consecuencias, impuesta a
costa, inclusive, de todas las violencias. Es entonces, cuando se realiza esta
compulsión, cuando las clases populares tendrán oportunidad de mostrar sus
mejores inclinaciones y tendencias (y no hay que alarmarse porque en algunos
casos no sólo aparezcan las mejores tendencias), que se comprobará claramente
que la historia la hacen las masas. Minimizar el papel de la vanguardia
revolucionaria partiendo de la máxima anterior es condenarse a la pasividad.
Cuando nuestros propósitos son más definidos que nunca antes, más necesita la
historia de la «virtualidad de una conciencia y de una voluntad»; sólo un
equipo de hombres firmes, apasionados, capaces de actuar, incluso, contra lo
que la mayoría considere la lógica más elemental, puede llevar adelante la
revolución. Y no puede haber reticencias en la búsqueda de apoyo inicial; la
prueba más viva de la descomposición de un régimen social puede estar precisamente
en la existencia de grandes grupos de desclasados, de hombres que han nacido
sin «condición» o que van de una clase a otra víctimas de la inestabilidad de
la sociedad en que viven; aquí suele ocultarse un gran potencial revolucionario
porque, aunque estos hombres carecen de los hábitos disciplinados del
proletario, sí tienen una conciencia disolvente del orden establecido, cuyo
estallido puede significar el comienzo de su destrucción.
La construcción de la nueva sociedad es otra cosa.
La ideología de una comunidad política escindida en poseedores y desposeídos no
puede coincidir directa y plenamente con los intereses netos de una clase
social; si así fuera, desaparecería un factor vinculante decisivo para la
existencia misma de esa comunidad. Sin embargo, es indudable que dentro de esa
misma sociedad están presentes distintas tendencias ideológicas emergentes de
su heterogeneidad de clases. Este cruzamiento crea la ilusión de un destino común
o, al menos, de ideales comunes que velan la comprensión de la posibilidad de
una acción diferenciada, propia de la clase obrera; así se explican
comportamientos tan diversos entre los proletariados de distintos países y en
distintas épocas, y también la persistencia de la llamada falsa conciencia
dentro del orden burgués; éste es el origen de aquella doble dirección en la
proyección de futuro de la conciencia del proletariado. Sólo la conquista del
poder revolucionario liquida este desdoblamiento, que no tiene, por cierto,
nada de imaginario, que es muy real y efectivo en la conservación del poder de
los explotadores y que hay, por lo tanto, que tener muy en cuenta en la
programación de la actividad tendiente a su derrocamiento; no es con propaganda
y educación con lo que fundamentalmente se obtendrá el éxito en esta misión. La
clase obrera no permanece idéntica a sí misma, la implantación del poder
revolucionario como dictadura del proletariado -única manera en que éste puede
realizarse representa un momento de ruptura para ella; se operan tales cambios
en su condición social y en su conciencia, que toda traslación retrospectiva
resulta incongruente; en realidad sólo por inercia continuamos llamándole
proletariado, porque su conciencia es ya la conciencia de toda la sociedad.
III
Nos parece que las más importantes conclusiones que
podemos extraer de lo expuesto, no tienen solamente un carácter práctico, sino
que encierran también un valor moral, y no nos produce ningún escrúpulo
expresarnos así, porque estimamos que la teoría y la actividad política no
tienen que ver exclusivamente con la inteligencia o con la férrea necesidad
social: hay algo más que eso. Negar la posibilidad del error e identificar la
verdad con lo moral es absurdo y, además una trampa en la que también podemos
caer; pero absolutizar esto y afirmar que siempre se trata de incomprensión o
de la fuerza de las cosas, absteniéndonos por ello de todo juicio valorativo,
creemos que es, en el mejor de los casos, una candidez o una perversidad.
Para la revolución en América Latina hay una sola
vía y la primera prueba (que estamos convencidos de que es concluyente), la
revolución cubana, ha demostrado la importancia que tienen las convicciones,
los ideales. Pero hay algo también muy importante que emerge de la situación
actual en el continente: persistir en una política reformista ya no significa
solamente esperar a que en las calendas griegas se produzca la revolución por
sí sola: es jugarle una mala pasada a la clase obrera, es contribuir a
sustraerla, en parte, de su revolución y esto no tiene más que un nombre:
traición. Serán precisamente los sectores del proletariado permeados por los
hábitos reivindicativos de orden económico que continúan inculcándoles sus
falsos dirigentes como «una importante forma de lucha», los que no entenderán
la revolución en sus inicios y le presentarán también a ella sus
reivindicaciones; los que se quedarán perplejos cuando se pidan los sacrificios
necesarios y se comiencen los imprescindibles reajustes de la estructura
salarial deformada por un desigual desarrollo económico, que muchas veces lleva
a los abanderados de las reformas a olvidar a los obreros más sufridos y
maltratados por el orden burgués; precisamente los que -ironías de la
historia—, constituirán el principal apoyo del poder revolucionario en sus
medidas más radicales.
1 Notas para el estudio de la ideología de la
revolución cubana.
R. Debray: ¿Revolución en la revolución?, p. 15.
2 Fernando Martínez: «El ejercicio de pensar», El caimán barbudo, opus, 11. 3
Idem.
C.
Marx: El Capital, p. 701, La Habana, 1962. Ver también «La dominación 790
británica en la India», Obras escogidas en un tomo, p. 225.
«Marx a Weydemeyer», Obras escogidas en un tomo,
La Habana.