Por DARIEL PRADAS
Fotos: YASSET LLERENA
“Fueron 85 años de trabajo en Matahambre, durante los cuales cada uno tenía el oído y el corazón puestos en el bum-bum de la compresora y en el pito de la mina a las cinco de la mañana. Todos estaban acostumbrados a eso y, de buenas a primeras, aquello quedó suprimido; entonces, además de la sorpresa, fue estupor”.
Aquellas palabras del anciano Camacho se me aparecieron en el borde de una bancada de seis metros del yacimiento Castellanos, días después de haberlas escuchado. Era la imagen imprevista del jubilado y su nostalgia, justo cuando sentí algo de vértigo tras mirar el precipicio: cualquiera se marearía con un vistazo a las paredes profundas de esta mina, convertidas en senderos que transitan camiones diminutos, aunque peor es el ruido del taladro, de perforar hoyos, después rellenados de explosivos: así se tumban pedazos de montaña mediante cuentas regresivas.
Me apertreché como un minero: gafas, botas, guantes, casco, chaleco refractario y, en el bolsillo, una mascarilla y tapones para los oídos, porque puede caerme un pedrusco encima o una basurita en el iris, o de pronto tropezar y abalanzarme al fondo de un hueco que es más un cráter de luna, un descenso hacia el centro de la tierra o, quizás, una tergiversación humana de la naturaleza.
La mina ya era gigante, pero el gerente de la empresa sonrió y dijo que esta apenas tenía doce metros bajo el nivel del mar, que la meta era alcanzar los menos 120. También explicó que, para profundizar, es necesario expandir el diámetro del cráter y entonces peinar los bosques remanentes de la montaña, como uñero que devora la carne de los dedos.
El hombre señaló en dirección a par de lomas boscosas y comprendí que, no tan lejos, el valle quedará sepultado y en su lugar yacerá la tierra negra, amarillenta y estéril que caracteriza a un “pasivo” minero, los restos mortales de las catacumbas del planeta. Amén. Será un espectáculo horrífico en el que quizás se le suba a uno la sangre de vegano.
Pero antes de juzgar la existencia de la mina, debo ser consciente de que la vida de un pueblo depende de esta; que al silenciarse el bum-bum de compresora –ese latido del sistema circulatorio minero–, retornaría el estupor a Matahambre.
Los taladros, la “fuerza bruta” en la mina Castellanos.
***
Más de dos años lleva la actividad extractiva en el municipio de Minas de Matahambre, en la provincia de Pinar del Río, luego de más de una década de haber concluido, en 2004, la explotación de oro en la cima del yacimiento Castellanos.
Por esa zona, cercana a la localidad de Santa Lucía, se explotó además algo de plata durante otros cuatro años y luego no hubo otro indicio de minería en la región hasta noviembre de 2017, cuando la Empresa Minera del Caribe S.A. (Emincar) comenzó allí sus producciones de concentrado de plomo y zinc. Renacía una tradición centenaria, casi desterrada durante la década de 1990.
En medio de la crisis provocada tras el adiós de la Unión Soviética y de las relaciones comerciales con el campo socialista, en la región occidental del país cerraron las principales empresas relacionadas con esa actividad extractiva. Así sucedió con las minas cupríferas de Matahambre y Júcaro (en 1997 y 2000, respectivamente), y con los yacimientos auríferos de Mantua y Castellanos (1999 y 2004).
De todo ese proceso, representó el colofón, para la población local, el fin de la producción de cobre en el yacimiento Capitán Alberto Fernández Montes de Oca (nombre oficial del de Matahambre), por tratarse de la más vieja mina que dio origen al asentamiento, las reservas más grandes de cobre en Cuba y una de las mayores fuentes de empleo e ingresos en la región.
Contó Roberto Camacho –considerado el historiador de la minería local y economista de dicha entidad extractora en los últimos 23 años–, que en la tarde-noche del 30 de abril del 97, visitó el pueblo el entonces ministro de la Industria Básica, Marcos Portal, para comunicar la decisión gubernamental del cierre inmediato de la mina. Cuando los obreros salieron a la superficie a las seis antemeridiano, cesaron por completo las actividades productivas.
“Según se alegó entonces, esta medida se adoptó por los altos costos que tenía que enfrentar la mina”, rememoró Camacho.
La tecnología era la misma estadounidense de principios del siglo XX. Requería cantidades exorbitantes de combustible, difícil de “forrajear” en plena crisis. Las medidas de seguridad para los obreros no eran las idóneas para un trabajo a 1 503 metros de profundidad. Y como la mina de Matahambre era subterránea –a diferencia de la minería moderna, que suele ser “a cielo abierto” y más eficiente–, el minero, aun con todo su equipo de protección, peligraba desde que montaba en la “jaula”, la cabina del ascensor.
En Matahambre se obtenía una ley mínima de cuatro por ciento de cobre –un cobre de altísima calidad–, pero en el mercado internacional había disminuido drásticamente el precio del concentrado de este mineral: “En el momento de la decisión de cerrar la mina, la libra había bajado 40 o 50 por ciento con respecto al precio ordinario. La empresa ya empezaba a tener pérdidas”, arguyó Alberto Mayans, director de la Unidad Empresarial de Base (UEB), Empleadora que pertenece a la Empresa Geominera Pinar del Río, un jubilado recontratado que en el 97 ocupaba ese mismo rol.
A muchos la noticia les pareció abrupta. Sin embargo, ya en la década del 80 se había pensado en el cierre. La situación tecnológica era la misma, pero el cobre de allí era codiciado, Checoslovaquia seguía comprándolo, el CAME (Consejo de Ayuda Mutua Económica) aún existía y las autoridades de la empresa abogaban por mantener viva la mina. Hasta que se volvió incosteable.
Con la caída de los yacimientos cupríferos de occidente, prácticamente desapareció la minería subterránea en Cuba, excepto la del oro de Placetas, en Villa Clara.
“Fueron 85 años de trabajo en Matahambre…”, gimió Camacho. “De buenas a primeras aquello quedó suprimido”.
Del subsuelo al funicular
Un frente frío había nublado el cielo desde la víspera. En la loma donde se encuentra el poblado Minas de Matahambre, la gente paseaba con las manos en los bolsillos. A cada rato las sacaban para frotarlas y calentarlas a golpe de aliento. Yo era víctima de un resfriado cuando me abrió la puerta el octogenario.Me recibió con una chaqueta que recordaba a un capitán de balleneros, a lo Ahab en Moby Dick. Minero desde el tiempo de los norteamericanos. Jubilado de 87 años. Ese es Anastasio Serrano Valdés.
“En la mina me crié, me hice hombre. De ahí salió mi padre y mi abuelo. Me sirve de placer que me digan minero”, dijo Anastasio Serrano, minero desde la década de 1950.
Empezó a trabajar en las profundidades de la mina a partir de 1951, aún con el acné juvenil en sus 19 años de edad. La misma labor que ejerció su padre desde la década del 40 y a la que su abuelo consagró la vida entera. Este último fue obrero fundador de la mina; en 1912, en las iniciales labores extractivas, partió y enjuagó rocas impregnadas de cobre que en mulas fueron trasladadas por el monte hacia el puerto de Santa Lucía, al norte, a más de diez kilómetros; Lavapiedras le decían, y sonreía orgulloso: después de todo, no había otra fuente de empleo en la zona.
Antes de surgir la mina, ese lugar formaba parte de la Hacienda San Cristóbal de Matahambre, una finca extensa del término municipal de Pinar del Río, donde no florecía la agricultura (al menos no tan bien como en territorios aledaños), pero servía para que las vacas “mataran” el hambre (de ahí la curiosa toponimia) y saciaran la sed. Un sitio inhóspito, sin pueblo ni senderos. Hasta que un campesino, en busca de reses perdidas, se tropezó con una piedra brillante que guardó para alardear ante sus vecinos.
Los testimonios de esa historia varían: que si fue en 1910, que si uno o dos años después. Lo verdaderamente preciso recae en el nombre del guajiro: Victoriano Miranda, el descubridor del cobre.
Cuentan que los vecinos de Victoriano le sugirieron enseñar la piedra a los ricachones Manuel Luciano Díaz y Alfredo Porta; el primero, un ingeniero civil que había sido secretario de Obras Públicas durante el gobierno de Estrada Palma y mantenía fuertes vínculos con empresas norteamericanas; el segundo, un comerciante boticario de la ciudad de Pinar del Río, exalcalde, con doce declaraciones de yacimientos en la zona de Matahambre.
Financiadas unas cuantas exploraciones, al fin se descubrió la vena cuprífera y el 24 de febrero de 1912 se constituyó la Sociedad Minera Porta-Díaz, de la que Victoriano ganaría pequeñas pero dignas prebendas hasta un lustro después, cuando murió Luciano y su hijo, Manuel Dionisio Martínez, lo relevó como socio. Entonces este decidió olvidar la promesa del padre y el por ciento de las ganancias del montero quedaron reducidas a una pensión vitalicia de 40 pesos y a un lugar impreciso en la historia del municipio.
La neoyorquina American Metal Company, había actuado como accionista en la sociedad y era, a la vez, su único cliente y el proveedor de las maquinarias de extracción y procesamiento. Para 1921, esta empresa compró el resto de las acciones y se convirtió en propietaria de la mina. Justo después invirtió en la modernización de su rebautizada Minas de Matahambre S.A.
Así, de un plumazo, se cambió el güinche que mueve la jaula, se inició la excavación de un segundo pozo –llegaron a establecerse cinco pozos– y se instaló una industria de concentrado de cobre a partir de la calcopirita extraída: ya no se exportaría la piedra pura hacia Estados Unidos; a velocidad récord también se construyó, entre otros avances, un funicular que mediante cables transportaba cargamentos de la mina al puerto. Así, creció a producción y la fuerza de trabajo, y Matahambre logró convertirse en pueblo.
De manera que cuando Anastasio Serrano bajó a la mina por primera vez con casi dos décadas de edad, ésta ya no era dirigida por estadounidenses, sino por oligarcas cubanos descendientes de Manuel Luciano Díaz, presididos por Ernesto Romagosa Sánchez, yerno del fundador. La American Metal Company había renunciado en 1942 a mantener el negocio a tanta profundidad y a lidiar con una emergente furia sindicalista contra la explotación patronal.
–¿Cómo se vinculó a la minería? –rompí el hielo con Anastasio, ya sentados los dos en la salita de la casa. Gruñó. Una rodilla, me explicó, no gira ni realiza movimientos complicados.
–La mina era en esa época el único sostén que tenía el pueblo y otros del municipio, incluso diría que gran parte de la provincia. El salario compensaba las necesidades básicas. Bastaba para vivir.
Elocuente, Anastasio llevaba la conversación a un ritmo acelerado, a pesar de su longevidad. Es el segundo mayor de ocho hermanos, repartidos democráticamente entre masculinos y femeninas, mantenidos en su adolescencia con diez pesos y 36 centavos que ganaba a diario su padre Rosel en la mina, ocho horas bajo suelo sin percibir algún destello de luz natural o inhalar la brisa del monte. “No valía la pena, pero era lo único que había”. El patriarca desautorizaba que alguno de sus cuatro hijos varones aportara a la economía del hogar mediante el oficio minero, lo que se traducía, dadas las condiciones regionales, en estar desempleado.
“Pero yo tenía 18 años y ya me enamoraba”, relató Anastasio. “Para fin de año, uno siempre luchaba para tener un par de zapatos, una camisa, un pantalón: algo nuevo… Un día de diciembre, almorzando, le dije a la vieja que mis zapatos ya no servían”.
“‘Díselo a tu padre, a ver’, me sugirió ella. Me acerqué al viejo con la historia de que ya tenía el pantalón, la camisa, pero no los zapatos. Él me miró y dijo: ‘Pero los gastaste muy pronto, porque a ti todavía no te toca’”. Alzando los restos de cejas, Anastasio mostró un enojo cansado, carente del brío juvenil.
“Contra su voluntad, me busqué una ayuda… un padrino, como le dicen, y empecé a trabajar en la mina. Y, bueno… salí ileso”, tosió secamente. “Tuve mis accidentes… normales, digamos”.
Sufrió el primero a los dos años de haber empezado y, el otro, justo después, a los meses, cuando le cayó una piedra en la espalda que le provocó una cicatriz de diez puntadas; borbotones de sangre que lo empujaron a preocuparse de perder su empleo más que su vida, porque si se ausentaba un único día, siempre había cien o doscientos hombres en la boca del pozo esperando a que alguien fallara. Laboró aun con la herida, atento a no perder en productividad: otra razón para los despidos.
Tras extraerse en vagones el mineral de cobre, este se procesaba y luego se trasladaba en funicular hasta el puerto de Santa Lucía (Cortesía del PCC Municipal).
El trabajo del minero, durísimo. Taladrar la roca, estallar dinamita, recoger piedras que vagones subterráneos transportan luego a la jaula y de ahí a la superficie… concentradora de cobre, funicular, barco, Estados Unidos. Parece sencillo hasta que se engarrotan los músculos, el calor –con temperaturas de entre 37 y 41 grados– afecta la transpiración y el polvillo de la roca se pega al sudor, a las mucosas y a los alveolos cuando todavía quedan horas de faena. Es un tercio de día bajo mina: calor, polvo, cansancio, y el intermedio que dura apenas media hora; calor, polvo, cansancio, y el almuerzo es un tentempié de vianda frita, dulce de guayaba o pan con no-se-qué, traído por el minero en un cartucho; calor, polvo, cansancio, mientras se come empapado hasta la cintura, porque desde que el obrero baja, sus botas se mojan de un manto freático reventado por las explosiones.
“Había un sistema de ventilación bastante completo, que refrescaba un poco la mina. En los lugares más frescos había una temperatura de entre 37 y 39 grados. Y había lugares donde se elevaba hasta 41 grados”, detalló Camacho, el historiador. “Yo fui testigo, después de la Revolución, de obreros que se metían en una galería a sacar líneas que no estaban utilizando, y la orientación que tenían era trabajar diez minutos y salir a la estación para refrescar”.
–Dicen que un minero perdía tres o cuatro libras de peso en cada jornada. Muchos, por agotamiento, no podía ni comerse lo que llevaba –recordó Anastasio–. Un trabajo muy complejo, de mucha peligrosidad. Las condiciones de la mina eran catastróficas…. Algunos enfermaban de tuberculosis, o del mal por el que mi padre murió: la silicosis.
Mineros, metalúrgicos, marmoleros, ceramistas, vidrieros y otros trabajadores que se exponen a la inhalación prolongada de compuestos químicos que contienen sílice cristalina, son los principales candidatos a sufrir esta enfermedad que provoca fibrosis pulmonar y dificultad respiratoria. Con silicosis –enfermedad profesional que justificó muchas actas de defunción de mineros– o te alejas de la fuente de exposición para detenerla (es decir, dejas el trabajo) o acarreas esta dolencia cuyos síntomas son irreversibles.
Al padre de Anastasio “se le llenaban los pulmones de piedra, de tierra, de esas partículas chiquiticas que circulaban por toda la mina, que se producían al barrenar en seco o por la humareda después de un disparo de dinamita”. Al toser, “pequeños guisantes” salían disparados de su boca y terminaban en una gaveta.
Lo curioso es que Rosel falleció con 87 años. La misma edad que hoy tiene su hijo y la que cumplió en septiembre de 2020, Mauricio Rodríguez Valdés, también jubilado de la minería y primo de Anastasio. Sin embargo, lo común para los practicantes de este oficio, era la desaparición física a los 45 años, aproximadamente. Eso, sin contar los accidentes fatales, que eran muchos.
–A un hermano, cuando muere, tenemos que darle nuestra solidaridad, nuestra fuerza, nuestro apoyo –dijo Anastasio mientras narraba los paros laborales que organizaban en los días de luto, a pesar de la presión y las amenazas de los capataces–. Tuvimos varias peleas. Intentábamos que nadie nos explotara; al final nos explotaban igual. Pero eso motivaba aún más las luchas sindicales.
La salita de la casa es un espacio modesto. Paredes descuidadas, sin accesorios pretenciosos. Encima de cada estante, diplomas transformados en adornos. Medallas. Formas inusitadas de trofeos.
Anastasio, ahora con su rodilla limitada y dos piernas dormilonas que por momentos despiertan, joven y sano participó en la Limpia del Escambray, en la Huelga del 9 de abril de 1958, en operaciones militares en Pinar del Río durante la Crisis de Octubre. Integra el Partido Comunista de Cuba, la Asociación de Combatientes. Ha sido el mejor cederista, en total le han otorgado como cien reconocimientos… ha conversado con Fidel, el Che, Almeida, Raúl…
Durante la clandestinidad, su función principal fue robar dinamita de la mina. Pertenecía a una célula del Movimiento 26 de Julio. Como los guardias custodiaban la boca del pozo, debía sacar los explosivos en los turnos de noche o en días lluviosos. Su piquete abastecía al centro de la clandestinidad en la ciudad de Pinar del Río. No dejaba de ser peligroso: varias veces sorprendieron a algunos colegas suyos en el intento y la muerte les llegó de manera instantánea: “Ahí no se daba ni el alto”, detalló el zapador furtivo.
–Ah, hasta que triunfó la Revolución. La linda Revolución…–suspiró Anastasio– ahí sí cambió la cosa.
Un viento gélido y fuerte se apoderó de la sala. Me tragué el orgullo de joven y le pedí a mi anfitrión que me permitiera cerrar la puerta para detener mi coriza provocada por el frente frío. El invierno en la loma de Matahambre no es cosa de broma.
Memorias de un aire que ciega
Desde sus inicios, la minería ha constituido la principal fuente de empleo en la región (Cortesía del PCC Municipal).
Los tiempos felices. Recién nacionalizada la compañía Minas de Matahambre S.A., el 21 julio de 1960, mejoraron las condiciones laborales. Los turnos de trabajo se redujeron a seis horas. Se asignaron cuotas alimenticias y se construyó un comedor con dieta especial. En 1962, dos plantas generadoras de corriente eléctrica se instalaron como medida preventiva, pues la planta eléctrica se hallaba en Santa Lucía y se temían los posibles desenlaces de la Crisis de Octubre. (En cierta ocasión, en la década del 50, Anastasio se quedó diez horas bajo tierra porque falló la electricidad y, sin esta, no había elevador, taladro, ni ventilación que funcionara).
Se estableció el nuevo mecanismo de barrenar con agua y disminuir así los riesgos de que la sílice flotara en las galerías subterráneas. Además, a fin de atender las enfermedades profesionales de los mineros y a la población, quedó inaugurado en 1963 el Hospital Industrial de Minas de Matahambre. La cumbre de las regalías resultó la visita del entonces primer ministro Fidel Castro, en 1973. Dijo el historiador Roberto Camacho que el líder sudó tanto en su trayecto por las galerías que pidió unas cervezas.
“A partir de ese momento, hubo cerveza gratuita para todos los trabajadores en el pozo”, se emocionó. Poco después activaron dos tanques dispensadores y cada obrero podía gozar de un litro y medio de la bebida cuando acababa su turno; supuestamente, se designó con el objetivo de suplir el peso perdido en la jornada. “Hubo gente que, en vez de un litro y medio, se tomaba tres”.
Sin lugar a dudas, eran los tiempos felices.
La comunidad de Minas de Matahambre, por su parte, también asumió transformaciones sustanciales. En sus comienzos, recuerdan los viejos, contaba solo con los barracones de los empleados; después se fueron levantando casas dentro de la concesión minera.
Los obreros formaban familias y de esa manera el pueblo creció con quienes venían y se quedaban. No obstante, las viviendas siempre pertenecieron a los dueños del yacimiento y “si te ponías malcriado, te mandaban con tus cachivaches detrás de la loma con la guardia rural”, bufó Camacho.
Hasta los primeros años 60 no hubo regla urbanística; luego los trabajadores pudieron obtener el título de propiedad de sus casas, la mayoría de tablas y guano, con piso de tierra; muy pocas con agua potable y luz eléctrica.
El primer pavimento llegó con la Revolución, destacó Camacho; antes solo había senderos. Se conectó el pueblo con el resto del país mediante la carretera en dirección a Cabeza, por donde pasa la Autopista Nacional. Se instauró a la par una nueva ruta del servicio de Ómnibus Nacionales. Antaño, los paisanos debían viajar a pie o a caballo porque el camino era verdaderamente infernal, con cruces de ríos y palmas tiradas que funcionaban como pasamanos.
Como no hubo cementerio en Minas hasta 1943 –y eso que ya existía una población significativa–, los muertos se enterraban en Cabeza y los acongojados no tenían otra opción que cargar el ataúd en los más de diez kilómetros de distancia, loma abajo, por turnos, en ocasiones mojados hasta el pecho, con los hombros envarados y los rostros constreñidos.
Por suerte, los mineros eran hombres rudos, fuertes y de manos callosas: al gusto de los empleadores. Sufrían, sin embargo, la debilidad del culto. Analfabetos, muchos. Los pocos, con bajo grado de escolaridad; como Mauricio, el primo de Anastasio: “En la niñez vivía aquí como un salvaje, sin ir a la escuela. La primaria estaba muy lejos, así que mis padres no me llevaban”.
La primera escuela secundaria se construyó en 1963.
Paulatinamente, en donde existía un enclave norteamericano antes de 1959, comenzó a gestarse una comunidad más habitable, con aumento en los índices educacionales, de salud, con nuevas casas y edificios; se industrializó el municipio con fábricas de derivados de la minería, se reactivó el sector agroforestal, se invirtió en el tabaco. Se llegó al punto en que, como había diversas opciones de empleo y estudio, los jóvenes no querían trabajar en la mina: al fin y al cabo, nunca dejó de ser un oficio agotador, peligroso, y aunque con menos casos, también con accidentes y silicosis.
Para contrarrestar el problema de plantilla, los dirigentes de la empresa minera decidieron, a mediados de los 60, importar mano de obra desde el oriente de Cuba. Muchos se quedaron en Minas de Matahambre. Esta inmigración y el boom de natalidad de entonces aumentaron drásticamente la población del municipio.
Los tiempos felices se respiraban. Un aire de riquezas, saberes, cultura, de una prosperidad nunca antes vista; un aire que ciega, que roza el derroche; un aire que, en definitiva, no era saludable.
Recuerdo haberle preguntado a José Hernández Arronte –un respetado historiador aficionado que funge como director cultural del municipio–, si en esa década de los 80 la región todavía dependía de la minería. “Pero claro”, dijo al instante, “…si el pueblo se creó por eso, y de eso dependió hasta el cierre de las minas”.
En más de ocho décadas, la región no pudo desligarse de su modelo monoproductivo. Los aserríos, los talleres, la industria de derivados, todo estaba en función de la materia prima mineral y, de este, también pendía la población de dos de los tres principales núcleos urbanizados del municipio: Santa Lucía y Minas de Matahambre.
Ese esplendor no olía para nada bien.
***
Mauricio, el primo de Anastasio, afortunadamente se había retirado cuando ocurrió el cierre de Matahambre en 1997. Había bajado por primera vez cuatro décadas antes y subió, cinco años después, para ser güinchero hasta su jubilación en 1989.
El historiador Camacho es más joven y el cese de la mina lo vio con sus propios ojos. Vinculado desde 1961 a la Empresa Minera de Occidente como economista, en 1976 pasó a atender las cuentas de la Empresa Capitán Alberto Fernández Montes de Oca, hasta que recibió la funesta noticia.
“Reaccioné sorprendido; pero tenía más consciencia de lo que estaba ocurriendo que la que podía tener un obrero, quien estaba ocupado en su labor sin sospechar el cierre”. Camacho nunca perdía su cadencia al hablar ni el distanciamiento típico de los profesionales de la memoria. Mas parecía que el tema hurgaba en heridas sin coagular: “Nadie lo imaginó. En cambio, algunos directivos sí se lo olían venir. Entonces estaban sacando unas pelotas de mineral increíbles, con leyes de cinco y más (por cientos). De la piedra, prácticamente no se veía la parte estéril, sino la vena de cobre”, fustigó.
¿Por qué no reinvirtió en la modernización decisiva de la mina en el período próspero de los años 80? ¿Por qué el cierre en los 90 no fue paulatino? Estas interrogantes aún dan vueltas en las cabezas de muchos.
En la hora del cierre, muchos interpretaron los antiguos privilegios como derroches. Y el litro y medio de cerveza, a menudo duplicado, se tradujo en gasto innecesario.
Por su parte, Anastasio también recibió la noticia del cierre ya jubilado. Había comenzado en 1952 como ayudante de minero y a los seis años fue liniero de las galerías. En 1966 ingresó en una escuela de capacitación y fungió como dirigente del Partido municipal hasta 1975. Luego pasó a la Empresa Minera de Occidente, donde se jubiló a los 55 años, la edad permitida para los mineros.
Ahogado en nostalgia, recordó que antes del cierre un minero, por el halo de su oficio, llegaba a un lugar y era tratado como un héroe, en parte porque ganaba más que nadie en todo el valle.
“Duró bastantes años poder adaptarse a vivir sin la mina. Yo ya no estaba, pero compañeros que se quedaron, no demoraron en salir”, el anciano suspiraba cabizbajo y de repente callaba. “Eso les llevó a muchos a la muerte. Porque la mina era una tradición de vida: de esta dependieron el hijo, el padre, el abuelo…. murieron pensando en la mina cerrada… murieron pensando en la mina cerrada… murieron de tristeza. Todavía me siento como si… y mira que luchamos, y qué va, la pararon”.
En la salita de su casa, con puerta cerrada, el octogenario parecía comprender el irónico desenlace de su vida.
Por intervalos, rememoraba sus conversaciones con Fidel y describía el placer infantil que sentía al escucharlo. Cuando este le habló de las potencialidades del yacimiento Castellanos, a Anastasio lo atrapó un orgullo frenético e inconmensurable, por tratarse del Castellanos de Minas de Matahambre, su hogar, y por tratarse de esa actividad que fue suya, y por ser miembro del Partido, y luchador en cien frentes y robador de mil dos paquetes de dinamita para la clandestinidad.
Pero Anastasio también recordó que otro día Fidel se encontró con él. Esta vez sin noticias de proyectos, sino para informar que la minería ya no era tan lucrativa, más bien daba pérdidas, y que, por tanto, la mina habría que pararla. ¿Y cómo contradecirlo?
–¿Un mal sabor de boca? –intenté leer su mente.
–Pero bueno… qué se le va a hacer, hay otros más mal que yo –balbuceó–. Mientras tanto, yo voy a seguir. Cuando la muerte llegue, bienvenida sea.
La despedida tenía aires de testamento, así que para cerrar le lancé una última pregunta, tan sustancial como bizantina:
–¿Usted se considera más minero, o combatiente?
–Minero –respondió sin parpadear–. De ahí salió mi pureza, mi todo. En la mina me crie, me hice hombre. De ahí salió mi padre y mi abuelo. Me sirve de placer que me digan minero.
Lo ayudé a levantarse y a manera de abrazo me dio palmadas en la espalda. Giré y salí a la calle. El viento frío había perdido la intensidad de una hora antes. La loma de Matahambre lucía apetecible. Pero todavía me cuestionaba si este era un verdadero cierre.
El entierro del minero
“La mina tiene que ser eterna”, sentenció Roberto Camacho, historiador de Minas de Matahambre.
Cuando cerró la mina, 623 trabajadores perdieron su empleo. Mas no quedaron desamparados. Para manejar el cambio de rutina –y salario–, hubo un proceso de postcierre que duró par de años.
Dijo Arronte, el director cultural, que cada obrero pasó por un chequeo médico en Guanabo, en La Habana, y se distribuyeron materiales de construcción a quienes tenían problemas con las viviendas. A los ocupantes de las casas que constituían medios básicos del centro laboral, se les entregó la propiedad de las mismas.
Durante ese tiempo, se mantuvo una pequeña brigada cuya función fue desmantelar la mina por completo.
Una vez cortado el cable de la jaula, ya no hubo vuelta atrás. Las instalaciones fueron custodiadas otros cuatro años y después la mina quedó abandonada como un museo sin portero, en ruinas, donde la juventud podía mataperrear a sus anchas. Nadie se ocupó de tumbar las 72 torres de madera que sostenían el funicular de Minas a Santa Lucía. Cayeron carcomidas por el tiempo.
Hoy son los güinches la mayor evidencia de que alguna vez hubo en el pueblo la más grande mina de cobre en Cuba. A la vista de muchos jóvenes, son fieles vestigios de una charla de viejos.
Alberto Mayans, actual director de la UEB Empleadora de la Geominera, se encargó durante el postcierre de atender y reubicar a los desempleados: Se les dio tratamiento laboral y salarial personificado, minero a minero, dijo; también se les explicó las razones del cierre. “Fue un tratamiento a mil y pico de personas”, reveló.
Incluyó, además de los trabajadores de la mina, a los del aserrío y del taller, y como también fueron cerrando otros yacimientos e industrias relacionadas, se sumó más gente. Tal sucedió en la mina de Júcaro que, si bien se hallaba fuera del municipio –a diez kilómetros de Bahía Honda–, al cerrar en el año 2000 lo hizo con una plantilla superior a 250 personas, la mayoría de Matahambre.
¿Y qué pasó con esa gente? Primero, se jubiló a quienes tenían 55 o más años de edad, les faltaba poco para llegar a esa edad o llevaban 18 años de trabajo bajo tierra; “también se decidió por el Estado, a las personas que tenían cierto deterioro, retirarlas. En total, se pasó una gran cantidad a esa condición”, afirmó Mayans.
Otra medida consistió en convertir los baños y taquillas de la instalación de Matahambre, en un despalillo tabacalero. De semejante metamorfosis se ocupó la Empresa de Acopio y Beneficio de Tabaco-Minas, institución encargada de gestionar la producción de esa planta en el norte de Pinar del Río, radicada en Sumidero.
Omar Sagueiro Hungo, el director de recursos humanos de dicha entidad, lleva más de medio siglo de trabajo y recuerda que al cierre de la mina se estableció aquel despalillo para ocupar a los desempleados. “Esos mineros vinieron con un salario superior al que pagábamos a nuestra fuerza laboral, y les garantizamos no el mismo, pero sí parte de ese salario que ganaban antes. Aun así, al principio se quejaban del trabajo en el despalillo”.
“La nueva explotación es a cielo abierto, con camiones, buldóceres, retroexcavadoras: es totalmente diferente el tipo de minería anterior”, explicó Mayans.
“Ellos decían que eso era un trabajo de mujer”, agregó Mayans.
En el despalillo, la rudeza provocada por altas temperaturas, el taladro, la dinamita y la carga de rocas pesadas, no tiene ningún valor. El exminero, en su nueva línea de trabajo, tiene la responsabilidad de sacar correctamente la venita de la hoja de tabaco, aun con sus manos gruesas. Ahora, al frescor de la mañana, su mayor peligro no es ser golpeado por pedregones, sino un estornudo provocado por la brisa o una leve alergia al aroma de la nicotina.
A pesar de este supuesto tormento, la decisión de construir esa instalación parecía adecuada en aquella crisis, aunque nunca fue obligatorio emplearse allí. De todas formas, el despalillo solo pudo ofrecer unos 70 puestos de trabajo, de los cientos necesarios.
Se enviaron 22 personas a laborar en el “sombrero de hierro” –la cima– del yacimiento de Mantua, cuando recién comenzaba el proyecto; otros tantos a reforzar Júcaro, aun a riesgo de que todos retornaran en 1999 y 2000, respectivamente, cuando cerraron también esas minas. Asimismo, situaron a 140 obreros en Fosforita, una entidad que producía roca fosfórica, con la cual se hace el ácido fosfórico que fertiliza, por ejemplo, el cultivo de la caña de azúcar. Mas dejó de funcionar esa variante y se intentó revertir el objeto social de aquella empresa al de procesamiento de cal, que se paralizó al rato sin éxito alguno.
A todas luces, se desplomaba la economía de la región y aumentaban los problemas de empleo. El reto era mantener ocupada a la gente, al menos hasta que llegaran a su edad de retiro. Bajo aquel estandarte, se “inflaron” bastante las plantillas, relató Mayans.
Entonces se creó una UEB en La Habana –todavía existe– con más de 200 puestos, dedicada a diversas faenas en soterrados, como la reparación de túneles, una de las opciones más codiciadas por los mineros por ser algo parecido a su antiguo oficio. Se destinó otra brigada a la construcción del oleoducto de Cárdenas-Varadero; y una tercera, a la fábrica de cemento en Cienfuegos.
“Buscamos distintos frentes de trabajo para que no quedara nadie desamparado. Y nadie quedó desamparado”, arguyó Mayans.
Desde la perspectiva de la comunidad, aquellos hombres que trabajaban fuera eran vistos como visitantes, no ya sus residentes; desde la perspectiva de aquellos que marcharon, el pueblo se convirtió en un dormitorio, no ya su hogar.
Muchos no retornaron. Aun así, Mayans aseguró que “ningún minero emigró de aquí buscando trabajo. Los que lo hicieron, fueron los que estaban jubilados”.
Una opinión contraria expresó Eusebio Hernández, un ingeniero metalúrgico graduado en la URSS en 1986, quien en el 91 se mantuvo en la extracción de oro en el yacimiento Castellanos hasta su desenlace en 2004. Actualmente es jefe de la planta industrial de la Empresa Minera del Caribe S.A. (Emincar).
“Fue un impacto muy grande, porque la gran mayoría se fue a La Habana. Tuvieron que emigrar, irse a buscar trabajo. Todas las minas cerraron, no había otra fuente de empleo. Al minero tampoco le gusta la agricultura. Además, esto aquí no es muy fértil”.
Ya sabemos del tabaco como alternativa laboral para la población de Matahambre, pero hubo otras propuestas. Una fue la creación de una cooperativa y embarcadero pesqueros en la costa de Santa Lucía. A pesar de ser esta una comunidad cercana al mar, no realiza la pesca sino para autoconsumo, sin organización alguna.
“Un trabajo que no valía la pena, pero había que defenderlo porque era lo único que había”, relató Anastasio Serrano. (Cortesía del PCC Municipal)
El turismo de minería subterránea representó otra opción atractiva. Los historiadores Arronte y Camacho lamentan que no haya logrado desarrollarse; hubiera sido un buen negocio, reconoció el segundo, como mismo en Chile, España y varios países. Se llegó a formular el proyecto de que los turistas descendieran a los niveles superficiales de la mina o viajaran en un tramo corto del funicular.
“En esos dos años de postcierre se mandaron a los muchachos a estudiar inglés en La Habana, pero todo quedó en la buena intención”, dijo Arronte. “Era un proyecto formulado para el turismo. Pero el período especial tampoco ayudó”.
Las opciones de cooperativa y embarcadero pesqueros en Santa Lucía, así como el turismo de minería subterránea, nunca llegaron a concretarse, aun cuando siguen siendo potencialmente viables.
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“Si las cosas que uno quiere/ se pudieran alcanzar/ si me quisieras lo mismo/ que veinte años atrás. / Con que tristeza miramos/ el amor que se nos va/ es un pedazo de alma/ que se arranca sin piedad.”
Esta estrofa, de vivir, bien pudo María Teresa Vera haberla compuesto recientemente, inspirada en la minería de Matahambre. O no tanto. Fueron exactamente veinte años de inacción los causantes del verdadero pesar. Desde el cierre de la mina cuprífera, en 1997, hasta la inauguración de la otra de plomo y zinc, en 2017.
La Geominera siempre tuvo la intención de mantener su fuerza de trabajo calificada en función de la minería y la geología, en espera de una nueva explotación en el resto de los yacimientos o en otro sin descubrir: la región seguía siendo rica en metales.
Pero dicha esperanza demoró tanto que, a diferencia del cuento de la Bella Durmiente –en el que la joven se conservó joven después de una centuria en óptimo estado criogénico–, la fuerza de trabajo envejeció y, si no se había retirado ya en 2017, no cumplía los estándares requeridos por la nueva empresa mixta, la cual exigió que sus operadores no excedieran los 35 años de edad.
Tal exigencia la justificó José Antonio Vila, gerente general de Emincar por parte de la inversionista suiza Trafigura: “Para una operación que rondará los 20 años (cesaría a finales de 2037) la edad promedio que encontramos para conformar nuestra plantilla superaba los 40 años y eso no era factible”. Tampoco había sustitutos para formar a los nuevos, aclaró Vila.
“Nos quedamos sin geólogos y sin mineros. Las universidades dejaron de formar gente porque no había demanda, ni minería. Ahora estamos sufriendo las consecuencias”, lamentó Mayans.
Entonces Emincar pactó con la Universidad de Moa Dr. Antonio Núñez Jiménez, en la provincia de Holguín, que estudiantes suyos hicieran sus prácticas en Matahambre. A la vez, instaló aulas anexas en su centro a fin de atraer en el oficio a los jóvenes del lugar.
La edad no fue el único obstáculo para los cuarentones, a la hora de ingresar a Emincar. La mayoría se había especializado en minería subterránea, y esta nueva explotación es a cielo abierto, “con camiones, buldóceres, retroexcavadoras: es totalmente diferente el tipo de minería anterior”, describió –como se explicará en una siguiente entrega de BOHEMIA–, el jefe de la UEB Empleadora, encargada también de nutrir la plantilla de Emincar.
“Ahora son operadores, no mineros. Con esto, la profesión desapareció”, agregó sin rodeos. “El minero quedó enterrado en aquella mina de cobre”. (Continuará)