Karín Gómez Hernández OPINIÓN 06 Febrero 2024
Algunos adolescentes y jóvenes ya no aspiran a la enseñanza superior y deciden vincularse al trabajo, sobre todo no estatal. Foto: Karín
Desde pequeño, Marcos dijo que sería médico, como su padre. Sin embargo, ahora, unos meses antes de concluir el noveno grado, expresó su determinación de matricular en un centro politécnico para, en un futuro cercano, ser auxiliar de elaboración de alimentos.
Lo inquietante para los adultos que lo rodean es que su decisión no se sustenta en una vocación por el arte culinario, sino en que, según él, esa especialidad le permitirá, en un par de años, obtener un empleo en algún restaurante o cafetería privada. Marcos presume que ganará más que si estudia una carrera universitaria. Ha escuchado decir muchísimas veces que “un cocinero vive mejor que un médico”. Un argumento bastante repetido por estos tiempos, consecuencia de una pirámide social que, a pesar de tantos esfuerzos, no se ha podido “enderezar”.
Y si bien tiene cierta lógica su razonamiento; tampoco describe la realidad en toda su dimensión, porque “vivir bien” no siempre —ni solamente— es el resultado de “ganar más”, y porque esta cuestión, como la vida misma, tiene muchísimos matices, difíciles de entender a los 14 años.
Toda sociedad necesita profesionales y, por supuesto, la nuestra también. Aunque cada año, aproximadamente el 43 por ciento de los estudiantes al terminar la secundaria básica, matricula en los preuniversitarios; algunos interrumpen sus estudios. Unos, para, junto a sus familiares, emigrar; otros, pasan a la enseñanza técnico-profesional que les facilita, en un menor tiempo, vincularse al trabajo.
“Al concluir el pasado curso escolar (2022-2023), se graduó el 84 por ciento de quienes ingresaron en los preuniversitarios del territorio, tres años atrás”, lo explica Vivian González Rodríguez, subdirectora general de Educación Preuniversitaria en la Dirección General de Educación.
Y para comprender aún más la situación, puntualiza que “49 estudiantes de duodécimo grado han ‘causado baja’ en los cinco meses transcurridos del período lectivo 2023-2024”. Desalentadoras cifras, respecto a años precedentes, de un indicador denominado “retención de ciclo”, y que tiene cierta semejanza con lo ocurrido, también, en la enseñanza superior.
Al concluir el curso 2023, en la Universidad de Ciego de Ávila Máximo Gómez Báez, donde se forman profesionales de 35 carreras, egresaba solo el 49 por ciento de los matriculados hace alrededor de cuatro años en la modalidad de curso diurno. La mayoría de los que interrumpieron sus estudios lo hicieron “por motivos personales”, no “por deficiencias académicas”.
Esas cifras se traducen en que el territorio cuenta hoy con alrededor de la mitad de los recién graduados previstos para aportar a su desarrollo socioeconómico. Especialidades como Contabilidad y Agronomía tuvieron cifras tan bajas como nueve graduados de cada una, de 24 y 37 matriculados, respectivamente.
Ese panorama es, en buena medida, el resultado de las dinámicas migratorias actuales y, también, de que algunos ven más perentorio trabajar —generalmente en el sector privado, donde reciben mejores salarios— que estudiar. Incluso, hay quienes se cuestionan si una vez finalizados sus estudios, encontrarán el espacio laboral que les proporcione, por una parte, la realización profesional; y por otra, el sustento económico necesario para materializar sus proyectos de vida.
No se trata de volver a aquellos tiempos de formación masiva de universitarios, cuando no estaban todas las manos dispuestas a ejercer como obreros o técnicos; sino de descubrir las potencialidades de cada cual y apoyarlas en función del desarrollo individual y colectivo.
En la misma medida en que, como parte de orientación vocacional, se acude a las escuelas secundarias básicas para explicar cuánto ganará un técnico medio u obrero agropecuario o de la construcción, y su importancia; debe hablarse de la necesidad y el espectro laboral de un ingeniero, un contador, un jurista…
Mientras la pirámide social adquiere la posición que nunca debió perder, resulta impostergable trazar estrategias para que sean menos quienes “emigren” hacia cualquier latitud u oficio mejor pagado. No podemos permitirnos, como sociedad, perder el camino para reconocer hoy quienes serán nuestros profesionales mañana.