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miércoles, 29 de abril de 2015

Origen, patología evolución y superación del capitalismo

Leopoldo de Gregorio, Attac.es

Aunque fueron muchos los autores que desde el medioevo observaron, definieron y trataron de superar los efectos que en las economías causaban sus crisis, sólo Marx nos dio a conocer científicamente que éstas, como origen, estaban radicadas en lo que él, en sus diversas acepciones llamó plusvalías.

De antiguo se entendía como algo congénito que una inversión debía tener una rentabilidad; una categoría de lo connatural que al no contemplar la importancia que en sus transacciones tenía el trabajo, sólo la vinculaban con las correlaciones que concurren en el proceso comercial que era preciso materializar para la evolución y el desarrollo de la especie…

Ya Hobbes definió como una utopía un modelo de socio-economía que denominó como de mercado simple, especificándolo como un prototipo en el que “todo el mundo intercambia mercancías; que éstas hacen pasar lo que era poder de inversión en unos, en una resultante que constituye la posesión de otros.” “ que al ser las transacciones que entre sí se han de hacer constituyen tan solo productos, este intercambio mercantil no puede ser un medio por el cual se puedan obtener ganancias haciendo pasar algunos de los poderes ajenos a sus propios usos.

Con lo cual la ganancia que obtienen cada uno de ellos consiste en el mayor beneficio que se consigue al producir una cosa para el cambio, en vez de producirla para sí.” (C.B. Macpherson, La Teoría Política del Individualismo Posesivo. Editorial Fontanela, pág. 65).

Este modelo no sólo es utópico; en función de que es falso que en este intercambio mercantil no se obtengan ganancias, no podemos considerarlo como un prototipo en el que lo obtenido sea deseablemente distribuido; y que consecuentemente no se hayan suprimido las desigualdades que se generan como acumulación. Lo que para Marx era preciso concienciar era la trascendencia que tenían aquellos factores relacionados con la producción y la distribución; unos factores que condicionaban la existencia de aquéllos que no participaban en los anteriormente mencionados intercambios mercantiles. Concienciar que los egresos que se hubieran de aportar (para con el trabajo facilitar el desarrollo de sus trapicheos), constituía un simple factor de producción.

Ocurre que como consecuencia de la asunción por parte de los trabajadores de esta concienciación, (y una vez que los operadores del intercambio mercantil fueron conscientes que la compleja apropiación de una parte del trabajo no abonado estaba generando una contestación), los que con anterioridad se habían considerado exclusivamente como propietarios, terratenientes o rentistas, dejaron de contemplar la relación interesadamente seudo-patriarcal con la que hasta ese momento habían venido explotando a los que se encontraban bajo su égida, se adscribieron el rango y los comportamientos que caracterizan al capitalista. Tuvieron que asumir las relaciones y las obligaciones que dimanaban del trabajo enajenado; y en este contexto, al tener que admitir que esta situación condicionaba en cierta forma las conductas que los poseedores de los medios habían venido desarrollando, para poder asegurar y compensar las demandas llevadas a cabo por los trabajadores decidieron que era preciso ir mucho más allá de la pragmática que regulaba exclusivamente el intercambio. Sobre todo, tras su apercibimiento de que debido a la concienciación que había inculcado Marx, esta concienciación había cristalizado en un nuevo orden social.

En un principio se recurrió al fordismo y al taylorismo. Después, cuando se observó que los rendimientos dimanantes de la plusvalía relativa conllevaba una disminución asimismo relativa con respecto al proceso de inversión, se utilizó como llave con la que superar la imposibilidad de que la oferta se equiparara a la demanda, haciendo uso de un incremento desusado de las acreditaciones; se pospuso el pago ad futuro de lo que en el presente no podía ser consumido. Y todo esto con independencia de estar condenados a continuar este proceso, so pena de ser eliminados; un proceso que demandaba un continuo incremento de la estructura productiva.

Es por ello por lo que Marx aseveró que “el capitalismo sólo puede existir como una esfera que para mantenerse ha de estar supeditada a un proceso de acumulación.” Algo que socialmente es tan insostenible como lo es para la física la imagen siguiente:


A este respecto adjunto unos fragmentos de una obra no comercializada que lleva por título ¿Es posible otra economía de mercado? Dice lo siguiente:

“Entiendo que la actividad racional del individuo se mueve por la identificación que en él suscita lo que puede ser aprehendido. Sin embargo, esta racionalización, al pretender trascender en el tiempo, incorpora al proceso un componente que perturbando la interinidad que debiéramos asociar a dicha identificación, va más allá de lo que ésta debería estar representando. Se está ejerciendo sobre ella una injerencia de naturaleza posesiva. A mi entender, de la misma manera que somos capaces de considerar un bien y, reflexivamente pretender resolver su bondad “anexionándonoslo”, es dable conseguir que esa concienciación que nos identifica con el mismo podemos despejarla, si la proyección que en el espacio y en el tiempo representa, la sabemos encauzar de forma que en sus efectos desempeñe una influencia exclusivamente temporal. Estimo que la tendencia hacia la posesión, esa sempiterna inclinación en la que todos estamos implicados, podemos controlarla, siempre que la tengamos que asumir como algo utilizable; algo que al fundirse en nosotros en su uso, unifique y armonice nuestra realidad con la realidad en la que tengamos que desenvolvernos” “Cuando en nuestra sociedad reclamamos como natural el derecho a poseer (es decir, nuestro derecho a la propiedad privada), estamos demandando algo más que el derecho a su uso. Estamos intentando conseguir una substantividad extrínseca; una materialización que al no poder ser incorporada a nuestro ser, va más allá de nuestro natural derecho a considerarla como algo posesible. Nosotros debemos entender que de una forma biológica y hasta psicológica, dependemos de nuestro mundo exterior y que por tanto, necesitamos satisfacer nuestras carencias en las singularidades que para repararlas podemos encontrar en lo que nos rodea. Sin embargo, tenemos que advertir que lo que nosotros tendríamos que demandar de ese mundo exterior, debería ser la cumplimentación de un gozo o la satisfacción de una necesidad; que cuando pretendemos materializar el disfrute de la mayor parte de nuestras demandas, estamos asumiéndolo como la idealización de las cosas en las que se fundamentan; cuando nunca podrán ser las cosas en sí mismas. Lo que nosotros generalmente demandamos no es la complacencia inmediata que en ellas podamos encontrar; lo que invariablemente pretendemos, es que esas cosas sigan estando ahí para que podamos seguir potencialmente disfrutándolas. Ahora bien, aunque aparentemente esta permanencia constituye una razón que supuestamente asegura lo que hubiera de ser nuestro futuro, debido a que hay que conformarla a través de un acaparamiento que obligatoriamente nos tiene que enfrentar con los demás, ésta no es la manera más idónea de conseguir los fines que con nuestra identificación con la cosa poseída hubiéramos pretendido lograr.”Nada ha engañado más a nuestra sociedad que el argumento relativo a la existencia de aquella mano invisible. Y esto, por dos razonamientos a cual más significativo. El primero, porque con ella se nos intentó mostrar la capacidad autorreguladora del libre mercado: el segundo, porque con esta autorregulación se asumía la existencia de una libertad que por contrahecha resultaba inexistente. Y para demostrarlo no es necesario recurrir a demasiados ejemplos. Con respecto al primero, los rebalses de una producción que al no poder ser consumidos constituyen la base de las crisis convencionales. Con respecto al segundo, la existencia de un proceso de acumulación que al estar fundamentado en la utilización de un sector poblacional que para subsistir tiene que alienar su fuerza de trabajo, es totalmente incompatible con esa libertad; un proceso que al no existir hogaño como una concienciada oposición, ha permitido que el Capitalismo la utilizara como una forma de compatibilizar una tendencia relativa a la baja de los salarios con respecto al incremento de la productividad. Como queda demostrado si observamos que entre 1999 y 2011, el aumento de la productividad del trabajo medio en las economías desarrolladas ha sido más de dos veces superior al de los salarios medios; un aumento de la productividad que por otra parte no ha servido para que se produjera una reducción de la jornada laboral. Lo único que ha conseguido ha sido un decremento del número de trabajadores.

Y es curioso porque esta realidad choca frontalmente con la tan traída y tan llevada curva de Kuznets; una curva en la que se describe la tendencia a una reducción de los desequilibrios en la distribución de la renta debido al incremento del crecimiento económico; una curva en la que teniendo que ser asumido como cierto que este crecimiento posibilita una mejora en las familias con menores rentas, a tenor de las diferencias que se suscitan entre los más necesitados y las que obtienen rentas superiores es totalmente incompatible con la reducción de estos desequilibrios.

Para entender las razones que conlleva ese desmedido afán de acaparar riquezas hemos de convenir en que una gran parte de nosotros llevamos en nuestro ADN los mismos componentes que caracterizaron a Fagin. Utilizamos a nuestros semejantes de igual manera a aquélla que éste empleó al hacer uso de unos necesitados que por haber devenidos sujetos de una pésima distribución de las riquezas se veían obligados a colaborar con el que interesadamente le ofrecían un cobijo. Y para contrarrestar la patología que nos condiciona de una manera subjetiva hemos utilizado la cultura, la represión, el pasotismo y en última instancia aquellas prácticas que Marx pretendió superar con la modificación de las relaciones sociales de producción y de distribución. 

Aun siendo cierto que según Freud “la Historia del hombre es la historia de su represión.” que “La cultura restringe no sólo su existencia social, sino también la biológica, no sólo partes del ser humano sino su estructura instintiva” lo que no es dable tener que aceptar es que esta Historia tenga necesariamente que ser tan cenicienta. Los hombres inventaron el zapatito de cristal, la calabaza convertida en carroza y la existencia de un príncipe azul que solo por serlo daba color a nuestras vidas. Es cierto que la historia determina lo que haya de ser nuestras culturas, pero no es menos cierto que en función de que éstas generalmente conllevan una serie de rasgos que como las religiones y el lenguaje establecen fronteras, lo que hasta ahora ha sido nuestra Historia, no ha sido más que un cúmulo de desencuentros culturales.

Examinando nuestro comportamiento a lo largo de esa Historia podemos darnos cuenta que desde el momento en el que los hombres dejaron de practicar la caza (que hasta entonces les había servido como medio de vida) y comenzaron a ejercer el pastoreo y la agricultura; es decir, desde el momento en que empezaron a ejecutar el acto represivo de renunciar al disfrute inmediato de las cosas -al obligarles los condicionamientos que demandaban su nuevo estilo de vida a posponerlo en el espacio y en el tiempo -, se originó una transformación social de enorme importancia. Lo que hasta entonces tuvo que ser una comunidad (debido a la necesidad de forjar una unión que proveyera a los miembros que pudieran componerla de una manera de afrontar su indefensión), se transformó en una asociación en la que la persona adquirió un carácter de individualidad que actualizando sus ancestrales propensiones, le confirió la convicción de ser una singularidad enfrentada con aquélla en la que anteriormente se había desenvuelto. La noción que como grupo había estado experimentando el individuo se metamorfoseó en un conglomerado de subjetividades que dejaron de contar como partes necesarias en el desarrollo de su comunidad. Es más, me atrevería a decir que ante la disminución de dependencias que en su nueva forma de ganarse la vida lograron alcanzar, incluso llegó a diluirse la vigencia de esa noción de grupo que anteriormente estuvieron manteniendo (a no ser que ese grupo representara una proyección de su propio yo; una proyección puesta al servicio de sus intereses subjetivos). Y las consecuencias de esta subjetividad, (suavizando el ascetismo con el que trató de sortearlas Freud), Herbert Marcuse intentó exorcizarlas a tenor de la natural desublimación represiva que supuestamente habría de traer la revolución tecnocrática. Lo que ocurre es que esta revolución ni tuvo ni tiene una naturaleza desublimadora. Como consecuencia de un subjetivismo que han puesto a su servicio los avances de la ciencia, se ha producido lo que con toda su crudeza menciona Pedro Luís Angosto en su artículo “La izquierda, la ignorancia y el pueblo” Han servido para derruir los valores que antaño adscribimos a nuestras culturas. Han provocado“la dejación de las funciones educativas consustanciales al Estado moderno; se ha producido, gracias sobre todo a la televisión y sus millones de mensajes directos y subliminares, un tipo de ciudadano que no merece ese nombre, grosero, autista, egoísta, déspota, insolidario, un tipo que cree que él y los suyos son sujetos de todo tipo de derechos y de obligación ninguna, un tipo que mide sus triunfos en relación a los fracasos ajenos, un ser que cuya forma de vida primaria ha llegado a modificar el urbanismo de muchas ciudades, ciudades que se han llenado de reservas para la buena gente en forma de urbanizaciones cerradas, de jardines privados robados al espacio público, de colonias periféricas ultravigiladas dónde sólo ellos, los nuevos notables, tienen cabida.” Hemos llegado a un punto en el que como consecuencia de las inconsecuencias de este modelo, una parte substancial de nuestros jóvenes ni estudian ni trabajan. ¿Qué futuro les espera? ¿Cómo sacian sus ansias de consumo en una sociedad en la que abundan los recursos? ¿Cómo podemos esperar que su conducta discurra por los cánones que otrora conformaron nuestras culturas?

Y ocurre lo mismo con la forma de superarlas con las que nos catequizó Norman O. Brown. Aquéllas con las que se nos arengó (sin ninguna indulgencia para con los aspectos positivos que deben caracterizar a una cultura), que la forma de solventar los contrariedades con las que tenemos que enfrentarnos se encontraba en nuestra disposición a asumir una completa desmitificación de nuestros condicionamientos culturales.

Pero es que si con la transformación del modelo económico que dimanó de la Revolución Industrial no logramos conformar una sociedad mejor (puesto que en gran medida no se dieron las pautas para que los individuos pudieran ejercer la iniciativa privada); si observando las secuelas de lo que hemos dado en llamar “revolución tecnocrática”; si advertimos que con ella hemos podido conseguir tan solo una transformación de las estructuras del poder; si constatamos que la pérdida de los valores que constituyen lo que haya de ser nuestra cultura está llevando a nuestra juventud a una manera de afrontar la vida que pretende simplemente discurrir por ella en la conformación de una manera erótica de concebir la realidad; en la forja de un ego Dionisiaco que nos lleve a tener que observar (como escribió Nicola Chiaromonte en “Encuentro”) que “los jóvenes nacidos después de 1940 se encuentran viviendo en una sociedad que ni ejerce ni merece respeto”, ¿podemos esperar ser redimidos por un modelo que hasta ahora sólo ha sido una reposición de caras nuevas que con su apalancamiento en el Poder indefectiblemente se tornan caras viejas?

Con independencia de los efectos adversos que suelen acompañar al progreso, tenemos que reconocer que sin éste, todavía estaríamos viviendo en las cavernas; lo cual nos posa una serie de preguntas que obligándonos a tener que buscarles una respuesta, aunque por su variedad y su importancia deberían ser analizadas una a una, en función del cometido que debo perseguir con estas líneas me obliga a limitar a solo una la que debo sacar a la palestra. Con ella me refiero a ese prácticamente unánime reconocimiento de que para que en el ámbito de la economía este progreso pueda materializarse es necesario invertir parte de los beneficios obtenidos como nuevas inversiones; llevar a cabo la reinversiones que nos permitan materializar los anillos que Böhn Bawerk nos mostró en su Teoría Positiva del Capital; hacer que la economía se dinamice; aunque tan sólo dure esa dinamización en tanto en cuanto los efectos de la acumulación no vuelvan a ralentizar esta dinámica. Y aunque es cierto que con el aumento de la complejidad se incrementan unos rendimientos con un mayor valor añadido, no es menos cierto que con ello no logramos salirnos del bosque. En un modelo en el que los beneficios obtenidos a través de una mayor actividad económica no sean equitativamente repartidos no se puede esperar que esta bonanza justifique la que a éste se le haya de adscribir. El bosque hay que contemplarlo desde fuera. Dentro, incluso psicológicamente formamos parte de nuestro entorno; estamos condicionados por lo que somos; y así es muy difícil ver lo que ocurre fuera de nosotros.

Desde dentro sólo estamos constatando que este progreso, en su busca de continuos e incrementados beneficios, evoluciona de una forma que en función de su naturaleza y como consecuencia del patrocinio que sobre él ejercen los que representativamente dicen gobernarnos, nos confina a unos espacios cada vez menos transitables. Lo cual nos lleva de nuevo a preguntarnos ¿si la ortodoxia es generalmente positiva cuando su utilización es la base de un modelo socialmente razonable, cuando es empleada para garantizar la existencia de una tiranía, no es obligatorio hacer uso de la heterodoxia? Cuando esa ortodoxia está al servicio de las desigualdades, con la acumulación no sólo se detrae de la sociedad lo que debe ser comunitario, se crea una situación en la que se excluye a los que no son necesarios para seguir incrementando las riquezas. Cuando en función de esta ortodoxia se postula que para superar las crisis es necesario ser más competitivos, la propuesta de los empresarios es la de utilizar unas máquinas inteligentes que les permitan con menores costes incrementar el PIB; (y aquí me viene a la memoria el hecho de que debido al un aumento de la productividad y una legislación laboral que sólo ha repartido miseria, el pregonero de las raíces vigorosas y sus adlátares nos “alumbren” que ese incremento del producto interior bruto es la prueba de que estamos saliendo de la crisis. En nombre de una competitividad fundamentada en la necesidad de comerciar con los mercados ubicados en el Exterior, el progreso se sitúa en contraposición a los derechos de los trabajadores.

Como muy bien apunta Marco Antonio Moreno en su bitácora Jaque al neoliberalismo (ver post completo aquí)
“El estancamiento de los salarios en los países desarrollados pese al continuo aumento de la productividad confirma que una parte cada vez mayor del ingreso es recaudada por la clase capitalista mientras el porcentaje relativo que reciben los trabajadores sigue disminuyendo.... “En general, en el grupo de las economías desarrolladas, el crecimiento del salario real va a la zaga del crecimiento de la productividad laboral en el período 1999 a 2013.” Es decir, incluso en épocas de bonanza los salarios reales han estado descendiendo.


Actualmente estamos viendo como el sumo sacerdote y sus escribas están pregonando a bombo y platillo que la crisis es cosa del pasado; que la prima de riesgo ha caído por debajo de los cien puntos básicos (como si fuera en el templo de estos fariseos donde radica esta caída); que el consumo está repuntando (sabiendo que ante el desplome salarial, el descenso del total de las horas trabajadas, y el festival de las horas extras no abonadas, las empresas se han visto obligadas a incrementar sus ventas a crédito). Y este consumo marginal, al estar hipotecándonos todavía más, nos va a pasar factura. Tanto a nosotros como a los que lo publican como una señal de bonanza.

¿Ante la descomposición y el olor a podrido que se desprende de este modelo, no creéis que debemos abrir las ventanas y hacer nuestra aquella frase que decía?: “Nosotros somos aquéllos a quienes hemos estado esperando.”

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