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lunes, 18 de mayo de 2015

La hermandad del fracaso


Jeb Bush quiere dejar de hablar sobre los temas controvertidos del pasado, y el porqué es evidente: tiene mucho sobre lo que dejar de hablar. Pero no le vamos a dar el gusto. Se puede aprender mucho estudiando la historia reciente, y se puede aprender aún más observando las respuestas de los políticos a dicha historia.

El muy manido “pasemos a otra cosa” de los últimos días volvió a aparecer en la respuesta de Bush cuando en una entrevista le preguntaron si, sabiendo lo que sabe ahora, habría apoyado en 2003 la invasión de Irak. Bush respondió que sí. ¿Sin armas de destrucción masiva? ¿Sin estabilidad después de todas las vidas perdidas y el dinero gastado? Sin problemas.

Luego intentó dar marcha atrás. “Había interpretado mal la pregunta”, y además, meterse en “hipótesis” no es algo que a él le interese. En cualquier caso, “volver atrás en el tiempo” es una “falta de respeto” hacia los que sirvieron en la guerra.

Dediquemos un momento a saborear la cobardía y la vileza de ese último comentario. Y no, no estoy exagerando. Bush intenta esconderse detrás de las tropas, dando a entender que cualquier crítica a los líderes políticos —en particular, huelga decirlo, a su hermano y comandante en jefe— es un ataque al valor y al patriotismo de quienes pagaron un precio por los errores de sus superiores. Eso es caer muy bajo, y nos dice mucho más sobre el carácter del candidato que una infinidad de entrevistas personalizadas a fondo.

Pero esperen, que aún hay más: por increíble que parezca, Bush recurrió a la vieja artimaña del impersonal, limitándose a admitir que “se cometieron errores”. Pues claro. ¿Y quién los cometió? Este mismo año Jeb Bush publicó una lista de sus principales asesores en política exterior, y aquello era un quién es quién de metedores de pata, gente que había desempeñado un papel fundamental en el desastre de Irak, entre otras catástrofes.

Lo digo en serio, analicemos la lista, que incluye a lumbreras como Paul Wolfowitz, que insistió en que los estadounidenses serían recibidos como liberadores y que la guerra no costaría casi nada, y Michael Chertoff, director del Departamento de Seguridad Nacional durante el huracán Katrina, ajeno a las miles de personas abandonadas a la buena de Dios en el centro de convenciones de Nueva Orleans, sin agua ni comida.

En otras palabras: en Bushlandia, desempeñar un papel clave en una catástrofe política no resta méritos para poder tener influencia en el futuro. Si acaso, la credencial de haber metido la pata hasta el fondo en cuestiones de seguridad nacional parece ser un requisito indispensable.

Puede que los votantes, incluso los republicanos en las primarias, no compartan esta opinión, y quizá los últimos días hayan pasado factura a las perspectivas presidenciales de Bush. Sin embargo, en cierto modo, eso es una injusticia. Irak supone un problema especial para la familia Bush, que tiene un largo historial de no admitir errores y de conservar a siervos leales a la familia sin importar lo mal que lo hagan. Sin embargo, la negativa a aprender de la experiencia, combinada con una versión de corrección política donde solo eres aceptable si has metido la pata en cuestiones cruciales, es algo ubicuo en el Partido Republicano moderno.

Adopten mi perspectiva habitual, la de la política económica. Si analizamos la lista de economistas que parecen tener una influencia significativa en los líderes republicanos, incluidos los posibles candidatos a la presidencia, descubrimos que casi todos estaban de acuerdo, en la época del boom Bush, en que no había burbuja inmobiliaria y que el futuro de la economía estadounidense era brillante; que casi todos predijeron que los esfuerzos de la Reserva Federal para luchar contra la crisis económica que se produjo cuando dicha burbuja inexistente estalló provocaría una severa inflación; y que casi todos predijeron que el Obamacare —la ley de atención médica asequible y protección a los pacientes—, que acabó de implementarse en 2014, supondría una tremenda pérdida de trabajos.

Habida cuenta de lo erróneas que resultaron dichas predicciones —vivimos el peor batacazo inmobiliario de la historia; la paranoia de la inflación lleva seis años, y los que quedan, sin cumplirse; y en 2014 se produjo el mayor crecimiento laboral desde 1999—, cabría pensar que en el Partido Republicano quizá quede algo de espacio para economistas que no hayan fallado en todas y cada una de sus predicciones. Pero nanay. Haber estado completamente equivocado sobre la economía; como haberlo estado sobre Irak, se antoja una credencial indispensable.

¿Qué es lo que pasa aquí? La mejor explicación que se me ocurre es que estamos presenciando los efectos del tribalismo extremo. En la derecha moderna todo es una prueba de fuego política: todo el que intentaba pensar en los pros y los contras de la guerra de Irak era, por definición, un enemigo del presidente George W. Bush, y probablemente odiaba Estados Unidos; todo el que se preguntaba si de verdad la Reserva Federal estaba devaluando la moneda era sin duda un enemigo del capitalismo y la libertad.

Da igual que se haya demostrado que los escépticos estábamos en lo cierto. El mero planteamiento de preguntas sobre las ortodoxias del momento conlleva una excomunión de la que no hay vuelta atrás. Así pues, los únicos “expertos” que siguen en pie son los que cometieron todos los errores aprobados. Es una especie de hermandad del fracaso: hombres y mujeres unidos por una historia compartida de equivocarse en todo, y negarse a admitirlo. ¿Tendrán la oportunidad de escribir más capítulos en su reinado del error?

Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y Nobel de Economía en 2008.

Traducción de News Clips.

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