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jueves, 21 de mayo de 2015

Un mundo de desinversión

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University

MILÁN – Cuando la Segunda Guerra Mundial terminó hace 70 años, gran parte del mundo –incluida la Europa industrializada, Japón y otros países que habían estado ocupados- quedó geopolíticamente escindido y aquejado por una deuda soberana importante. Muchas de las economías principales incluso quedaron en ruinas. Uno podría haber esperado un período prolongado de cooperación internacional limitada, crecimiento lento, alto desempleo y privación extrema, debido a la capacidad limitada de los países para financiar sus inmensas necesidades de inversión. Pero eso no es lo que sucedió.

Por el contrario, los líderes mundiales adoptaron una perspectiva de largo plazo. Reconocieron que las perspectivas de reducción de deuda de sus países dependían del crecimiento económico nominal, y que sus perspectivas de crecimiento económico –para no mencionar una paz continuada- dependían de una recuperación a nivel mundial. De modo que utilizaron –y hasta tensaron- sus balances para inversión, abriéndose al mismo tiempo al comercio internacional, ayudando así a restablecer la demanda. Estados Unidos –que enfrentaba una considerable deuda pública, pero que había perdido poco en términos de activos físicos- naturalmente asumió un papel de liderazgo en este proceso.

Dos características de la recuperación económica de posguerra son sorprendentes. En primer lugar, los países no veían sus deudas soberanas como una limitación coercitiva, y en cambio persiguieron la inversión y el potencial crecimiento. En segundo lugar, cooperaron entre sí en múltiples frentes, y los países con los balances más sólidos impulsaron la inversión en otras partes, engrosando la inversión privada. El estallido de la Guerra Fría puede haber fomentado esta estrategia. En cualquier caso, los países no actuaron por cuenta propia.

La economía global de hoy tiene similitudes asombrosas con el período inmediato de posguerra: el alto desempleo, los niveles de deuda elevados y en aumento y una escasez global de demanda agregada están limitando el crecimiento y generando presiones deflacionarias. Y ahora, como entonces, el nivel y calidad de la inversión han sido inadecuados de manera consistente. El gasto público en capital tangible e intangible –un factor crítico en el crecimiento a largo plazo- ha estado muy por debajo de los niveles óptimos desde hace algún tiempo.

Por supuesto, también existen nuevos desafíos. La dinámica de la distribución de ingresos ha cambiado de manera adversa en las últimas décadas, impidiendo un consenso en materia de políticas económicas. Y las poblaciones que envejecen –resultado de una creciente longevidad y de una caída de la fertilidad- están poniendo presión sobre las finanzas públicas.

De todas maneras, los ingredientes de una estrategia efectiva para impulsar el crecimiento económico y el empleo son similares: se deberían utilizar los balances disponibles (soberanos y privados) para generar demanda adicional y fomentar la inversión pública, inclusive si esto resulta en un mayor apalancamiento. Una investigación reciente del FMI sugiere que, dado el exceso de capacidad, los gobiernos probablemente se beneficiarían de los multiplicadores sustanciales de corto plazo. Más importante aún, el foco en la inversión mejoraría las perspectivas de un crecimiento sostenible a largo plazo, que les permitiría a los gobiernos y a los hogares emprender un desapalancamiento responsable.

Del mismo modo, la cooperación internacional es tan crítica para el éxito hoy como hace 70 años. Como los balances (públicos, cuasi públicos y privados) con capacidad para invertir no están distribuidos de manera uniforme en el mundo, hace falta un esfuerzo global determinado –que incluya un papel importante para las instituciones financieras multilaterales- para destrabar los canales de intermediación congestionados.

Existen muchos incentivos para que los países colaboren, en lugar de utilizar el comercio, las finanzas, la política monetaria, las compras del sector público, las políticas tributarias u otros factores para debilitarse mutuamente. Después de todo, dada la conectividad que caracteriza a los sistemas financieros y económicos globalizados de hoy, una plena recuperación en alguna parte es prácticamente imposible sin una recuperación abarcativa prácticamente en todas partes.

Sin embargo, en su mayoría, la cooperación limitada ha sido la elección del mundo en los últimos años. Los países creen no solamente que deben arreglárselas por sí solos, sino también que sus niveles de deuda imponen una limitación dura a la inversión que genera crecimiento. La desinversión y la depreciación resultantes de la base de activos de la economía global están moderando el crecimiento de la productividad y así minando las recuperaciones sustanciales.

A falta de un programa de reinversión internacional vigoroso, se utiliza la política monetaria para respaldar el crecimiento. Pero la política monetaria normalmente se centra en la recuperación doméstica. Y, aunque medidas no convencionales redujeron la inestabilidad financiera, su efectividad a la hora de contrarrestar las presiones deflacionarias generalizadas o restablecer el crecimiento sigue siendo dudosa.

Mientras tanto, los ahorristas se ven limitados, los precios de los activos están distorsionados y los incentivos para mantener o inclusive aumentar el apalancamiento mejoraron. Las devaluaciones competitivas, inclusive si no son objetivos manifiestos de los responsables de las políticas, se están volviendo cada vez más tentadoras –aunque no solucionarán el problema de la demanda agregada.

Esto no quiere decir que una repentina “normalización” de la política monetaria sea una buena idea. Pero, si se iniciaran programas de inversión y reforma en gran escala como complementos de medidas de políticas monetarias no convencionales, la economía podría encaminarse en un sendero de crecimiento más resiliente.

A pesar de sus beneficios obvios, este tipo de estrategia internacional coordinada sigue siendo esquiva. Aunque se están negociando acuerdos de comercio e inversión, son cada vez más regionales en cuanto a su alcance. Mientras tanto, el sistema de comercio multilateral se está fragmentando, junto con el consenso que lo creó.

Dado el nivel de interconexión e interdependencia que caracteriza a la economía global de hoy, la reticencia a cooperar es difícil de entender. Un problema parece ser la condicionalidad según la cual los países no están dispuestos a comprometerse a implementar reformas fiscales y estructurales complementarias. Esto es particularmente evidente en Europa, donde se sostiene, con cierta justificación, que sin este tipo de reformas el crecimiento seguirá siendo anémico, lo que sustenta o incluso exacerba las limitaciones fiscales.

Pero si la condicionalidad es tan importante, ¿por qué no impidió la cooperación hace 70 años? Quizá la idea de que las economías seriamente afectadas, con perspectivas limitadas para recuperaciones independientes, desaprovecharían la oportunidad que presentaba la cooperación internacional fuera improbable. Tal vez siga siéndolo. Si es así, crear una oportunidad similar hoy podría cambiar los incentivos, disparar las reformas complementarias necesarias y poner a la economía global en un camino hacia una recuperación de largo plazo más sólida.


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