SANCTI SPÍRITUS. Dicen que para apaciguar la angustia que se les atraviesa en el pecho, los pobladores de Narcisa levantan en las entrañas del central una pila mortuoria con gomas de camión, le prenden fuego y se sientan a mirar el humo que comienza a salir por la torre, un humo negro y denso que más bien parece los rescoldos de su última zafra.
“Una se hace la ilusión de que ese bicho está vivo, pero no es más na’ que eso: la ilusión”, se duele una lugareña que aún no sabe qué hacer sin el pitazo afiebrado del mediodía, sin el bagacillo insolente que le ensuciaba la casa y con un tiempo muerto que ya va para 10 años.
La suya es la nostalgia de una generación que en el 2005, cuando se hizo un silencio sordo en toda la maquinaria, había vivido demasiado entre hierros viejos como para acomodarse de golpe a la nueva realidad.
“Hubo quien no tenía edad para adaptarse”, relata Rafael Reyes Fernández, profesor del centro universitario Simón Bolívar y quien fungía en aquel entonces como presidente de la Asamblea Municipal del Poder Popular de Yaguajay.
“Sobre el tapete se pusieron varias opciones —enumera—: el estudio como trabajo, que fue la llamada Tarea Álvaro Reynoso; la incorporación a la producción de alimentos, fundamentalmente los que estaban vinculados a la parte agrícola de la zafra; y la esfera de los servicios. Eso sí: en cualquier caso fue un proceso traumático”.
En semejante apreciación coinciden, absolutamente, todas las personas entrevistadas por Progreso Semanal: el redimensionamiento de la industria azucarera cubana viró patas arriba la cartografía emocional de la nación y cayó, “con esa fuerza más”, sobre las comunidades pequeñas.
Cayó sobre los bateyes de Yaguajay, por ejemplo, un municipio al norte de la provincia de Sancti Spíritus que presumía de ser un emporio azucarero en el siglo XIX y en el que hoy la caña brilla olímpicamente por su ausencia. De los tres centrales que molían al iniciarse la década del 2000 —Aracelio Iglesias, Simón Bolívar y Obdulio Morales— apenas quedan las torres enhiestas y, de vez en vez, el humo alimentado con gomas de camión para apaciguar la angustia de su gente.
Cuando cerraron el central
Lo último que hizo Antonio Viamontes Perdomo como trabajador del CAI Simón Bolívar —lo recuerda como si hubiera sido ayer— fue encaramarse en una escalera y sustituir el cartel que daba la bienvenida a la fábrica por uno que anunciaba los nuevos destinos del otrora ingenio Vitoria: Sede Universitaria Municipal.
“Yo lloré cuando cerraron el central —confiesa desde la oficina en la que se desempeña como director adjunto de la Empresa Azucarera Sancti Spíritus—. Si me hubieran dado a escoger, no hubiera querido salir de allá, como todos los guajiros que nos aferramos a lo que conocemos”.
Y como los cientos de trabajadores que, sentados junto a la imponente nave o de pie para disimular mejor la molestia, escucharon los argumentos esgrimidos para detener los tachos: la imposibilidad del país para mantener tantas industrias moliendo, la caída en picada de los índices de eficiencia, la urgencia de una estructura más compacta y, por ende, más viable para seguir produciendo…
Ya lo había advertido Ulises Rosales del Toro, quien fungía como ministro de la Industria Azucarera: el propósito ulterior era disminuir los costos de la tonelada de azúcar, la búsqueda de mayor valor agregado, ser competitivos en la producción de caña y azúcar, llevar más alimentos a la población mediante la diversificación y desarrollar una agricultura sostenible.
“La decisión de desactivar 70 centrales azucareros obedece a un profundo estudio tecnológico, de mercado, precios, eficiencia industrial, calidad de suelos, rendimientos, entre otros —había informado al diario Granma—. La dirección de la Revolución fue cuidadosa y esperó todo lo que se podía, pero era una realidad objetiva por encima de consideraciones políticas”.
En Sancti Spíritus, donde convivían nueve centrales con la descomunal infraestructura que gravitaba en torno a cada uno de ellos, fueron cerrados siete en un proceso paulatino e intermitente de cinco años. En regiones como Trinidad, mundialmente conocida por la opulencia que prosperó en su Valle de los Ingenios, no quedó títere con cabeza, ni siquiera para evitar el impacto visual del marabú asfixiando la zona por los cuatro costados.
Yaguajay, al norte, atesoraba también una tradición de cañaverales y trapiches que venía de la década de 1840.
Con la centralización de la industria azucarera muchos resultaron demolidos y solo quedaron tres: el Noriega, después convertido en Vitoria; Belencita, que luego fue Narcisa; y Rosa María, que pasó a llamarse Nela. Justo los tres centrales que, un siglo más tarde, detuvieron sus tachos muy a pesar de la resistencia obstinada de su gente.
En tierra de nadie
“¿Tú crees que con la cantidad de caña que había por estos contornos no hubiera podido quedarse al menos un central moliendo? —se lamenta el campesino José Luis Méndez—. Lo que pasa es que la decisión venía tomada de arriba y aquí abajo lo único que podíamos hacer era tirarnos en plancha”.
Con su opinión concuerdan —matices más, o menos— una veintena de guajiros encuestados por Progreso Semanal y no pocos funcionarios que, pese a comprender la pertinencia de la medida, reconocen también su avasallador impacto en la configuración demográfica del municipio y, peor aún, al interior de las comunidades que han asistido como espectadoras a su propio proceso de decadencia.
“Casi un 47 por ciento de la población en Yaguajay dependía de la industria azucarera —ilustra Rafael Reyes Fernández—, no solo el que trabajaba en ella sino la familia completa. Poblaciones enteras vivían y resolvían sus problemas a partir de la zafra. Yaguajay es un lugar con comunidades muy dispersas, solo el 17 por ciento está en la cabecera municipal y el resto en estos pequeños asentamientos que eran eminentemente cañeros. Aridanes, por ejemplo, hoy está vacío. Una casa en Aridanes ya no cuesta nada, hay personas allí que simplemente no tienen de qué vivir”.
“En realidad, eso fue un golpetazo. Hay quien sostiene que hubo un estancamiento económico. Yo digo que se dio un tránsito de un tipo de economía a otra: del azúcar a la agricultura. La gente tuvo que desaprender lo del MINAZ y aprender técnicas agrícolas, dos dinámicas muy diferentes. En ese período hubo un bache en el que la universidad con la Tarea Álvaro Reynoso y los centros de investigación científica jugaron un rol importante porque se comenzó a formar gente, a capacitar, a catalizar el conocimiento”.
Al frente de la Dirección Municipal de Economía y Planificación en Yaguajay, Carlos Manuel Calcines Díaz lanza un cálculo aproximado: al cerrar los tres centrales, el territorio perdió de un día para otro el 65 por ciento de sus volúmenes de producción y más de 3 000 empleos que él califica como de calidad.
Ante una realidad como esa, ¿qué está haciendo el gobierno para ofrecer una opción a estas comunidades?
“Se les han ofrecido oportunidades de empleo en la agricultura; en aquel momento se abrieron los organopónicos, que crearon puestos de trabajo también; recientemente se sumó además la alternativa del trabajo por cuenta propia… Son las opciones que ha buscado el gobierno, además de redireccionar de alguna forma a ese personal en centros de la salud, la educación, la esfera de los servicios, la producción de materiales alternativos para la construcción… Quizás no es todo lo que la población espera ni necesita, pero es lo que ha estado a nuestro alcance”, reconoce Calcines.
A todas luces, insuficiente. No lo dice Progreso Semanal, que se aventuró apenas unos kilómetros monte adentro. Lo dicen antiguos operarios de Nela, Vitoria y Narcisa, que se desbocaron a opinar con la grabadora enfrente; pobladores de asentamientos como Seibabo y Cambao, más en tierra de nadie desde que el último plantón de caña terminó en la barriga de una guarapera, y hasta el propio Rafael Reyes, quien asegura categóricamente:
“Ha fallado la atención a las comunidades. Después del cierre de algunas escuelas e instituciones de la salud, la vida en esos lugares se ha hecho más difícil. No siempre es prudente aplicar allí lo que en las poblaciones más grandes, los cambios no impactan de la misma forma en la ciudad y el campo. Hay que tener una mirada diferente, sobre todo en las comunidades que pertenecían al MINAZ, que antes estaban priorizadas y ahora, muy desprotegidas”.
La gente, sin embargo, se va acomodando; más aún los hombres y mujeres de los centrales, que no han esperado nunca por planes ni por estrategias que les acotejen la vida y que, a la vuelta de una década, ya lo han probado todo: el estudio, la siembra de cultivos varios, el pastoreo de vacas y, desde hace algún tiempo, los cantos de sirena del turismo, una industria promisoria que ha comenzado a llevárselos en oleadas.
Progreso Semanal/ Weekly autoriza la reproducción total o parcial de los artículos de nuestros periodistas siempre y cuando se identifique la fuente y el autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario