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sábado, 15 de agosto de 2015

Las torpezas bursátiles de Pekín

El régimen chino sigue suponiendo que puede dar órdenes a los mercados. Pero las cosas no funcionan así




Inversores consultan las cotizaciones de la Bolsa de Shanghái. / SHEN QILAI (BLOOMBERG)

China está gobernada por un partido que se llama a sí mismo comunista, pero su realidad económica es un rapaz capitalismo de amiguetes. Y todo el mundo da por sentado que los dirigentes del país participan del engaño y saben perfectamente que no pueden tomarse en serio su ocasional retórica socialista. 

Sin embargo, sus tortuosas políticas de los últimos meses resultan preocupantes. ¿Es posible que, después de todos estos años, Pekín siga sin comprender cómo funciona esto del “mercado”? 

Les pongo en antecedentes: la economía china sufre un tremendo desequilibrio, ya que el porcentaje del producto interior bruto dedicado al consumo es muy bajo y el dedicado a la inversión, muy alto. La situación era sostenible mientras el país fuese capaz de mantener un crecimiento extremadamente rápido; pero, como resulta inevitable, el crecimiento se ralentiza a medida que China se queda sin excedente de mano de obra. En consecuencia, los rendimientos de las inversiones se reducen rápidamente. 

La solución es invertir menos y consumir más. Pero para eso hacen falta reformas que distribuyan mejor los frutos del crecimiento y proporcionen una mayor seguridad a las familias. Y aunque China ha tomado algunas medidas en esa dirección, aún le queda mucho camino por recorrer. 

Mientras tanto, el problema radica en cómo mantener el gasto durante esa transición. Y aquí es donde las cosas han tomado un cariz extraño. 

Al principio, el Gobierno chino sostenía en parte la economía mediante el gasto en infraestructuras, que es el remedio habitual para la debilidad económica. Pero también lo hacía canalizando préstamos baratos hacia empresas de propiedad estatal. Esto provocó un aumento repentino de la deuda de dichas empresas, que el año pasado ya era tan alta como para generar preocupación por la estabilidad financiera. 

Acto seguido, China adoptó la política oficial de incrementar el precio de las cotizaciones bursátiles, combinando una campaña de propaganda de compra de acciones con unos requisitos flexibles en cuanto a los márgenes, lo que facilitaba la adquisición de títulos con dinero prestado. Puede que el objetivo fuese ayudar a las empresas de propiedad estatal, que podían pagar sus deudas vendiendo acciones. Pero la consecuencia fue una burbuja evidente, que empezó a desinflarse a principios de este año. 

La respuesta de las autoridades chinas fue curiosa, ya que retiraron todas las barreras para sostener el mercado: suspendieron la compraventa de muchas acciones, prohibieron la venta en corto, animaron a los grandes inversores a comprar e instruyeron a los estudiantes de Economía recién licenciados a entonar el eslogan: “Haced que revivan las acciones, beneficiad al pueblo”. 

Todo esto ha estabilizado el mercado de momento, pero a costa de vincular la credibilidad de China a su capacidad para evitar que los precios de las acciones sigan bajando. Y la economía china sigue necesitando ayuda. 

De modo que, esta semana, China ha decidido permitir que se reduzca el valor de su moneda, lo que tiene cierto sentido: aunque el yuan estaba claramente infravalorado hace cinco años, ahora está considerablemente sobrevalorado. Pero las autoridades parecen haber imaginado que podían controlar el descenso del yuan, restándole poco a poco un par de puntos porcentuales. 

Parece que la previsible reacción del mercado les ha cogido completamente por sorpresa; es decir, la devaluación inicial del yuan no fue más que el principio, un indicio de las bajadas mucho mayores que se avecinaban. Los inversores han empezado a huir de China y los responsables políticos han pasado bruscamente de fomentar la devaluación de la moneda a poner todo su empeño en mantener el valor del yuan. 

Lo que tienen en común estos radicales vaivenes políticos es que los líderes de China siguen suponiendo que pueden dar órdenes a los mercados y decirles qué precios deben alcanzar. Pero las cosas no funcionan así. 

No pretendo decir que los Gobiernos nunca deban inmiscuirse en los mercados o incluso poner límites a los precios. Hay, como ya he dicho alguna vez, muy buenos motivos para elevar el salario mínimo y, en general, para promover una subida del sueldo de los trabajadores estadounidenses; y hay motivos aún mejores para defender una regulación financiera eficaz. 

Incluso hay motivos para intervenir ocasionalmente a fin de apuntalar los precios de los activos. Hace tres años, la promesa del Banco Central Europeo de hacer “lo que fuese necesario” para proteger el euro —frase que suele interpretarse como una promesa de comprar títulos de deuda soberana si no quedara más remedio— hizo maravillas. Allá por 1998, la Autoridad Monetaria de Hong Kong compró grandes cantidades de acciones para responder al ataque de un fondo de inversión contra su moneda, y se apuntó un buen tanto. 

Pero se trataba de medidas temporales, tomadas en momentos en que los mercados parecían haber perdido el norte. El personal de la Reserva Federal suele referirse a estas intervenciones con el nombre de “bofetadas”. Es algo muy diferente de esa clase de intervención prolongada y determinación política de los precios que China parece suponer que puede sacarse de la manga. ¿Es posible que los dirigentes del país no entiendan por qué eso no puede funcionar? 

Si de verdad no lo comprenden, hay motivos para preocuparse. China es una superpotencia económica, aún no tan enorme como Estados Unidos o la Unión Europea, pero lo bastante grande para ser muy importante. Y se enfrenta a momentos difíciles. De modo que si sus líderes tienen de verdad tan poca idea como últimamente parece, la cosa no pinta bien, no solo para China, sino para el mundo en general. 

Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008. 
© The New York Times Company, 2015. 
Traducción de News Clips.

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