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sábado, 13 de agosto de 2016

Monedas de plata

Costará perdonar a la cúpula republicana su traición a los principios estadounidenses a cambio de bajar impuestos a los ricos


Simpatizantes de Donald Trump en un mitin en Kissimmee, Florida. ERIC THAYER REUTERS

A estas alturas, resulta evidente para cualquiera que quiera verlo que Donald Trump es un ególatra ignorante, extremadamente falso, errático, inmaduro y camorrista. Por otro lado, es una persona horrible. Pero, a pesar de algunas deserciones muy destacadas, la mayoría de las figuras importantes del Partido Republicano —incluidos, especialmente, Paul Ryan, el presidente de la Cámara, y Mitch McConnell, el líder de la mayoría del Senado— siguen apoyándolo, con amenazas de violencia y todo. ¿Por qué?

Una respuesta es que estos hombres y mujeres nunca se han caracterizado por sus principios. Sé que, en los medios de comunicación, muchos siguen decididos a presentar a Ryan, en concreto, como un hombre honrado que se toma en serio la política, pero el hecho es que sus propuestas políticas siempre han sido estafas evidentes.

Otra respuesta es que, en una época de partidismo intenso, el mayor riesgo al que se enfrentan muchos políticos republicanos no es el de perder las elecciones generales, sino el de perder frente a un extremista advenedizo de su propio partido. Por eso les da miedo contrariar a Trump, cuya fealdad canaliza los verdaderos sentimientos de las bases del partido.

Pero hay una tercera respuesta, que puede resumirse en un número: 34.

¿De qué se trata? Es, según cálculos de la Oficina Presupuestaria del Congreso, el tipo impositivo medio del 1% más rico en 2013, el último año para el que se dispone de datos. Y ha subido desde solo el 28,2% en 2008, gracias a que el presidente Obama dejó que expiraran las rebajas fiscales para las rentas más altas aprobadas por Bush, y creó nuevos impuestos para sufragar una extraordinaria ampliación de la cobertura sanitaria, en virtud de la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible. Los impuestos que pagan los extremadamente ricos han subido aún más.

Si Hillary Clinton gana, los impuestos de la élite permanecerán, como mínimo, en ese nivel, y puede que incluso suban considerablemente si a los demócratas les va lo bastante bien en las elecciones al Congreso para que Clinton consiga aprobar leyes nuevas. El Centro de Política Tributaria, sin vinculaciones partidistas, calcula que el plan tributario de Clinton elevaría otros 3,4 puntos porcentuales el tipo tributario medio del 1% más rico, y cinco puntos porcentuales el tipo del 0,1% más rico.

Pero si el "populista" Donald Trump gana, los impuestos que pagan los ricos bajarán mucho; en concreto, Trump pide la eliminación del impuesto sobre sucesiones, que en la actualidad solo afecta a un pequeño número de propiedades muy, muy grandes (una pareja casada no paga ningún impuesto si su propiedad no vale más de 10,9 millones de dólares).

De modo que, si uno es rico, o es alguien que ha hecho carrera defendiendo fielmente los intereses de los ricos, la decisión está clara: siempre que no le importen demasiado cosas como el racismo más repelente, la defensa de la democracia y la libertad de culto o incluso evitar una guerra nuclear, Trump es su hombre.

Y, en gran medida, así es como la cúpula republicana sigue viéndolo. Librarse del impuesto sobre sucesiones es "la piedra angular del movimiento conservador", declaraba un importante donante a Sahil Kapur, de Bloomberg. Hay que tener claras las prioridades.

¿Debería sorprendernos que miembros destacados del Partido Republicano estén tan dispuestos a aceptar este trato? Bueno, sí que debería; nunca, jamás, debemos empezar a aceptar esta clase de situaciones como algo normal en la política. Pero no debería extrañarnos, porque no es más que una prolongación del pacto con el diablo que la derecha económica lleva décadas haciendo, desde la época de la "estrategia sureña" de Nixon.

No se lo crean porque lo diga yo; escuchen a los conservadores que han dicho basta. Hace poco, Avik Roy, republicano y destacado experto en política sanitaria, ha tenido la valentía personal y moral de admitir lo que los liberales (y los politólogos) llevan años diciendo: "En realidad, el centro gravitatorio del Partido Republicano es el nacionalismo blanco".

Quiero dejar claro que no estoy diciendo que los máximos dirigentes republicanos sean o hayan sido racistas. Pero eso no importa. Lo que sí importa es que han estado dispuestos a hacerles la pelota a los intolerantes a cambio de rebajas tributarias para los ricos y liberalización financiera. Recuerden, Mitt Romney aceptó encantado el apoyo de Trump en 2012, sabiendo de sobra que estaba acogiendo a un defensor de teorías conspirativas de índole racista.

Todo lo que ha ocurrido este año se ha debido a que los nacionalistas blancos han pasado de ser personajes secundarios a ser protagonistas. Así que, cuando los republicanos que estuvieron de acuerdo con la estrategia inicial dicen basta cuando llega Trump, en realidad no están defendiendo ningún principio, sino quejándose del precio. Y la cúpula del partido ni siquiera está dispuesta a eso.

Si estas elecciones transcurren como es probable que transcurran, de aquí a unos meses, esas figuras republicanas destacadas tratarán de fingir que en realidad nunca han apoyado al candidato del partido, que en el fondo siempre han sabido que era la persona equivocada.

Pero las dudas que puedan albergar, sean las que sean, no justifican sus actos y, de hecho, los vuelven aún más imperdonables. Porque el hecho es que, ahora mismo, cuando importa, han decidido que las rebajas de impuestos a los ricos son una buena recompensa por traicionar los ideales estadounidenses y poner en peligro la república tal como la conocemos.

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