Martin Feldstein, Professor of Economics at Harvard University and President Emeritus of the National Bureau of Economic Research, chaired President Ronald Reagan’s Council of Economic Advisers from 1982 to 1984. In 2006, he was appointed to President Bush's Foreign Intelligence Advisory Board,
CAMBRIDGE – Con la asunción de un nuevo presidente y un nuevo Congreso en Estados Unidos en apenas seis meses, llegó la hora de repensar los programas del gobierno destinados a ayudar a los pobres. La temporada electoral actual ha reflejado una preocupación generalizada por la cuestión de la desigualdad. El foco correcto para lidiar con este problema es reducir la pobreza, no penalizar el éxito merecido.
El gobierno de Estados Unidos hoy invierte más de 600.000 millones de dólares al año en programas para ayudar a los pobres. Eso representa aproximadamente el 4% del PIB total de Estados Unidos. La mitad de esos desembolsos van a parar a programas de salud, incluidos Medicaid y los subsidios de seguro de salud bajo la Ley de Atención Médica Asequible de 2010 (conocida como Obamacare). La otra mitad están destinados a un rango complejo de programas que incluyen estampillas para alimentos, subsidios para la vivienda, el Crédito Fiscal por Ingreso Ganado y ayuda en efectivo.
Para poner ese 4% del PIB en perspectiva, el ingreso total del gobierno federal generado por el impuesto a la renta personal es inferior al 9% del PIB, lo que implica que casi la mitad se gasta en esos programas sujetos a condiciones de recursos. El gasto en esos programas también excede el gasto en defensa (3,3% del PIB) y el 3,3% del PIB que se invierte en todos los demás programas discrecionales no vinculados a la defensa.
Sin embargo, a pesar de esta gran inversión, se estima oficialmente que el porcentaje de la población que vive en la pobreza es del 15%, más o menos igual que hace 50 años. No obstante, los expertos coinciden en que la medición de pobreza del gobierno no refleja correctamente el progreso que se ha hecho, ya que las estadísticas oficiales se centran solamente en el ingreso en efectivo e ignoran casi todas las transferencias del gobierno.
Muchos de los que son pobres, o que serían pobres si no recibieran ayuda, también se ven favorecidos por los beneficios de Seguridad Social para jubilados y sobrevivientes, y por Medicare para discapacitados y mayores de 65 años. Como la elegibilidad para los beneficios bajo estos programas no depende del ingreso o la riqueza, los montos que se gastan en esos programas no están incluidos en los desembolsos destinados a los pobres.
La estrategia existente para ayudar a los pobres necesita de una reforma. Los múltiples programas superpuestos con diferentes reglas de elegibilidad no les hacen las cosas fáciles a los pobres, crean malos incentivos laborales y son innecesariamente costosos para los contribuyentes.
El mayor de los diez principales programas sujetos a condiciones de recursos es el programa de subsidio a los alimentos, hoy llamado SNAP (Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria). Unos 46 millones de personas, alrededor de una séptima parte de la población de Estados Unidos, reciben beneficios mensuales por un total de 75.000 millones de dólares al año. A pesar de su uso generalizado, el gobierno calcula que apenas el 70% aproximadamente de quienes son elegibles reciben beneficios.
La elegibilidad para recibir los beneficios del programa SNAP se limita a hogares con ingresos por debajo del 130% del nivel de pobreza, aproximadamente 1.700 dólares por mes para una familia de tres integrantes. Como la decisión de un segundo adulto de trabajar podría eliminar la elegibilidad, el programa desalienta el empleo y reduce los ingresos ganados.
Si bien se describe a SNAP como un programa de nutrición, el beneficio promedio de 130 dólares por mes es mucho menos de lo que estos hogares de ingresos bajos gastan en alimentos. En consecuencia, el programa realmente equivale a una transferencia de efectivo. Como tal, domina el programa lanzado por el presidente Bill Clinton para ofrecer asistencia en efectivo con restricciones significativas.
Cuando Clinton declaró en 1996 que "pondría fin a los beneficios sociales tal como los conocemos", trabajó con el Congreso para crear el programa de Asistencia Temporal para Familias Necesitadas (TANF por su sigla en inglés), que requiere que los beneficiarios trabajen y limita su período de elegibilidad a 60 meses. Como resultado de estas condiciones, el programa de 17.000 millones de dólares se ha reducido en escala y tiene una tasa de participación de menos del 50% de los hogares elegibles.
¿Cómo deberían reformularse los programas para los pobres a fin de aumentar la participación y evitar los efectos adversos en los incentivos laborales? Una mala idea que está recibiendo una cuota sorprendente de atención favorable es el llamado Beneficio de Ingreso Universal: ofrecer suficiente dinero a todos los hogares (por debajo de los 65 años) para mantenerlos por encima de la línea de pobreza, aún si no tuvieran ningún otro ingreso. El monto asignado a cada hogar dependería de la cantidad de adultos y niños, y no del ingreso o patrimonio del hogar.
Esta transferencia incondicional resolvería el problema de sacar a todos los norteamericanos de la pobreza, pero resultaría imposiblemente costosa. Aún si reemplazara todos los programas sujetos a condiciones de recursos para los pobres sin contar los programas de salud, su costo neto superaría 1,5 billón de dólares por año, o más del 9% del PIB. Hacer ese desembolso sin aumentar el déficit exigiría duplicar el impuesto a la renta personal. De manera que el Beneficio de Ingreso Universal es, decididamente, una idea impracticable.
La mejor manera de ayudar a los pobres es el plan del impuesto negativo a la renta propuesto tanto por Milton Friedman (el economista conservador de la Universidad de Chicago) como por James Tobin (el economista liberal de la Universidad de Yale). Todos los hogares por debajo de 65 años recibirían una cantidad de dinero que los mantendría fuera de la pobreza si no tuvieran ningún otro ingreso; pero la cantidad de la transferencia bajaría gradualmente en tanto fuera aumentando el ingreso del hogar. Sobre un determinado umbral, el hogar pagaría un impuesto a la renta como lo hace hoy; por debajo de ese nivel, el "impuesto" sería negativo.
Se fijaría la tasa a la cual comienza a bajar la transferencia a fin de limitar los incentivos adversos y proteger a la vez el nivel de vida del hogar. Los programas de atención médica para los pobres continuarían.
Si bien no existe ninguna solución perfecta para el difícil problema de lidiar con la pobreza, algunas soluciones son mejores -a veces mucho mejores- que otras. El impuesto negativo a la renta puede ser la mejor manera posible de lograr simplicidad, inclusión y un costo moderado para los contribuyentes.
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