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domingo, 30 de octubre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte XIV

Por Joseph Stiglizt


LA FARSA DEL LIBRE COMERCIO[31*]


Si bien la Ronda de Doha de negociaciones globales para el Desarrollo de la Organización Mundial del Comercio no ha dado ningún fruto desde que fue puesta en marcha hace ya casi una docena de años, hay otra ronda de conversaciones en ciernes. Sin embargo, esta vez no se celebrará sobre una base global y multilateral; en su lugar, van a negociarse dos enormes acuerdos regionales, uno transpacífico y el otro transatlántico. ¿Existe alguna probabilidad de que las conversaciones inminentes tengan mayor éxito?


La Ronda de Doha fue torpedeada por la negativa de Estados Unidos a eliminar las subvenciones agrícolas, condición sine qua non para cualquier ronda de desarrollo auténtica, dado que el 70 por ciento de los habitantes del mundo en vías de desarrollo dependen directa o indirectamente de la agricultura. La postura estadounidense fue realmente sobrecogedora, dado que la OMC ya había declarado que las subvenciones de nuestro país a la producción algodonera —otorgadas a menos de 25 000 agricultores acaudalados— eran ilegales. La respuesta estadounidense consistió en sobornar a Brasil, que había presentado la protesta, para que no insistiera más sobre el particular, y dejar así tirados a millones de cultivadores pobres de algodón del África subsahariana y de la India, que padecen por la depresión de los precios debido a las dádivas de Estados Unidos para con sus agricultores adinerados.


Dado este reciente historial, ahora parece evidente que las negociaciones destinadas a crear una zona de libre comercio entre Estados Unidos y Europa, y otra entre Estados Unidos y gran parte del Pacífico (salvo China), no tienen nada que ver con el establecimiento de un auténtico sistema de libre comercio. Al contrario, el objetivo es un régimen de comercio controlado, es decir, controlado de manera que sirva a los grupos de interés que dominan la política comercial en Occidente desde hace largo tiempo.


Esperemos que quienes participen en los debates se tomen muy en serio algunos principios fundamentales. En primer lugar, todo acuerdo comercial tiene que ser simétrico. Si, como parte del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP), Estados Unidos exige a Japón que elimine sus subvenciones a la producción de arroz, Estados Unidos no sólo debería ofrecerse, a su vez, a eliminar sus subvenciones a la producción (y el riego) de arroz (que en Estados Unidos es un cultivo de poca importancia relativamente), sino también a la de otros productos agrícolas.


En segundo lugar, ningún acuerdo comercial debería de anteponer los intereses comerciales a los intereses nacionales generales, y menos cuando están en juego cuestiones no relacionadas con el comercio, como la regulación financiera y la propiedad industrial. El acuerdo comercial de Estados Unidos con Chile, por ejemplo, impide que este último país utilice controles de capitales, a pesar de que el Fondo Monetario Internacional reconoce en la actualidad que los controles de capital pueden ser un importante instrumento de una política macroprudencial.


Otros acuerdos comerciales también han hecho hincapié en la liberalización financiera y la desregulación, pese a que la crisis de 2008 tendría que habernos enseñado que la ausencia de una buena regulación puede poner en peligro la prosperidad económica. La industria farmacéutica estadounidense, que tiene una considerable influencia sobre la oficina del Representante de Comercio de Estados Unidos (USTR, por sus siglas en inglés), ha logrado imponer a otros países un régimen de propiedad industrial desequilibrado que, diseñado para oponerse a los medicamentos genéricos, antepone los beneficios a salvar vidas. Hasta el Tribunal Supremo estadounidense ha reconocido ahora que la Oficina de Patentes de Estados Unidos fue demasiado lejos al conceder patentes sobre genes.


Por último, tiene que haber un compromiso con la transparencia. No obstante, a aquellos que participan en estas negociaciones comerciales habría que advertirles de que Estados Unidos está comprometido con la ausencia de transparencia. El USTR se ha mostrado reacio a revelar su posición negociadora incluso a los miembros del Congreso estadounidenses; y a la vista de lo que se ha filtrado, se entiende por qué. El USTR está retrocediendo en cuestiones de principios —por ejemplo, el acceso a los medicamentos genéricos— que el Congreso había incluido en acuerdos comerciales previos, como el que se firmó con Perú.

En el caso del TPP, existe una inquietud añadida. Asia ha establecido una cadena de suministros eficiente, por la que los bienes fluyen fácilmente de un país a otro en el proceso de producción de los bienes acabados. Ahora bien, el TPP podría representar un obstáculo si China sigue permaneciendo al margen.


En gran medida, ahora que los aranceles formales son tan bajos, los negociadores concentrarán su atención en barreras no arancelarias, tales como las barreras reguladoras. Ahora bien, con casi toda seguridad, el USTR —que representa a los intereses empresariales— presionará a favor del mínimo común denominador, nivelando hacia abajo antes que hacia arriba. Por ejemplo, muchos países tienen cláusulas fiscales y reguladoras que desalientan la importación de vehículos grandes, no porque intenten discriminar a los bienes estadounidenses, sino porque les preocupa la contaminación y la eficiencia energética.


La cuestión más general, a la que antes aludí, es que los acuerdos comerciales suelen anteponer los intereses comerciales a otros valores, como el derecho a una vida saludable y la protección del medio ambiente, por no mencionar más que dos. Francia, por ejemplo, quiere que exista una «excepción cultural» en los acuerdos comerciales que le permita seguir apoyando sus largometrajes, cosa que beneficia al mundo entero. Estos y otros valores más fundamentales deberían ser innegociables.


Es más, la ironía reside en que los beneficios sociales de tales subvenciones son enormes, mientras que los costes son insignificantes. ¿De verdad cree alguien que una película artística francesa representa una seria amenaza para un éxito de taquilla veraniega hollywoodiense? Y aun así, la codicia de Hollywood no tiene límites, y los negociadores comerciales estadounidenses no dan cuartel. Por eso son precisamente esas condiciones las que deberían retirarse de la mesa antes de que comiencen las negociaciones. De lo contrario, habrá que presionar y seducir, y existirá el riesgo de que un acuerdo sacrifique los valores fundamentales a los intereses comerciales.


Si los negociadores creasen un auténtico régimen de libre comercio que antepusiese el interés público a todo lo demás, y en el que los puntos de vista de los ciudadanos de a pie tuvieran al menos tanto peso como el de los grupos de presión de las grandes empresas, puede que yo me sintiera optimista pensando que lo que iba a salir de ahí fortalecería la economía y aumentaría el bienestar social. La realidad, sin embargo, es que tenemos un régimen comercial controlado que antepone los intereses empresariales, y un proceso negociador antidemocrático y nada transparente.


La probabilidad de que lo que surja de las conversaciones inminentes esté al servicio de los intereses de los estadounidenses normales y corrientes es escasa, y las perspectivas de los ciudadanos normales y corrientes de otros países son todavía más negras.



CÓMO LA PROPIEDAD INDUSTRIAL REAFIRMA LA DESIGUALDAD[32*]


En la lucha contra la desigualdad estamos tan acostumbrados a las malas noticias que cuando sucede algo positivo prácticamente nos quedamos de piedra. Y después de que el Tribunal Supremo afirmase que los ricos y las grandes empresas tienen el derecho constitucional a comprar las elecciones estadounidenses, ¿quién habría imaginado que fuera a darnos una alegría? No obstante, una decisión tomada durante el mandato que acaba de expirar aportó a los estadounidenses de a pie algo más valioso que el mero dinero: el derecho a vivir.


A primera vista, el caso de la Asociación para la Patología Molecular contra Myriad Genetics podría parecer un arcano científico: el tribunal dictaminó unánimemente que los genes humanos no se pueden patentar, pese a que el ADN sintético creado en laboratorios sí. Ahora bien, lo que realmente estaba en juego era mucho más, y se trataba de cuestiones más fundamentales de lo que suele pensarse. Este caso fue una batalla entre quienes querrían privatizar la buena salud y convertirla en un privilegio del que disfrutar en proporción a la fortuna de cada cual, y quienes la consideran como un derecho de todo el mundo, así como un componente central de una sociedad justa y de una economía que funcione bien. Si profundizamos todavía más, versaba en torno al modo en que la desigualdad está incidiendo en nuestra política, en nuestras instituciones legales y en la salud de nuestra población.


A diferencia de las enconadas batallas entre Samsung y Apple, en las que los árbitros (los tribunales estadounidenses) favorecen sistemáticamente al equipo local a la vez que fingen una postura equilibrada, este caso fue algo más que una simple batalla entre gigantes empresariales. Es una lente a través de la cual podemos constatar los efectos perniciosos y duraderos de la desigualdad, qué aspecto presenta una victoria sobre la conducta empresarial egoísta y, no menos importante, cuánto seguimos corriendo el riesgo de perder en tales batallas.


Por supuesto, el tribunal y las partes no presentaron así las cosas en el transcurso de sus argumentaciones y sus decisiones. Una compañía de Utah, Myriad Genetics, ha aislado dos genes humanos, BRCA1 y BRCA2, que pueden contener mutaciones que predispongan a las mujeres portadoras de los mismos a padecer cáncer de mama, dato que resulta fundamental para la detección y la prevención tempranas. La compañía había conseguido obtener patentes de los genes. La «propiedad» de los genes le daba el derecho a impedir a otros realizar pruebas con ellos. La pregunta fundamental parecía ser técnica: ¿pueden patentarse genes aislados producidos de forma natural?


Ahora bien, las patentes tenían implicaciones devastadoras en el mundo real, porque mantenían artificialmente elevados los precios de los diagnósticos. Se pueden administrar pruebas para genes a bajo precio; de hecho, una persona puede hacerse secuenciar sus 20 000 genes por unos mil dólares, por no hablar de pruebas mucho más baratas para un montón de patologías específicas. Myriad, sin embargo, cobraba cuatro mil dólares por pruebas exhaustivas en sólo dos genes. Los científicos han dicho que las pruebas de Myriad no tenían nada de inherentemente especial o superior: sencillamente realizaba pruebas para encontrar genes de los que la compañía decía ser propietaria, y lo hacía recurriendo a información no disponible para otros debido a las patentes.


Horas después de que el Tribunal Supremo fallase a favor de los demandantes —un grupo de universidades, investigadores y defensores de los pacientes, representados por la American Civil Liberties Union y la Public Patent Foundation— otros laboratorios no tardaron en anunciar que ellos también iban a empezar a ofrecer pruebas para detectar los genes del cáncer de mama, e hicieron hincapié en el hecho de que la «innovación» de Myriad identificaba genes ya existentes en lugar de desarrollar una prueba para ellos. (Myriad aún no ha tirado la toalla, sin embargo, y este mes ha presentado dos nuevas demandas que pretenden impedir que las compañías Ambry Genetics y Gene by Gene administren sus pruebas BRCA, aduciendo que violan otras patentes que son propiedad de Myriad).


A nadie debería extrañarle mucho que Myriad hiciera todo lo que estaba en su mano para impedir que los ingresos generados por sus pruebas tuvieran que enfrentarse a la competencia; es más, después de recuperarse de un descenso del 30 por ciento tras la sentencia del tribunal, el precio de sus acciones sigue estando casi un 20 por ciento por debajo del que tenían antes. Era propietaria de los genes y no quería que nadie pusiera las manos encima de su propiedad. Al obtener la patente, a Myriad, como a la mayoría de grandes empresas, parecía motivarle más maximizar beneficios que salvar vidas; si de veras le importaban estas últimas, podría y debería de haberlo hecho mejor, ofreciendo pruebas a un coste menor y animando a otros a elaborar pruebas mejores, más precisas y más baratas. Como cabía esperar, hizo prolijas alegaciones argumentando que sus patentes —que permitían precios de monopolio y prácticas de exclusión— eran fundamentales para incentivar investigaciones futuras. Ahora bien, cuando el efecto devastador de sus patentes quedó de manifiesto y siguió mostrándose inflexible en lo relativo a ejercer todos sus derechos de monopolio, sus pretensiones de interesarse por el bien común resultaron penosamente poco convincentes.


La industria farmacéutica, como siempre, sostuvo que sin la protección de las patentes no habría incentivos para la investigación y todo el mundo sufriría. Yo presenté una declaración pericial pro bono ante el tribunal, explicando por qué los argumentos de la industria eran falsos, y por qué esta y otras patentes similares en realidad obstaculizaban la investigación en lugar de fomentarla. Otros grupos que se presentaron como amicus curiae para apoyar a los demandantes, como AARP, señalaron que las patentes de Myriad impedían a los pacientes obtener segundas opiniones y pruebas confirmatorias. Recientemente, Myriad se comprometió a no bloquear dichas pruebas, compromiso que adquirió a la vez que presentaba demandas contra Ambry Genetics y Gene by Gene.


Myriad se negó a hacerles las pruebas a dos mujeres demandantes rechazando sus seguros de Medicaid, según ellas, porque el reembolso habría sido demasiado bajo. Otras mujeres, después de una ronda de pruebas con Myriad, tuvieron que tomar decisiones angustiosas sobre si hacerse una mastectomía sencilla o doble, o extirparse los ovarios, con una información muy deficiente, ya que o bien las pruebas de Myriad para mutaciones BRCA adicionales eran inasequibles (Myriad cobra setecientos dólares extra por información que las directivas nacionales dicen que debería proporcionárseles a los pacientes) o porque fue imposible obtener segundas opiniones a causa de las patentes de Myriad.


La buena noticia que nos dio el Tribunal Supremo era que en Estados Unidos los genes no se podían patentar. En cierto modo, el tribunal devolvió a las mujeres algo de lo que pensaban que ya creían ser dueñas. La sentencia tenía dos enormes implicaciones prácticas: una era que significaba que ahora se podía competir para desarrollar pruebas mejores, más precisas y menos prohibitivas sobre el gen. Una vez más, podíamos tener mercados en competencia que impulsaran la innovación. Y la segunda era que las mujeres tendrían una oportunidad más igualitaria de vivir (en este caso, de vencer el cáncer de mama).


Ahora bien, por importante que sea una victoria semejante, en última instancia no es más que una nimiedad en un panorama global de la propiedad industrial que está moldeado sobre todo por los intereses de las grandes empresas, por lo general estadounidenses. Y Estados Unidos ha intentado imponer su régimen de propiedad industrial a otros países, a través de la Organización Mundial del Comercio y otros regímenes comerciales bilaterales y multilaterales. Lo está haciendo ahora en el transcurso de las negociaciones como parte del llamado Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica. Se supone que los acuerdos comerciales son un importante instrumento diplomático: una integración comercial más estrecha también estrecha lazos en otros ámbitos. Ahora bien, los intentos de la oficina del Representante de Comercio de Estados Unidos para persuadir a otros de que, en efecto, los beneficios empresariales son más importantes que las vidas humanas, socavan la postura internacional de nuestro país: en todo caso, refuerza el estereotipo del estadounidense insensible.


El poder económico suele tener más peso, sin embargo, que los valores morales, y en muchos casos en los que los intereses empresariales estadounidenses prevalecen en materia de derechos de propiedad intelectual, nuestras políticas contribuyen a incrementar la desigualdad en el extranjero. En la mayoría de países pasa en gran medida lo mismo que en Estados Unidos: las vidas de los pobres se sacrifican en el altar de los beneficios empresariales. Pero incluso en aquellos en los que —es un suponer— el Estado ofrecería una prueba como la de Myriad a precios asequibles para todos, existe un coste: cuando un Estado paga precios de monopolio por una prueba médica, invierte dinero que podría gastarse en otras partidas de sanidad destinadas a salvar vidas.


El caso Myriad fue la encarnación de tres de los mensajes fundamentales de mi libro El precio de la desigualdad. En primer lugar, sostuve que la desigualdad social no era sólo el resultado de las leyes de la economía, sino también de cómo damos forma a la economía a través de la política, lo que abarca prácticamente todos los aspectos de nuestro sistema legal. En este caso, es nuestro régimen de propiedad industrial el que contribuye sin necesidad a la forma más grave de desigualdad. El derecho a la vida no debería depender de la solvencia.


El segundo es que algunos de los aspectos más inicuos de la generación de desigualdad en el marco de nuestro sistema económico son consecuencia de la captación de rentas: beneficios y desigualdad generados mediante la manipulación de las condiciones sociales o políticas para obtener una porción mayor de la tarta económica en lugar de incrementar el tamaño de dicha tarta. Y el aspecto más inicuo de esta apropiación de riqueza se presenta cuando la riqueza que asciende a la cima de la pirámide social lo hace a expensas de la base. Las iniciativas de Myriad cumplían estas dos condiciones: los beneficios que la empresa obtuvo cobrando por su prueba no añadían nada al tamaño y el dinamismo de la economía, y al mismo tiempo disminuían el bienestar de aquellos que no se la podían permitir.


Mientras que todos los asegurados contribuyeron a los beneficios de Myriad (para compensar el precio de sus tarifas las pólizas tuvieron que aumentar, y millones de estadounidenses no asegurados de ingresos medios que tenían que pagar los precios de monopolio de Myriad tuvieron que poner todavía más de su bolsillo si optaban por hacerse la prueba) fueron los no asegurados de la base de la pirámide social los que pagaron el precio más alto. Sin poder permitirse el test, se enfrentaban a un riesgo de muerte prematura más elevado.


Los defensores de una legislación más dura sobre los derechos de propiedad industrial dicen que no se trata más que del precio que hay que pagar para obtener innovaciones que, a largo plazo, salvarán vidas. Se trata de un quid pro quo: las vidas de unas mujeres relativamente pobres hoy frente a las vidas de muchas más mujeres en algún momento del futuro. Ahora bien, esta afirmación es errónea desde muchos puntos de vista. En este caso concreto lo es especialmente, porque es probable que los dos genes hubieran sido aislados («descubiertos», según la terminología de Myriad) pronto de todas formas, como parte del Proyecto del Genoma Humano. Además, también es errónea en lo que concierne a este particular. Los investigadores genéticos han argumentado que en realidad la patente impedía desarrollar otras pruebas mejores, y por consiguiente obstaculizaba el avance de la ciencia. Todo conocimiento se basa en conocimientos previos, y cuando se hace menos disponible el conocimiento previo, se impide la innovación. El propio descubrimiento de Myriad —como cualquier otro en el ámbito de la ciencia— utilizaba tecnologías e ideas desarrolladas por otros. De no haber estado ese conocimiento disponible públicamente, Myriad no podría haber hecho lo que hizo.


Y ese es el tercer tema principal. Titulé mi libro como lo hice para subrayar que la desigualdad no sólo es moralmente repugnante sino que también tiene costes materiales. Cuando el régimen legal que rige los derechos de propiedad industrial está mal diseñado, facilita la búsqueda de rentas, y el nuestro lo está, aunque este y otros fallos recientes del Tribunal Supremo han desembocado en un régimen mejor de lo que sería en caso contrario. Y el resultado es que en la práctica hay menos innovación y más desigualdad.


Es más, uno de los descubrimientos importantes de Robert W. Fogel —historiador de la economía y premio Nobel que falleció el mes pasado— fue que la sinergia entre las mejoras en el estado de salud de la población y la tecnología explica en gran medida el explosivo crecimiento económico que se produjo a partir del siglo XIX en adelante. Así pues, parece lógico concluir que los regímenes de propiedad industrial creadores de rentas monopolistas que impiden el acceso a la salud no sólo generan desigualdad sino que también obstaculizan el crecimiento.


Existen alternativas. Los defensores de los derechos de propiedad industrial han exagerado el papel desempeñado por estos a la hora de fomentar la innovación. La mayoría de las innovaciones fundamentales —desde las ideas básicas en que se basan los ordenadores hasta los transistores, los láseres, el descubrimiento del ADN— no estuvieron motivadas por el beneficio pecuniario, sino por la búsqueda del conocimiento. Por supuesto, para eso hay que liberar recursos. Sin embargo, el sistema de patentes sólo es una manera, y con frecuencia no la mejor, de proporcionar esos recursos. La investigación financiada por el Estado, las fundaciones y el sistema de premios (que ofrece un premio a cualquiera que haga un descubrimiento y luego pone ese conocimiento a disposición general, empleando el poder del mercado para cosechar los beneficios) son alternativas que tienen grandes ventajas, pero sin las desventajas generadoras de mayor desigualdad del sistema actual de derechos de propiedad industrial.


La tentativa de Myriad de patentar el ADN humano fue una de las peores manifestaciones de desigualdad en el acceso a la salud, que a su vez es una de las peores manifestaciones de la desigualdad económica del país. Que la decisión judicial defendiera nuestros preciados derechos y valores merece un suspiro de alivio. Ahora bien, no es más que una victoria aislada en el marco, más amplio, de la lucha por una sociedad y una economía más igualitarias.



La patente prudencia de la decisión de la India

LA PATENTE PRUDENCIA DE LA DECISIÓN DE LA INDIA[33*]
(escrito en coautoría con Arjun Jayadev)


La negativa del Tribunal Supremo de la India a defender la patente de Gleevec, el exitoso fármaco contra el cáncer desarrollado por el gigante farmacéutico suizo Novartis, es una buena noticia para muchas personas de ese país que padecen cáncer. Si otros países en vías de desarrollo siguieran el ejemplo de la India, también sería una buena noticia en otras partes: se podrían dedicar más fondos a otras necesidades, ya fuese para combatir el sida, ofrecer oportunidades educativas o realizar inversiones que fomenten el crecimiento y reduzcan la pobreza.


No obstante, la decisión india también se traducirá en menos dinero para las grandes empresas farmacéuticas internacionales. Apenas cabe sorprenderse de que esto haya desembocado en una reacción ansiosa por parte de esas empresas y sus grupos de presión. El fallo, alegan, destruye el incentivo para innovar, y por tanto asestará un grave golpe a la salud pública a escala global.


Estas afirmaciones son sumamente exageradas. Tanto desde el punto de vista económico como desde el de la política social, la decisión del tribunal indio es sensata. Además, sólo se trata de un esfuerzo localizado para reequilibrar un régimen de propiedad industrial global muy escorado hacia los intereses farmacéuticos a expensas del bienestar social. Más aún, entre los economistas existe un consenso cada vez mayor en el sentido de que en realidad el actual régimen de propiedad industrial asfixia la innovación.


Hace mucho tiempo que el impacto de una firme protección de la propiedad industrial sobre el bienestar social se considera ambiguo. La promesa de derechos de monopolio puede estimular la innovación (aunque los descubrimientos más importantes, como el del ADN, suelen producirse en universidades y laboratorios de investigación financiados por el Estado, y dependen de otra clase de incentivos). Sin embargo, a menudo eso conlleva importantes costes: unos precios más elevados para los consumidores, el efecto desalentador sobre ulteriores procesos de innovación que tiene restringir el acceso al conocimiento y —en el caso de fármacos destinados a situaciones de vida o muerte— la muerte de todos aquellos que no sean capaces de costearse las innovaciones que podrían haberlos salvado.


El peso otorgado a cada uno de estos factores depende de las circunstancias y las prioridades, y debería variar en función de los países y de los momentos. En las primeras etapas de su desarrollo, los países industriales avanzados se beneficiaron de un crecimiento económico más veloz y de un bienestar social mayor adoptando una protección de la propiedad industrial más laxa de la que se exige hoy en día a los países en vías de desarrollo. Incluso en Estados Unidos, existe una inquietud cada vez mayor de que las llamadas «emboscadas de patentes»[34*] y «patentes yo también» —así como la maraña pura y dura de patentes en las que es probable que se vea envuelta cualquier innovación a través de las reclamaciones de propiedad industrial de terceros— estén desviando recursos de investigación escasos de los usos más productivos.


La India no representa más que entre el 1 y el 2 por ciento del mercado farmacéutico mundial. No obstante, debido a su dinámica industria de genéricos y su disposición a desafiar las cláusulas de las patentes, tanto en el interior como en sus jurisdicciones extranjeras, hace mucho tiempo que ocupa un lugar central en las luchas en torno a la ampliación de los derechos de propiedad industrial globales de las empresas farmacéuticas.


La revocación de la protección de patentes para las medicinas aprobada en 1972 amplió enormemente el acceso a medicamentos fundamentales y desembocó en el desarrollo de una industria farmacéutica nacional globalmente competitiva a menudo denominada «la farmacia del mundo en vías de desarrollo». Por ejemplo, la producción de fármacos antirretrovirales por parte de fabricantes de genéricos indios como Cipla ha reducido el coste del tratamiento del sida en el África subsahariana a sólo un 1 por ciento de lo que representaba hace una década. Gran parte de esta valiosa capacidad global se edificó bajo un régimen de escasa —de hecho, inexistente— protección de las patentes farmacéuticas. Sin embargo, ahora la India está obligada por el acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), y ha revisado su legislación sobre patentes en consecuencia, lo que ha generado una extensa angustia en el mundo en vías de desarrollo en torno a las implicaciones para el suministro global de medicinas asequibles.


En efecto, el fallo judicial en el caso Gleevec sigue sin suponer más que un pequeño revés para las farmacéuticas occidentales. A lo largo de las dos últimas décadas, los grupos de presión se han esforzado por armonizar y reforzar un régimen de propiedad industrial mucho más estricto y aplicable a escala global. En consecuencia, en la actualidad existen a disposición de las compañías farmacéuticas muchas legislaciones de protección que se solapan, y que a la mayoría de países en vías de desarrollo les resulta muy difícil impugnar, además de oponer a menudo sus obligaciones globales con sus obligaciones domésticas de proteger las vidas y la salud de sus ciudadanos.


Según el Tribunal Supremo de la India, su ley de patentes enmendada sigue haciendo mayor hincapié en objetivos sociales que Estados Unidos y otras naciones: los criterios de no obviedad y novedad requeridos para obtener una patente son más estrictos (especialmente las referidas a medicamentos) y no se permite la «perennización» de las patentes existentes, es decir, la protección de patentes de cara a innovaciones graduales sucesivas. Así pues, el tribunal ha reafirmado el compromiso prioritario de la India con la protección de las vidas y la salud de sus ciudadanos.


El fallo también subrayó un aspecto importante: pese a sus graves limitaciones, el acuerdo ADPIC sí contiene algunas salvaguardias (raramente utilizadas) que ofrecen a los países en vías de desarrollo cierto grado de flexibilidad para limitar la protección de patentes. De ahí que desde su entrada en vigor la industria farmacéutica, Estados Unidos y otros hayan presionado a favor de un conjunto de normas más amplio y más vinculante a través de acuerdos adicionales. Tales acuerdos limitarían, por ejemplo, la oposición a las aplicaciones de las patentes; prohibirían a las autoridades reguladoras nacionales aprobar medicamentos genéricos hasta que las patentes hubieran expirado; mantendrían la exclusividad de la información, y por consiguiente retrasarían la aprobación de fármacos biogenéricos; y requerirían nuevas formas de protección, como las medidas contra la falsificación.


El argumento de que el fallo indio socava los derechos de propiedad resulta curiosamente incongruente. Uno de los fundamentos institucionales decisivos para la defensa de los derechos de propiedad es un sistema judicial independiente. El Tribunal Supremo de la India ha demostrado su independencia, y también que interpreta fielmente las leyes y que no sucumbe fácilmente ante los intereses de las multinacionales. Ahora le toca al Estado indio emplear las salvaguardas del acuerdo ADPIC para garantizar que el régimen de propiedad industrial del país fomente tanto la innovación como la salud pública.


Globalmente, existe un reconocimiento cada vez más amplio de la necesidad de un régimen de propiedad industrial cada vez más equilibrado. Ahora bien, la industria farmacéutica, en un intento de consolidar sus beneficios, ha estado presionando a favor de un régimen de propiedad industrial aún más restrictivo y desequilibrado. Los Estados que estén planteándose aprobar acuerdos como el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica, o acuerdos «bilaterales» en calidad de socios de Estados Unidos y Europa, tienen que ser conscientes de que uno de los objetivos ocultos es este. Aquello que se vende como «acuerdos de libre comercio» contiene cláusulas de propiedad industrial que podrían eliminar el acceso a medicamentos asequibles, lo que tendría unas consecuencias potencialmente significativas sobre el crecimiento económico y el desarrollo.

[27]           Danielle Allen, Our Declaration: A Reading of the Declaration of Independence in Defense of Equality, Nueva York, Liveright, 2014. <<

[28]           No es del todo cierto. En algunos estados de Estados Unidos, los delincuentes convictos pierden su derecho al voto, una cláusula poco habitual en las democracias. <<

[29]       Ver «Income Inequality in the United States, 1913-1998» con Thomas Piketty, Quarterly Journal of Economics 118, núm. 1 (2003), 1-39. Hay una versión más larga y actualizada,

publicada en A. B. Atkinson y T. Piketty (eds.), Top Incomes over the Twentieth Century Oxford, Oxford University Press, 2007. Los cuadros y las cifras actualizados hasta 2012 en formato Excel en septiembre de 2013 y otros materiales relacionados están disponibles en eml.berkeley.edu<<

[34]           Publicado originalmente con el título de «Complacencia en un mundo sin líderes», Project Syndicate, 6 de febrero de 2013. <<


[35]           Para un análisis de este aspecto, ver George Soros, El nuevo paradigma de los mercados financieros: para entender la crisis actual, Madrid, Taurus, 2008. <<


[36]           Ver Joan Robinson, The Economics of Imperfect Competition, Londres, Macmillan, 1933, y Paul Sweezy, The Theory of Capitalist Development, Londres, D. Dobson, 1946. <<


[37]   Entre mis obras teóricas sobre este tema están «Approaches to the Economics of Discrimination», American Economic Review 62, núm. 2 (mayo 1973), 287-295, y «Theories of Discrimination and Economic Policy», en Patterns of Racial Discrimination, ed. de G. von Furstenberg et al., Lexington, Massachusetts, Lexington Books, 1974, pp. 5-26. Los trabajos con Andy Weiss establecieron las bases teóricas de la práctica de las líneas rojas, la costumbre de los bancos de negar préstamos a quienes viven en ciertos lugares. Ver J. E. Stiglitz y A. Weiss, «Credit Rationing in Markets with Imperfect Information», American Economic Review 71, núm. 3 (junio 1981), 393-410. La obra esencial que propuso la perspectiva alternativa, es decir, que las fuerzas del mercado lucharían contra la discriminación, fue la del difunto economista y premio Nobel Gary Becker, en su libro The Economics of Discrimination, 2.ª ed., Chicago, University of Chicago Press, 1971. Como es natural, mi artículo le molestó y me envió un correo electrónico para decírmelo. <<


Continuará

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