Por Joseph Stiglizt
SÉPTIMA PARTE
PERSPECTIVAS REGIONALES
La desigualdad se ha convertido en un
asunto de interés internacional. Se aprecia una pauta general: los
países que han seguido el modelo económico de Estados Unidos, incluyendo la
financiarización a fondo de la economía, han terminado cosechando resultados
parecidos. De ahí que el Reino Unido, que ha seguido más de cerca el modelo
estadounidense, y en algunos aspectos ha sido su fuente de inspiración (había
muchas similitudes entre la política y la ideología de la primera ministra
Thatcher y las del presidente Reagan) tenga, cosa nada sorprendente, el nivel
de desigualdad mayor de todos los países avanzados, junto a Estados Unidos. Los
países pagan un alto precio por esta desigualdad; lo que está en juego no sólo
es la desigualdad de ingresos sino también la desigualdad de oportunidades.
A lo largo
del pasado cuarto de siglo he tenido la buena fortuna de viajar por todo el
mundo hablando con Gobiernos, estudiantes, otros economistas, grupos
sindicales, organizaciones no gubernamentales y gente del mundo de la empresa.
Me he interesado especialmente por la forma en que la ciencia económica y la
política interactúan de forma distinta en diferentes países, por cómo algunos
países han logrado tener sociedades más igualitarias y con mayor igualdad de
oportunidades.
Los artículos presentados en
esta sección analizan estas evoluciones divergentes a lo largo y ancho del
mundo. Empiezo por «El milagro de Mauricio». No hay forma de saber cuándo un
artículo va a tener repercusión, pero este sí la tuvo. El minúsculo Estado de
Mauricio, situado en el océano Índico, al este de África, está considerado
desde hace mucho tiempo como protagonista de una auténtica historia de éxito
del desarrollo. Su economía ha crecido con rapidez. Uno de los motivos de mi
visita fue comprender mejor por qué. La respuesta, muy poco sorprendente, que
me dio su presidente, que había sido primer ministro en los primeros tiempos
del rápido crecimiento del país, era que se habían visto muy influenciados por
el modelo de desarrollo de Asia oriental, donde el Estado desempeñó un papel
central en la promoción del desarrollo (lo que dio origen al término «Estado
desarrollista»)[76].
No obstante,
lo que más me intrigaba de Mauricio era cómo aquel país relativamente pobre
conseguía proporcionar a todos sus ciudadanos atención sanitaria y educación
universitaria gratuitas, cuando por lo visto Estados Unidos no puede
permitírselos. Incluso proporciona transporte gratuito a la juventud y a los
ancianos: a los primeros porque son el futuro del país, y a los segundos por lo
que han hecho por la sociedad. Quise subrayar algo sencillo: nosotros podíamos permitirnos proporcionar estos
servicios a todos los estadounidenses. Invertir en nuestra juventud fortalecería a nuestro país. La mayoría de
naciones consideran el acceso a la atención sanitaria elemental como un derecho
humano básico. El hecho de que nosotros no lo hayamos hecho es una elección que refleja las prioridades
establecidas por un proceso político en el que se otorga un peso
desproporcionado a los intereses y pareceres de quienes están en la cima de la
pirámide social.
Nada puso
esto tan claramente de relieve como los sucesos que rodearon a una reciente
crisis financiera. Poco antes, el presidente Bush había vetado una ley que
habría proporcionado atención sanitaria a los niños pobres con el argumento de
que no podíamos permitírnosla. De algún modo, sin embargo, encontramos de
repente 700 000 millones de dólares para rescatar a los bancos, y más de 150
000 millones de dólares para rescatar a una empresa descarriada. Disponíamos de
dinero para proporcionarles una red de seguridad a los ricos, pero no a los
pobres. Por supuesto, el argumento de que, al hacerlo, la economía quedaría a
salvo y todo el mundo se beneficiaría, era, ni más ni menos, una versión brutal
de la teoría económica del goteo. No fue así: a quienes estaban en la cima les
fue muy bien, mientras que el estadounidense medio está
peor que hace un cuarto de siglo.
La
experiencia de Mauricio demuestra, por el contrario, que invertir en las
personas sí es rentable.
Como antes
señalé, Asia oriental, con unos ingresos per cápita que han llegado a
multiplicarse hasta por ocho en los últimos treinta años, es la región del
mundo que más éxito ha tenido en materia de desarrollo. Es más, en otros
tiempos nadie, ni siquiera el economista más optimista, habría pensado que un
crecimiento tan rápido fuera posible. No es de extrañar, pues, que lo que había
ocurrido en estos países se convirtiera en tema de intenso estudio. Lo que está
claro es que no siguieron el modelo fundamentalista de mercado; los mercados
desempeñaron un papel decisivo en su éxito, pero se trataba de mercados
dirigidos (dirigidos en conjunto del beneficio de la sociedad, no de unos
cuantos accionistas o directivos). Se trataba de unas economías de mercado en
las que el Estado desempeñaba el papel de un director de orquesta. Catalizaba
el crecimiento, e invertía intensamente en tecnología, educación e
infraestructura.
La
prosperidad compartida era un rasgo central de la mayoría de estos países; la
desigualdad, de acuerdo con los parámetros convencionales, era reducida, e
invertían intensamente en educación femenina. Crearon la sociedad de clase
media que Estados Unidos creía ser, allá por la época que sucedió a la Segunda
Guerra Mundial.
Entre los
países económicamente más exitosos de
Asia oriental estaba Singapur, un pequeño Estado isleño en el que en la
actualidad viven unos cinco millones y medio de personas. Cuando fue expulsado
de lo que en aquel entonces, en 1969, se llamaba la Unión Malaya, era un país
desesperadamente pobre con una tasa de desempleo del 25 por ciento. Su líder,
el primer ministro Lee Kuan Yew, llegó a hacerse archiconocido por echarse a
llorar en televisión al pensar en las sombrías perspectivas del país. No
obstante, a Singapur el Estado desarrollista le dio resultado, tanto que hoy en
día sus ingresos per cápita son superiores a los 55 000 dólares, lo que
significa que ocupa el noveno puesto entre los países de ingresos más elevados
del mundo. Y (si dejamos a un lado a los ricos que se han mudado a Singapur
porque muchos lo consideran como un puerto seguro en una parte turbulenta del
mundo) tiene un grado de desigualdad relativamente reducido.
El artículo
sobre Singapur suscitó enérgicas reacciones, al igual que el artículo sobre
Mauricio. Evidentemente, a muchos estadounidenses no les gustó ver a su país
puesto en entredicho. En Estados Unidos la idea de que en algunos apartados
otros estuvieran haciendo las cosas mejor (más aún teniendo en cuenta sus
limitados recursos) era anatema. En el caso de Singapur existía otro problema.
Las deficiencias de su democracia vienen señalándose desde hace mucho tiempo, y
yo las indiqué cuidadosamente en mi artículo. No obstante, y de forma cada vez
más frecuente, quienes viven en otros países han hecho comentarios acerca de
las deficiencias de la nuestra, que tanto alcance ha dado al poder del dinero.
Los
artículos siguientes tratan sobre Japón. En el momento en que yo estaba
emprendiendo mi estudio acerca del milagro económico de Asia oriental, al final
de la década de 1980 y comienzos de la década de 1990, su milagro económico
estaba tocando a su fin.[77] Ahora
lleva ya más de un cuarto de siglo en un estado poco menos que de
estancamiento, que a menudo se denomina el malestar económico japonés. No
obstante, de algún modo, incluso al atravesar esos tiempos difíciles, Japón
consiguió mantener un nivel de desempleo reducido (con una media en torno al
cinco por ciento, la mitad del máximo alcanzado por Estados Unidos durante la
desaceleración). Su grado de desigualdad era menor que el de Estados Unidos y
su red de seguridad era mucho mejor (incluyendo sus prestaciones de atención
sanitaria), de manera que uno tiene la impresión de que engendró mucho menos
sufrimiento. Con todo, «Japón debería estar alerta» señala los peligros de una
creciente desigualdad.[78] A lo
largo del último cuarto de siglo se han producido grandes cambios en la
economía japonesa, y el país ha estado sometido a presiones para introducir
algunas de las «reformas de mercado» que contribuyeron al aumento de
la desigualdad en otras partes. Hay indicios de un preocupante incremento de la
desigualdad, y la situación podría agravarse.
No obstante,
a fin de cuentas, creo que «Japón es un modelo, no una fábula moralizante». La
disminución de la población activa (la población en edad de trabajar)
distorsiona la imagen del deslucido crecimiento nipón. Si se tiene esto en
cuenta, durante la última década más o menos, Japón ha estado en lo más alto
del ranking, por mucho que a algunos
les cueste creerlo, dadas las críticas lanzadas contra este país. Más aún, como
antes mencioné, hasta ahora ha sido capaz de gestionar un crecimiento más
inclusivo que el de Estados Unidos.
Escribí este
artículo poco después de que Shinzo Abe se convirtiera en primer ministro. Fui
a Tokio dos veces durante los primeros meses de su administración, para debatir
con él y con sus asesores sobre las políticas que han acabado conociéndose con
el nombre de la «Abeconomía». Me impresionó que reconocieran que no se podía
depender de la política monetaria; también era preciso estimular la economía
mediante la política fiscal (gasto y/o rebajas de impuestos), así como con
políticas estructurales que favorecieran el crecimiento. Esos eran los tres
pilares de la «Abeconomía». La política monetaria (bajo los auspicios de mi
buen amigo Haruhiko Kuroda) tuvo un éxito notable. Por desgracia, la política
fiscal fue vacilante. A las políticas expansionistas iniciales les siguió una
subida de impuestos que tuvo el efecto pronosticado: el crecimiento descarriló.
Otras políticas podrían haber dado mucho mejor resultado: un impuesto sobre el
carbono habría recaudado fondos y estimulado a las empresas para que realizaran
inversiones ahorradoras de energía, lo que habría redundado en beneficio de la
macroeconomía. Pero por lo visto, la situación política no lo permitía.
A las
políticas estructurales les costó mucho más levantar el vuelo. Algunas de ellas
quizá fueran más simbólicas que reales (aunque podrían dar resultado en
industrias concretas). Por ejemplo, el primer ministro Abe propuso sumarse a
los debates sobre la gestación del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de
Asociación Económica, un acuerdo comercial que Estados Unidos estaba impulsando
en varios países de la Cuenca del Pacífico. Una de las presuntas razones para
hacerlo era la esperanza de que ayudase a reestructurar el muy subvencionado
sector agrícola japonés. La ironía, por supuesto, estribaba en que Estados
Unidos también subvenciona intensamente su sector agrícola (en efecto, ¿cómo si
no podría alguien cultivar arroz en medio de lo que en caso contrario sería un
desierto?). Ahora bien, incluso si hubiera reestructurado con éxito la
agricultura, este sector es tan pequeño que eso apenas habría tenido impacto
sobre la economía.
Cosa
interesante, una de las reformas más prometedoras fomentaría a la vez la
igualdad. Antes señalamos el declive de la población activa provocada por la
disminución de la población combinada con la resistencia a la inmigración. Abe
propuso recurrir a un sector importante de la mano de obra japonesa que lleva
mucho tiempo infrautilizado: una población femenina muy formada.
Los dos
artículos siguientes tratan sobre China. He estado involucrado de manera activa
en el desarrollo de China desde los comienzos de la transición del comunismo a
la economía de mercado. Realicé mi primera visita de larga duración a ese país
en 1980. Una segunda visita prolongada formó parte de mi proyecto de
investigación sobre el milagro de Asia oriental. Desde mediados de la década de
1990, tuve ocasión de ir a China una o más veces al año, así como de celebrar
encuentros con el primer ministro y otros altos cargos, primero como miembro
del Gobierno estadounidense y más tarde como partícipe del Foro de Desarrollo
de China, donde a menudo se me pidió que reflexionara sobre las nuevas
estrategias económicas a medida que estas iban desplegándose.
«La hoja de
ruta de China» fue escrito en 2006, poco después del anuncio del undécimo plan
quinquenal. (Cada cinco años, en China se elabora una «hoja de ruta» para dar
orientaciones de cara al periodo venidero). Como expongo en el artículo, la
creación de una sociedad armoniosa era
consustancial a ese plan y tenía como objetivo tratar de evitar las brechas que
han acabado caracterizando a la sociedad estadounidense. En el caso de China,
esa inquietud no se refiere sólo a la brecha entre ricos y pobres, sino también
a la brecha entre zonas urbanas y rurales, así como entre las zonas costeras
(donde comenzó la transición del país a la economía de mercado) y las regiones
occidentales.
Escribí «La
reforma del equilibrio entre Estado y mercado en China» ocho años más tarde,
poco después de que un nuevo Gobierno hubiese accedido al poder y comenzase a
formular la estrategia económica que iba a guiar al país a lo largo de la
década siguiente. En lo relativo a asegurar que sus ciudadanos compartiesen de
manera amplia la creciente prosperidad del país, el historial de China era
desigual. Consiguió sacar a 500 millones de personas de la miseria, lo que
supone el programa contra la pobreza con mayor éxito de todos los tiempos. Al
mismo tiempo, cuando escribí este artículo, el nivel de desigualdad, medido de
acuerdo con los criterios habituales (el coeficiente de Gini), era comparable
al de Estados Unidos. En algunos sentidos resultaba impresionante: treinta años
antes, el país había sido relativamente igualitario. ¡A Estados Unidos le costó
mucho tiempo obtener el mismo nivel de desigualdad logrado por China en treinta
años!
Ahora bien,
es importante comprender la diferencia entre países desarrollados y países en
vías de desarrollo. En las etapas iniciales del desarrollo, algunas partes del
país empiezan a crecer más que otras. El desarrollo casi siempre es una
cuestión de industrialización y urbanización; dado que los ingresos urbanos son
mucho más elevados que los ingresos de las zonas rurales, la desigualdad
aumenta desde el principio. No obstante, a medida que la importancia del sector
rural disminuye, la desigualdad va disminuyendo. Esa es una de las razones por
las que Simon Kuznets previó que los aumentos en la desigualdad ampliamente
observados en las primeras etapas del desarrollo se revertirían. Hasta el
momento, China no ha sido una excepción a esta pauta. Estados Unidos (y en una
medida cada vez mayor, otros países avanzados) sí lo es. La reducción de la
desigualdad sí caracterizó a Estados Unidos durante las primeras tres cuartas
partes del siglo pasado, pero desde el comienzo de la era Reagan el rumbo se
invirtió.
Mi mensaje a
China en este artículo pretendía ser un toque de atención, sobre todo en lo que
se refiere al entusiasmo de sus dirigentes en torno a continuar la transición a
una economía de mercado. Sí, en muchos sectores debería acogerse la
introducción del mercado con los brazos abiertos. Ahora bien, muchos de los
problemas acuciantes a los que se enfrenta la economía china —la desigualdad y
la contaminación entre otros— han sido en gran medida obra del sector privado,
y serían precisas políticas gubernamentales activas para revertir estas
inquietantes tendencias.
Cuando viajo
por el mundo, de vez en cuando experimento algo completamente imprevisto, algo
que me da esperanzas, que me inspira. Mi visita a Mauricio fue una de esas
experiencias. Una visita a Medellín, Colombia, en abril de 2014, fue otra.
Había acudido allí para participar en un encuentro del Foro Urbano Mundial, que
se celebra cada tres años. Este encuentro fue el más concurrido de todos: había
allí unas 22 000 personas, de las cuales unas 7000 escucharon con entusiasmo mi
discurso. En «Medellín: una luz para las ciudades» describí el giro de ciento
ochenta grados dado por una ciudad que antaño había sido tristemente célebre
por sus bandas de narcotraficantes. La lucha contra la desigualdad estuvo en el
meollo de su éxito. Pese a que el grueso de la batalla principal por crear una
sociedad más justa y más igualitaria, en la que la prosperidad sea compartida y
todo el mundo viva con un mínimo de dignidad, tenga que darse a escala
nacional, Medellín muestra que a nivel local se puede hacer mucho, sobre todo
teniendo en cuenta que gran parte de los servicios fundamentales decisivos para
el mantenimiento del nivel de vida de todos los individuos se suministran de
forma local: la vivienda, el transporte público o servicios como los parques y
la enseñanza. Se trata de un mensaje importante para Estados Unidos, donde el
punto muerto político significa que a nivel nacional los
avances serán mínimos; más aún, la inquietud es que la política nacional
conducirá a un incremento de la desigualdad en años venideros. Si ha de haber
avances, pues, en lo relativo a estas cuestiones, tendrá que producirse a nivel
local.
La batalla
entre quienes intentan crear una sociedad más igualitaria y quienes se oponen a
esos cambios se está librando en todo el mundo. A menudo me he visto envuelto
en esas luchas, incluso durante mis giras de conferencias más académicas. Así
sucedió durante mis visitas a Australia en 2011 y 2014. Escribí «Delirios
estadounidenses en Oceanía» tras mi regreso de Australia a comienzos de julio
de 2014.[79] Tony Abbott acababa de
convertirse en primer ministro y estaba empeñado en revertir las políticas
emprendidas por administraciones anteriores, que se habían plasmado en éxitos
enormes para el país, hasta tal punto que los ingresos per cápita eran de unos
67 000 dólares (es decir, que se encontraba entre los más elevados del mundo, y
muy por encima de los de Estados Unidos). Aquellas políticas habían desembocado
en una prosperidad más compartida —un salario mínimo que doblaba al de Estados
Unidos, con una tasa de desempleo que era (en aquel entonces) mucho menor, una
deuda pública que era mucho más reducida que la de Estados Unidos y una forma
de financiar la enseñanza superior que ofrecía oportunidades a todo el mundo—, préstamos
en los que los plazos estaban vinculados a los ingresos del individuo, un
sistema de atención sanitaria que tenía como consecuencia una esperanza de vida
más elevada y una mejor salud a un coste mucho menor que el de Estados Unidos.
A pesar de estos éxitos, Abbott pretendía lograr que de algún modo Australia
siguiera el modelo estadounidense, en un clara muestra de obsesión ideológica
que prevalece sobre todo lo demás.
Ese mismo
año me vi involucrado en un debate sobre la independencia de Escocia. Había
prestado mis servicios (con sir James
Mirrlees, buen amigo y laureado con el premio Nobel) en un consejo asesor del
Gobierno escocés. Escocia se había mostrado activa en la puesta en práctica de
ideas que yo llevaba tiempo promoviendo acerca de cómo medir mejor el
comportamiento económico. Había presidido la Comisión Internacional sobre la
Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social, donde acordamos de
forma unánime que el PIB era una medida inadecuada —y en ocasiones engañosa— de
medir el comportamiento económico.[80]
Yo estaba entusiasmado con los países interesados en poner en práctica nuestras
ideas, y Escocia era uno de ellos. Hubo otras ideas innovadoras, por ejemplo,
políticas de fomento de mejoras medioambientales y políticas industriales
activas destinadas a crear empleo y promover la innovación.
En
septiembre de 2014, Escocia votó sobre su independencia. Quienes se oponían a
ella habían sido muy alarmistas al describir los desastrosos efectos que
podrían seguir a la independencia. Si bien a mí me inquietaba la creciente
fragmentación nacional del mundo, los alarmistas no me convencieron, y quedé
impresionado por el tono del debate entre los partidarios de la independencia:
era positivo, versaba sobre las posibilidades que podrían abrirse y estaba muy
alejado del nacionalismo provinciano que caracteriza a muchos movimientos
semejantes. Este pequeño país fue el lugar de nacimiento de la Ilustración, el
movimiento intelectual con el que todos tenemos una gran deuda tanto por lo que
se refiere a nuestros valores democráticos como por los progresos científicos y
tecnológicos a los que dio lugar. Y lo que es más importante para los objetivos
de este libro: mientras Inglaterra seguía el modelo económico estadounidense
—con el consiguiente y esperado aumento de la desigualdad—, Escocia se veía a
sí misma siguiendo el modelo escandinavo, dotado de una mayor igualdad de
oportunidades. «Independencia escocesa» se publicó en Escocia en los días
previos al referéndum.
La
independencia fue rechazada, aunque un asombroso 45 por ciento de los votantes,
en unos comicios muy concurridos, votó a favor de poner fin a una unión de 300
años. Cosa interesante: en los días inmediatamente posteriores se produjo un
aumento del apoyo al Partido Nacionalista Escocés (SNP) y la mayor autonomía
prometida significó que, con casi toda certeza, Escocia pondrá en práctica
políticas que fomenten una mayor igualdad.
Mientras que
Escocia nos proporciona una nota de optimismo en un mundo de creciente
desigualdad, España es un ejemplo de todo lo contrario. Visito España a menudo.
Entre las protestas que marcaron la primavera de 2011, las de España fueron
particularmente importantes, y se entiende por qué, dadas las dificultades que
atraviesa el país. Me dirigí a los jóvenes manifestantes en el parque del
Retiro, en Madrid. Me mostré de acuerdo con ellos en que algo fallaba en
nuestros sistemas económicos y políticos: teníamos trabajadores en paro y gente
sin hogar en un mundo en el que había enormes necesidades insatisfechas y
viviendas vacías, y mientras los ciudadanos de a pie sufrían, a aquellos que
habían provocado la crisis —los banqueros y sus amigotes— les iba muy bien.
Escribí
«Depresión en España» como prólogo a la edición española de El precio de la desigualdad. España era uno de los países que realmente habían
logrado reducir la desigualdad durante
los años previos a la Gran Recesión, o sea, que había seguido una trayectoria
diametralmente opuesta a la de Estados Unidos. Pero todos los avances se
estaban perdiendo a raíz de la Gran Recesión. Mientras que en Europa la mayoría
de gente —y sobre todo sus líderes políticos— dudan en llamar depresión a lo
que estaba ocurriendo en España, eso es lo que era, y había acarreado una
inmensa disminución de los ingresos y una tasa de paro juvenil superior al 50
por ciento. En este texto sostengo que los problemas residen por completo en la
estructura de la eurozona y las políticas de austeridad impuestas al país, más
que en políticas españolas o en la estructura económica de España.
EL MILAGRO DE MAURICIO[38*]
Supongamos
que alguien describiera a un pequeño país que proporcionara enseñanza
universitaria gratuita para todos sus ciudadanos, transporte para los niños en
edad escolar y atención sanitaria gratuita —cirugía cardíaca incluida— para
todo el mundo. Cabría sospechar que dicho país fuera fenomenalmente rico o bien
que va camino de la crisis fiscal por la vía rápida.
Al fin y al
cabo, en Europa los países ricos han descubierto cada vez más que no pueden
financiar la enseñanza universitaria y están pidiendo a la juventud y a sus
familias que soporten los costes. Por su parte, Estados Unidos nunca ha
intentado ofrecer una enseñanza universitaria gratuita para todo el mundo, y
fue precisa una enconada batalla sólo para que los estadounidenses pobres
tuvieran garantizado el acceso a la atención sanitaria, una garantía que en
estos momentos el Partido Republicano se esfuerza denodadamente por revocar
aduciendo que el país no puede permitírsela.
Aun así,
Mauricio, un pequeño Estado insular que se encuentra cerca de la costa de
África oriental, no es un país especialmente rico ni va camino de la ruina
presupuestaria. Pese a ello, ha pasado las últimas décadas construyendo con
éxito una economía diversificada, un sistema político democrático y una sólida red de Seguridad Social.
Muchos países, en particular Estados Unidos, podrían aprender de su
experiencia.
En el
transcurso de una reciente visita a este archipiélago tropical de 1,3 millones
de habitantes, tuve la oportunidad de constatar sobre el terreno algunos de los
pasos de gigante que ha dado Mauricio, logros que podrían parecer
desconcertantes en vista de los debates que se han producido en Estados Unidos
y otros lugares. Consideremos la propiedad de la vivienda: pese a que los
conservadores estadounidenses dicen que el intento del Gobierno de extenderla
al 70 por ciento de los ciudadanos fue lo que provocó el colapso económico, el
87 por ciento de los habitantes de Mauricio son propietarios de su vivienda,
sin que ello haya propiciado una burbuja inmobiliaria.
Ahora viene
la cifra más dolorosa: durante casi treinta años el PIB de Mauricio ha
aumentado a un ritmo superior al 5 por ciento anual. A buen seguro que tiene
que haber algún «truco». Mauricio debe de ser rico en diamantes, petróleo o
alguna otra materia prima valiosa. Sin embargo, lo cierto es que Mauricio no
posee recursos naturales explotables. Es más, en 1961 sus perspectivas de
futuro eran tan lúgubres que a medida que se aproximaba la independencia de
Gran Bretaña —que llegó en 1968— el premio Nobel James Meade escribió: «Será
todo un logro que [el país] pueda emplear productivamente a su población sin
una reducción drástica del nivel de vida actual […] Las perspectivas de
desarrollo pacífico parecen escasas».
Como si
hubieran pretendido demostrar lo mucho que se equivocaba Meade, los habitantes
de Mauricio han hecho aumentar los ingresos per cápita de menos de 400 dólares
en torno a la época de la independencia a más de 6700 dólares en la actualidad.
El país ha progresado desde el monocultivo basado en el azúcar a una economía
diversificada que incluye el turismo, las finanzas, la industria textil y —si
los planes actuales fructifican— la tecnología avanzada.
Durante mi visita, lo que me
interesaba era comprender mejor lo que había conducido a lo que algunos habían
bautizado como el Milagro de Mauricio, y lo que otros podían aprender de él. De
hecho, se pueden desprender muchas lecciones, y los políticos estadounidenses y
de otras partes deberían tener presentes algunas de ellas a la hora de librar
sus batallas presupuestarias.
Para
empezar, no se trata de saber si podemos proporcionar atención sanitaria o
enseñanza a todo el mundo, o siquiera de garantizar que la mayoría de los
ciudadanos sean propietarios de sus viviendas. Si Mauricio puede permitirse
estas cosas, Estados Unidos y Europa —que son mil veces más ricos— también
pueden permitírselo. De lo que se trata, más bien, es de cómo organizar la
sociedad. Los ciudadanos de Mauricio han optado por un camino que conduce a niveles más
elevados de cohesión social, bienestar y crecimiento económico, así como a un
menor nivel de desigualdad.
En segundo
lugar, y a diferencia de muchos otros países pequeños, Mauricio ha decidido que
la mayor parte de los gastos militares son un despilfarro. No hace falta que
Estados Unidos vaya tan lejos: una mínima parte del dinero que nuestro país
gasta en armamento que no funciona contra enemigos que no existen daría para
mucho a la hora de crear una sociedad más humana, comprendida ahí la provisión
de atención sanitaria y enseñanza para quienes no pueden permitirse
costeárselas.
En tercer
lugar, Mauricio reconoció que, al carecer de recursos naturales, su único
activo era su gente. Quizá ese aprecio por sus recursos humanos fuese también
lo que llevó a Mauricio a darse cuenta de que, sobre todo dadas las diferencias
religiosas, étnicas y políticas potenciales del país —que algunos intentaron
explotar para inducir al país a seguir siendo una colonia británica—, la
enseñanza para todos era fundamental para la unidad social. También lo era un
férreo compromiso con las instituciones democráticas y la cooperación entre
trabajadores, Gobierno y patronal, precisamente lo contrario de la clase de
disensiones y divisiones que los conservadores estadounidenses están
engendrando en la actualidad.
Esto no
quiere decir que Mauricio no tenga problemas. Como muchos otros países de
mercado emergentes que han tenido éxito, Mauricio se enfrenta a la pérdida de
competitividad en materia de tipos de interés. Y a medida que cada vez más
países intervengan para debilitar sus tipos de interés mediante la expansión
cuantitativa, el problema empeorará. Con casi toda certeza, Mauricio también
tendrá que intervenir.
Además, al
igual que muchos otros países de todo el mundo, Mauricio se enfrenta hoy a
inquietudes relacionadas con la importación de alimentos y la inflación
energética. Responder a la inflación con la subida de los tipos de interés no
haría sino agravar las dificultades creadas por unos precios elevados
acompañados por un alto nivel de desempleo y unos tipos de interés aún menos
competitivos. Las intervenciones directas, las restricciones sobre las entradas
de capital a corto plazo, gravar las ganancias patrimoniales y estabilizar unas
normativas bancarias prudenciales son medidas que habrá que tener en cuenta.
El Milagro
de Mauricio se remonta a la independencia. No obstante, el país sigue enzarzado
con una parte de su legado colonial: la desigualdad en el reparto de la tierra
y la riqueza, así como la vulnerabilidad de su política global de alto riesgo.
Estados Unidos ocupa sin compensación una de las islas del litoral de Mauricio,
Diego García, como base naval; oficialmente se la arrienda el Reino Unido, que
no sólo se quedó con el archipiélago Chagos, violando así las leyes
internacionales y de las Naciones Unidas, sino que también expulsó a sus
habitantes y se niega a permitirles regresar.
En la
actualidad Estados Unidos debería ser justo para con este país pacífico y
democrático, reconocer los legítimos derechos de propiedad de Mauricio sobre
Diego García y purgar sus pecados pasados pagando una cantidad justa por un
territorio que ha venido ocupando ilegalmente durante décadas.
Continuará
76 Washington,
D. C., World Bank, 1993, y en forma de un artículo de revista más breve, «Some
Lessons from the East Asian Miracle», World
Bank Research Observer 11, núm. 2 (agosto 1996), pp. 151-177. <<
[77] Ver J. E.
Stiglitz, «Some Lessons from the East Asian Miracle», World Bank Research Observer 11,
núm. 2 (agosto 1996): pp. 151-177; J. E. Stiglitz y M. Uy, «Financial Markets, Public Policy, and the East Asian Miracle»,
ibíd., pp. 249-276; y Banco Mundial, The
East Asian Miracle: Economic Growth
and Public Policy, Washington, D. C., World Bank, 1993. <<
[78] Reimpreso de
la introducción a la edición japonesa de El
precio de la desigualdad. <<
79] También
escribí otro artículo, «Australia, You Don’t Know How Good You’ve Got It», para
el Sydney Morning Herald, que fue
publicado en septiembre de 2013. <<
[80]
El informe de la comisión se publicó con el título Mismeasuring Our Lives: Why GDP Doesn’t Add Up, con Jean-Paul Fitoussi y Amartya
Sen, Nueva York, New Press, 2010. <<
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