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lunes, 21 de noviembre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte XVII

Por Joseph Stiglizt


LAS LECCIONES DE SINGAPUR PARA UN ESTADOSUNIDOS
DESIGUAL[39*]


La desigualdad ha estado aumentando en la mayoría de los países del mundo, pero ha evolucionado de formas distintas en diferentes países y regiones. Cada vez se reconoce más que Estados Unidos tiene la triste distinción de ser el más desigual de los países avanzados, pese a que la brecha de los ingresos también se haya ampliado, aunque en menor medida, en Gran Bretaña, Japón, Canadá y Alemania. Por supuesto, la situación es aún peor en Rusia, así como en algunos países en vías de desarrollo de Latinoamérica y África. Ahora bien, este es un club del que no deberíamos de enorgullecernos de pertenecer.


Algunos países grandes —Brasil, Indonesia y Argentina— han sido más igualitarios en años recientes, y otros, como España, estuvieron en esa senda hasta la crisis económica de 2007-2008.


Singapur se ha distinguido por haber priorizado la equidad social y económica a la vez que obtenía unas tasas de crecimiento muy elevadas a lo largo de los últimos treinta años, ejemplo por excelencia de que la desigualdad no es sólo una cuestión de justicia social sino también de rendimiento económico. Las sociedades con menos disparidades económicas rinden mejor, no sólo para quienes se encuentran en la parte inferior o intermedia de la escala social, sino en conjunto.


Cuesta creer lo lejos que ha llegado esta ciudad-Estado en el medio siglo transcurrido desde que se independizó de Gran Bretaña en 1963. (Una breve fusión con Malasia tocó a su fin en 1965). En torno a la época de la independencia, una cuarta parte de la fuerza de trabajo de Singapur estaba en el paro o subempleada. Sus ingresos per cápita (ajustadas en función de la inflación) eran de menos de un 10 por ciento de lo que son en la actualidad.


Singapur hizo muchas cosas para convertirse en uno de los «tigres» económicos asiáticos, y una de ellas fue poner freno a las desigualdades. El Estado se aseguró de que los salarios más bajos no se viesen reducidos a los niveles de explotación a los que podrían haber llegado.


El Estado hizo obligatorio que los individuos guardasen un «fondo de providencia» —el 36 por ciento de los salarios de los trabajadores jóvenes— a utilizar para costear una atención sanitaria adecuada, vivienda y prestaciones de jubilación. Proporcionó enseñanza universal, envió a algunos de sus mejores estudiantes al extranjero e hizo lo que pudo para asegurarse de que regresaran. (Algunos de mis alumnos más brillantes eran de Singapur).


Existen al menos cuatro rasgos característicos del modelo de Singapur, y son más aplicables a Estados Unidos de lo que podría imaginar un escéptico observador estadounidense.


En primer lugar, los individuos estaban obligados a responsabilizarse de sus propias necesidades. Por ejemplo, mediante los ahorros de sus fondos de providencia, alrededor del 90 por ciento de los ciudadanos de Singapur se convirtieron en propietarios de su vivienda, frente a un 65 de los de Estados Unidos desde el estallido de la burbuja de la vivienda en 2007.


En segundo lugar, los dirigentes de Singapur se dieron cuenta de que tenían que romper el ciclo pernicioso y autoalimentado de la desigualdad que ha caracterizado a una parte tan grande de Occidente. Los programas estatales eran universales pero progresivos: si bien todo el mundo contribuía, quienes más tenían contribuían más para ayudar a los que menos tenían y asegurarse así de que todo el mundo llevase una existencia aceptable en función de lo que la sociedad de Singapur pudiera permitirse en cada etapa de su desarrollo. Los de arriba no sólo sufragaron su parte de las inversiones públicas, sino que se les pidió que contribuyeran aún más para asistir a los más necesitados.


En tercer lugar, el Estado terció en la distribución de los ingresos brutos para ayudar a quienes se encuentran en la parte inferior de la pirámide social, en lugar de, como en Estados Unidos, para ayudar a los de la parte superior. Intervino con delicadeza en las negociaciones entre trabajadores y empresas, inclinando la balanza hacia el grupo con menos poder económico, en marcado contraste con Estados Unidos, donde las reglas del juego han desplazado el equilibrio de poder entre el trabajo y el capital a favor de este último, sobre todo durante las tres últimas décadas.


En cuarto lugar, Singapur se dio cuenta de que la clave del éxito futuro era invertir abundantemente en la enseñanza —y más recientemente, en la investigación científica— y que el progreso de la nación requería que todos sus ciudadanos —no sólo los hijos de los ricos— pudieran acceder a la mejor enseñanza para la que estuvieran cualificados.


Lee Kuan Yew, el primer ministro de Singapur, que estuvo en el poder durante tres décadas, así como sus sucesores, adoptaron una perspectiva más amplia sobre lo que hace que una economía tenga éxito en lugar de obsesionarse por el producto interior bruto, pese a que incluso de acuerdo con esa imperfecta vara de medir el país hizo un papel espléndido, pues creció 5,5 veces más rápidamente de lo que Estados Unidos lo ha hecho desde 1980.


Más recientemente, el Estado ha centrado su atención de manera intensiva sobre el medio ambiente, asegurándose de que esta abarrotada ciudad de 5,3 millones de habitantes conserve sus espacios verdes, aun cuando suponga colocarlos en las azoteas de los edificios.


En una época en la que la urbanización y la modernización han debilitado los vínculos familiares, Singapur ha prestado mucha atención a la importancia de mantenerlos, sobre todo los que son intergeneracionales, y ha instituido programas de vivienda para ayudar a la población de la tercera edad.


Singapur se dio cuenta de que una economía no podía tener éxito si la mayoría de sus ciudadanos no participaba en su crecimiento o si amplios sectores carecían de vivienda adecuada, acceso a la atención sanitaria y seguridad de cara a la jubilación. Al insistir en que los individuos contribuyeran de manera significativa a sus propias cuentas de bienestar social, evitó la carga de convertirse en un Estado-nodriza. Sin embargo, al reconocer las distintas capacidades de los individuos para afrontar esas necesidades, creó una sociedad más cohesionada. Al comprender que los niños no pueden elegir a sus padres —y que todos los niños tienen derecho a desarrollar sus capacidades inherentes— creó una sociedad más dinámica.


El éxito de Singapur también se refleja en otros indicadores. La esperanza de vida es de 82 años frente a los 78 de Estados Unidos. Las puntuaciones de los estudiantes en matemáticas, ciencias y pruebas de lectura están entre las más altas del mundo, muy por encima de la media de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (el club de naciones ricas del mundo) y muy por delante de las de Estados Unidos.


La situación no es perfecta: en la última década, la creciente desigualdad de ingresos ha supuesto un desafío para Singapur, al igual que para muchos otros países. Sin embargo, los habitantes de Singapur han tomado nota del problema, y existe un animado debate en curso sobre los mejores modos de atenuar tendencias globales adversas.


Hay quien sostiene que todo esto sólo fue posible porque el señor Lee, que dejó el cargo en 1990, no tenía un compromiso firme con los procesos democráticos. Es cierto que Singapur, un Estado muy centralizado, ha estado gobernado durante décadas por el Partido de Acción Popular del señor Lee. Sus detractores dicen que el régimen tiene aspectos autoritarios: limitaciones de las libertades civiles, penas por delitos muy duras, insuficiente competencia política entre una multitud de partidos y un poder judicial que no es plenamente independiente. No obstante, también es cierto que el Gobierno de Singapur se clasifica regularmente como uno de los menos corruptos y más transparentes del mundo, y que sus dirigentes han dado pasos para ampliar la participación democrática.


Además, ha habido otros países comprometidos con procesos democráticos y abiertos que han tenido un éxito espectacular a la hora de crear economías a la vez dinámicas y justas, con un grado de desigualdad mucho menor y una igualdad de oportunidades mucho mayor que los de Estados Unidos.


Cada uno de los países nórdicos ha seguido una trayectoria ligeramente distinta, pero todos ellos han obtenido logros impresionantes en materia de crecimiento con equidad. Una de las formas de medición habituales es el Índice de Desarrollo Humano del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas ajustado a la desigualdad, que no sirve tanto para medir la producción económica como para medir el bienestar humano. Tiene en cuenta los ingresos y los niveles de educación y de salud de los ciudadanos de cada país, y se ajusta en función de cómo está distribuido el acceso a estos entre la población. Los países del norte de Europa (Suecia, Dinamarca, Finlandia y Noruega) se encuentran entre los primeros puestos. En contraste —y sobre todo teniendo en cuenta su ranking en el número 3 del índice de no ajustados en función de la desigualdad—, Estados Unidos se encuentra más abajo en la lista, en el puesto 16. Y cuando se consideran de forma aislada otros indicadores de bienestar, la situación empeora todavía más: Estados Unidos figura en el puesto 33 en el índice de esperanza de vida del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas ajustado en función de la desigualdad, justo detrás de Chile.


Las fuerzas económicas son globales; el hecho de que existan tales diferencias en los resultados (tanto en los niveles de desigualdad como en las oportunidades) indica que lo que importa es el modo en que las fuerzas locales —y en primer lugar la política— conforman esas fuerzas económicas globales. Singapur y Escandinavia han demostrado que pueden ser conformadas de formas que aseguren el crecimiento equitativo.


En la actualidad reconocemos que la democracia supone algo más que votar periódicamente. Las sociedades con un alto nivel de desigualdad económica acaban teniendo inevitablemente un alto nivel de desigualdad política: las élites dirigen el sistema político en función de sus propios intereses, obedeciendo a lo que los economistas denominan «comportamiento de captación de renta» en lugar de interés público general. El resultado es una democracia de lo más imperfecta. En este sentido, las democracias nórdicas han logrado aquello a lo que aspira la mayoría de los estadounidenses: un sistema político en el que la voz de los ciudadanos de a pie está representada de manera equitativa, en el que las tradiciones políticas reafirman su carácter abierto y transparente, en el que el dinero no domina la toma de decisiones políticas y en el que las actividades gubernamentales son transparentes.


Creo que los logros económicos de los países nórdicos son en gran medida el resultado de la naturaleza intensamente democrática de estas sociedades. No sólo existe un nexo positivo entre el crecimiento y la igualdad, sino también entre ambos y la democracia. (El reverso de la moneda es que una mayor desigualdad no sólo debilita nuestra economía, sino que también debilita nuestra democracia).


Una de las piedras de toque de la justicia social de una sociedad es el trato que dispensa a los niños. Muchos conservadores o liberales estadounidenses sostienen que los adultos pobres son responsables de su suerte y que han propiciado la situación en la que se encuentran por no haber trabajado tan duro como debieran. (Suponiendo, claro está, que haya empleo disponible, supuesto que resulta cada vez más dudoso).


Ahora bien, el bienestar de los niños no es manifiestamente algo de lo que se pueda culpar (o de lo que quepa alabar) a los niños. Sólo un 7,3 por ciento de los niños suecos son pobres, en contraste con Estados Unidos, donde un sorprendente 23,1 por ciento de ellos vive en la pobreza. Esto no sólo es una violación fundamental de la justicia social, sino que tampoco augura nada bueno de cara al futuro, ya que estos niños tienen escasas perspectivas de contribuir al futuro de su país.


El debate en torno a estos modelos alternativos, que parecen dar resultados para la mayoría de las personas, suele terminar con alguna afirmación inconformista sobre por qué esos países son diferentes y por qué su modelo encierra pocas lecciones para Estados Unidos. Todo eso es comprensible. A ninguno nos gusta pensar mal de nosotros mismos o de nuestro sistema económico. Queremos creer que tenemos el mejor sistema económico del mundo.


Parte de esta autocomplacencia, sin embargo, procede de la incapacidad de comprender las realidades del Estados Unidos contemporáneo. Cuando a los estadounidenses se les pregunta cuál es la distribución ideal de los ingresos, admiten que un sistema capitalista siempre generará algo de desigualdad, pues sin ella no existiría incentivo para el ahorro, la innovación y la industria. Y se dan cuenta de que no estamos a la altura de lo que ellos consideran su «ideal». La realidad es que tenemos muchísima más desigualdad de lo que creemos, y que nuestra imagen de lo ideal no difiere mucho de aquello que los países nórdicos consiguen obtener en la práctica.


Entre la élite de nuestro país —esa delgadísima capa de estadounidenses que han obtenido incrementos históricos en su fortuna y sus ingresos desde mediados de la década de 1970 a la vez que los ingresos de la mayoría de sus conciudadanos se estancaban—, muchos buscan justificaciones y excusas. Hablan, por ejemplo, de la homogeneidad de esos países, en los que hay poca inmigración. Ahora bien, Suecia ha acogido cifras importantes de inmigrantes (aproximadamente un 14 por ciento de la población es de origen extranjero, comparado con el 11 por ciento en Gran Bretaña y el 13 por ciento en Estados Unidos). Singapur es una ciudad-Estado en la que conviven múltiples razas, lenguas y religiones. ¿Y qué decir del tamaño? Alemania tiene 82 millones de habitantes y el grado de igualdad de oportunidades es notablemente mayor que en Estados Unidos, una nación de 314 millones de habitantes (pese a que la desigualdad también ha ido en aumento allí, aunque no tanto como en Estados Unidos). Es cierto que un legado de discriminación —que incluye, entre otras muchas cosas, la lacra de la esclavitud, pecado original de Estados Unidos— convierte la tarea de alcanzar una sociedad con mayor igualdad y mayor igualdad de oportunidades, al mismo nivel que los países con mejor historial del mundo, en algo particularmente peliagudo. Ahora bien, el reconocimiento de este legado debería fortalecer nuestra determinación, no mermar nuestros esfuerzos, para lograr un ideal que está a nuestro alcance, y que es congruente con nuestros máximos ideales.

JAPÓN DEBERÍA ESTAR ALERTA[40*]


La desigualdad es un problema global. Afecta a los países ricos y pobres, y a Estados de todos los continentes. El rostro cambiante de la desigualdad tiene muchas dimensiones: grandes excesos en la parte superior de la pirámide social, el vaciamiento de la parte intermedia y un incremento de la pobreza en la parte inferior. Una de las tesis de este libro es que las sociedades pagan un alto precio por esa desigualdad: menor rendimiento económico, debilitamiento de la democracia y erosión de otros valores fundamentales, como el imperio de la ley. Uno de los corolarios de esta tesis es que frenar el crecimiento de la desigualdad y crear una sociedad más justa puede dar grandes dividendos: no sólo rentabilidad económica, sino un aumento de la sensación de justicia y juego limpio, cosa importante en todas las culturas. Este libro muestra que eso es algo que puede conseguirse y describe las políticas económicas que pueden aportar esas mejoras en el funcionamiento de nuestra economía y nuestra sociedad.


Ahora bien, aunque existen muchas similitudes entre los distintos países, también hay algunas diferencias importantes. Aquellos países en los que la desigualdad no está aumentando son pocos de acuerdo con la estadística sumaria convencional (por ejemplo, el coeficiente de Gini, descrito en la primera parte). Estados Unidos, donde me centro en la mayoría de los análisis de este libro, es el más desigual de todos los países industriales avanzados. Frente a la creencia ampliamente extendida —y frente a la imagen que tenemos de nosotros mismos—, Estados Unidos es el país en el que hay menos igualdad de oportunidades. Por supuesto, existen casos muy conocidos de individuos que, a fuerza de trabajar duro, triunfaron y subieron desde abajo del todo hasta la cima. No obstante, se trata de excepciones. Lo que importa son las estadísticas: ¿qué expectativas de prosperidad tiene una persona que haya nacido en una familia de bajo nivel educativo y bajos ingresos? En Estados Unidos esas expectativas dependen más de los ingresos y el nivel educativo de los padres que en otras partes.


Es inevitable que haya desigualdad de resultados y de oportunidades, pero yo sostengo que esas desigualdades no tienen por qué ser tan grandes como han llegado a ser en Estados Unidos. A otros países les va muchísimo mejor. El hecho de que a otros les vaya mejor, y que hayan logrado evitar que aumentara la desigualdad, debería ser motivo de esperanza: las desigualdades actuales no sólo son la consecuencia inevitable de las fuerzas del mercado. Los mercados no existen en el vacío. Las políticas públicas los conforman. Los éxitos de otros países a la hora de moderar la desigualdad —de crear más prosperidad compartida— demuestran que la clase de políticas que describo en este libro realmente pueden dar resultado a la hora de limitar el crecimiento de la desigualdad y aumentar la equidad del sistema económico.


Durante los últimos cuarenta años, los países que han crecido más rápidamente han sido los de Asia oriental. Los aumentos producidos en el nivel de ingresos que han tenido lugar eran inimaginables hace medio siglo. Son muchos los factores que han contribuido a ese éxito, como por ejemplo un elevado índice de ahorro. Ahora bien, como hemos sostenido yo y otras personas, otro factor ha sido decisivo, al menos en la mayoría de estos países: el alto nivel de igualdad, y sobre todo la inversión en enseñanza, que ha aumentado mucho más las oportunidades. Históricamente ha existido un fuerte contrato social que limita, por ejemplo, los excesos de la parte superior de la pirámide social: la proporción en que se remunera a los directores generales respecto al trabajador medio es bastante minúscula en comparación con la que representa en Estados Unidos. Este contrato social no siempre ha existido. Las relaciones laborales en el Japón de la preguerra fueron mucho más conflictivas. El hecho de que las cosas hayan cambiado de manera tan espectacular resulta esperanzador.


A muchos estadounidenses les preocupa que la trayectoria que sigue su país, caracterizada por un nexo de desigualdad económica y política en continuo aumento, acabe por ser casi imposible de revertir. No obstante, en otras épocas en las que Estados Unidos se enfrentaba a elevados niveles de desigualdad, logró salir del borde de abismo e invertir el rumbo: a la «Gilded Age»[41*] le siguió la Era Progresiva, y a la desigualdad sin precedentes de los «felices noventa»[42*] le siguió la emblemática legislación social de la década de 1930. Que Japón, Brasil y Estados Unidos hayan cambiado de rumbo en diversos momentos de su historia y emprendido políticas que han vinculado más estrechamente entre sí a sus ciudadanos debería servir como contrapeso a un sentimiento de desesperanza cada vez más extendido.

Ahora bien, si Estados Unidos no cambia de rumbo pagará un alto precio por una desigualdad elevada y cada vez más grave. Este libro explica por qué el rendimiento económico de las sociedades que tienen un mayor grado de igualdad tiene más probabilidades de ser mayor. Por desgracia, no sólo existen los círculos virtuosos; también existen los círculos viciosos: una desigualdad económica más elevada puede desembocar en un debilitamiento del contrato social y un aumento de los desequilibrios del poder político, lo que a su vez puede desembocar en leyes, normativas y políticas que intensifiquen todavía más la desigualdad económica.


Las experiencias de Estados Unidos deberían servir de importante toque de atención para otros países, Japón entre ellos. Pese a que el crecimiento japonés se haya debilitado, ha logrado evitar algunos de los extremos puestos de manifiesto por datos recientes acerca de Estados Unidos. Por ejemplo, durante el periodo 2008-2010 incluso quienes se encontraban en la parte intermedia de la escala social perdieron casi el 40 por ciento de su riqueza, lo que aniquiló dos décadas de acumulación de riqueza por parte del estadounidense medio. Durante el año de la recuperación de 2013, el 93 por ciento de las ganancias fueron acaparadas por el 1 por ciento de la población. Mientras que el mercado laboral estadounidense continúa en estado anémico —casi uno de cada seis estadounidenses que querría tener un empleo a tiempo completo no logra encontrarlo—, en Japón hasta la depresión prolongada ha engendrado un nivel de desempleo relativamente bajo. El sistema de protección social estadounidense se encuentra entre los peores de los países industriales avanzados. Sin embargo, a medida que la recaudación fiscal ha disminuido, el sistema de protección social, inadecuado ya de por sí, se está desmoronando todavía más. Se han producido recortes de grandes dimensiones en servicios públicos fundamentales para el bienestar de los estadounidenses de a pie. El inevitable resultado es que la desaceleración económica genera una pobreza cada vez mayor.


En Estados Unidos existe otro círculo vicioso: una elevada desigualdad conduce a una economía débil, y una economía débil conduce a su vez a una mayor desigualdad. Un nivel de paro elevado, por ejemplo, conduce a una presión a la baja sobre los salarios, lo que perjudica a la clase media. Como explico en el libro, una desigualdad elevada reduce la demanda total, y es la falta de demanda lo que está inhibiendo el crecimiento en Estados Unidos y en muchos otros países.


Pese a que todos los demás países sostienen con cierto grado de satisfacción que su comportamiento es mejor que el de Estados Unidos —al menos en este apartado— existe el riesgo del engreimiento. El éxito en un momento dado no garantiza el éxito con posterioridad.


Pese a que en Japón la desigualdad siga siendo notablemente inferior que en Estados Unidos, allí ha estado aumentando del mismo modo que entre nosotros. ¿Podría Japón retroceder a la conflictividad del periodo de preguerra?


Este libro ofrece, por tanto, una importante serie de advertencias y de lecciones para Japón: este país no debería dar por sentados sus éxitos pasados en la creación de una sociedad y una economía más justas y equitativas. Debería preocuparse por aumentar la igualdad. Debería preocuparse por las consecuencias económicas de la desigualdad, así como por sus consecuencias políticas y sociales.


Aún más que Estados Unidos, Japón se enfrenta al problema de una elevada deuda y de una población envejecida. Su economía ha estado creciendo aún más lentamente que la de Estados Unidos. Puede que sus dirigentes se sientan tentados a recurrir a recortes en inversiones en el bien común o a socavar el sistema de protección social. Ahora bien, tales políticas pondrían en riesgo valores fundamentales y las perspectivas económicas futuras.


Existen alternativas políticas (descritas en la parte final) que harían aumentar al mismo tiempo el crecimiento y la igualdad, lo que daría lugar a una prosperidad compartida. Tanto para Japón como para Estados Unidos, la cuestión es más política que económica. ¿Será capaz Japón de poner freno a sus captadores de renta, que al obedecer a sus propios y estrechos intereses perjudican inevitablemente a la economía en conjunto? ¿Será capaz de establecer un contrato social para el siglo XXI y garantizar así que los beneficios del crecimiento que pueda haber sean compartidos de forma equitativa?


Las respuestas que se den a estas preguntas son decisivas para el futuro de Japón, tanto desde el punto de vista social como económico.


JAPÓN ES UN MODELO, NO UNA FÁBULA MORALIZANTE[43*]


Durante los cinco años transcurridos desde que la crisis financiera paralizara la economía estadounidense, una de las advertencias favoritas de quienes han abogado a favor de iniciativas gubernamentales enérgicas, yo entre ellos, ha sido que Estados Unidos corría el riesgo de entrar en una larga etapa de «malestar económico japonés». Las dos décadas de anémico crecimiento nipón que siguieron a un crac en 1989 constituyen la fábula moralizante por excelencia acerca de cómo no responder a una crisis financiera.


Ahora bien, no por eso Japón deja de mostrarnos el camino a seguir. El recién elegido primer ministro, Shinzo Abe, se ha embarcado en un cursillo acelerado de flexibilización monetaria, inversión en obras públicas y fomento del espíritu empresarial e inversión extranjera para revertir lo que ha calificado como «una profunda pérdida de confianza». Parece que las nuevas políticas vayan a ser toda una bendición para Japón. Y lo que sucede en Japón, la tercera economía más grande del mundo y antaño considerado como el rival económico más encarnizado de Estados Unidos, tendrá un gran impacto en ese país y en todo el mundo.


Por supuesto, no todo el mundo está convencido: si bien Japón presentó una sólida tasa de crecimiento anual del 3,5 por ciento durante el primer trimestre de este año, la bolsa ha bajado del punto más álgido en cinco años entre dudas en torno a si la «Abeconomía» llegará lo bastante lejos. Sin embargo, no deberíamos hacer ninguna interpretación de los hechos basándonos en las fluctuaciones a corto plazo de la bolsa. Sin lugar a dudas, la «Abeconomía» representa un paso enorme en la dirección correcta.


Comprender de verdad por qué las cosas pintan bien para Japón requiere no sólo prestar una estrecha atención a la plataforma del señor Abe, sino también reexaminar la trillada historia del estancamiento nipón. Las dos últimas décadas mal pueden considerarse como un relato de fracaso unilateral. Superficialmente, parece que se haya producido un crecimiento muy lento. Entre 2000 y 2011, durante la primera década de este siglo, la economía japonesa creció a un ritmo anual de un 0,78 por ciento, frente a un 1,8 por ciento para Estados Unidos.


Ahora bien, si se observa más de cerca, el lento crecimiento japonés no tiene tan mal aspecto. Cualquier estudio riguroso del comportamiento económico tiene que fijarse no sólo en el crecimiento de conjunto, sino en el crecimiento en relación con el tamaño de la población activa. Entre 2001 y 2011, la población en edad de trabajar de Japón (comprendida entre los 15 y los 64 años de edad) se redujo en un 5,5 por ciento, mientras que el número de estadounidenses comprendidos en esa franja de edad aumentó en un 9,2 por ciento, por lo que cabría esperar un crecimiento más lento del PIB. Ahora bien, incluso antes de la «Abeconomía», a lo largo de la primera década del siglo el rendimiento económico real de Japón por miembro de la fuerza de trabajo creció a un ritmo más veloz que el de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña o Australia.


Con todo, el crecimiento de Japón es muy inferior al que había sido antes de la crisis, en 1989. Gracias a nuestra experiencia reciente en Estados Unidos, estamos familiarizados con los devastadores efectos hasta de una recesión breve (si bien mucho más profunda): en Estados Unidos hemos tenido una desigualdad desbocada (el 1 por ciento de la pirámide social ha acaparado todas las ganancias de la «recuperación» y aún más ingresos), un paro cada vez mayor y unas clases medias que se han ido quedando cada vez más atrás. El ejemplo de Japón demuestra que la recuperación plena no se produce de forma automática. Por suerte para Japón, su Gobierno dio pasos encaminados a garantizar que los extremos de desigualdad que se produjeron en Estados Unidos no fueran manifiestos allí, y ahora, por fin, se muestra proactivo en lo referente a su crecimiento.


Y si ampliáramos la gama de formas de medida, veríamos que incluso tras dos décadas de «malestar», el comportamiento de Japón es muy superior al Estados Unidos.


Tomemos, por ejemplo, el coeficiente de Gini, el índice habitual de medida de la desigualdad. El cero representa la igualdad perfecta, y el uno la desigualdad perfecta. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico la cifra correspondiente a Estados Unidos es 0,38 (otras fuentes consideran el nivel de desigualdad de Estados Unidos aún más elevado), mientras que el coeficiente de Gini de Japón se encuentra actualmente en torno a 0,33. En Estados Unidos, los ingresos medios del 10 por ciento más rico de la población son 15,9 veces los del 10 por ciento más pobre, comparado con 10,7 veces en Japón.


Estas diferencias se deben a opciones políticas, no a la inevitabilidad económica. También de acuerdo con la OCDE, en ambos países los coeficientes de Gini antes de impuestos y pagos de transferencia son aproximadamente los mismos: 0,499 para Estados Unidos y 0,488 para Japón. Sin embargo, Estados Unidos hace muy poco para modular su grado de desigualdad, reduciéndola a 0,38. Japón hace mucho más, y disminuye así su coeficiente de Gini hasta 0,33.


Indudablemente, la situación de Japón no es perfecta. El país tiene que esforzarse más para cuidar de sus «más ancianos», es decir, de quienes superan los 75 años. Este sector constituye una proporción cada vez mayor de la población envejecida del mundo. En 2008, la OCDE estimó que el 24,5 por ciento de los «más ancianos» de Japón vivía en una relativa pobreza —o sea, con unos ingresos inferiores a la media nacional— cifra sólo marginalmente mejor que la de Estados Unidos (27,4 por ciento) y muy por encima de la media de la OCDE, que es de un 16,1 por ciento. Pese a que ni nosotros ni Japón seamos tan ricos como en otros tiempos creíamos ser, es inadmisible que un sector tan grande de nuestra población de la tercera edad tenga que afrontar tales estrecheces.


No obstante, si Japón tiene un problema con la pobreza entre la población más envejecida, le va mucho mejor en otro frente que tiene importantes implicaciones para el futuro de cualquier país: alrededor de un 14,9 por ciento de los niños japoneses son pobres, frente a un descorazonador 23,1 por ciento de los niños estadounidenses.


Las formas más generales de medida del comportamiento económico resultan igualmente indicativas. Japón encabeza el mundo en materia de esperanza de vida al nacer (un buen indicador de la salud de la economía) con 83,6 años frente a 78,8 para los estadounidenses. Y ni siquiera este dato pone de manifiesto la gama completa de la desigualdad en materia de esperanza de vida. Se ha estimado que el 10 por ciento más longevo de estadounidenses —que tienden a ser los estadounidenses más ricos— viven tanto como el japonés medio. Sin embargo, quienes pertenecen al 10 por ciento más pobre de la población mundial viven aproximadamente el mismo tiempo que el mexicano o argentino medio. El Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas estima que los efectos de la desigualdad en materia de esperanza de vida en Estados Unidos casi duplica los de Japón.


Otras formas de medida también ponen de relieve los puntos fuertes de Japón. Ocupa el segundo puesto mundial en obtención de estudios universitarios, muy por delante de Estados Unidos. E incluso en épocas de crecimiento lento, Japón ha dirigido su economía de una manera que ha mantenido el índice de desempleo bajo control. Durante la crisis financiera global, el índice de desempleo culminó al alcanzar el 5,5 por ciento; durante las dos décadas del «malestar» japonés, nunca superó el 5,8 por ciento. El bajo nivel de paro es uno de los motivos por los que a Japón le ha ido mucho mejor que a Estados Unidos.


Nosotros contemplamos esas cifras con envidia. El desempleo estadounidense y un mercado de trabajo débil en conjunto perjudican a quienes están en el medio y en la parte inferior de la pirámide social de cuatro formas.


En primer lugar, es evidente que quienes pierden sus empleos sufren, y en Estados Unidos más aún, porque antes de que existiera Obamacare dependían abrumadoramente de sus empresas en materia de atención sanitaria. La combinación de pérdida de empleo y enfermedad lleva a muchos estadounidenses al borde de la bancarrota o directamente a ella. En segundo lugar, un mercado de trabajo débil quiere decir que es probable que hasta quienes tienen empleo vean reducirse sus horas de trabajo. Los índices de paro oficiales maquillan el enorme número de estadounidenses que han aceptado empleos a tiempo parcial, no porque fuese lo que ellos querían, sino porque era lo único que había. Sin embargo, incluso aquellos que supuestamente trabajan a jornada completa ven erosionarse sus ingresos cuando se les obliga a trabajar menos horas. En tercer lugar, al haber tanta gente buscando empleo sin obtenerlo, los empresarios no están sometidos a presión alguna para subir los salarios, que ni siquiera se mantienen al mismo nivel que la inflación. Los ingresos reales disminuyen, y eso es lo que le ha estado ocurriendo a la mayoría de familias estadounidenses de clase media. Por último, el gasto público de todo tipo —tan importante para quienes están en la parte intermedia e inferior de la escala social— se recorta.

Con su enfoque de tres ángulos —política estructural, monetaria y fiscal— el señor Abe, que asumió el cargo en el último mes de diciembre, ha hecho lo que Estados Unidos tendría que haber hecho hace mucho tiempo. Si bien las políticas estructurales no se han expuesto de forma más pormenorizada, es probable que incluyan medidas que apunten a intensificar la participación en la población activa, sobre todo de las mujeres, y con suerte, a facilitar el empleo de una gran parte de la población saludable de la tercera edad. Hay quien también ha propuesto fomentar la inmigración. Se trata de iniciativas con las que Estados Unidos ha obtenido buenos resultados en el pasado, y que es decisivo que Japón aborde, tanto por mor del crecimiento como de la desigualdad.


Pese a que hace mucho tiempo que Japón da prioridad al acceso igualitario de las mujeres a la enseñanza, lo que ha desembocado en que las niñas japonesas obtengan notas superiores a las de los niños en ciencias y no estén tan rezagadas en relación con estos en matemáticas como las niñas estadounidenses, la participación de las mujeres en la población activa sigue siendo sin embargo relativamente baja (un 49 por ciento según el Banco Mundial, frente al 58 por ciento en Estados Unidos). Y un sector asombrosamente reducido de mujeres japonesas —el 7 por ciento, según una de esas mujeres— desempeña puestos directivos.


Obtener una mayor participación en la población activa por parte de la preparadísima población femenina japonesa es, por supuesto, tanto cuestión de hábitos y costumbres sociales como de política gubernamental. Y si bien los Estados sólo pueden desempeñar un papel limitado a la hora de cambiar los hábitos sociales, pueden contribuir a inclinar la balanza facilitando la participación activa de las mujeres en el mercado laboral mediante políticas favorables a la familia (como las bajas por maternidad y las guarderías) así como leyes antidiscriminación aplicadas de manera firme. Las estadísticas nacionales suelen evaluar la desigualdad entre los hogares o las familias: se mantienen al margen de lo que sucede dentro de la familia. Ahora bien, las desigualdades entre las familias pueden ser marcadas y difieren notablemente entre distintos países.


Otras reformas probables se refieren al hecho de que Japón, al igual que otros países industriales avanzados, necesita realizar reformas estructurales de gran calado: pasar de una economía industrial a una economía del sector de servicios, así como adaptarse a los espectaculares cambios en las ventajas comparativas globales, a las realidades del cambio climático y a los retos que plantea una población en vías de envejecimiento. Si bien hace mucho que su potente sector industrial da muestras de un buen crecimiento de la productividad, otros sectores se han rezagado. Japón tiene el potencial para extender su demostrada capacidad innovadora al sector de servicios.


Con una población en vías de envejecimiento, el aumento de la eficiencia del sector de la atención sanitaria será decisivo; un ejemplo de un ámbito en el que se pueden realizar avances globales combinando la pericia industrial y tecnológica con nuevos dispositivos diagnósticos. Las inversiones en investigación y enseñanza superior contribuirán a asegurar que los jóvenes japoneses tengan los conocimientos y el estado de ánimo necesarios para triunfar en el panorama de la globalización. Los mercados no cumplen fácilmente con estas transformaciones estructurales por sí solos. De ahí que en tales situaciones, los recortes en el gasto público sean algo particularmente estúpido.


De hecho, ese es uno de los motivos por los que el segundo pilar de la «Abeconomía», los estímulos fiscales, son tan importantes. Para incrementar la demanda agregada hacen falta estímulos, como todos deberíamos saber. Ahora bien, también hacen falta para completar las transformaciones estructurales. Las inversiones en infraestructura, investigación y enseñanza prometen dar grandes dividendos. Y sin embargo, del mismo modo en que los «halcones del déficit» bloquearon medidas más contundentes en Estados Unidos, los detractores sostienen que Japón, cuya deuda es de más del doble del tamaño de su PIB, no está en condiciones de aplicar esta vertiente decisiva de la nueva política. Señalan el hecho de que la deuda japonesa coincide con el largo periodo de bajo crecimiento de la economía nipona. No obstante, aun en este caso los datos cuentan una historia más matizada. No fue la deuda la que causó el crecimiento lento, sino la lentitud del crecimiento el que causó el déficit. Si el Estado no hubiera estimulado la economía, el crecimiento habría sido todavía más lento.


Es más, el fundamento de la lógica de los abogados defensores de la austeridad —a saber, que unos elevados niveles de déficit presupuestario siempre ralentizan el crecimiento— ha quedado desacreditado. Europa está aportando cada vez más pruebas de que la austeridad engendra austeridad, lo que a su vez acarrea recesión y depresión.


La vertiente final de la «Abeconomía» es su política monetaria, que refuerza los estímulos con estímulos monetarios. Tendríamos que haber aprendido que los estímulos monetarios —incluso cuando se trata de iniciativas ambiciosas y sin precedentes como la expansión cuantitativa— tienen efectos limitados en el mejor de los casos. La atención se centra en revertir la deflación, cosa que, en mi opinión, inquieta sobre todo porque es un síntoma de infrautilización. Pese a que debilitar el tipo de cambio del yen hará que los bienes japoneses sean más competitivos y por tanto estimulará el crecimiento de la economía, esta es la realidad de la interdependencia internacional de la política monetaria. No menos cierto es que la política de «expansión cuantitativa» de la Reserva Federal debilita al dólar. Cabe esperar con ganas el día en que la coordinación global mejore en este apartado.


A medida que las pruebas van encajando, la cuestión apremiante es no tanto si la «Abeconomía» es un buen plan, sino cómo podría Estados Unidos diseñar un plan similarmente integrado y qué consecuencias tendría en caso de fracasar. El principal obstáculo no reside en la ciencia económica sino, como de costumbre, en las acaloradas pugnas políticas estadounidenses. Por ejemplo, pese a los dudosos fundamentos teóricos de los defensores de la austeridad, hemos permitido que el gasto público se redujera en todo tipo de ámbitos, incluyendo aquellos que son necesarios para garantizar un futuro de prosperidad compartida. En consecuencia, incluso mientras la situación financiera de algunos estados empieza a mejorar lentamente, el empleo público sigue estando en unos 500 000 puestos de trabajo por debajo de los que había antes de la crisis; esa disminución en el empleo se ha producido casi completamente a nivel estatal y local. Recobrar los niveles de empleo anteriores a la recesión es un desafío tremendo, por no hablar de devolverlos al nivel en el que estarían de no haberse producido una recesión. (Si la economía se hubiera estado expandiendo con normalidad, el empleo público habría aumentado de manera significativa). Dado el elevado nivel de desigualdad, la carga está recayendo desproporcionadamente sobre los ciudadanos más pobres de nuestra nación.


Uno de los principales hilos conductores de mi investigación ha sido que cualquier país paga un alto precio por la desigualdad. Una sociedad puede tener un crecimiento más elevado y más igualdad: ambas cosas no son mutuamente excluyentes. La «Abeconomía» ya ha expuesto algunas políticas destinadas a lograr las dos cosas. Y esperemos que a medida que se vayan concretando los detalles, habrá más políticas que fomenten una mayor igualdad de género en el mercado laboral y aprovechen así uno de los recursos infrautilizados del país. Eso intensificará el crecimiento, la eficacia y la igualdad. El plan del señor Abe también pone de manifiesto la comprensión de que la política monetaria tiene sus límites. Es preciso tener unas políticas monetarias, fiscales y estructurales coordinadas.


Quienes consideran el comportamiento de Japón durante las últimas décadas como un fracaso sin paliativos tienen una concepción demasiado estrecha del éxito económico. En lo relativo a muchos aspectos —una mayor igualdad en los ingresos, una mayor esperanza de vida, un menor nivel de desempleo, una mayor inversión en la educación y la salud de los niños y una productividad aún mayor en relación con el tamaño de la población activa—, Japón ha obtenido mejores resultados que Estados Unidos. Es posible que tenga mucho que enseñarnos. Y si la «Abeconomía» tiene la mitad del éxito que le auguran sus defensores, tendrá todavía más que enseñarnos.


LA HOJA DE RUTA DECHINA[44*]


China está a punto de adoptar su undécimo plan quinquenal, que allanará el camino para la continuidad de lo que probablemente sea la transformación económica más asombrosa de la historia, a la vez que mejora el bienestar de casi una cuarta parte de la población mundial. Nunca antes había sido testigo el mundo de un crecimiento tan sostenido; nunca antes había habido tal reducción de la pobreza.


Parte de la clave del éxito a largo plazo de China ha sido su combinación prácticamente singular y exclusiva de pragmatismo y visión de futuro. Mientras que gran parte del mundo en vías de desarrollo, después del Consenso de Washington, se ha orientado hacia la quijotesca búsqueda de un mayor PIB, China ha vuelto a dejar claro una vez más que busca aumentos sostenibles y más equitativos del nivel de vida real.


China es consciente de que ha entrado en una fase de crecimiento económico que impone una carga enorme e insostenible al medio ambiente. A menos que haya un cambio de rumbo, los niveles de vida acabarán viéndose comprometidos. De ahí que el nuevo plan quinquenal haga mayor hincapié en el medio ambiente.


Incluso muchas de las zonas más atrasadas de China han estado creciendo a un ritmo que sería una maravilla, de no ser por el hecho de que otras partes del país lo están haciendo con mayor rapidez todavía. A pesar de que esto ha reducido la pobreza, la desigualdad viene aumentando, y hay crecientes disparidades entre las ciudades y las zonas rurales, así como entre las regiones costeras y el interior. El Informe de Desarrollo del Banco Mundial de este año explica por qué la desigualdad, y no sólo la miseria, debería de ser motivo de inquietud, y el undécimo plan quinquenal chino coge el toro por los cuernos. El Gobierno lleva varios años hablando de una sociedad más armoniosa, y el plan prescribe planes ambiciosos para lograrla.


China también reconoce que lo que separa a los países menos desarrollados de los desarrollados no sólo es la brecha entre recursos, sino también una brecha de conocimiento, por lo que no sólo ha preparado planes ambiciosos para disminuir esa brecha, sino también para crear bases para la innovación independiente.


El papel de China en el mundo y en la economía mundial ha cambiado, y el plan también lo refleja. Su crecimiento futuro tendrá que basarse más en la demanda que en las exportaciones, lo que exigirá un aumento del consumo. A decir verdad, China tiene un problema muy poco común: un exceso de ahorro. En parte, la gente ahorra debido a las deficiencias de los programas de Seguridad Social del Estado; el fortalecimiento de la Seguridad Social (las pensiones), la atención sanitaria y la enseñanza disminuirá al mismo tiempo las desigualdades sociales, incrementará la sensación de bienestar de la ciudadanía y alentará el consumo.

Si tiene éxito —y hasta ahora, China ha superado casi siempre sus ambiciosas expectativas—, este ajuste podría someter a enormes tensiones un sistema económico global ya desestabilizado por los grandes desequilibrios fiscales y comerciales de Estados Unidos. Si China ahorra menos —y si, como han anunciado algunos altos cargos, se embarca en una política más diversificada para invertir sus reservas—, ¿quién financiará el déficit comercial estadounidense de más de dos mil millones de dólares diarios? Dejaremos este tema para otra ocasión, pero puede que ese día no esté muy lejano.


Con una imagen tan clara del futuro, el reto estará en ponerla en práctica. China es un país muy grande, y no podría haber tenido un éxito tan enorme como ha tenido sin una amplia descentralización. Ahora bien, la descentralización presenta sus propios problemas.


El efecto invernadero, por ejemplo, es un problema global. Mientras que Estados Unidos dice que no se puede permitir el lujo de hacer nada al respecto, los responsables políticos chinos han actuado de una manera más responsable. Antes de que hubiera transcurrido un mes desde la adopción del nuevo plan, se decretaron nuevos impuestos medioambientales sobre los automóviles, la gasolina y los productos de madera: China estaba utilizando mecanismos de mercado para abordar sus problemas medioambientales y los del mundo en general. No obstante, la presión sobre los responsables políticos locales para que haya crecimiento económico y se cree empleo será enorme. Se sentirán muy tentados de justificarse diciendo que si Estados Unidos no se puede permitir el lujo de producir de una forma no agresiva con el planeta, ¿cómo van a hacerlo ellos? Para plasmar su iniciativa en acciones concretas, el Gobierno chino tendrá que poner en práctica políticas contundentes, como los impuestos medioambientales que ya se han aprobado.


A medida que China se ha ido moviendo hacia una economía de mercado, ha desarrollado algunos de los problemas que acosan a los países desarrollados, por ejemplo, grupos de presión que camuflan sus intereses tras el fino velo de la ideología del mercado.

Algunos abogarán a favor de la teoría económica del goteo: no nos preocupemos por los pobres, con el tiempo todo el mundo se beneficiará del crecimiento. Y otros se opondrán a la política de la competición y a firmes leyes de gobernanza de las grandes empresas: que la supervivencia darwiniana obre sus maravillas. Otros propondrán argumentos favorables al crecimiento para contrarrestar la necesidad de unas políticas sociales y medioambientales contundentes: unos impuestos mayores sobre la gasolina, se dirá por ejemplo, destruirán nuestra incipiente industria automovilística.


Estas políticas presuntamente favorables al crecimiento no sólo no generarían crecimiento, sino que pondrían en peligro las perspectivas de futuro de China en su conjunto. Sólo hay una forma de impedirlo: debatir abiertamente sobre políticas económicas para poner de relieve las falacias y ofrecer un margen para soluciones creativas a muchos de los retos a los que se enfrenta China en la actualidad. George W. Bush nos mostró los peligros que encierra el secretismo excesivo, así como los de limitar la toma de decisiones a un círculo restringido de sicofantes. La mayoría de las personas que no viven en China no acaban de apreciar hasta qué punto sus dirigentes, por el contrario, han participado en deliberaciones exhaustivas y amplias consultas (incluso con extranjeros) para esforzarse en resolver los enormes problemas que han de afrontar.


Las economías de mercado no se autorregulan. Sencillamente no se pueden dejar en piloto automático, sobre todo cuando se quiere garantizar que sus beneficios sean ampliamente compartidos. Ahora bien, gestionar una economía de mercado no es tarea fácil; es un ejercicio de malabarismo que tiene que responder continuamente a los cambios económicos. El undécimo plan quinquenal chino ofrece una hoja de ruta para esa respuesta. El mundo observa, asombrado y esperanzado, mientras las vidas de 1300 millones de seres humanos continúan transformándose.


LA REFORMA DEL EQUILIBRIO ENTRE ESTADO Y MERCADO EN CHINA[45*]


En los anales históricos, no se conoce ningún país que haya crecido tan rápidamente —ni sacado a tanta gente de la pobreza— como China a lo largo de los treinta últimos años. Uno de los rasgos distintivos del éxito de China ha sido la disposición de sus dirigentes a revisar el modelo económico del país cuando y como sea necesario, pese a la oposición de poderosos intereses creados. Y ahora, mientras China pone en marcha otra serie de reformas fundamentales, esos intereses ya están haciendo cola para ofrecer resistencia. ¿Lograrán triunfar de nuevo los reformadores?


Al responder a esa pregunta, la cuestión decisiva a tener en cuenta es que, al igual que en el pasado, la actual ronda de reformas reestructurará no sólo la economía, sino también los intereses creados que darán forma a reformas futuras (e incluso determinará si estas son posibles). Y en la actualidad, mientras que iniciativas muy publicitadas —por ejemplo, la creciente campaña anticorrupción del Gobierno— reciben mucha atención, la cuestión de fondo a la que se enfrenta China gira en torno al papel apropiado del Estado y del mercado.


Cuando China inició sus reformas hace más de tres décadas, el rumbo estaba claro: era preciso que el mercado desempeñara un papel mucho mayor a la hora de asignar recursos. Y así lo ha hecho, puesto que ahora el sector privado es mucho más importante de lo que era. Además, existe un gran consenso en torno a que el mercado ha de desempeñar lo que los responsables califican de «un papel decisivo» en muchos sectores en los que predominan las empresas de propiedad estatal. Ahora bien, ¿cuál debería ser su papel en otros sectores, y más en general en la economía en conjunto?


Muchos de los problemas actuales de China radican en que hay demasiado mercado e insuficiente Estado. O dicho de otra forma, mientras que el Estado claramente hace algunas cosas que no debería, también se abstiene de hacer otras que sí debería hacer.


Agravar la contaminación medioambiental, por ejemplo, pone en peligro el nivel de vida, mientras que la desigualdad de ingresos y de riqueza rivaliza ahora con la de Estados Unidos, y la corrupción impregna tanto las instituciones públicas como el sector privado. Todo esto socava la confianza en el seno de la sociedad y del Estado, tendencia que resulta particularmente evidente en lo que se refiere, por ejemplo, a la seguridad alimentaria.


Tales problemas podrían agravarse a medida que China reestructura su economía para alejarse de un crecimiento basado en las exportaciones y encarrilarlo hacia los servicios y el consumo doméstico. Está claro que hay espacio para el crecimiento del consumo privado, pero abrazar el derrochador estilo de vida materialista estadounidense sería desastroso para China y para el resto del planeta. En China la calidad del aire ya está poniendo en peligro vidas humanas; el calentamiento global que producirían unas emisiones chinas de carbono aún más elevadas amenazaría al mundo entero.

Existe una estrategia mejor. Para empezar, el nivel de vida chino podría aumentar y aumentaría si se destinasen más recursos a corregir las grandes deficiencias que padece el país en materia de atención sanitaria y educación. En este apartado, el Estado debería desempeñar el papel principal y, por buenas razones, es lo que hace en la mayoría de economías de mercado.


El sistema de atención sanitaria estadounidense, de base privada, es caro, ineficaz y obtiene unos resultados mucho peores que los de los países europeos, que gastan mucho menos. China no debería orientarse hacia un sistema más basado en el mercado. En los últimos años, el Estado ha dado pasos importantes a la hora de proporcionar atención sanitaria elemental, sobre todo en las zonas rurales, y hay quien ha comparado el enfoque chino con el del Reino Unido, donde la base de la oferta privada es el sistema público. Cabe discutir sobre si ese modelo es mejor que, digamos, el francés, dominado por la oferta estatal. Ahora bien, si uno adopta el modelo británico, lo que marca la diferencia es la amplitud de la base; dado el papel relativamente pequeño que desempeña la oferta de atención sanitaria privada en el Reino Unido, lo que el país tiene, en lo fundamental, es un sistema público.


Asimismo, aunque China haya hecho progresos a la hora de alejarse de la industria y orientarse hacia una economía basada en los servicios (en 2013 la proporción del PIB correspondiente a los servicios superó a la que corresponde a la industria por primera vez), sigue quedando mucho trecho por recorrer. Ya son muchas las industrias que padecen de exceso de capacidad, y sin asistencia gubernamental, una reestructuración eficiente y sin turbulencias será difícil.


China se está reestructurando de otra manera: mediante su rápida urbanización. Garantizar que las ciudades sean habitables y sostenibles desde el punto de vista medioambiental exigirá una enérgica iniciativa gubernamental para ofrecer transporte público, enseñanza pública, hospitales públicos y parques, así como una planificación del suelo efectiva, entre otros servicios.


Una de las grandes lecciones que tendríamos que haber aprendido de la crisis económica global posterior a 2008 es que los mercados no se autorregulan. Son propensos a las burbujas crediticias y de activos, que inevitablemente acaban colapsando —a menudo cuando los flujos de capital por encima de las fronteras cambian abruptamente de dirección— e imponiendo unos costes sociales masivos.


La obsesión estadounidense con la desregulación fue lo que desató la crisis. La cuestión no es sólo moderar el ritmo y secuenciar la liberalización, como insinúan algunos; el resultado final también importa. La liberalización de las tasas de captación desembocó en la crisis de ahorros y préstamos estadounidense de la década de 1980. La liberalización de las tasas de colocación alentó la conducta predatoria que explotaba a los consumidores pobres. La desregulación bancaria no desembocó en un mayor crecimiento, sino simplemente en un mayor riesgo.


China, esperemos, no seguirá el rumbo que tomó Estados Unidos y que tuvo unas consecuencias tan desastrosas. El reto para sus dirigentes consiste en idear regímenes regulatorios eficaces que sean apropiados para la etapa de desarrollo en que se encuentran.

Para eso hará falta que el Estado recaude más dinero. La dependencia actual de los gobiernos locales en relación con la venta de suelo es una de las fuentes de muchas de las distorsiones de la economía y de gran parte de la corrupción actual. Lo que tendrían que hacer las autoridades es aumentar la recaudación mediante la aprobación de impuestos medioambientales (entre ellos, un impuesto sobre las emisiones de carbono), así como una fiscalidad progresiva más completa (que incluya las ganancias de capital) y un impuesto sobre la propiedad. Además, el Estado debería apropiarse —a través de los dividendos— de una proporción mayor del valor de las empresas de propiedad estatal (que en parte tendría que hacerse a expensas de los directivos de esas empresas).


De lo que se trata es de saber si China podrá mantener un crecimiento veloz (aunque un tanto inferior al vertiginoso ritmo reciente) al mismo tiempo que controla la expansión del crédito (lo que podría provocar una abrupta inversión de los precios de los activos), se enfrenta a una demanda global débil, reestructura su economía y combate la corrupción. En otros países, unos retos tan abrumadores habrían desembocado no en el progreso, sino en la parálisis.


La teoría económica del éxito está clara: una mayor inversión en urbanización, atención sanitaria y educación, financiada por un aumento de los impuestos, podría sostener simultáneamente el crecimiento, mejorar el medio ambiente y reducir la desigualdad. Si la política china es capaz de poner en práctica este orden del día, tanto a China como al mundo entero les irá mejor.

Continuará

Notas

[39*]TheNew York Times, 18 de marzo de 2013. <<

[40*]  Prólogo a la edición japonesa de El precio de la desigualdad. <<

[41*] Periodo de la historia estadounidense inmediatamente posterior a la Guerra de Secesión (1870-1890), en que se produjo una expansión económica, industrial y demográfica sin precedentes pero en el que las grandes desigualdades económicas y sociales también dieron lugar a grandes conflictos sociales. El término fue acuñado en 1873 por el escritor Mark Twain en The Gilded Age: A Tale of Today («La edad de oro»), novela que satirizaba sobre esa época, caracterizada por serios problemas sociales enmascarados por un baño de oro. [N. del T.]. << [42*]The Roaring Nineties: apodo con el que se conoce a la década de 1890. Pese a ello, fue una década muy poco próspera en su mayor parte. A comienzos de ella estalló una crisis provocada por los altos aranceles, que se agravó cuando el Pánico de 1893 dio paso a una depresión económica que duró hasta 1896. [N. del T.]. <<

[43*]TheNew York Times, 9 de junio de 2013. << [44*] Project Syndicate, 6 de abril de 2006. << [45*] Project Syndicate, 2 de abril de 2014. << [46*] Project Syndicate, 7 de mayo de 2014. << [47*] Project Syndicate, 9 de julio de 2014. <<

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