Por Joseph Stiglizt
MEDELLÍN: UNA LUZ PARA
LAS CIUDADES[46*]
El mes
pasado tuvo lugar un encuentro asombroso en Medellín, Colombia. Unas 22 000
personas se reunieron para asistir al Foro Urbano Mundial y debatir sobre el
futuro de las ciudades. El foco de atención era la creación de «ciudades para
la vida», es decir, el fomento del desarrollo equitativo en entornos urbanos en
los que ya vive la mayoría de los ciudadanos del mundo, y en el que residirán
dos tercios de ellos en el año 2050.
El lugar en
sí mismo era muy simbólico: tristemente célebre en otros tiempos por sus bandas
de narcotraficantes, ahora Medellín goza de la merecidísima reputación de ser
una de las ciudades más innovadoras del mundo. El relato de la transformación
de esta ciudad encierra importantes lecciones para las zonas urbanas del
planeta.
Durante las
décadas de 1980 y 1990, los dirigentes de cárteles como el infame Pablo Escobar
dominaban las calles de Medellín y controlaban su política. La fuente del poder
de Escobar no residía únicamente en el comercio internacional de cocaína,
inmensamente rentable (y alimentado por la demanda estadounidense), sino
también en la desigualdad extrema de la ciudad de Medellín y de Colombia en su
conjunto. En las empinadas laderas andinas del valle que rodea a la ciudad,
inmensos barrios de chabolas, prácticamente abandonados por el Gobierno,
suministraban regularmente reclutas a los cárteles. A falta de servicios
públicos y pese a aterrorizar al mismo tiempo la ciudad, Escobar se ganó las
simpatías de los habitantes más pobres de Medellín con sus dádivas.
Hoy en día
apenas es posible reconocer esas barriadas. En el barrio pobre de Santo
Domingo, el nuevo sistema Metrocable de la ciudad, compuesto por tres líneas de
teleférico, da servicio a las necesidades de residentes que viven en una ladera
de montaña, a cientos de metros en vertical, poniendo fin así a su aislamiento
del centro de la ciudad. Ahora ese desplazamiento apenas lleva unos minutos, y
las barreras sociales y económicas entre los asentamientos irregulares y el
resto de la ciudad van camino de derrumbarse.
Los
problemas de los barrios más pobres de la ciudad no han sido eliminados, pero
los beneficios que han aportado las mejoras en infraestructuras resultan
manifiestamente evidentes en las casas bien cuidadas, los murales y los campos
de fútbol que hay en las inmediaciones de las estaciones del teleférico. El
Metrocable no es sino el más icónico de los proyectos por los que Medellín
obtuvo el año pasado el Veronica Rudge Green Prize de diseño urbano de la
Universidad de Harvard, el más prestigioso de su especialidad.
Desde el
comienzo de la alcaldía de Sergio Fajardo (ahora gobernador de Antioquia, el
departamento donde se encuentra Medellín), que asumió el cargo en 2004, la
ciudad ha realizado grandes esfuerzos por transformar sus barriadas, mejorar la
enseñanza y fomentar el desarrollo. (El alcalde actual, Aníbal Gaviria, ha
hecho público su compromiso de continuar por el mismo camino).
El alcalde
de Medellín mandó construir edificios públicos de vanguardia en las zonas más
deterioradas, proporcionó pintura para renovar las fachadas de sus casas a los
ciudadanos que vivían en distritos pobres y limpió y mejoró las calles, todo
ello en la creencia de que si se trata a la gente con dignidad, valorarán su
entorno y se enorgullecerán de sus comunidades. Y esa fe ha sido confirmada con
creces.
A lo largo
de todo el mundo, las ciudades son a la vez el centro neurálgico y el foco de
atención de los principales debates sociales, y por buenos motivos. Cuando los
individuos viven en estrecha vecindad, no pueden escapar de los grandes
problemas sociales: una creciente desigualdad, la degradación del medio
ambiente y unas inversiones públicas inadecuadas.
El foro
recordó a los participantes que las ciudades habitables requieren
planificación, mensaje que está reñido con las actitudes predominantes en gran
parte del planeta. Sin embargo, sin planificación e inversión estatal en
infraestructura, transporte público y parques, así como en el suministro de
agua potable y recogida de basuras, las ciudades no serán habitables. Y son los pobres quienes
inevitablemente sufren más por la ausencia de estos bienes públicos.
La
trayectoria de Medellín también encierra algunas lecciones para Estados Unidos.
Es más, investigaciones recientes muestran cómo en Estados Unidos una
planificación inadecuada ha fomentado la segregación económica y cómo se han
formado trampas de pobreza en ciudades sin transporte público debido a la
escasez de empleo accesible.
La
conferencia fue más allá de todo esto, y subrayó que la creación de «ciudades
habitables» no es suficiente. Tenemos que crear áreas urbanas en las que los
individuos puedan prosperar e innovar. No es casualidad que la Ilustración —que
a su vez desembocó en los aumentos en el nivel de vida más rápidos y más
grandes de la historia de la humanidad— se produjera en las ciudades. Las
nuevas formas de pensar son la consecuencia natural de una elevada densidad de
población, siempre y cuando se den las condiciones apropiadas, entre las que
hay que incluir espacios públicos en los que la gente pueda interactuar y la
cultura pueda prosperar, así como unos valores democráticos que alienten y
fomenten la participación pública.
Uno de los
temas fundamentales del foro fue el consenso emergente sobre la necesidad de un
desarrollo medioambiental, social y económicamente sostenible. Todos estos
aspectos de la sostenibilidad están entrelazados y son complementarios, y las
ciudades proporcionan el contexto en el que esto se ve con más claridad.
La
desigualdad es uno de los mayores obstáculos al logro de la sostenibilidad.
Nuestras economías, nuestras democracias y nuestras sociedades pagan un alto
precio por la creciente brecha entre ricos y pobres. Y quizá el aspecto más
odioso de esa brecha cada vez mayor de ingresos y riqueza en tantos países es
que está ahondando la desigualdad de oportunidades.
Algunas
ciudades han demostrado que estas pautas ampliamente constatadas no son el
producto de leyes económicas inmutables. Hasta en el país avanzado con mayor
nivel de desigualdad —Estados Unidos—, algunas ciudades, como San Francisco y
San José, resisten la comparación con las economías que mejores resultados
obtienen en materia de igualdad de oportunidades.
Dado que los
puntos muertos políticos afectan a tantos Estados nacionales de todo el mundo,
las ciudades ilustradas se están convirtiendo en rayos de esperanza. Un Estados
Unidos dividido parece incapaz de abordar el alarmante aumento de sus niveles
de desigualdad. Ahora bien, en la ciudad de Nueva York, el alcalde Bill de
Blasio fue elegido porque prometió hacer algo al respecto.
Si bien lo
que se puede hacer a nivel local tiene sus límites —los impuestos estatales,
por ejemplo, son muchísimo más importantes que los municipales—, las ciudades
pueden contribuir a garantizar la disponibilidad de viviendas asequibles. Y
tienen la responsabilidad especial de ofrecer una enseñanza pública de calidad
y servicios públicos a todo el mundo, independientemente de su nivel de
ingresos.
Medellín y
el Foro Urbano Mundial han demostrado que esto no es una quimera. Otro mundo es
posible; lo único que nos hace falta es la voluntad política de ir a por él.
Para bien y
para mal, y al margen de su relevancia, los debates estadounidenses sobre
política económica suelen tener eco en otras partes. Un ejemplo que viene al
caso es el Gobierno recién elegido del primer ministro australiano Tony Abbott.
Al igual que
en muchos países, los Gobiernos conservadores están abogando a favor de
recortes en el gasto público con el argumento de que los déficits fiscales
ponen en peligro el futuro de la nación. En el caso de Australia, sin embargo,
ese tipo de afirmaciones parecen especialmente desprovistas de fundamento, lo
que no ha sido óbice para que el Gobierno de Abbott traficase con ellas.
Aun cuando
aceptásemos la aseveración de los economistas de Harvard Carmen Reinhart y
Kenneth Rogoff según la cual unos niveles muy altos de deuda pública se
traducen en un crecimiento menor —un punto de vista que nunca ha sido realmente
probado y que ha sido desacreditado con posterioridad—, Australia no se
encuentra ni remotamente próxima a ese umbral. Su tasa de deuda pública con
relación al PIB apenas representa una minúscula proporción de la de Estados
Unidos y es una de las más bajas de los países de la OCDE.
Lo que
importa de cara al crecimiento a largo plazo son las inversiones en el futuro,
entre ellas unas inversiones públicas decisivas en enseñanza, tecnología e
infraestructuras. Dichas inversiones garantizan que todos los ciudadanos, con
independencia de lo pobres que puedan ser sus padres, puedan convertir en
realidad sus expectativas.
La
reverencia de Abbott por el modelo estadounidense a la hora de defender muchas
de las «reformas» propuestas por su Gobierno contiene una profunda ironía. Al
fin y al cabo, el modelo estadounidense no ha estado dando resultado para la
mayoría de estadounidenses. Hoy en día los ingresos medios son más bajos en
Estados Unidos de lo que eran hace un cuarto de siglo, no porque la
productividad se haya estancado, sino porque se han estancado los salarios.
El modelo
australiano ha dado resultados muchísimo mejores. De hecho, Australia es una de
las pocas economías basadas en la producción de bienes primarios que no ha
sufrido a cuenta de la maldición de los recursos naturales. La prosperidad ha
sido compartida de manera relativamente amplia. Los ingresos medios por hogar
han aumentado en una media anual de más del tres por ciento durante las últimas
décadas, lo que representa casi el doble que la media de la OCDE.
Sin lugar a
dudas, y dada su abundancia de recursos naturales, en Australia debería haber
un grado de igualdad mucho mayor del que hay. Al fin y al cabo, los recursos
naturales de un país deberían pertenecer a toda su población, y las «rentas»
generadas por ello proporcionan una fuente de ingresos que podría utilizarse
para reducir la desigualdad. Gravar las rentas obtenidas de los recursos
naturales con tipos elevados no acarrea las consecuencias adversas que suscita
gravar el ahorro o las rentas del trabajo (las reservas de mineral de hierro o
de gas natural no pueden trasladarse de un país a otro para evitar pagar
impuestos). Ahora bien, el coeficiente de Gini (una de las formas de medida
consagradas de la desigualdad) de Australia supera en una tercera parte al de
Noruega, un país rico en recursos que ha cumplido particularmente bien con la
tarea de gestionar su riqueza en beneficio de todos sus ciudadanos.
Cabe
preguntarse si Abbott y su Gobierno realmente entienden lo que ha sucedido en
Estados Unidos. ¿Será consciente de que desde la era de desregulación y
liberalización que comenzó a finales de la década de 1970 el crecimiento del
PIB se ha ralentizado notablemente, y que el poco crecimiento que ha habido ha
beneficiado fundamentalmente a quienes más tienen? ¿Será consciente de que
antes de estas «reformas» Estados Unidos llevaba medio siglo sin padecer una
crisis financiera (cosa que constituye en la actualidad un suceso regular en
todo el mundo), y de que la desregulación engendró un sector financiero inflado
que atrajo a muchos jóvenes dotados de talento que de lo contrario quizá
hubieran dedicado sus trayectorias profesionales
a actividades más productivas? Sus innovaciones financieras les hicieron
extremadamente ricos, pero condujeron a Estados Unidos y a la economía global
al borde de la ruina.
Los
servicios públicos australianos son la envidia del mundo entero. Su sistema de
atención sanitaria obtiene mejores resultados que el de Estados Unidos, con un
coste mucho menor. Tiene un programa de préstamos para enseñanza dependiente de
los ingresos que, en caso de necesidad, permite a los solicitantes del préstamo
distribuir los pagos a lo largo de más años, y en función del cual, si sus
ingresos resultan ser especialmente bajos (quizá porque escogieron empleos
importantes pero mal remunerados, pongamos en la enseñanza o en el ámbito
religioso), el Gobierno les perdona parte de la deuda.
El contraste
con Estados Unidos es asombroso. En Estados Unidos, las deudas resultantes de
préstamos estudiantiles, que superan ahora mismo la cifra de los 12 000
millones de dólares (más que el conjunto de las deudas de las tarjetas de
crédito), se está convirtiendo en una carga para los licenciados y la economía.
El fallido modelo de financiación estadounidense de la enseñanza superior es
uno de los motivos por los que Estados Unidos es uno de los países avanzados en
los que en la actualidad hay menos igualdad de oportunidades, y en el que las
perspectivas de futuro de un joven dependen más de los ingresos y el nivel
educativo de sus padres que las de un joven de otros países avanzados.
Las nociones
que tiene Abbott sobre la enseñanza superior también indican con claridad que
no entiende por qué las mejores universidades estadounidenses tienen éxito. No
es la competencia de precios ni la búsqueda de beneficios lo que ha hecho
grandes a Harvard, Yale o Stanford. Ninguna de las grandes universidades de
Estados Unidos son instituciones lucrativas. Todas son instituciones sin ánimo
de lucro, ya sea porque son públicas o porque están subvencionadas gracias a
magnánimas donaciones entregadas en gran medida por antiguos alumnos y
fundaciones.
Existe una
competencia, pero de otra clase. Se afanan por ser inclusivas y diversificadas.
Compiten por las becas estatales de investigación. Las universidades
estadounidenses infrarreguladas y con ánimo de lucro sobresalen en dos campos:
su capacidad de explotar a jóvenes de origen humilde, cobrándoles elevadas
matrículas sin proporcionarles a cambio nada realmente valioso, y su capacidad
de presionar para obtener dinero estatal no
regulado y perseverar en sus prácticas abusivas.
Australia
debería enorgullecerse de sus éxitos, de los que el resto del mundo puede
aprender mucho. Sería una vergüenza que la incomprensión de lo sucedido en
Estados Unidos, combinada con una buena dosis de ideología, indujese a sus
gobernantes a arreglar algo que no está roto.
Mientras
Escocia contempla la posibilidad de acceder a la independencia hay quien —como
Paul Krugman— pone en duda su «viabilidad económica».
Si Escocia
fuera por libre, ¿correría el riesgo de sufrir un descenso de su nivel de vida
o del PIB? En cualquier acción existen, sin lugar a dudas, riesgos implícitos:
si Escocia permaneciera dentro del Reino Unido, y este persiste en unas
políticas que han desembocado en una creciente desigualdad, incluso si el PIB
fuera ligeramente superior, el nivel de vida de la mayoría de los escoceses
bajaría.
Los recortes
en las subvenciones públicas del Reino Unido a la enseñanza y la atención
sanitaria podrían obligar a Escocia a enfrentarse a una serie de desagradables
opciones, aun cuando el país tuviera un margen considerable para decidir en qué
gasta su dinero.
No obstante,
lo cierto es que ninguno de los temores que se han sembrado tiene demasiado
fundamento. Krugman, por ejemplo, insinúa que las economías de escala son
significativas: es probable que a una economía pequeña, parece querer insinuar,
no le vaya bien. Ahora bien, una Escocia independiente seguiría formando parte
de Europa, y el gran éxito de la Unión Europea ha sido la creación de una gran
zona económica.
Además,
entidades políticas pequeñas como Suecia, Singapur y Hong Kong han prosperado,
mientras que entidades mucho más grandes no lo han hecho. En orden de magnitud,
es mucho más importante la puesta en práctica de políticas correctas.
Otro caso de
problema falso es el de la moneda. Son muchos los acuerdos monetarios que
podrían dar resultado. Escocia podría seguir dentro de la libra esterlina con o
sin el consentimiento de Inglaterra.
Dado que las
economías de Inglaterra y Escocia son tan similares, es probable que una moneda
común funcionara mucho mejor que el euro, incluso en ausencia de una política
fiscal compartida. No obstante, muchos países pequeños han logrado tener moneda
propia: flotante, con un margen de fluctuación vinculado a otra, o
«gestionada».
La cuestión
fundamental a la que se enfrenta Escocia es otra. Está claro que, en Escocia,
hay una visión y unos valores compartidos de forma bastante generalizada: una
imagen de la nación, de la sociedad, de la política, del papel del Estado, o
valores como la justicia, la equidad y la oportunidad. No todo el mundo está de
acuerdo sobre políticas concretas ni en cómo establecer el delicado e
imprescindible equilibrio.
No obstante,
la cosmovisión y los valores escoceses difieren de los que predominan al sur de
su frontera. En Escocia existe enseñanza universitaria gratuita para todo el
mundo; Inglaterra, en cambio, ha aumentado el precio de las matrículas, lo que
ha obligado a endeudarse a los padres de alumnos con pocos recursos.
Escocia ha
subrayado repetidamente su compromiso con el Servicio Nacional de Salud (NHS).
Inglaterra ha tomado repetidas iniciativas con miras a su privatización.
Algunas diferencias datan de muy antiguo: incluso hace doscientos años, la
alfabetización masculina era un cincuenta por ciento más elevada en Escocia que
en Inglaterra y las universidades escocesas cobraban una décima parte por sus
matrículas que Cambridge y Oxford.
Las
diferencias entre estas y otras políticas pueden, a lo largo del tiempo, llevar
no sólo a unas tasas de crecimiento notablemente distintas, y por tanto a
niveles notablemente distintos de PIB per cápita —anulando así cualquier
impacto a corto plazo—, sino también, cosa más importante, a diferencias en la
distribución de los ingresos y en los niveles de salud. Si el Reino Unido
mantiene su rumbo actual, imitando el modelo estadounidense, es probable que
los resultados sean como los de Estados Unidos, donde durante un cuarto de
siglo la familia media ha visto cómo sus ingresos se estancaban a la vez que
los ricos se hacían cada vez más ricos.
Puede que la
independencia tenga sus costes —pese a que eso aún esté por demostrar de forma
convincente—, pero también tendrá sus ventajas.
Escocia
puede realizar inversiones en energía maremotriz, o en su joven población;
puede esforzarse por aumentar la participación femenina en la población activa
y ofrecer educación preescolar, cosas ambas que son fundamentales para la
creación de una sociedad más justa. Puede realizar estas inversiones, sabedora
de que el país recuperará la mayoría de los beneficios generados por medio de
los impuestos.
En las
condiciones actuales, mientras Escocia soporta el coste de estas inversiones
sociales, los ingresos fiscales extra resultantes del crecimiento adicional que
generen estas inversiones irán a parar abrumadoramente al otro lado de la
frontera.
La difícil
pregunta a la que tiene que enfrentarse Escocia no tiene que ver con los
misterios de los acuerdos monetarios o las economías de gama, o sobre los
pormenores de las ganancias y las pérdidas a corto plazo, sino con saber si el
futuro del país —su visión del mundo y sus valores compartidos, que se han
alejado cada vez más de los que rigen al sur de la frontera— quedarán mejor
asegurados mediante la independencia.
España se
encuentra sumida en una depresión. Esa es la única palabra que se puede emplear
para describir su economía, en la que casi uno de cada cuatro trabajadores está
parado, y la tasa de paro juvenil asciende a casi un 50 por ciento (en el
momento en que este libro se entregó a la prensa). El pronóstico para el futuro
inmediato es más de lo mismo, quizá un poco peor. Todo ello a pesar de las
promesas del Gobierno y de los altos cargos internacionales que recetaron
paquetes de austeridad para España, según los cuales, a estas alturas se habría
restablecido el crecimiento. Han subestimado reiteradamente la magnitud de la
desaceleración que esas políticas iban a provocar, y en consecuencia han
sobreestimado en gran medida los beneficios fiscales que iban a derivarse de
ellas: las desaceleraciones más profundas desembocan inevitablemente en ingresos
menores y en un mayor gasto en programas de desempleo y bienestar social. Pese
a que luego intentan echarle la culpa de nuevo a España por incumplir los
objetivos fiscales, la auténtica responsabilidad debería recaer sobre sus
erróneos diagnósticos del problema y sus recetas consiguientemente equivocadas.
Este libro explica cómo unas
políticas económicas deficientes pueden conducir tanto a una mayor desigualdad
como a un menor crecimiento: y las políticas que se están adoptando en España
(y más en general en Europa) lo muestran a la perfección. En los años
anteriores a la crisis, España era un tanto atípica en el sentido de que la
desigualdad en las rentas netas del trabajo y los ingresos familiares netos
descendió.[81] Pese a que la
desigualdad previa a los impuestos se redujo, el Estado «corregía» la
distribución de los ingresos mediante importantes políticas sociales y medidas
orientadas a mejorar la atención sanitaria, y siguió haciéndolo durante los
primeros años de la crisis.[82] Sin
embargo, a estas alturas la recesión prolongada ha provocado un espectacular
aumento de la desigualdad.[83]
Ahora bien,
como explicamos en la primera parte, las desaceleraciones, sobre todo en el
transcurso de una depresión como la que España atraviesa en estos momentos, son
malas para la desigualdad. Los parados de larga duración tienen más
probabilidades de acabar en la miseria. La elevada tasa de paro presiona a la
baja sobre los salarios, y los salarios más bajos son especialmente sensibles.
Y a medida que la austeridad ha ido avanzando, los programas sociales
fundamentales para el bienestar de quienes se encuentran en la parte intermedia
e inferior de la pirámide social se recortan. Al igual que en Estados Unidos,
estos efectos se ven agravados por el descenso en los precios de los bienes
inmobiliarios, el activo más importante de quienes se encuentran en la parte
intermedia e inferior de la pirámide social.
Las
implicaciones de la creciente desigualdad en España y su profunda depresión
deberían ser profundamente preocupantes de cara a su futuro. No se trata de que
sus recursos se estén echando a perder, sino de que el capital humano del país
se está deteriorando. En España, las personas cualificadas no encuentran empleo
y están emigrando; hay un mercado global para los españoles dotados de talento.
Que vuelvan o no cuando la recuperación se produzca —y en el supuesto de que lo
haga— depende en parte de cuánto dure la depresión.
Los
problemas de España en la actualidad son en gran medida el resultado de la
misma mezcla de ideología e intereses creados que (como describe este libro)
condujeron a la liberalización de los mercados financieros y otras políticas
«fundamentalistas de mercado» en Estados Unidos, políticas que contribuyeron a
crear el alto nivel de desigualdad e inestabilidad en Estados Unidos y que han
dado lugar a unas tasas de crecimiento muy inferiores a las de las décadas
precedentes. (A estas políticas «fundamentalistas de mercado» también se las
conoce con el nombre de «neoliberalismo». Como he explicado, no están basadas
en una profunda comprensión de la teoría económica contemporánea, sino en una
lectura ingenua de la ciencia económica, basada en los supuestos de la
competencia perfecta, de unos mercados perfectos y de una información
perfecta).
En algunos casos la ideología hizo poco más que
enmascarar el intento de determinados intereses
creados de obtener más para sí mismos. Se estableció un nexo entre banqueros,
agentes inmobiliarios y determinados políticos: las normativas urbanísticas y
medioambientales se hicieron a un lado y/o no se hicieron cumplir
adecuadamente; los bancos no sólo se regularon de manera ineficaz, sino que las
pocas regulaciones que había no se aplicaron rigurosamente. Aquello era una
juerga. El dinero fluía en todas direcciones. Parte de él fluyó de vuelta a los
políticos que habían permitido que aquello sucediera, ya fuese a través de los
donativos de campaña o de lucrativos puestos de trabajo después de haber
abandonado el cargo. Incluso aumentaron los ingresos fiscales, y los políticos
podían presumir tanto del crecimiento que la burbuja inmobiliaria había traído
consigo como de la mejora de la situación fiscal del país. No obstante, era
todo una quimera: la economía se asentaba sobre unos fundamentos precarios e
insostenibles.
En Europa
las ideas neoliberales y fundamentalistas de mercado se codifican en la
estructura económica elemental que subyace a la Unión Europea, y en especial a
la eurozona. Se suponía que estos principios iban a desembocar en una mayor
eficacia y estabilidad, y se presuponía que todo el mundo iba a beneficiarse
tanto del aumento del crecimiento que se prestó escasa atención a lo que las
nuevas reglas iban a implicar de cara a la desigualdad.
De hecho,
han desembocado en un crecimiento más lento y en más inestabilidad. Y en la
mayoría de países de la Unión Europea, ya antes de la crisis pero aún más
después, no les ha ido demasiado bien a quienes se encontraban en la parte
inferior e intermedia de la escala social. Este libro expone muchas de las falacias
de la ideología fundamentalista de mercado y explica por qué unas políticas
basadas en ella han fracasado reiteradamente. No obstante, vale la pena fijarse
detenidamente en cómo estas cuestiones han evolucionado en Europa.
Tomemos, por
ejemplo, el principio de la libre circulación de trabajadores. Se suponía que
tenía que desembocar en una asignación eficiente del empleo, y existen
circunstancias en las que es posible que ese haya sido el caso. Sin embargo,
dado lo elevada que es la carga de la deuda en varios países, los jóvenes
pueden evitar pagar las deudas de sus padres cambiando simplemente de país; los
impuestos destinados a pagar esas deudas suscitan una emigración poco
eficiente. Sin embargo, también crea una dinámica adversa: a medida que los jóvenes
emigran, la carga fiscal sobre los demás aumenta, lo que genera aún más
incentivos para emigrar.
O tomemos el
principio de la libre circulación de mercancías, combinado con la incapacidad
de obtener una armonización fiscal. Las empresas (y los individuos) se ven
incentivados así a trasladarse a jurisdicciones en las que la presión fiscal
sea menor, desde las que pueden hacer llegar sus bienes a cualquier punto de la
Unión Europea. La ubicación no está basada en dónde es más eficiente la
producción, sino en dónde son más bajos los impuestos. A su vez, esto
desencadena una espiral descendente, no sólo para disminuir los impuestos sobre
el capital y las empresas, sino también para reducir los salarios y degradar
las condiciones de trabajo. La carga fiscal se traslada a los trabajadores. Y
puesto que hay tanta desigualdad asociada a la desigualdad de los beneficios
del capital y de las grandes empresas, la desigualdad de ingresos de conjunto
(una vez deducidos impuestos y pagos de transferencias) aumenta inevitablemente.
El llamado
principio del mercado único, según el cual un banco regulado por un Gobierno
europeo puede operar en cualquier otro punto de la Unión Europea, combinado con
el de la libre circulación de capitales, ha sido quizá la peor de las políticas
neoliberales. Durante la época inmediatamente anterior a la crisis pudimos
constatar uno de sus aspectos: los productos financieros y depósitos de países
infrarregulados provocaron el caos en otros países; los países anfitriones
fueron incapaces de cumplir su responsabilidad de proteger a sus ciudadanos y
sus economías. Por la misma regla de tres, la doctrina de que los mercados son
eficientes —y de que los Gobiernos no deberían inmiscuirse en su maravilloso y
misterioso obrar—
condujo a la decisión de no interferir con las burbujas inmobiliarias a medida
que se iban desarrollando en Irlanda, España y Estados Unidos. Ahora bien, los
mercados se vieron sujetos repetidamente a accesos irracionales de optimismo y
pesimismo: se mostraron excesivamente optimistas durante los primeros años que
siguieron a la creación del euro, y en España e Irlanda el dinero fluyó hacia
los negocios inmobiliarios; en la actualidad se muestran excesivamente
pesimistas, y el dinero está abandonando esos sectores. Estas fugas de
capitales debilitan la economía más aún. Y el principio del mercado único no
hace sino exacerbar el problema: para una persona que resida en Grecia, España
o Portugal es relativamente fácil trasladar sus euros a una cuenta bancaria
alemana.
Ahora bien,
el sistema bancario, como los demás aspectos de la economía del euro, está
distorsionado. No hay igualdad de condiciones. La confianza en un banco depende
de la capacidad del Estado de rescatar los depósitos del banco en caso de que
las cosas vayan mal, y más ahora que hemos permitido a los bancos hacerse cada
vez más grandes y comerciar con productos financieros complejos, poco
transparentes y difíciles de valorar. Los bancos alemanes aventajan a los
bancos españoles por la sencilla razón de que hay mayor confianza en la
capacidad de Alemania para rescatar a sus bancos. Hay una subvención oculta. No
obstante, esto vuelve a crear una espiral descendente: a medida que el dinero
sale de un país, la economía se debilita, lo que socava la confianza en la capacidad
del Estado para rescatar a los bancos del país, lo que a su vez acentúa la
salida de dinero.
Hay otros
aspectos del marco económico europeo que contribuyen a sus problemas actuales:
el Banco Central Europeo se concentra obsesivamente en la inflación (a
diferencia de Estados Unidos, donde el mandato de la Reserva Federal incluye el
crecimiento, el empleo y la estabilidad financiera). En el capítulo 9 de El precio de la desigualdad se explica
por qué concentrarse exclusivamente en la inflación contribuye a una mayor
desigualdad. Ahora bien, ahora esa disparidad de mandatos resulta especialmente
desventajosa para Europa. Dado que Estados Unidos ha reducido sus tipos de
interés prácticamente a cero y Europa no, el euro se encuentra más fuerte de lo
que en caso contrario habría estado, lo que debilita las exportaciones, aumenta
las importaciones y destruye aún más empleo.
El problema
fundamental del euro es que eliminó dos de los mecanismos decisivos para el
ajuste ante un shock que afectó a
algunos países de forma diferente que a otros —los mecanismos de los tipos de
interés y de los tipos de cambio— sin poner nada en su lugar. La eurozona no
era lo que algunos economistas denominan una «zona monetaria óptima», un grupo
de países que podría compartir la misma moneda de manera viable. Cuando los
países se enfrentan a un shock, una
de las formas de ajustarse que tienen es cambiar los tipos de cambio. Esto es
cierto hasta en el caso de países semejantes, como Estados Unidos y Canadá; el
tipo de cambio entre los dos ha variado notablemente. Sin embargo, el euro
impone una restricción al ajuste.
Hay quien
insinúa que una alternativa al ajuste de los tipos de cambio consiste en bajar
todos los salarios y los precios dentro del país. Esto se denomina devaluación interna.
Si la devaluación interna fuera sencilla, el patrón oro no habría representado
un obstáculo para el ajuste durante la Gran Depresión. Para países como
Alemania es más fácil realizar ajustes mediante la apreciación real de su
moneda (como hace ahora China) de lo que lo es para sus socios comerciales
ajustarse a una depreciación real de la suya. La apreciación real puede
lograrse a través de la inflación. Es más fácil obtener una inflación moderada
que el nivel de deflación correspondiente. No obstante, Alemania se ha mostrado
reticente.
La
consecuencia de que el tipo de cambio alemán real sea demasiado bajo es la
misma que para China: Alemania tiene un superávit (como China) y sus socios
comerciales (como España) tienen un déficit comercial. Cuando hay
desequilibrios, tanto el país con superávit como el país deficitario tienen la
culpa, y la carga del ajuste debería de asignarse a donde más fácil resulte llevarlo a
cabo. Esta es la doctrina que el resto del mundo ha enunciado en las
discusiones con China, que ha respondido con un incremento asombrosamente
grande en sus tipos de cambio desde 2005. El ajuste necesario no se ha
producido en Europa.
No todos los
países pueden tener superávit, por lo que el punto de vista de alguna gente en
Alemania de que otros deberían de imitar su política es, en cierto sentido,
simplemente incoherente. Para cada superávit ha de haber un déficit. Y en
especial en la actualidad, los países con superávit están imponiendo costes a
los demás: el problema global de hoy es la falta de demanda global agregada, un
problema al que los superávit contribuyen.
Resulta
instructivo comparar a Europa con Estados Unidos. Los cincuenta estados
norteamericanos tienen una moneda común. Algunos contrastes entre Estados
Unidos, donde existe una moneda común, que da resultado, y Europa, quizá
resulten ilustrativos. En Estados Unidos, dos tercios de todo el gasto público
se produce a nivel federal. El Estado federal soporta el grueso del coste de
las prestaciones sociales, el seguro de desempleo, así como inversiones de
capital, como las carreteras y el I+D. El centro neurálgico de las políticas
anticíclicas es el Estado federal. El Estado federal respalda a los bancos
—incluso a la mayoría de bancos estatales— a través de la Corporación Federal
de Seguro de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés). La libre circulación
existe, pero en Estados Unidos a nadie le importa si algún estado, como Dakota
del Norte, queda vacío de población como consecuencia de la emigración. Es más,
reduce el coste de comprar a los congresistas de ese estado.
El euro fue
un proyecto político, pero en el que la política no fue lo bastante fuerte como
para «completar» el proyecto, para hacer lo que había que hacer para que
funcionara una zona monetaria que reúne a países tan diversos. Lo que se
esperaba era que, con el tiempo, el proyecto se completaría al reunir el euro a
los distintos países. En la práctica, el efecto ha sido exactamente el opuesto.
Se han reabierto viejas heridas y se han desarrollado nuevas enemistades.
Cuando las
cosas iban bien, nadie pensaba en estos problemas. Yo tenía la esperanza de que
la crisis de la deuda griega que estalló en enero de 2010 fomentara el ímpetu
para reformas más profundas. Sin embargo, se hizo muy poco. Mientras este libro
está en imprenta, los tipos de interés a los que se enfrenta España están en
niveles que no son sostenibles, y no se divisa ninguna perspectiva de
recuperación a corto plazo.
El gran
error que ha cometido Europa, incitada por Alemania, fue atribuir las dificultades
de los países periféricos, como España, al derroche en el gasto. Si bien es
cierto que Grecia había acumulado grandes déficits en los años anteriores a la
crisis, tanto España como Irlanda tenían superávits y bajos niveles de deuda en
relación con sus PIB. De ahí que el hincapié en la austeridad no hubiera podido
impedir la recurrencia de la crisis, no digamos ya solucionar la crisis a la
que se enfrentaba Europa.
Antes he
descrito cómo el alto nivel de desempleo está incrementando la desigualdad.
Pero dado que quienes están en la cima de la pirámide social gastan una
fracción menor de sus ingresos que quienes están en la base —que no tienen más
remedio que gastárselo todo—, la desigualdad desemboca en una economía más
débil. Existe un círculo vicioso descendente. Y la austeridad exacerba todo
esto. En la actualidad, el problema de Europa es una demanda de conjunto
inadecuada. A medida que la depresión se prolonga, los bancos son más reacios a
hacer préstamos, los precios de la vivienda descienden y las familias se
empobrecen cada vez más y padecen una mayor inseguridad en lo que respecta al
futuro, lo que deprime el consumo más todavía.
Ninguna gran
economía —y Europa es una gran economía— ha salido nunca de una crisis a la vez
que imponía la austeridad. La austeridad siempre, inevitablemente y de manera
previsible, empeora las cosas. Los únicos ejemplos en los que el rigor fiscal
ha ido asociado a la recuperación han sido los de países pequeños,
habitualmente dotados de tipos de cambio flexibles,
cuyos socios comerciales estaban creciendo de forma sólida, de forma que las
exportaciones colmaron la brecha creada por los recortes en gasto público. Sin
embargo, esa no es la situación a la que hoy se enfrenta España: sus
principales socios comerciales se encuentran en recesión y no tiene control
alguno sobre sus tipos de cambio.
Los líderes
europeos han reconocido que los problemas de Europa no se podrán solucionar sin
crecimiento. Ahora bien, han sido incapaces de explicar cómo se puede obtener
el crecimiento a la vez que se impone la austeridad. Asimismo, dicen que lo que
hace falta es que se restablezca la confianza. La austeridad no traerá consigo
ni el crecimiento ni la confianza. Las políticas fracasadas de los dos últimos
años por parte de Europa, mientras ponía parches repetidamente y diagnosticaba
erróneamente sus problemas, han minado la confianza. Como la austeridad ha
destruido el crecimiento, también ha destruido la confianza, y seguirá
haciéndolo por muchos discursos que se den acerca de la importancia de la
confianza y del crecimiento.
Las medidas
de austeridad han sido especialmente ineficaces, porque los mercados
entendieron que acarrearían consigo recesiones, agitación política y mejoras
decepcionantes en la situación fiscal a medida que disminuyeran los ingresos
fiscales. Las agencias de calificación bajaron de categoría a los países que
adoptaron medidas de austeridad, y con razón. A España la bajaron de categoría
cuando se aprobaron las primeras medidas de austeridad: la agencia de calificación
creyó que España iba a hacer lo que había prometido y sabía que eso significaba
bajo crecimiento y un incremento de los problemas económicos.
Mientras la
austeridad se diseñaba para resolver la crisis de la «deuda soberana», es
decir, para salvar al sistema bancario, Europa recurrió a una serie de medidas
temporales igualmente ineficaces. Durante el pasado año, Europa ha estado
comprometida en una operación de autosuficiencia costosa e infructuosa:
suministrar más dinero a los bancos para comprar bonos soberanos ayudó a
respaldar esos bonos soberanos; y suministrar más dinero a esos bonos soberanos
que habían permitido respaldar a los bancos. Sin embargo, aquello no fue otra
cosa que economía vudú, un obsequio oculto para los bancos por valor de decenas
de miles de millones de dólares, pero que los mercados calaron enseguida. Cada
una de las medidas no fue sino un paliativo a corto plazo, cuyos efectos
desaparecieron con más rapidez todavía de lo que nos habían advertido los
comentaristas. Una vez expuesta la ineficacia de la operación de
autosuficiencia, se puso en riesgo el sistema financiero de los países en
crisis. Finalmente, casi dos años y medio después del comienzo de la crisis, el
sistema financiero comenzó a reconocer lo disparatado de aquella estrategia. No
obstante, aun así fue incapaz de idear una alternativa eficaz.
Existe un
segundo paso (además de poner orden en materia fiscal) en la estrategia
europea: reformas estructurales para que las economías afligidas se vuelvan más
competitivas. Las reformas estructurales son importantes, pero llevan tiempo, y
son medidas que afectan a la oferta; sin embargo, lo que limita la producción
en la actualidad es la demanda. Unas medidas de economía de la oferta erróneas
—las que desembocan en menores ingresos en este momento— pueden exacerbar la
falta de demanda agregada. De ahí que las medidas destinadas a mejoras en el
mercado de trabajo no vayan a conducir a una mayor contratación si no hay
demanda para los bienes producidos por las empresas. Asimismo, debilitar a los
sindicatos y la seguridad en el trabajo puede muy bien dar lugar a salarios más
bajos, una demanda más débil y más desempleo. Las doctrinas neoliberales
sostenían que alejar a los trabajadores de los sectores subvencionados hacia actividades
más productivas aumentaría el crecimiento y la eficacia. Ahora bien, en
situaciones como la de España, en la que el desempleo ya es elevado, lo que
sucede es que los trabajadores se trasladan de los sectores subvencionados de
baja productividad al desempleo, y la economía queda más debilitada aún por la
disminución resultante en el consumo.
Hace ya años que Europa se afana, y el único
resultado es que, mientras este libro estaba en prensa, no
sólo los países en crisis, sino Europa en su conjunto, se ha deslizado hacia la
recesión. Existe un paquete de políticas alternativas que podrían dar
resultado, que quizá al menos pusieran fin a la depresión, al corrosivo aumento
de la pobreza y de la desigualdad, y quizá hasta restablecieran el crecimiento.
Un principio
reconocido desde hace mucho tiempo es que una expansión equilibrada de los
impuestos y del gasto estimula la economía, y si el programa está bien diseñado
(los impuestos en la cima, el gasto en educación), el incremento del PIB y del
empleo puede ser significativo.
Ahora bien,
lo que puede hacer España es limitado. Para que el euro sobreviva Europa tiene
que actuar. Europa en conjunto no se encuentra en una mala situación fiscal: su
tasa de deuda pública con respecto al PIB puede compararse favorablemente con
la de Estados Unidos. Si cada estado norteamericano fuera completamente
responsable de su propio presupuesto, lo que incluiría el pago de todas las
prestaciones de desempleo, Estados Unidos también estaría sumido en una crisis
fiscal. La lección que se desprende es evidente: el todo es mayor que la suma
de sus partes. Existen varias formas en las que Europa podría actuar de manera
conjunta, más allá de las medidas ya adoptadas.
Ya hay
instituciones en Europa, como el Banco Europeo de Inversiones, que podrían
ayudar a financiar inversiones que hacen falta en unas economías desprovistas
de dinero. Debería expandir sus préstamos. Asimismo, habría que aumentar los
fondos destinados a apoyar a las pequeñas y medianas empresas, pues las grandes
pueden acudir a los bancos de capitales. La contracción crediticia por parte de
los bancos golpeó de forma especialmente dura a estos bancos, y en todas las
economías estos bancos son la fuente de creación de empleo. Estas medidas ya
están encima de la mesa, pero es poco probable que sean suficientes.
Lo que hace
falta es algo mucho más afín a una tesorería común: un gran fondo de
solidaridad europeo para la estabilización o Eurobonos. Si Europa (y el Banco
Central Europeo en particular) tomaran un préstamo y prestasen a su vez ese
dinero, los costes de cubrir la deuda europea disminuirían, y eso crearía
espacio para la clase de gastos que fomentan el crecimiento y el empleo.
Ahora bien,
las políticas habituales que se están debatiendo son poco menos que un pacto
suicida: un acuerdo para limitar el gasto a los ingresos fiscales, incluso en
medio de una recesión, sin el compromiso por parte de los países que se
encuentran en una posición de fuerza de ayudar a los más débiles. Una de las
victorias de la administración de Clinton consistió en derrotar un intento
similar por parte de los republicanos de incorporar una enmienda de
presupuestos equilibrados a la Constitución. Por supuesto, no habíamos previsto
la dilapidación presupuestaria de la administración de Bush, las irresponsables
políticas de desregulación y la supervisión inadecuada que desembocaron en la
expansión de la deuda estatal. Pero aun en el caso de que así hubiera sido,
creo que habríamos llegado a la misma conclusión. Es un error no emplear las
herramientas que contiene la caja de herramientas de un país; una de las
obligaciones fundamentales de una economía moderna es mantener el pleno empleo,
y por sí sola la política monetaria no basta.
En Alemania
hay quien dice que Europa no es una unión de transferencias. Muchas relaciones
económicas no son uniones de transferencias: un ejemplo sería una zona de libre
comercio. Sin embargo, el sistema de una moneda única aspiraba a ir más allá.
Si no están dispuestas a cambiar el marco económico más allá de un acuerdo de
rigor fiscal, Europa y Alemania tendrán que afrontar la realidad: el euro no
dará resultado. Puede que sobreviva durante algún tiempo más, causando dolores
inconmensurables en su agonía. Pero no sobrevivirá.
Así también,
sólo hay una manera de salir de la crisis bancaria: un marco bancario común, un
respaldo al sistema bancario a nivel europeo. Como cabía esperar, los bancos
que reciben las subvenciones implícitas de los Estados que se encuentran en
mejor situación financiera no quieren saber nada de esto. Disfrutan de su
ventaja competitiva. Y los banqueros de todo el mundo tienen una influencia
desproporcionada sobre sus Gobiernos.
Las
consecuencias serán profundas y duraderas. Los jóvenes privados durante largo
tiempo de empleo aceptable se marginan. Cuando lo acaben encontrando, será a
cambio de un salario mucho más bajo. Normalmente, la juventud es la época en la
que se adquieren y desarrollan los conocimientos. Ahora es la época en la que
se atrofian. El activo más valioso de la sociedad, los talentos de quienes la
componen, están siendo desperdiciados e incluso destruidos.
En el mundo
existen muchísimas catástrofes naturales: terremotos, inundaciones, tifones,
huracanes y tsunamis. Es una pena
añadir a todas ellas una catástrofe artificial. Pero eso es lo que Europa está
haciendo. Es más, darles la espalda deliberadamente a las lecciones del pasado
es criminal. El dolor que está experimentando Europa, sobre todo su población
pobre y su juventud, es completamente innecesario.
Como ya he
sugerido, existe una alternativa. Sin embargo, España no puede actuar sola. Las
políticas que se requieren son políticas europeas. La tardanza en captar la
alternativa será muy costosa.
Ahora mismo,
por desgracia, la clase de reforma que haría que el euro diera resultado no
está sobre la mesa, al menos no de manera abierta. Como antes he señalado, lo
único que oímos son lugares comunes sobre la responsabilidad fiscal y el
restablecimiento del crecimiento y de la confianza. De manera discreta, los académicos
y otra gente empiezan a deliberar sobre el plan B: ¿qué pasará si la falta de
voluntad política que pudo constatarse cuando se fundó el euro —la voluntad
política de crear las estructuras institucionales que harían que una moneda
común fuera viable— se mantiene? Como dice una frase hecha muy conocida,
«desrevolver» un huevo revuelto es costoso. Tiene un precio. Sin embargo, la
vida continúa tras las deudas y las devaluaciones. Y esa vida podría ser
muchísimo mejor que la depresión a la que se enfrentan algunos de los países
europeos ahora mismo. Empleo este término después de pensarlo bien. Si hubiera
una luz al final del túnel, eso sería algo. Ahora bien, la austeridad no
contiene ninguna promesa de un mundo mejor en ningún momento del futuro previsible.
Ni la historia ni la experiencia nos proporcionan fundamento alguno que nos
tranquilice al respecto. Y si la depresión continúa, son quienes se encuentran
en la base y en medio de la pirámide quienes más sufrirán.
Continuará
[80]
Josep Pijoan-Mas y Virginia Sánchez Marcos lo atribuyen
al descenso del precio de las primas asociadas a la educación universitaria y a
unos niveles de desempleo descendentes en «Spain Is Different: Falling Trends
of Inequality,» Review of Economic
Dynamics 13, núm. 1 (enero 2010), pp. 154-178. <<
[81]
Para una descripción de algunos de estos esfuerzos, ver
OECD Perspectives: Spain Policies for a Sustainable Recovery, October,
consulta en línea en www.oecd.org,
30 de julio de 2012.
[82]
El coeficiente de Gini es una forma de medición
habitual de la desigualdad, que expuse en la primera parte. De acuerdo con esa
medida, la igualdad perfecta tiene un valor de 0; la desigualdad perfecta, de
1. Los países razonablemente buenos tienen una medida de 0,3. Estados Unidos,
el peor de los países industriales avanzados, tiene un coeficiente de alrededor
de 0,47, y en los países muy desiguales el coeficiente supera el 0,5. El
coeficiente de Gini de un país suele evolucionar de manera muy lenta, pero el
de España aumentó desde 32,6 en 2005 a 34,7 en 2010. Ver FMI «Income Inequality
and Fiscal Policy», junio, consulta en línea en www.imf.org, 30
de julio de 2012. <<
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