Por Joseph Stiglizt
ESCASEZ EN
UNA ERA DE ABUNDANCIA[53*]
A lo largo y ancho del mundo,
las protestas contra los precios desorbitados de los alimentos y de los
combustibles van a más. Los pobres —y hasta las clases medias— están viendo
cómo sus ingresos son exprimidos a medida que la economía mundial entra en una
fase de desaceleración. Los políticos quieren responder a las legítimas
inquietudes de sus electores, pero no saben qué hacer.
En Estados
Unidos, tanto Hillary Clinton como John McCain optaron por la salida fácil y
apoyaron la suspensión del impuesto sobre la gasolina, al menos mientras durase
el verano. Sólo Barack Obama se mantuvo firme y rechazó la propuesta, que no
habría hecho sino incrementar la demanda de gasolina, y por consiguiente habría
anulado el efecto de la rebaja fiscal.
No obstante,
si Clinton y McCain estaban equivocados, ¿qué era lo que deberían de haber
hecho? No se puede dar la espalda sin más a las súplicas de quienes están
sufriendo. En Estados Unidos, los ingresos reales de las clases medias no han
vuelto aún a los niveles alcanzados antes de la última recesión, que tuvo lugar
en 1991. Cuando George Bush fue elegido, declaró que las rebajas fiscales para
los ricos curarían todos los males de la economía. Los beneficios del
crecimiento basado en esas rebajas irían goteando hasta llegar a todo el mundo
(se trata de políticas que se han puesto de moda en Europa y en otras partes,
pero que han fracasado). Se suponía que las rebajas fiscales iban a estimular
el ahorro, pero en Estados Unidos el ahorro familiar ha caído en picado hasta
tocar fondo. También se suponía que iban a estimular el empleo, pero la
participación en la población activa es menor que durante la década de 1990. El
poco crecimiento que se produjo benefició sólo a unos pocos. La productividad
aumentó durante algún tiempo, pero no fue gracias a las innovaciones
financieras de Wall Street. Los productos financieros que se crearon no
lidiaban con los riesgos, sino que los aumentaban. Eran tan opacos y complejos
que ni Wall Street ni las agencias de calificaciones podían evaluarlos como es
debido. Entretanto, el sector financiero fue incapaz de crear productos que
ayudasen a la gente normal y corriente a afrontar los riesgos que corrían,
incluido el riesgo de ser propietario de una vivienda. Es probable que millones
de estadounidenses pierdan sus hogares, y con ellos los ahorros de toda una
vida.
En el meollo
del éxito de Estados Unidos está la tecnología, representada por Silicon Valley.
La ironía está en que no fueron los científicos responsables de los avances que
permiten un crecimiento basado en la tecnología (ni las empresas de capital
riesgo que los financian) quienes cosecharon las máximas ganancias en el
momento de apogeo de la burbuja inmobiliaria. Estas inversiones reales quedan
eclipsadas por los juegos con los que han estado ocupándose la mayoría de los
participantes en los mercados financieros.
El mundo
necesita reconsiderar las fuentes de crecimiento. Si los fundamentos del
crecimiento económico residen en los avances científicos y tecnológicos, no en
la especulación o los mercados financieros, entonces hay que reorganizar los
sistemas fiscales. ¿Por qué gravar a quienes obtienen sus ingresos apostando en
los casinos de Wall Street con unos tipos inferiores a los que pagan quienes
obtienen su dinero de otras formas? Las ganancias de capital deberían gravarse
con tipos al menos igual de elevados que los ingresos ordinarios. (Esas
ganancias, en cualquier caso, tendrán un rendimiento considerable, porque la
tributación no se impone hasta que no se haya realizado la ganancia). Por
añadidura, debería existir un impuesto sobre las ganancias extraordinarias de
las empresas petrolíferas y de gas.
En vista del
inmenso incremento de la desigualdad que se ha producido en la mayoría de
países, para ayudar a quienes han perdido terreno a raíz de la globalización y
el cambio tecnológico se impone una tributación más elevada para aquellos a los
que les ha ido bien, lo que también
podría aliviar la presión que acarrean los precios desorbitados de los
alimentos y los combustibles. Países como Estados Unidos, que poseen programas
de vales de comida, necesitan claramente aumentar el valor de estos subsidios
para garantizar que las pautas alimentarias no se deterioren. Los países que
carecen de este tipo de programas deberían ir pensando en instituirlos.
Dos factores
desencadenaron la crisis actual: la guerra de Irak contribuyó al incremento del
precio del petróleo, debido entre otras cosas al aumento de la inestabilidad en
Oriente Medio, el suministrador de petróleo de bajo coste, y al mismo tiempo
los biocombustibles han supuesto que los mercados energéticos y alimentarios
estén cada vez más integrados. Si bien el énfasis en las fuentes de energías
renovables es bienvenido, las políticas que distorsionan la oferta alimentaria
no lo son. Las subvenciones estadounidenses al etanol que se obtiene del maíz
contribuyen más a las arcas de los productores de etanol que a frenar el
calentamiento global. Las inmensas subvenciones agrícolas de Estados Unidos y
de la Unión Europea han perjudicado a la agricultura de los países en vías de
desarrollo, donde se dedicó insuficiente ayuda internacional a mejorar la
productividad agrícola. Las ayudas para el desarrollo destinadas a la
agricultura han bajado de su máximo histórico (17 por ciento del total) a sólo
un 3 por ciento en la actualidad, y algunos donantes internacionales han
exigido que se eliminen las subvenciones para la adquisición de abonos, cosa
que dificultaría aún más la competencia por parte de unos agricultores
desprovistos de dinero.
Los países
ricos han de reducir, cuando no eliminar, sus políticas agrícolas y energéticas
distorsionantes, y ayudar a quienes viven en los países más pobres a mejorar su
capacidad de producir alimentos. Ahora bien, esto no es más que el comienzo:
hemos tratado nuestros recursos más valiosos —el aire y el agua limpios— como
si fueran gratuitos. Sólo nuevas pautas de consumo y de producción —un nuevo
modelo económico— podrán abordar el problema fundamental de los recursos.
Tanto la derecha como la izquierda
dicen estar a favor del crecimiento económico. Entonces, ¿deberían
los votantes que intentan decidir entre los dos considerar la opción entre
ambos como una simple cuestión de escoger entre un equipo de gestión u otro?
¡Ojalá fuera
tan sencillo! Parte del problema tiene que ver con el papel que desempeña la
suerte. En la década de 1990, la economía estadounidense tuvo la fortuna de
contar con bajos precios energéticos, un ritmo de innovación elevado y una
China que ofrecía bienes de calidad a precios cada vez más reducidos, todo lo
cual se confabuló para generar baja inflación y crecimiento rápido.
No hay gran
cosa que agradecerles al respecto al presidente Clinton y al entonces
presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, aunque sin duda una mala
política podría haber echado las cosas a perder. En cambio, los problemas a los
que nos enfrentamos en la actualidad —precios energéticos y alimentarios
elevados y un sistema financiero en vías de desmoronarse— han sido provocados
en no poca medida por malas políticas.
Existen,
ciertamente, grandes diferencias en las estrategias
de crecimiento, lo que convierte en harto probables las diferencias en los
resultados. La primera diferencia tiene que ver con la forma en que se concibe
el propio crecimiento. El crecimiento no sólo es cuestión de aumento del PIB.
Tiene que ser sostenible: el crecimiento basado en la degradación medioambiental,
un exceso de consumo financiado mediante endeudamiento o la explotación de unos
recursos naturales escasos, sin reinvertir los beneficios, no es sostenible.
El
crecimiento también ha de ser inclusivo; ha de beneficiar a una mayoría de los
ciudadanos. La teoría económica del goteo es falsa: un aumento del PIB puede,
de hecho, dejar peor parada a la mayor parte de la ciudadanía. El crecimiento
de Estados Unidos en años recientes no ha sido ni económicamente sostenible ni
inclusivo. La mayoría de los estadounidenses están peor hoy que hace siete
años.
Sin embargo,
tiene que haber una compensación entre la desigualdad y el crecimiento. Los
Gobiernos pueden contribuir al crecimiento fomentando la integración social. El
recurso más valioso de un país son sus gentes, por lo que es fundamental que
todo el mundo pueda hacer realidad sus expectativas, lo que exige que haya
oportunidades educativas para todo el mundo. Una economía moderna también exige
asumir riesgos. Los individuos están más dispuestos a correrlos si disponen de
una buena red de seguridad. Si no, los ciudadanos pueden exigir que los
protejan de la competencia extranjera. La protección social es más eficaz que
el proteccionismo.
No promover
la solidaridad social puede tener otros costes, uno de los cuales (y no el
menor) son los gastos privados y públicos necesarios para defender la propiedad
privada y encarcelar a los delincuentes. En Estados Unidos se estima que dentro
de unos años habrá más gente trabajando en el sector de la seguridad que en el
de la enseñanza. Un año en la cárcel puede llegar a costar más que un año en
Harvard. El coste de encarcelar a dos millones de estadounidenses —una de las
tasas per cápita más elevadas del mundo— debería considerarse como una
sustracción del PIB, y sin embargo se contabiliza como una suma.
La segunda
diferencia fundamental entre la derecha y la izquierda se refiere al papel del
Estado en la promoción del desarrollo. La izquierda considera decisivo el papel
del Estado a la hora de ofrecer infraestructuras y educación, desarrollar la
tecnología e incluso actuar como empresario. El Estado sentó las bases de
Internet y de las revoluciones biotecnológicas contemporáneas. Durante el siglo
XIX, la
investigación en las universidades estadounidenses subvencionadas por el Estado
creó las bases de la revolución agraria. Después fue el Estado quien llevó
estos avances a millones de agricultores estadounidenses. Los préstamos a las
pequeñas empresas han sido cruciales no sólo a la hora de crear nuevas
empresas, sino también industrias
completamente nuevas.
La última
diferencia quizá parezca extraña: ahora la izquierda comprende los mercados y
el papel que pueden y deben desempeñar en la economía; la derecha, sobre todo
en Estados Unidos, no. En realidad la nueva derecha, tipificada por la
administración de Bush-Cheney, no es más que corporativismo viejo con trajes
nuevos.
Esta gente
no es liberal. Creen en un Estado fuerte con sólidos poderes ejecutivos, pero
al servicio de la defensa de los intereses establecidos, y prestando escasa
atención a los principios de mercado. La lista de ejemplos es larga, pero
incluye subvenciones a grandes empresas agrícolas, aranceles para proteger a la
industria del acero y, en los últimos tiempos, los megarrescates de Bear
Stearns, Fannie Mae y Freddie Mac. Ahora bien, la incongruencia entre la
retórica y la realidad se remonta a mucho tiempo atrás: el proteccionismo
aumentó bajo Reagan, incluida la imposición de las llamadas restricciones
voluntarias sobre las importaciones de automóviles japoneses.
En cambio,
la nueva izquierda está intentando hacer que los mercados funcionen. Los
mercados sin trabas no funcionan bien por sí solos, conclusión que corrobora la
actual debacle financiera. Los defensores de los mercados reconocen que a veces
estos fracasan, incluso estrepitosamente, pero sostienen no obstante que «se
corrigen a sí mismos». Durante la crisis de 1929 se esgrimieron argumentos
similares: el Gobierno no tenía que hacer nada, porque los mercados
restablecerían a largo plazo el pleno
empleo en la economía. No obstante, según la célebre expresión de John Maynard
Keynes, a largo plazo estamos todos muertos.
Los mercados
no se «corrigen a sí mismos» dentro de plazos relevantes. Ningún Gobierno puede
quedarse cruzado de brazos sin hacer nada mientras el país se sume en la
recesión o la depresión, ni siquiera cuando vienen causadas por la excesiva
codicia de los banqueros o el cálculo erróneo de los riesgos por parte de los
mercados de valores y las agencias de calificación. Ahora bien, si el Estado va
a pagar las facturas de hospital de la economía, tendrá que actuar de manera
que sea menos probable que haga falta hospitalizarla. El mantra de
desregulación de la derecha fue sencillamente un error, y ahora estamos pagando
el precio. Y ese precio —en términos de producción perdida— será elevado, quizá
más de 1,5 billones de dólares sólo en Estados Unidos.
La derecha
suele hacer remontar su linaje intelectual a Adam Smith, pero si bien este
reconocía el poder de los mercados, también reconocía sus límites. Incluso en
su época, las empresas descubrieron que podían aumentar los beneficios más
fácilmente conspirando para subir los precios que generando productos
innovadores de forma más eficiente. Hace falta una potente legislación antitrust.
Es fácil
lanzar las campanas al vuelo. Por el momento, todo el mundo se siente eufórico.
Impulsar el crecimiento sostenible es mucho más difícil. Hoy en día, a
diferencia de la derecha, la izquierda tiene un programa coherente que no sólo
ofrece un mayor crecimiento, sino también justicia social. Para los votantes,
debería ser una elección sencilla.
A lo largo y ancho del mundo
existe un enorme entusiasmo por la clase de innovación tecnológica
simbolizada por Silicon Valley. Desde este punto de vista, la inventiva
estadounidense representa nuestra auténtica ventaja competitiva, que otros se
afanan en imitar. No obstante, ocurre algo desconcertante: cuesta detectar los
beneficios de estas innovaciones en las estadísticas del PIB.
Lo que está
sucediendo hoy es análogo a la evolución que tuvo lugar hace unas pocas
décadas, a comienzos de la era de los ordenadores personales. En 1987, el
economista Robert Snow —que fue galardonado con el premio Nobel por sus
estudios pioneros sobre el crecimiento— se lamentaba: «La era de los
ordenadores puede constatarse en todas partes salvo en las estadísticas de
productividad». Esto tiene varias posibles explicaciones.
Puede ser
que el PIB no exprese realmente las mejoras en el nivel de vida que las
innovaciones de la era de los ordenadores están produciendo. O puede que esta
innovación sea menos significativa de lo que creen sus entusiastas defensores.
De hecho, hay algo de verdad en ambas perspectivas.
Recordemos
cómo, hace unos pocos años, justo antes del colapso de Lehman Brothers, el
sector financiero presumía de su carácter innovador. Dado que las instituciones
financieras habían estado atrayendo a los jóvenes más brillantes y prometedores
del mundo entero, apenas cabía esperar otra cosa. Sin embargo, si se miraban
las cosas con más atención, iba quedando claro que la mayor parte de esa
innovación versaba en torno a cómo encontrar mejores formas de timar a los
demás, de manipular mercados sin que les pillasen (al menos durante mucho tiempo)
y de explotar el poder de estos.
En aquella
época, cuando los recursos fluían hacia aquel sector «innovador», el
crecimiento del PIB fue notablemente inferior a lo que había sido antes.
Incluso en los mejores momentos, no condujo a un aumento del nivel de vida
(salvo para los banqueros) y acabó desembocando en la crisis de la que sólo
ahora nos estamos recuperando. La contribución social neta de toda esa
«innovación» había sido negativa.
De forma
similar, la burbuja de las «puntocom» que precedió a aquella época estuvo
marcada por la innovación: sitios web donde uno podía hacer pedidos de comida
para perros y refrescos en línea. Al menos aquella época dejó un legado de
motores de búsqueda eficientes y una infraestructura de fibra óptica. Sin embargo,
no resulta fácil evaluar cómo afecta a nuestro nivel de vida el ahorro de
tiempo que suponen las compras en línea, o el ahorro en costes que podría
producir una mayor competencia (debido a la mayor facilidad para comparar
precios en línea).
Hay dos cosas
que deberían estar claras. En primer lugar, es posible que la rentabilidad de
una innovación no sea un buen indicador de su contribución neta a nuestro nivel
de vida. En una economía del tipo «el que no corre vuela», un innovador que
cree un sitio web mejor para comprar comida para perros en línea y entregarla a
domicilio quizá logre atraer a toda la gente que a lo largo y ancho del mundo
utilice Internet para hacer comprar comida para perros, y obtendrá así enormes
beneficios. Sin embargo, sin el servicio de entrega, gran parte de esos
beneficios sencillamente habría ido a parar a otros. La contribución neta del
sitio web al crecimiento económico podría en realidad ser más bien escasa.
Es más, si
una innovación, como por ejemplo los cajeros automáticos en la banca, implica
un aumento del desempleo, ningún aspecto del coste social —ni el sufrimiento de
quienes se quedan en la calle ni el coste fiscal añadido de pagarles subsidios
de desempleo— se reflejará en la rentabilidad de la empresa. Asimismo, nuestras
formas de medir el PIB no reflejan los costes del incremento de la inseguridad
que pueden experimentar los individuos cuando aumenta el riesgo de quedarse sin
empleo. E igual de importante, a menudo tampoco refleja de manera precisa las
mejorías en el bienestar social que resultan de la innovación.
En un mundo
más sencillo, en el que la innovación simplemente supusiera reducir los costes
de producción de, pongamos, un automóvil, sería más fácil evaluar el valor de
una innovación. No obstante, cuando la innovación afecta a la calidad de un automóvil, la tarea se
vuelve mucho más difícil. Y esto resulta aún más evidente en otros ámbitos:
¿cómo evaluar de manera precisa el hecho de que, debido a los progresos
realizados en medicina, hoy en día las operaciones de corazón tienen más
probabilidades de tener éxito que en el pasado, lo que supone un significativo
aumento en la esperanza y la calidad de vida?
Aun así, uno
no puede evitar la inquietante impresión de que, a largo plazo y a fin de
cuentas, la contribución de las innovaciones tecnológicas recientes al aumento
del nivel de vida podría ser considerablemente menor de lo que sostienen sus
entusiastas defensores. Se ha invertido mucho esfuerzo intelectual en idear
mejores formas de maximizar los presupuestos de publicidad y de marketing: por ejemplo, buscando
clientes, sobre todo adinerados, que podrían llegar a adquirir el producto.
Ahora bien, los niveles de vida podrían haber aumentado todavía más si todo
este talento innovador se hubiera asignado a investigaciones más fundamentales,
o incluso a ulteriores investigaciones aplicadas que pudieran haber desembocado
en nuevos productos.
De acuerdo:
el hecho de estar conectados unos con otros a través de Facebook o Twitter es
valioso. Sin embargo, ¿cómo vamos a comparar estas innovaciones con otras como
el láser, el transistor, la máquina de Turing y la cartografía del genoma
humano, cada una de las cuales ha implicado una avalancha de productos de
transformación?
Por
supuesto, tenemos motivos para emitir un suspiro de alivio. Pese a que aún no
sepamos qué proporción de las recientes innovaciones tecnológicas están
contribuyendo a nuestro bienestar, al menos sabemos que han tenido un efecto
positivo, cosa que no se puede decir de la oleada de innovaciones financieras
que caracterizaron a la economía global antes de la crisis.
Esta última parte del libro difiere
de las demás. Se trata de una entrevista realizada por Cullen Murphy, mi
editor en Vanity Fair, en la que
respondo a una de las afirmaciones que hacen los conservadores, según la cual
las personas adineradas son creadoras de empleo neto. De acuerdo con este punto
de vista, quitarles dinero a los ricos —o incluso obligarlos a pagar la parte
de impuestos que les corresponde— sería contraproducente. Los estadounidenses
de a pie sufrirían. No se trata de otra cosa más que de una versión del siglo XXI de la
teoría económica del goteo, que pretende defender las desigualdades sociales.
Mi punto de
vista era que la teoría económica del goteo era completamente errónea. A lo
largo y ancho del mundo abunda la creatividad y el talento empresarial también,
siempre y cuando exista una demanda apropiada (y si se satisfacen otros requisitos
previos, como el acceso al capital y
una infraestructura adecuada). En esa perspectiva, los auténticos «creadores de
empleo» son los consumidores; y el motivo por el que las economías
estadounidense y europea no han estado creando empleo es que el estancamiento
de los ingresos se traduce en el estancamiento de la demanda. Es más, mientras
este libro está en prensa, en muchos países europeos los salarios están por
debajo del nivel que tenían al comenzar la crisis, y como he señalado en
reiteradas ocasiones, los ingresos de la familia estadounidense media son
inferiores a los de hace un cuarto de siglo. No es de extrañar, por tanto, que
la demanda se haya estancado.
Los
redactores de Vanity Fair me hicieron
otra pregunta que había oído con frecuencia mientras recorría el país: ¿cuándo
fechamos ese incremento de la desigualdad? ¿Y a qué lo atribuimos? Mi respuesta
se corresponde con lo que han descubierto otros estudiosos: aproximadamente a
comienzos de la administración de Reagan. Si bien algunas de las acciones
emprendidas por el presidente Reagan contribuyeron con casi toda certeza al
incremento de la desigualdad —entre ellas unas modificaciones fiscales
enormemente beneficiosas para los muy ricos— hay que adoptar una perspectiva
más amplia, como hace Thomas Piketty en su libro: en muchos países avanzados,
la desigualdad comenzó a aumentar en torno a la misma época. Las «reformas»
integrantes del espíritu de la década de 1980 golpearon a un país tras otro.
Estas reformas conllevaban no sólo la reducción de los tipos fiscales
superiores sino también la liberalización de los mercados financieros.
Así pues,
cerramos el libro repitiendo las temáticas con las que empezamos: nuestro nivel
de desigualdad —los extremos a los que ha llegado y las formas que ha adoptado—
no es inevitable; no es el resultado de las leyes inexorables de la economía o
de la física: es el resultado de opciones y de decisiones políticas, que a su
vez son el resultado de posiciones ideológicas. Hemos pagado un alto precio por
esta desigualdad, y lo hemos acusado de manera muy intensa durante la década
pasada, con la gestación de la crisis y sus secuelas. No obstante, es un precio
que seguiremos pagando —y en cantidades cada vez mayores— en el futuro a menos
que cambiemos las políticas que lo engendraron.
Entrevista: Joseph Stiglitz,
sobre la mentira de que el 1 por ciento más rico impulsa la innovación y por
qué la presidencia de Reagan fue el punto de inflexión para las desigualdades
en Estados Unidos.[56*]
Cullen
Murphy: Su nuevo
libro, El precio de la desigualdad,
abarca mucho tanto histórica como
geográficamente: si echásemos una mirada sobre la historia de Estados Unidos,
¿qué periodo de esta le parece a usted más semejante al nuestro en términos de
la falta de preocupación ante una creciente desigualdad?
Joseph Stiglitz: Son dos las épocas que se me
vienen a la cabeza: la «Gilded Age» de finales del siglo XIX y la época de boom de la década de 1920. Ambas
estuvieron marcadas por altos niveles de desigualdad y corrupción, que llegan a
afectar incluso a los procesos políticos (como por ejemplo
el tristemente célebre escándalo del Teapot Dome,[57*] que marcó el inicio de la década de 1920). Es más,
hasta la segunda mitad de la década anterior, la desigualdad de ingresos nunca
había alcanzado los niveles de los años veinte. Por supuesto, algunos de
quienes acumularon sus fortunas en las dos épocas hicieron grandes
contribuciones a nuestra sociedad: por ejemplo, los «magnates ladrones» cuando
construyeron las vías férreas que transformaron el país, o James B. Duke, cuyo
papel fue decisivo para llevar la electricidad a distintas partes del país.
Ahora bien, las dos épocas también estuvieron marcadas por la especulación, la
inestabilidad y los excesos.
Hay quien —como Edward Conard en su libro Unintended Consequences [«Consecuencias
imprevistas»]— argumenta que la desigualdad extrema no sólo no es indicio de
problemas graves, sino que en realidad es algo que habría que celebrar. Sin
duda tendrá usted mucho que decir acerca de ese argumento. ¿Cuáles son sus
defectos fundamentales?
Conard
argumenta que una mayor desigualdad es algo bueno porque a medida que los ricos
acumulan más dinero, lo invertirán y eso hará que mejore la economía. Además,
su riqueza constituye la prueba palpable de sus contribuciones a la innovación.
Como usted dice, ese punto de vista presenta tantos problemas que es difícil
saber por dónde empezar. Permítame destacar tres de esos problemas.
Para
empezar, se basa en la teoría de la economía del goteo, es decir, en la idea de
que si a los de arriba les va bien, también le irá bien al resto de la
sociedad. Ahora bien, las pruebas apuntan abrumadoramente en sentido contrario:
en la actualidad los ingresos reales (ajustados para la inflación) de la
mayoría de estadounidenses son inferiores a los de hace una década y media, en
1997.
En segundo
lugar, se basa en la falacia de que la desigualdad es buena para el crecimiento
económico; ahora bien, una vez más, los indicios apuntan abrumadoramente en
sentido contrario. Se ha demostrado una y otra vez que la desigualdad retrasa
el crecimiento económico y fomenta la inestabilidad. Se trata de
descubrimientos basados en estudios convencionales. Incluso el Fondo Monetario
Internacional, que no destaca por sus posturas radicales en materia económica,
ha acabado por reconocer los efectos adversos de la desigualdad sobre el
rendimiento económico.
Por último,
no es cierto que los extremadamente ricos empleen su riqueza para correr
riesgos que impulsen la innovación. Lo que hemos visto con toda claridad es que
una forma mucho más habitual de emplear la riqueza es sacar provecho
dedicándose a la captación de rentas. Cuando pequeños grupos de personas poseen
una riqueza desproporcionada, utilizarán su poder para lograr que el Gobierno
les otorgue un trato privilegiado. Algunas de las personas más ricas
(históricamente, e incluso hoy en día) hicieron sus fortunas mediante prácticas
monopolistas, impidiendo a otros competir con ellos en igualdad de condiciones.
Ese comportamiento de captación de rentas es una forma espantosamente ineficaz
de empleo de los recursos: los captadores de rentas no crean valor, sino que
utilizan sus posiciones de privilegio en los mercados para acaparar porciones
cada vez mayores del valor existente. Distorsionan la economía disminuyendo la
eficiencia y el crecimiento económico.
Los
verdaderos impulsores del crecimiento y la innovación son las empresas jóvenes
y las pequeñas y medianas empresas, sobre todo en los ámbitos de la tecnología
puntera, que suelen estar basadas en la investigación financiada por el Estado.
Parte del problema actual que tiene Estados Unidos es que hay demasiada gente
en la cima de la escala social que no quiere contribuir con la parte que les
corresponde a estos «bienes públicos», y gran parte de esa gente paga unos
impuestos que representan sólo una pequeña proporción de los que paga mucha
gente mucho menos acomodada que ellos. De ahí que a nadie deba extrañarle que
algunos de los estadounidenses más ricos estén vendiendo una fantasía económica
según la cual su mayor enriquecimiento es beneficioso para todo el mundo.
Durante la
«recuperación» de 2009-2010, el 1 por ciento superior de los actores económicos
estadounidenses acaparó el 93 por ciento del crecimiento de los ingresos. No
creo que Conard logre persuadir a los veintitrés millones de estadounidenses
que querrían tener un empleo a tiempo completo pero no logran obtenerlo de que
se consuelen pensando en eso.
Si tuviera usted que señalar una encrucijada en el
camino donde emprendimos la senda hacia una desigualdad cada vez mayor, ¿dónde
la situaría? ¿Y qué acontecimientos la precipitaron?
Sería
difícil precisar un solo momento decisivo, pero está claro que la elección del
presidente Ronald Reagan fue un punto de inflexión. En las décadas
inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial se produjo un
crecimiento económico del que participó la mayor parte de la gente, y durante
el cual a quienes estaban en la base de la pirámide social les fue proporcionalmente
mejor que a quienes estaban en la cima. (También fue el periodo en que el
crecimiento económico del país fue más rápido). Entre los acontecimientos que
precipitaron el rumbo hacia una mayor desigualdad estuvo el comienzo de la
desregulación del sector financiero y la disminución del carácter progresivo
del sistema fiscal. La desregulación condujo a una financiarización excesiva de
la economía, hasta el punto de que antes de la crisis el 40 por ciento de todos
los beneficios empresariales iba a parar al sector financiero. Y el sector
financiero ha estado marcado por extremos de indemnización en la cima, y ha
obtenido sus beneficios explotando a quienes se encuentran en la parte
intermedia e inferior de la escala social, por ejemplo, mediante préstamos
predatorios y prácticas abusivas con las tarjetas de crédito. Los sucesores de
Reagan, por desgracia, siguieron recorriendo el sendero de la desregulación.
También continuaron y llevaron más allá la política de reducir los impuestos
que pagaban quienes más tenían, hasta el punto de que hoy en día, el 1 por
ciento más rico de estadounidenses paga sólo alrededor del 15 por ciento de sus
ingresos en impuestos, muchísimo menos que quienes tienen unos ingresos más
moderados.
Suele
citarse la derrota de la huelga de los controladores aéreos por parte de Reagan
como un punto crítico decisivo en el debilitamiento de los sindicatos, que es
uno de los factores que explican por qué a los trabajadores les ha ido tan mal
en décadas recientes. No obstante, también hubo otros factores. Reagan fomentó
la liberalización del comercio, y parte del aumento de la desigualdad se debe a
la globalización y a la sustitución de empleo semicualificado por nuevas
tecnologías y trabajo subcontratado. Cabe atribuir a esto una parte del aumento
de la desigualdad común tanto a Europa como a Estados Unidos. Ahora bien, lo
que distingue a Estados Unidos es el asombroso crecimiento de los ingresos de
los megarricos, sobre todo del 0,1 por ciento superior, que está a años luz de
la mayor parte de Europa y se debe en parte al fervor desregulador de Reagan,
sobre todo en el sector de las finanzas; en parte al incumplimiento de las
leyes sobre la competencia; y en parte a la mayor disposición de Estados Unidos
a aprovecharse de una legislación de gobernanza de las grandes empresas
inadecuada.
A lo largo
de su historia, Estados Unidos ha luchado contra la desigualdad. Ahora bien,
con las políticas fiscales y las normativas que teníamos durante el periodo de
posguerra estábamos en el buen camino para mejorar aquello en alguna medida.
Las rebajas fiscales y la desregulación del periodo en que Reagan estuvo en el
poder revirtieron esa tendencia. La disparidad de ingresos antes de impuestos y
pagos de transferencias (asistencia entregada a los pobres, por ejemplo,
mediante vales de comida) es mayor ahora, y como el Gobierno hace menos en
beneficio de los pobres y favorece a los ricos, una vez deducidos los impuestos
y los pagos de transferencias las desigualdades de ingresos son aún mayores.
Una de las actividades que critica usted es la
captación de rentas. ¿Considera que la captación de rentas desempeñó un papel
en el fiasco de J. P. Morgan?
Las enormes
pérdidas de las que informó recientemente J. P. Morgan demuestran que no hemos
puesto coto a los excesos de los bancos y que no hemos remediado los problemas
que desembocaron
en la crisis. Sigue habiendo falta de transparencia, préstamos predatorios y
conducta temeraria, todo ello a la vez que los contribuyentes siguen estando en
situación de riesgo. El hecho de que no se haya reformado el sector financiero
es un claro síntoma de la captación de rentas. Hemos seguido con un sistema en
el que se privatizan las ganancias y se socializan las pérdidas; en la
práctica, los bancos han recibido subvenciones inmensas (a menudo ocultas).
La industria
financiera ha empleado sus puertas giratorias con el Gobierno primero para
debilitar las normativas que la constreñían; e incluso después de que hubiera
quedado meridianamente claro que esas normativas eran inadecuadas, las ha
empleado para impedir la aprobación de otras nuevas que sí lo fueran. Tenemos
una estructura regulatoria deficiente como consecuencia de la captación de
rentas. Los bancos utilizan su influencia para obtener un trato especial,
rescates incluidos. Han constatado que si una pérdida los llevaba a la
bancarrota, el contribuyente estadounidense estaba ahí para asistirlos con
financiación barata (inyecciones directas, tipos de interés del cero por
ciento, apoyos al mercado hipotecario, pago de las obligaciones de AIG y así
sucesivamente). Así es cómo nos sacan rentas a todos los demás. Luego esas
rentas se pagan como dividendos a los accionistas y en forma de
«bonificaciones» a los directivos. Lo que indignó a tantos estadounidenses fue
que quienes habían llevado a sus empresas al borde de la ruina siguieran
recibiendo bonificaciones. E incluso cuando la Reserva Federal prestaba dinero
a los bancos a casi el cero por ciento de interés, y estos podían ganar dinero
fácil sencillamente invirtiendo en bonos del Estado a largo plazo, los
banqueros recibieron bonificaciones igual que si sus beneficios hubieran sido
el resultado del trabajo duro o de ser unos genios.
En su libro, ofrece usted numerosas opciones de
política que en conjunto, y con el paso del tiempo, corregirían el problema de
la desigualdad. Si pudiera usted apretar un botón y llevar a término sólo una
de ellas, ¿cuál sería y por qué? Y si pudiera volver a apretar el botón, ¿cuál
sería la segunda?
No existe
panacea alguna, en parte porque la desigualdad estadounidense tiene muchísimas
facetas: los extremos de ingresos y riqueza en la cima de la pirámide social,
el encogimiento de la parte intermedia y el incremento de la pobreza en la
base. Cada una tiene sus propias causas, y cada una requiere sus propios
remedios.
Lo que más
me perturba es que Estados Unidos haya dejado de ser la tierra de las
oportunidades, y que las posibilidades de que los que se encuentran en la parte
inferior lleguen a integrarse en la parte intermedia o en la cima son mucho
menores todavía que en la vieja Europa; de hecho, las cosas están peor aquí que
en cualquiera de los demás países industriales avanzados sobre los que existen
datos. Esta falta de igualdad de oportunidades se plasma, a lo largo de los
años, en una desigualdad cada vez mayor, y podría desembocar en la creación de
una plutocracia hereditaria. De manera que para mí, el acto singular más
importante sería garantizar una enseñanza de calidad para todos. Al mismo
tiempo, esa enseñanza mejorada ayudaría a los estadounidenses a competir en un
mercado global cada vez más competitivo.
Las
políticas que propongo en El precio de la
desigualdad se desprenden directamente de mi diagnóstico de las fuentes de
la desigualdad: en la cúspide tenemos financiarización excesiva, abusos de la
gobernanza corporativa que conducen a los presidentes de las empresas a
llevarse una parte desproporcionada de los beneficios empresariales y captación
de rentas; en la parte intermedia, debilitamiento de los sindicatos; en la base,
discriminación y explotación. Crear buenas normativas financieras, mejores
sistemas de gobernanza corporativa y leyes que pusieran coto a mayores
discriminaciones y prácticas de préstamo predatorias son cosas que ayudarían.
También vendrían bien reformas de la financiación de las campañas electorales y
otras reformas políticas que pusieran coto a las posibilidades de captación de
rentas por parte de quienes están en la cima de la pirámide social.
Todas estas
medidas reducirían el alcance de la desigualdad en los ingresos previos a los
impuestos. No obstante, una reducción en la desigualdad posterior a los
impuestos es igual de importante. Un lugar sencillo por donde empezar es la
propia fiscalidad: el sistema actual grava las ganancias de capital, que pueden
ser beneficios procedentes de la especulación, con unos tipos mucho más bajos
que los salarios. No sólo no existe ninguna buena razón para hacer eso, sino
que tales políticas fiscales distorsionan la economía y aumentan la
inestabilidad. Los ricos no deberían estar pagando una proporción más pequeña
de sus ingresos en impuestos que la clase media, porque eso agrava la
desigualdad, distorsiona más todavía nuestra vida política y dificulta aún más
el restablecimiento de la salud fiscal del país. Además, ese incremento en los
ingresos fiscales podría contribuir a financiar las necesarias inversiones
públicas en infraestructura, enseñanza e investigación que volverán a
encarrilar la economía y que, si estuvieran bien diseñadas, también aumentarían
tanto la igualdad como la igualdad de oportunidades.
Sin duda habrá voces entre el 1 por ciento que proponen
los mismos argumentos que usted sobre por qué la desigualdad es tan importante
y por qué hay mucho en juego para los ricos en el bienestar de todo el mundo.
¿Quiénes son?
Hay muchos,
entre otros George Soros y Warren Buffett. Centenares de ellos han firmado una
petición coordinada por un grupo llamado Millonarios Patrióticos, que pretende
subir los impuestos a los ricos, y que puede encontrarse en.patrioticmillionaires.org Comprenden que una comunidad desgarrada interiormente
no puede perdurar; entienden que a largo plazo su propio bienestar y el de sus
hijos depende de la existencia de una sociedad estadounidense cohesionada que
invierta adecuadamente en educación, infraestructura y tecnología. Muchos de
estos individuos han vivido el sueño americano, no heredaron la fortuna que
poseen, y quieren que otros tengan las mismas oportunidades que tuvieron ellos.
Ante todo, sospecho que creen apasionadamente en determinados valores
—encarnados por el estilo de vida de Buffett— y les preocupa que en un Estados
Unidos cada vez más dividido esos valores acaben convirtiéndose en rarezas cada
vez más difíciles de encontrar. Como escribieron los Millonarios Patrióticos en
su petición favorable a la regla de Buffett:[58*]
«Nuestro país nos ha tratado bien. Nos proporcionó la base a partir de la cual
triunfamos. Ahora queremos cumplir con la parte que nos toca para mantener sana
esa base y que otros puedan triunfar del mismo modo que nosotros».
Gracias al New York Times por permitirnos incluir
los siguientes artículos: «La desigualdad es una opción» [«Inequality Is a
Choice»]; «La influencia de Martin Luther King en mis ideas económicas» [«How
Dr. King Shaped My Work in Economics»]; «Igualdad de oportunidades, nuestro
mito nacional» [«Equal Opportunity, Our National Myth»]; «La deuda de los
estudiantes y el fin del sueño americano» [«Student Debt and the Crushing of
the American Dream»]; «La única solución que queda para el problema de la
vivienda: la refinanciación masiva de las hipotecas» [«The One Housing Solution
Left: Mass Mortgage Refinancing»]; «Un sistema fiscal en contra del 99 por
ciento» [«A Tax System Stacked against the 99 Percent»]; «La lección equivocada
de la bancarrota de Detroit» [«The Wrong Lesson from Detroit’s Bankruptcy»];
«En nadie confiamos» [«In No One We Trust»]; «Por qué Janet Yellen, y no Larry
Summers, debería dirigir la Reserva Federal» [«Why Janet Yellen, Not Larry
Summers, Should Lead the Fed»]; «La demencia de nuestra política alimentaria»
[«The Insanity of Our Food Policy»]; «Del lado malo de la globalización» [«On
the Wrong Side of Globalization»]; «Cómo la propiedad industrial reafirma la
desigualdad» [«How Intellectual Property Reinforces Inequality»]; «La
desigualdad no es inevitable» [«Inequality is Not Inevitable»]; «Las lecciones
de Singapur para un Estados Unidos desigual» [«Singapore’s Lessons for an
Unequal America»]; «Japón es un modelo, no una fábula moralizante» [«Japan Is a
Model, Not a Cautionary Tale»]; «La desigualdad está retrasando la
recuperación» [«Inequality is Holding Back the Recovery»].
Gracias
también a Project Syndicate for permitirnos incluir los siguientes artículos:
«La desigualdad se globaliza» [«Inequality Goes Global», publicado
originalmente como «Complacency in a Leaderless World»]; «La democracia en el
siglo XXI» [«Democracy in the 21st Century»]; «Justicia para algunos»
[«Justice for Some»]; «Las desigualdades y el niño estadounidense» [«Inequality
and the American Child»]; «El ébola y la desigualdad» [«Ebola and Inequality»];
«El socialismo para ricos en Estados Unidos» [«America’s Socialism for the
Rich»]; «La farsa del libre comercio» [«The Free-Trade Charade»]; «La patente
prudencia de la decisión de la India» [«India’s Patently Wise Decision»]; «Las
crisis después de la crisis» [«The Postcrisis Crises»]; «El milagro de
Mauricio» [«The Mauritius Miracle»]; «La hoja de ruta de China» [«China’s
Roadmap»]; «La reforma del equilibrio entre Estado y mercado en China»
[«Reforming China’s State-Market Balance»]; «Medellín: una luz para las
ciudades» [«Medellín: A Light Unto Cities»]; «Delirios estadounidenses en
Oceanía» [«American Delusions Down Under»]; «Escasez en una era de abundancia»
[«Scarcity in an Age of Plenty»; «Para crecer, gire a la izquierda»] [«Turn
Left for Growth»]; «El enigma de la innovación» [«The Innovation Enigma»].
Gracias
también a Vanity Fair por permitirnos
incluir los siguientes artículos: «Las consecuencias económicas del señor Bush»
[«The Economic Consequences of Mr. Bush»]; «Unos locos capitalistas»
[«Capitalist Fools»]; «Del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el 1 por
ciento» [«Of the 1 Percent, by the 1 Percent, for the 1 Percent»]; «El problema
del 1 por ciento» [«The 1 Percent’s Problem»]; «El libro del empleo» [«The Book
of Jobs»]; «Entrevista: Joseph Stiglitz, sobre la mentira de que el 1 por
ciento más rico impulsa la innovación y por qué la presidencia de Reagan fue el
punto de inflexión para las desigualdades en Estados Unidos» [«Q&A: Joseph
Stiglitz on the Fallacy That the Top 1 Percent Drives Innovation, and Why the
Reagan Administration Was America’s Inequality Turning Point»].
Por último,
gracias a Critical Review por su
permiso para incluir «Anatomía de un asesinato: ¿Quién destruyó la economía
estadounidense?» [«The Anatomy of a Murder: Who Killed America’s Economy?»]; a TIME por «Cómo salir de la crisis
financiera» [«How to Get Out of the Financial Crisis»]; al Washington Monthly por «El crecimiento lento y la desigualdad son
decisiones políticas. Podemos escoger otra cosa» [«Slow Growth and Inequality
are Political Choices. We Can Choose Otherwise»]; a Harper’s por «Capitalismo de pacotilla» [«Phony
Capitalism»];
a Politico por «El mito de la Edad de
Oro de Estados Unidos» [«The Myth of America’s Golden Age»] y «Cómo volver a
poner a trabajar a Estados Unidos» [«How to Put America Back to Work»]; a The Guardian por «La globalización no es
una simple cuestión de beneficios; también es una cuestión fiscal»
[«Globalization Isn’t Just about Profits. It’s about Taxes Too»]; a USA Today por «Falacias de la lógica de
Romney» [«Fallacies of Romney’s Logic»]; al Washington
Post por «Cómo ha contribuido la política a la gran brecha económica» [«How
Policy Has Contributed to the Great Economic Divide»]; a Ethics and International Affairs
por «Eliminar la desigualdad extrema: un objetivo de desarrollo sostenible,
2015-2030» [«Eliminating Extreme
Inequality: A Sustainable Development Goal, 2015-2030»;Tokuma Shoten por «Japón
debería estar alerta»] [«Japan Should Be Alert»]; al Herald por «Independencia
escocesa».
JOSEPH
EUGENE STIGLITZ (Gary, Indiana, 9 de febrero de 1943, EE. UU.) es economista y
profesor.
Ha recibido
la Medalla John Bates Clark (1979) y el Premio Nobel de Economía (2001). Es
conocido por su visión crítica de la globalización, de los economistas de libre
mercado (a quienes llama «fundamentalistas de libre mercado») y de algunas de
las instituciones internacionales de crédito como el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial. En 2000, Stiglitz fundó la Iniciativa para el
diálogo político, un centro de estudios (think tank) de desarrollo
internacional con base en la Universidad de Columbia (EE. UU.) y desde 2005
dirige el Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de
Mánchester. Considerado generalmente como un economista de la Nueva Economía
Keynesiana, Stiglitz fue durante el año 2008 el economista más citado en el mundo.
En el 2012, ingresó como académico correspondiente en la Real Academia de
Ciencias Económicas y Financieras de España.
FIN.