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lunes, 1 de mayo de 2017

El libro prohibido de la economía (V)

Por Fernando Trias de Bes


SERVICIO TÉCNICO


Versión oficial:

Servicio que ofrecen las marcas para la reparación de sus productos por parte de técnicos oficiales y autorizados.

Versión prohibida:

Proceso disuasorio que le convence de reponer antes que reparar.

Desde un punto de vista ecológico esto es evidentemente un despropósito porque estamos convirtiendo el planeta en un basurero de electrodomésticos y aparatos relacionados con la tecnología.


Pero, además, supone meter al cliente en una rueda de la que es muy difícil escapar.

La obsolescencia no es terreno exclusivo de la electrónica de consumo. Se hacen obsoletos los productos también con el diseño. Así, la ropa, gafas, muebles, iluminación del hogar, accesorios deportivos, juguetes… Todo caduca a una velocidad de vértigo. La dinámica competitiva es buena, obviamente, así como la mejora continua. Pero una cosa es que la actividad competitiva acelere el ciclo de vida de los productos y otra bien distinta que las marcas programen la obsolescencia de sus propios productos, que es una degeneración absoluta del concepto y que va contra toda la lógica de la calidad y durabilidad de los bienes.

¿Cómo defenderse de ello? Hay varias formas.

En determinados sectores, las marcas han acelerado tanto los plazos de obsolescencia programada que se han cargado su propia gallina de los huevos de oro. Al imprimir demasiada velocidad a la obsolescencia programada se ha creado un mercado de ocasión alternativo que les quita a las marcas más negocio del que generan. Esto ha sucedido en equipamiento deportivo, por ejemplo. Tomemos el ejemplo de las bicicletas de montaña, mercado que conozco bien por ser un gran aficionado al ciclismo. Durante mucho tiempo, años, se vendieron como lo mejor del mundo mundial las bicicletas con ruedas de 26 pulgadas. Les hablo de verdaderas máquinas con una cantidad de tecnología e I+D increíble. Hechas de carbono, con componentes ligeros y automatismos de alta precisión; bicicletas ligeras, de apenas diez kilogramos de peso y una flexibilidad extraordinaria para poder descender por caminos, senderos o torrentes. Hablamos de bicicletas que pueden costar entre 3000 y 7000 euros.

Pues   bien,   cuando   el   parque     de bicicletas dejó de crecer, las marcas decidieron convertir en obsoletas estas fabulosas bicicletas a base de lanzar bicicletas con ruedas de 29 pulgadas en lugar de 26. Corrió la voz de que eran mucho más rápidas y seguras, que no tenían nada que ver con las otras. ¡Por tres pulgadas! Miles y miles de aficionados decidieron que sus impresionantes máquinas de carbono de 3000 euros eran insuficientes, cuando durante años estuvieron consideradas por todo el mundo como lo mejor de lo mejor para bajar montañas y, más absurdo aún, les iban perfectamente.

¿Qué han logrado las marcas? Por un lado han conseguido que mucha gente renovara una bicicleta que todavía podía ejercer su función, y a la vez han creado un mercado de ocasión y de segunda mano impresionante, pues esas bicicletas no eran en realidad obsoletas. En estos momentos se venden más bicicletas de segunda mano que nuevas. Todos los aficionados que empiezan, y que en circunstancias normales hubieran comprado una bicicleta nueva (el mercado de ocasión era reducido hasta la aparición de las de 29 pulgadas), están adquiriendo a 800 euros las máquinas por las que solo cuatro años atrás se pagaban 3000. Esto, contra lo que pueda pensarse, ha disgustado a muchos aficionados, pues por estar a la última, han visto depreciarse sus bicicletas.

Las marcas no tuvieron suficiente y se les ha ocurrido lanzar ahora las de 27,5 pulgadas, aduciendo que las de 26 eran muy pequeñas y que tal vez las de 29 pulgadas eran demasiado grandes, y que ahora han perfeccionado el diseño y la medida: las mejores son las de 27 pulgadas y media.

Esta vez la gente no se lo ha creído.

Han quemado al cliente y al mercado.

Un ejemplo parecido es el del esquí. Hay establecimientos donde por una cuota anual reducida te van dando material usado solo un año. Pertenece a gente que cae en la trampa de la obsolescencia programada y que repone a los ritmos que las marcas imponen.

Por fortuna, emprendedores y distribuidores que se han dado cuenta de ello están haciendo un negocio a base de reciclar lo que en realidad aún podría ser utilizado.

Estos dos ejemplos en que la obsolescencia programada se ha vuelto contra las propias marcas nos dan una pista de cómo defenderse de estas políticas abusivas: la primera es funcionar en el mercado de segunda mano o de ocasión. Dado que la obsolescencia es tan rápida, le recomiendo minimizar los costes de reposición, y la mejor forma de hacerlo es comprando producto usado. Irá ligeramente por detrás de las novedades, pero podrá seguir la estela de innovaciones del mercado a un coste mucho menor.

La otra solución es prescindir de modas y diseños y sencillamente renovar cuando el producto esté funcionalmente obsoleto sin prestar atención a la imagen que proyectamos o a su estética desfasada. Además, las modas van y vuelven tan deprisa que cada vez es menos problemático y evidente no ir a la última.

De hecho, haciendo de la necesidad virtud, la mayor empresa de España, Zara, ha desarrollado el eje de su estrategia en la obsolescencia. ¿Cuál era el principal problema del sector textil? Los excedentes. A las empresas les era muy difícil calcular cuántas unidades de cada talla y modelo confeccionar o solicitar y, acabada la temporada, se veían obligadas a tirarlas de precio (de ahí las típicas liquidaciones de final de temporada) para sacárselas de encima. Si no las vendían, se las tenían que «comer». Zara llevó la obsolescencia programada a los trapitos, pero a lo bestia. Decidió tener muy pocas unidades de cada modelo y pasar a treinta diseños por temporada cuando lo habitual eran dos, a lo sumo. Diseñar nuevos              modelos              continuamente convertiría al producto en tienda en un perecedero. La idea era además realizar tiradas muy cortas. Y si se terminaba, pues mala suerte. Los clientes de Zara aprendieron aprisa que, si un modelo te gustaba, no podías decir aquello de: «Ya me lo pensaré», porque en apenas cuatro o cinco días, cuando regresabas para adquirirlo, ya no quedaba y, para sorpresa del comprador, no iban a recibir más ni iban a fabricarlo. Ese modelo ya había muerto. De este modo lograron tres efectos mágicos que eran impensables hasta el momento. El primero es que el comprador no dude. Si le gusta algo, sabe que ha de comprarlo o lo pierde. En moda, las mujeres (y muchos hombres) tendemos a dudar. Zara no te permite dudar porque, si te lo piensas, te quedas sin la posibilidad. Es decir, aceleraron las decisiones de compra (¿recuerda cuando le hablé del proceso de compra?). En segundo lugar, provocaron que los clientes se interesaran por revisitar las tiendas cada dos semanas para verificar qué habían recibido de nuevo. Treinta diseños por temporada implica muchos diseños, algunos de los cuales pueden gustarnos mucho y, además, habrá pocos. A través de la obsolescencia programada Zara fue capaz de crear sed por el producto y rapidez en la decisión de compra. En tercer y último lugar, acabó con los excedentes o quedaron muy minimizados. Te puedes equivocar mucho si las tiradas son largas. Pero en tiradas cortas, para equivocarte mucho te has de equivocar en muchos diseños, lo cual es ya más difícil. La reducción de excedentes ha supuesto para Zara un ahorro de costes descomunal.

¿Es esto bueno o malo? Simplemente es. Y lo importante es que lo sepa. ¿Compra usted más o menos ropa que antes debido a la obsolescencia programada del sector moda? No tengo ni idea, pero lo que sí puedo decirle es que la obsolescencia programada es una moneda de dos caras. Si bien, por un lado, acelera la compra (como hemos visto en moda), la reposición del parque (como hemos visto en material deportivo) o el afán por no quedarse atrás (como hemos visto en electrónica de consumo); por otro lado, brinda una excelente oportunidad al cliente: no tienes por qué tener prisa. Si las marcas corren mucho, en realidad los clientes podemos permitirnos el lujo de ir despacio. ¿Que se ha acabado este modelo? No hay que angustiarse porque faltan aún una veintena de colecciones por aparecer esta temporada, algo saldrá que me guste igual o más. ¿Que resulta que el último móvil que compré ya no es el último modelo? Esperándonos un poco más tendremos un móvil dos versiones por encima del actual. La obsolescencia programada, en teoría, acelera la compra, pero en el límite, cuando las marcas abusan de él, se convierte en una tranquilidad para nosotros. ¿Por qué vamos a sustituir un producto obsoleto cuando la novedad que lo ha provocado va a quedar también obsoleta en breve? Al final, lo que hacemos es desentendernos y pasar. Cuando me haga falta, me lo cambio. Esa es mi recomendación. Como he dicho anteriormente, céntrese en la obsolescencia física o funcional del producto. El resto es prescindible.


OBSOLESCENCIA


Versión oficial:

Se llama obsolescencia a la situación en que un producto ha dejado de ser demandado por el público por ser viejo, porque ha dejado de ser útil o porque ha pasado de moda.

Versión prohibida:

Obsolescencia es la estrategia de fijar premeditadamente la fecha de defunción de un producto en el momento de ser lanzado.

 Dentro del capítulo de obsolescencias, sin lugar a dudas hemos de reservar un espacio a las fechas de caducidad de los productos de alimentación. Corresponde a cada marca fijar la denominada fecha de consumo preferente o fecha de caducidad según una serie de análisis que está obligada a realizar. Tradicionalmente, las marcas luchaban por fechas de caducidad lo más largas posible, pues así minimizaban las devoluciones de productos no vendidos. Sin embargo, siguiendo la tendencia de la obsolescencia programada, las marcas de mayor rotación se dieron cuenta de las ventajas que obtendrían si sus productos caducasen pronto.

Reproduzco a continuación una situación que le resultará familiar. Es la hora de la cena. Se encuentra en su casa con la familia. Llega el momento del postre. Abre la nevera y comprueba que tiene un pack de ocho yogures por estrenar. Mira la fecha de caducidad: ¡tres días! ¡Faltan tres días para que caduquen los ocho yogures! ¿Qué hace? Pedir a toda la familia que, por favor, en la medida de lo posible esa noche y los dos días siguientes tomen yogur de postre o para desayunar. Rápidamente, la familia, concienciada, consume los ocho yogures antes de que caduquen. Es importante no tirar comida a la basura.

Llega el sábado. Lista de la compra. Productos básicos que hay que tener en la nevera: leche, huevos, queso, mantequilla y… yogur. «No quedan. Se terminaron ayer. Apunta: yogures».

Y volvemos a llenar la nevera de un pack de ocho yogures que, antes de que se dé cuenta, se hallará consumiendo en tropel de nuevo con los suyos.

Las fechas de caducidad breves son la versión alimenticia de la obsolescencia programada del mundo de la electrónica y la moda. Los antaño objetivos industriales de lograr fechas de caducidad lejanas se ha invertido en determinados sectores y productos, especialmente en los denominados productos de consumo básico y alta rotación.

La forma de defenderse de esta estrategia es bien sencilla. Comprar pocas unidades y reponer solo cuando sea estrictamente necesario. Y, sobre todo, en los puntos de venta, compruebe las unidades del fondo de la estantería o las que estén en pisos inferiores. Las más alejadas del alcance de la mano suelen ser las que caducan más tarde.

FECHA DE CADUCIDAD

Versión oficial:

La fecha de caducidad de un alimento, un medicamento, un producto químico o un cosmético es el día límite para un consumo óptimo desde el punto de vista sanitario. Es la fecha a partir de la cual, según el fabricante, el producto ya no es seguro para la salud del consumidor.

Versión prohibida:

Fechas utilizadas estratégicamente en algunos productos como aceleradores de reposición.

Ahora que mencionaba el pack de ocho yogures, me gustaría dedicar un espacio al patético espectáculo de las políticas de envases. Este es uno de los más lamentables despropósitos de los departamentos de marketing. ¿Para qué se concibieron los tamaños de envase? Muy sencillo. Para adaptar la cantidad a la venta de un producto envasado en función del tamaño de la unidad familiar, la persona o de la situación de consumo.

Así, una botella de dos litros de un refresco está pensada para ocasiones especiales en que hay invitados en casa, o bien para familias de varios miembros. Una lata de treinta y tres centilitros, en cambio, está pensada para consumir de forma aislada. Hay categorías donde las cantidades están bastante determinadas por los usos y costumbres. No hay botellas de refresco de 147 ml. Sería una cantidad demasiado extraña. Son de 50 ml, 100 ml, 125 ml, 250 ml, etc.

Sin embargo, hay toda una serie de productos donde esto es mucho más anárquico y desorganizado debido a la ausencia de unos estándares claros. Es por ejemplo el caso de los frutos secos, aperitivos salados, patatas fritas, golosinas, cereales, embutidos, quesos y, en general, cualquier producto embolsado o empaquetado.

¿A  qué  se  han  dedicado  aquí   las marcas? Pues a probar de entre todas las posibles combinatorias aquellas que maximizan el precio por unidad de medida que paga el consumidor. A las marcas les importa un rábano si, por ejemplo, la bolsa de patatas pequeña y dirigida a un niño contiene 50 g, 60 g o 75 g. Lo que le obsesiona y le quita el sueño es cómo combinar la apariencia de la bolsa, los gramos y el desembolso que el niño —con su limitado presupuesto— puede comprar, de modo que el beneficio por gramo sea el más elevado posible.

Les aseguro que he presenciado en mi vida profesional experimentos a caballo entre lo kafkiano y lo maléfico para determinar si una bolsita de cacahuetes de 35 g a 20 céntimos se puede pasar a 30 g, cobrando 18 céntimos y manteniendo la apariencia de la bolsa, bajar de 35 a 30 g supone una reducción del 14%, mientras que pasar de 20 a 18 céntimos es una bajada de precio del 10%. Como resultado, en el primer caso el gramo de cacahuetes sale a 0,57 céntimos y, en el segundo, a 0,60 céntimos. Claro, para un niño esta diferencia es insignificante, pero póngase en la piel del fabricante. Si usted vende mil toneladas de cacahuetes al año, esta pequeña variación le supone 30 millones de euros adicionales.

Por   si   fuera   poco,   la   marca  se devanea los sesos para saber si, con esta triquiñuela, además de ganar más por gramo de cacahuete vendido, los niños comprarán más bolsas. Las de 35 gramos costaban 20 céntimos, pero las de 30 céntimos que, no les quepa duda alguna, gracias a un brillante diseñador industrial, parecerán iguales o más grandes que las anteriores, cuestan 18 céntimos. Esto significa que tal vez haya un porcentaje pequeño de niños que, donde antes adquirían una bolsa, ahora les llegue para dos bolsas. De nuevo, este incremento de unidades producirá mayores ingresos para la marca.

Lo del diseñador es importante. No pueden ustedes ni imaginarse la cantidad  
de tiempo que se destina a estudiar cómo disimular que se ha reducido la cantidad a la venta o a aparentar que un envase de menor contenido es tan grande como los demás. Bolsas con aire, bolsas que no se ensanchan para que puedan ser más grandes, botellas tan delgadas que se tambalean encima de las mesas y que parecen más tentetiesos que envases, cajas con hendiduras en la base para que la parte superior parezca más grande…

Hemos llegado a un grado tal de absurdo que prácticamente se han perdido de vista las verdaderas funciones de un tamaño de envase, bolsa o pack. A las marcas que así actúan les da ya lo mismo si un envase está o no adaptado a una unidad familiar, momento de consumo o tipología de consumidor. Las políticas de envase y pack se han convertido en complicadas ecuaciones donde hay que conseguir que la derivada sea máxima.

Algunos puntos de venta, tratando de que el cliente sepa cuánto paga realmente por lo que compra, han introducido en algunas etiquetas de precio de las estanterías el dato de precio por gramo resultante junto al precio de venta del producto. Así, todos hemos visto una etiqueta como esta:



  
Fijémonos que nos informan, muy en pequeño, pero nos lo proporcionan, el precio por mililitro, de modo que podamos compararlo con el de otras marcas. ¿Cuál es el problema? Primero, el tamaño con que se imprime ese dato. Para muchas personas resulta difícil verlo sin gafas. Pero aun viéndolo, lo complicado es que a la hora de decidir nos han introducido tres variables cuantitativas: (1) el peso, volumen o gramaje del producto, (2) el desembolso total a realizar o precio y (3) el precio por unidad de medida. A eso añadamos la marca, que es una cuarta variable, en este caso cualitativa.

Así, un cliente encuentra una pasta dentífrica de Colgate, de 100 ml, que cuesta 3,20 euros y que sale a 3,2 céntimos el mililitro. Y debe decidirse entre esta y la de la marca Eroski que es de 200 ml, cuesta 5,90 euros y que sale a 2,95 céntimos el mililitro.

Claro, la de Eroski presenta un precio por mililitro menor, es una compra en realidad más barata, pero hay que desembolsar casi seis euros contra los tres y pico de la marca conocida. Es cierto que tengo el doble de tamaño, pero es más desembolso. ¡La decisión es complicadísima para el consumidor!

Este galimatías es absolutamente deliberado y por eso digo que es patético y es una deformación más de las herramientas comerciales que economistas y teóricos del marketing han desarrollado. ¡Jamás inventamos las políticas de envase para complicar la toma de decisiones ni para maximizar el precio por gramo! ¿Acaso alguien en su sano juicio piensa que un autor de gestión empresarial concebiría una teoría que tuviese este malicioso objetivo?

Continuará

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