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domingo, 21 de mayo de 2017

El libro prohibido de la economía (VII)

Por Fernando Trias de Bes


FOLLETO


Versión oficial:

Díptico promocional que anuncia importantes descuentos por parte de un punto de venta.

Versión prohibida:

Acto de trasladar descuentos de un producto a aumentos de precio de otros, anunciando solo los primeros.

Aunque aplique la Estrategia de la tía Silvia, le será muy difícil salir de un punto de venta con un producto que no tenía previsto comprar. Los profesionales del marketing manejan un dato que los compradores desconocemos: la compra de entre un 20% y 50% de los productos que adquirimos no estaba planificada ni prevista. Medido en términos de gasto, nos movemos entre el 18% y el 40%. Actualmente, un hogar destina el 15% de sus ingresos a productos de alimentación, de lo que se deduce que, entre un 3% y 7% de su salario lo está

destinando a los denominados «productos de impulso». Productos que no se planteaba comprar, pero que al verlos, impulsivamente, decidió adquirir. Si usted tiene un salario anual de, pongamos, 24 000 euros, estamos hablando de entre 720 y 1680 euros anuales destinados a cosas que no necesitaba o, de lo contrario, tendría anotado en su lista de la compra. No sé si le parecerá mucho o poco, pero si lo multiplicamos por el número de hogares de España, estamos ante todo un fenómeno comercial: unos 20 000 millones de euros de gasto se produce de forma impulsiva y no planificada. Este es un negocio muy sabroso, por lo que las marcas y los comercios (retailers) dedican cantidades enormes de dinero a capturar su atención en el punto de venta y atontarle hasta perder toda capacidad de discernimiento.

Este  es  un tema  muy antiguo  y es sobradamente  conocida la recomendación esa de ceñirse a la lista de la compra. No sirve de nada tal truco. Lo tengo comprobado. El motivo es muy simple: hay productos que necesitamos pero nunca anotamos en la lista de la compra. Nos hemos acostumbrado a que parte de nuestra compra sea impulsiva y se decida a tenor de los estímulos que marcas y comercios ponen para atraer nuestros sentidos. Hay cosas que, además, preferimos no apuntar. Nadie escribe en la lista de la compra: «chocolatinas para tomarme con el café en la sobremesa». Es un capricho, el médico nos dijo que redujésemos el colesterol y además debemos adelgazar. Ni whisky o «caramelos para cuando tengo ansiedad». Hay cosas que ni anotamos ni anotaremos nunca. O sea que eso de ceñirse a la lista de la compra, que viene recomendándose desde hace lustros, es imposible. Yo tengo una estrategia mucho mejor.

Asumiendo que somos seres caprichosos, a quienes nos gusta ser seducidos y disfrutamos improvisando, el objetivo no debe ser eludir los productos de impulso, sino, simplemente, asignarles un presupuesto. Eso es lo adecuado. Es imposible gastar cero en caprichos o impulso. Pero, en cambio, es más inteligente asignarle un importe máximo. ¿Cómo hacerlo? Aparentemente, es un oxímoron asignar un presupuesto a una compra que es, por naturaleza, espontánea.

La solución es la estrategia de los carros de compra. Le recomiendo que cuando vaya con su familia a hacer la compra coja dos carros. En uno sitúe los productos que tenía planificado comprar y en otro los que va tomando por impulso. Además, determine un presupuesto para cada carro. El de la lista de la compra es más o menos previsible, pues todo está anotado. El otro presupuesto es el que debe acotar. Debe decidir el límite de su propia libertad, acotar la espontaneidad. Todo vale en el carro… pero hasta los 30 euros, por ejemplo.

Esa es la única y posible solución. Procediendo así aunará la compra planificada con la impulsiva, que es un placer, un hábito y algo ya irrenunciable hoy en día. Pero podrá decidir el porcentaje exacto que el impulso representa sobre el total de su gasto.

Esta es la mejor solución porque le voy a desvelar algo que le parecerá extraño. Las compras por impulso tienen una motivación emocional. Es una respuesta absolutamente irracional, cuya decisión de comprar o no, motivada por el estímulo en cuestión, se acaba tomando en base a la suma de un conjunto de emociones. Es muy difícil controlar las emociones porque, por definición, las emociones de un ser humano pueden ser casi ilimitadas. Por eso, la solución es asignar un presupuesto al carro de las emociones.


COMPRA POR

IMPULSO


Versión oficial:

Compra no planificada, decidida a partir de la presencia en el punto de venta de un producto.

Versión prohibida:

Intercambio no previsto de emociones por dinero.

No quiero acabar este capítulo sin dedicar un espacio a otras prácticas sobre las que algunas marcas deberían reflexionar. La atención telefónica al cliente suele depender de los departamentos de marketing. Es un departamento que se viene gestionando de una forma totalmente perversa: se han convertido en departamentos de venta. Es decir, uno llama por una incidencia y, haya o no sido resuelta, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, la persona al otro lado del teléfono nos pide unos segundos más para hacernos una oferta comercial.

Vamos a ver. He llamado porque tengo un problema, no porque quiera comprar algo. Es de mala educación, mal gusto y totalmente contraproducente para una marca aprovechar que un cliente se ve obligado a dedicar un tiempo a llamar por un motivo que en la mayoría de casos no es responsabilidad suya, para iniciar un proceso de venta. No entiendo cómo las marcas que así proceden no se dan cuenta de que el ánimo de un cliente cuando reclama, o tiene una incidencia, o se halla en apuros, está a años luz de la ilusión o motivación por gastar o comprar.

Además, fíjese que las marcas y empresas que mejor estructuran sus servicios, productos, información y facturas no precisan apenas de atención telefónica. Siempre he pensado que el tamaño de un departamento de atención

telefónica para incidencias es directamente proporcional a la ineptitud o ineficiencia de un sistema comercial y de marketing. Para algunos directivos estos departamentos son la respuesta a su incapacidad de plantear procesos exentos de problemas. No digo que no deban existir ni que no haya situaciones donde sean inevitables. Lo que quiero decir es que deberían gestionar excepciones y no deficiencias de procesos comerciales.

Cuando contrato un servicio por Internet o en una tienda, si veo que el proceso no es sencillo o me suscita dudas, lo interrumpo, porque sé que ese proceso acabará conmigo enganchado al teléfono con una operadora u operador para subsanar todo lo que el director comercial y el de marketing no supieron diseñar o ejecutar eficazmente.



ATENCIÓN AL CLIENTE

Versión oficial:

Se designa con el concepto de «atención al cliente» a aquel servicio que prestan, entre otras, las empresas de servicios —o que comercializan productos— a sus clientes, en caso de que estos necesiten, bien manifestar reclamaciones, hacer sugerencias, plantear inquietudes sobre el producto o servicio en cuestión, o bien solicitar información adicional o servicio técnico.


Versión prohibida:



Cubo a donde va a parar toda la mierda que se genera desde un marketing mal realizado.


Es momento de ir terminando este capítulo. Lo releo y llego a una simple conclusión. Las marcas y los comercios siguen una única y misma estrategia cuando no hacen adecuadamente las cosas. Su estrategia consiste en mezclar.

Mezclan             incentivos,             conceptos, descuentos, información… Desenmascarar a marcas y comercios es en realidad muy sencillo. Separe. Separe las cosas. A Dios lo que es de Dios y a su bolsillo lo que es de su bolsillo.



HACIENDA Y EL

GOBIERNO

Si en general el mundo de lo privado ha tergiversado los instrumentos económicos, en el ámbito de lo público este hecho alcanza unas cotas estratosféricas. Confluyen diversos factores: la deriva ideológica, el poder, la naturaleza corrupta del ser humano, la financiación irregular de partidos, el tamaño y peso de las administraciones, así como la dificultad que entraña reformarlas… A todo ello añadamos la dimensión propia de un Estado. No es lo mismo alterar el pasivo de una pyme que el pasivo de un país. No es lo mismo el impago de deuda de un particular que el de un Estado. Los efectos del lado oscuro de la economía se multiplican hasta la enésima potencia.

El despropósito gubernamental en materia económica puede resumirse con una frase de Keynes: «La economía es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos».

En efecto, los estados van a utilizar la economía de una forma mediatizada: la auténtica necesidad pública se va a mezclar con la ideológica, con el ansia de poder y con la corrupción, dando lugar a algo llamado «política económica», eufemismo de malversación de caudales públicos.

Los estados tienen diversas obsesiones económicas. Su primera obsesión es recaudar más. Ningún Estado tiene suficiente. El ansia recaudatoria es proporcional al de dominio, poder y control sobre la ciudadanía. Los gobiernos son insaciables. Si tienen superávit, querrán más dinero de los ciudadanos, argumentando que es necesario hacer más cosas: construir más carreteras, más

infraestructuras o contribuir al desarrollo del país. Y si ya registran déficit, el argumento será que es menester aumentar impuestos para eliminarlo.

Como los estados nunca tienen bastante, inventan todo tipo de impuestos. El término «impuestos» es suficientemente descriptivo: algo que se impone, es decir, algo que nadie quiere pagar.

Hay muchos tipos de impuestos. Están los impuestos directos, que vienen a ser algo así como «de lo que usted gane, una parte es para el Estado» (por ejemplo, IRPF o Impuesto de Sociedades). O están los impuestos indirectos, que vienen a ser algo así como «del dinero que usted mueva, pague o reciba, una parte es también para el Estado» (por ejemplo, IVAimpuestos especiales sobre el tabaco…). Para lo que ya se ha ganado, pero no se mueve, hay también impuestos: el de patrimonio o el que grava viviendas vacías. Si te mueves, tributas, y si te quedas quieto, también.

Los gobiernos inventan nombres curiosos para que cada impuesto se perciba como algo necesario. De nuevo, eufemismos y tergiversaciones de toda realidad.

Por ejemplo, el Impuesto del Valor Añadido (IVA). Como se sabe, es un porcentaje que se añade al valor de lo que compramos. ¿Cuál es el valor que añade el Estado a, por ejemplo, un paquete de folios? Será valor detraído porque lo único que hace el Estado es encarecer los folios en un 21%. Desde un punto de vista económico, en el acto de compra, el Estado no añade valor alguno. Alguien podría decir que el valor que se añade es toda la regulación y vigilancia para que esos folios se comercialicen conforme a unos estándares de seguridad. Ese sí que es un valor añadido, sin duda, pero el 21% de todas las transacciones es una auténtica aberración. Para esa tarea sería más que suficiente con un 0,5% de todas las transacciones del país.

Luego tenemos el impuesto sobre bebidas alcohólicas de alta graduación, sobre el tabaco o sobre juegos de azar.



Son actividades a las que el Ministerio de Sanidad y asociaciones civiles dedican importantes esfuerzos para erradicar todos los efectos adversos que producen. Sin embargo, los estados viven de tales impuestos, lo que constituye todo un acto de hipocresía social y política. Los llaman «impuestos especiales», y no sabemos si el apelativo de «especiales» es debido a lo elevado del porcentaje o a que gravan productos que producen muertes, enfermedades, accidentes y drogodependencias.

En nuestro país, estos impuestos suponen alrededor del 8% del total de lo que recauda el Estado, así que el Gobierno se ha convertido en el primer fumador, el primer alcohólico y el primer ludópata del país. El Estado está literalmente enganchado al consumo de estos productos, pues entraría en suspensión de pagos si no pudiera gravarlos como realiza. Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que el Gobierno depende del tabaco, del alcohol y del juego para no quebrar y subsistir. Todo un ejemplo de moral y ética.

A medida que se van creando órganos de administración fiscal se van inventando nuevos impuestos. Esto es algo que la gente desconoce. Los pertenecientes a una región se  congratulan cuando los gobiernos centrales ceden competencias fiscales a los gobiernos regionales. Y los habitantes de un municipio hacen lo propio cuando esta cesión se realiza a las autoridades municipales. En toda cesión de competencias se produce la aparición de un nuevo impuesto. Es automático. Y por eso tenemos impuestos para todo: tenemos impuestos de basuras, impuestos de residuos que se cobran a todas las empresas aunque no generen residuo alguno, impuesto de bienes inmuebles, impuesto para circular, para aparcar, para tener vehículo, para que esté revisado… Tenemos incluso impuesto para respirar.

Sí, sí, no estoy afirmando nada incorrecto. De hecho, hay varios impuestos relacionados con el aire de la atmósfera. Uno que paga usted sin enterarse se creó el año pasado y grava los gases de los aires acondicionados porque utilizan gases con flúor que producen efecto invernadero y son perjudiciales para la capa de ozono. Esto es muy típico de los estados. Cuando una cosa es perjudicial, en lugar prohibirla, o de invertir en tecnología con el fin de erradicar sus efectos secundarios, lo que hacen es gravarla con impuestos. El argumento oficial es que así desincentivan su uso, lo que es como decirle a un hijo que si se porta mal le obligaré a estudiar más. No tiene sentido alguno. Si un niño se porta mal, se corrige su mal comportamiento de forma directa. El modo de pensar y actuar de los estados carece de toda lógica económica. Responde únicamente a una lógica impositiva.

El caso de las llamadas «cuotas de emisión de gases contaminantes» ilustra a la perfección lo que quiero decir.

Cuando los estados aceptaron que el efecto invernadero era una amenaza para el medio ambiente y la sostenibilidad del planeta, decidieron fijar un límite y determinar una cuantía máxima total de gases que se podrían emitir entre todos los países del mundo. Acto seguido, se repartieron una serie de cuotas. Cada país estaría obligado a no emitir más que una determinada cantidad de gases contaminantes. ¿Cómo actúa un Estado con su lógica impositiva a partir de aquí? En primer lugar, crea un comercio de excedentes. Si un país emite menos gases de lo que se le autoriza, podrá vender ese excedente a otro Estado, que, de este modo, podrá exceder la cantidad asignada y emitir los gases que otro no emite. Esos gases adicionales se deben pagar con dinero del Estado, es decir, de los contribuyentes. Así que si una persona vive en un país que compra a otro su sobrante de derecho a contaminar, está pagando impuestos por respirar. Lo paradójico es que los ciudadanos que pagan impuestos por respirar gozan de una peor calidad de oxígeno. Cornudos y apaleados. No solo se tributa por la composición del aire, sino que pagamos más cuanto peor es ese aire.

Pero es que además no tiene sentido alguno que se pueda revender el derecho a contaminar. Si un país está por debajo de lo asignado y el resto cumple su cuota, pues habremos logrado contaminar menos de lo que nos habíamos propuesto. Pero no. Los estados tienen otra lógica, la impositiva: ¿nos hemos dado permiso para contaminar hasta este nivel? Bien, vamos a ver cómo generar ingresos públicos llegando hasta el máximo nivel de contaminación.

El despropósito no termina aquí. Porque si un país excede la cuota asignada y el excedente adquirido, es sancionado con un impuesto internacional que, obviamente, pagarán todos los contribuyentes de ese país.

Haciendo una analogía, es como si una persona con tres hijos, que son unos gamberros y maleducados, interesada en erradicar ese comportamiento y educarlos bien, les hace este planteamiento: «Hijos míos, voy a fijar un máximo de cinco palabrotas por día. Este es el número máximo del que disponéis. Si alguno de vuestros hermanos quiere soltar más palabrotas, puede adquirir las que no digan los demás pagándoles 5 euros por taco. Y si, entre las cinco que os permito y las que compréis a vuestros hermanos, os pasáis del máximo, me tendréis que pagar a mí 10 euros de multa».

¿Cree usted que esos niños acabarán diciendo más o menos palabrotas? Pues esta es la forma en que actúan los gobiernos.

Dentro de los impuestos hay capítulos verdaderamente injustos, como el impuesto sobre el patrimonio o el impuesto de sucesiones.

Si   una   persona   tiene   un     cierto patrimonio, es porque ha logrado apartar un ahorro. Pero previamente habrá tributado. Es decir, gana un dinero y paga el impuesto directo. De lo que le queda, paga todos los impuestos y arbitrios estatales, regionales y municipales. Pagado todo ello, decide invertir, pongamos, en un inmueble. Paga el impuesto sobre el valor añadido del mismo en el momento de la compra; paga cada año el impuesto sobre bienes inmuebles, basuras, etc. El patrimonio podría ser definido como «lo que le queda a un ahorrador tras pagar todos los impuestos». ¿Qué hace el Gobierno sobre esa cuantía? ¡Poner un impuesto! ¡Es de locos!

Continuará

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