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miércoles, 31 de mayo de 2017

La energía de Trump: poca y sucia

Por PAUL KRUGMAN, Premio Nobel de Economía 



El presidente Trump junto a los líderes del G7 el viernes, en Taormina, Italia CreditStephen Crowley/The New York Times


Donald Trump tiene dos falsas creencias relacionadas con la energía: una personal y una política. Esta última parece estar enrumbando al mundo por la senda del desastre.

En lo personal, Trump supuestamente menosprecia todo tipo de ejercicio, con excepción del golf. Cree que sudar agota las reservas limitadas de valiosos fluidos corporales —se refiere a la energía con la que nace una persona— y que, por ende, debería evitarse.

Actuar bajo esa creencia durante tantos años podría explicar, o no, la embarazosa escena de la cumbre del G-7 en Taormina, en la cual seis de los líderes de las naciones más desarrolladas del mundo caminaron juntos por la histórica ciudad, mientras Trump iba detrás de ellos en un carrito eléctrico de golf.

Sin embargo, resulta más trascendente su falsa creencia de que eliminar las restricciones ambientales —acabar con la supuesta “guerra contra el carbón”— traerá de vuelta los días en que la industria minera empleaba a cientos de miles de estadounidenses de la clase obrera.

¿Cómo sabemos que esta creencia es falsa? Por una razón: los empleos de la industria del carbón comenzaron a disminuir mucho antes de que el tema del medioambiente se hiciera recurrente, ni qué decir del calentamiento global. De hecho, los empleos de esa industria disminuyeron dos terceras partes entre 1948 y 1970 cuando se fundó la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos. Esto ocurrió a pesar del aumento de la producción de carbón, lo cual reflejaba la sustitución de la minería antigua de pico y pala con la de cielo abierto y remoción de la cima de montaña, que requiere menos trabajadores.

Es cierto que en los últimos años la producción de carbón decreció, en parte debido a las normas ambientales. Sin embargo, la producción está a la baja por el progreso de otras tecnologías. Como lo dijo un analista la semana pasada: el carbón “ya no tiene mucho sentido como materia prima”, dada la rápida disminución de los costos de fuentes de energía más natural, como el gas natural, la energía eólica y la solar.

¿Quién fue ese analista? Gary Cohn, director del Consejo Económico Nacional de Estados Unidos, es decir, el principal economista de Trump. No obstante, uno se pregunta si le hizo saber al mandatario esas opiniones que, en términos generales, coinciden con el consenso de los expertos en energía.

Hubo una vez, no hace mucho tiempo, en que todo el mundo consideraba poco práctica la defensa de las energías limpias, ya que se veía como una cuestión contracultural. Los hippies en las comunas podían hablar de amor, paz y energía solar; la gente práctica sabía que la prosperidad tenía que ver con desenterrar cosas y quemarlas. Sin embargo, en la actualidad, los que se toman en serio las políticas energéticas visualizan un futuro que pertenece a las energías renovables y, definitivamente, no es una prioridad seguir quemando montones de carbón y mucho menos emplear a una gran cantidad de personas para extraerlo de la tierra.

Claro que eso no es lo que los electores de un país que solía extraer carbón quieren escuchar. Llenos de entusiasmo, respaldaron a Trump, quien prometió volver a generar empleos aunque su verdadera agenda castigará a esos electores con recortes brutales a los programas de los que dependían. Y a Trump le importa mucho más la adulación política que la asesoría seria sobre políticas.

Lo anterior me lleva de vuelta al viaje de Trump por Europa, que no fue excepcional por lo que hizo, sino por lo que no hizo.

Primero, en Bruselas, se negó a respaldar el Artículo 5 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por el que las partes convienen en que un ataque armado contra uno o varios de los países miembro de la OTAN será un ataque contra todos. En efecto, repudió la plataforma central de la alianza más importante de Estados Unidos. ¿Por qué? Era casi como si hubiera estado más interesado en tranquilizar a Vladimir Putin que en defender la democracia.

Después, en Taormina, fue el único líder que se negó a avalar el Acuerdo de París, un convenio mundial para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero que podría ser nuestra última oportunidad para evitar el catastrófico cambio climático. ¿Por qué?

En este momento, los argumentos de que tratar de limitar las emisiones causaría un grave daño económico han perdido toda credibilidad: el mismo avance en la energía alternativa que margina al carbón podría hacer la transición a una economía de bajas emisiones con costos mucho menos elevados de lo que cualquiera se hubiera imaginado hace varios años.

Es cierto, dicha transición aceleraría el declive del carbón y ese es un motivo para proveer asistencia y nuevos tipos de empleos a los trabajadores de esa industria.

Sin embargo, Trump no está ofreciendo a los países productores de carbón ninguna ayuda verdadera, solo la fantasía de que podríamos dar marcha atrás al reloj. Esta fantasía no durará mucho: en un par de años será obvio, sin importar lo que haga, que los empleos de la industria del carbón no regresarán. Pero ni siquiera esa fantasía durará mucho si acepta el Acuerdo de París.

Así que sugiero que el líder más poderoso del mundo podría poner en riesgo todo el futuro del planeta solo para poder seguir diciendo mentiras que le convienen políticamente. Sí. Si esto les parece poco probable, tal vez no han leído las noticias en los últimos meses.

Tal vez Trump no acabe con el Acuerdo de París o tal vez se vaya antes de que el daño sea irreversible. No obstante, hay una posibilidad real de que la semana pasada haya sido un momento crucial en la historia de la humanidad, el momento en el que un líder irresponsable envió al mundo entero al infierno mientras andaba en un carrito de golf.

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