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martes, 6 de junio de 2017

Riqueza, propiedad y otros males

Ricardo Torres • 6 de Junio, 2017


LA HABANA. La sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional del 1 de junio tuvo como propósito fundamental la aprobación final de dos de los documentos centrales para la agenda de transformación del gobierno cubano: la Conceptualización del Modelo Cubano de Desarrollo Económico y Social, y la nueva versión de los Lineamientos que estará vigente hasta el 2021. De acuerdo a lo trascendido a partir de las informaciones de la prensa cubana, uno de los temas que recabó mayor atención, y probablemente controversia, fue el referido a la concentración de la riqueza y la propiedad en el sector no estatal, particularmente en la esfera privada.

Quizá conviene recrear brevemente el contexto en el que esta discusión tiene lugar. El inicio de una reforma económica (con impactos más allá de la economía) como la que adelanta Cuba en estos momentos, responde a una evaluación pragmática de la sociedad cubana que cuenta con un consenso mínimo de amplia base.

En general, estas están referidas a la necesidad inaplazable de introducir un nuevo modelo económico que dé respuesta a las aspiraciones del pueblo cubano, en las condiciones particulares del siglo XXI, con el entorno geopolítico que identifica a Cuba. Uno de los grandes méritos del gobierno de Raúl Castro radica en su capacidad de ubicar esta necesidad y el debate subsiguiente en el centro de la agenda doméstica, y haber conseguido en siete años, adelantar unos cambios que parecían impensables hace una década; cuando probablemente en vastos sectores de la sociedad no estaban creadas las condiciones para su cabal comprensión.

Con el riesgo de ser reduccionista, la cuestión de la propiedad es posiblemente el asunto que mayor encono genera en el debate dentro de ciertos sectores cubanos. Pero si hoy se discute este tema en Cuba, es porque sencillamente el enfoque adoptado en el pasado no dio respuesta cabal a las necesidades singulares del desarrollo integral de nuestro país. Ni siquiera fueron suficientes los remiendos que se introdujeron a regañadientes durante los noventa. Lamentablemente, esto que parece obvio se deja pasar por alto muy a menudo.

Las bases del debate siguen estando ancladas en el pasado, mientras que se dejan de lado argumentos útiles que provienen del examen de otras realidades, o contradicciones que han sido descritas y analizadas ampliamente por las ciencias sociales. La noción de que la propiedad estatal (que ha venido a sustituir a la propiedad social) es un vehículo automático hacia la satisfacción de las necesidades del pueblo no pasa de ser una aspiración.

Veamos por ejemplo el asunto de la distribución de la riqueza. Por diversas razones, se ha aceptado acríticamente el supuesto de que la justicia social e igualdad de oportunidades requieren que la propiedad estatal sea mayoritaria, dejando de lado un impresionante número de factores mediadores que influyen en la dirección y el carácter de esta relación. Una acepción que en ocasiones se usa indistintamente se refiere a que la propiedad estatal tiene que ser exclusiva o ampliamente dominante en los denominados “sectores estratégicos”, otra vez sin llegar a establecer qué entender por estos últimos.

Una mirada al mundo actual no ofrece una respuesta concluyente al respecto. Se pueden nombrar muchísimos países contemporáneos donde la propiedad privada es mayoritaria (quizá es el caso en el 99% de las economías del planeta) y al mismo tiempo exhiben indicadores de desigualdad de ingresos menores al caso cubano. Las estimaciones que circulan actualmente dan cuenta de que con mucha seguridad el Índice de Gini (que no es el único, ni probablemente el mejor indicador, pero sí el más usado) ya ha rebasado la barrera del 0,40 en Cuba, donde la propiedad privada tiene una presencia mínima en términos de los medios de producción que controla (sobre lo cual no hay datos precisos). Varios países de Europa, Asia, y Canadá se ubican por debajo de este nivel. A fines de los ochenta, Cuba ocupaba posiciones muy destacadas, pero no era el único país. Algunos justificarían el hecho a partir de que son en su mayoría países ricos, con grandes recursos y de que Cuba arrastra una trayectoria azarosa, sobre todo por el asedio de Estados Unidos. Pero de eso se trata, el desarrollo supone lograr cuotas crecientes de bienestar en contextos que no son necesariamente favorables. Nadie dijo que sería fácil, mucho menos obvio.

El crecimiento de las empresas (independientemente del tipo de propiedad), requiere la reinversión de utilidades y el acceso al crédito. Cuando estas lo hacen en un marco regulado, se generan beneficios para la sociedad que son difíciles de desconocer, como la creación de empleos, el pago de impuestos, la provisión de un bien o servicio antes inexistente. El marco regulatorio actual penaliza severamente a las empresas privadas cubanas (cuentapropistas) que tienen éxito, dado que pagan más impuestos que ninguna otra (50% después de 2000 CUC anuales como ingreso neto), la contratación de trabajadores después de un mínimo también supone carga tributaria adicional, y se les niega el acceso a muchísimos sectores, donde contradictoriamente, sí pueden establecerse empresas privadas extranjeras. Es difícil imaginar cómo una economía donde el 30% de sus trabajadores ya se emplea fuera del Estado (y debe seguir aumentando) puede crecer saludablemente cuando el éxito empresarial (la concentración de la riqueza y la propiedad) es un mal.

Se sabe muy bien, aunque se prefiere no hablar tanto, de que la propiedad estatal también genera numerosas contradicciones. ¿Quién y cómo se ejerce el control real sobre estos medios de producción declarados de propiedad pública, en términos de las decisiones fundamentales sobre su uso? La experiencia histórica de los que un día se denominaron estados socialistas es abrumadora en el sentido de que la socialización real a través de la denominada propiedad estatal fue meramente una realidad jurídica y administrativa. El control real sobre los mismos terminó recayendo en las burocracias, cada vez más alejadas de los propósitos originales del ideal marxista.

Las ciencias sociales han descrito por mucho tiempo los problemas asociados a la tragedia de los comunes, o las contradicciones entre agente y principal. Este último se refiere al caso en que un actor económico (el principal) requiere la intermediación de otro (el agente), pero no cuenta con información suficiente para determinar y controlar las decisiones de este último.

En nuestro contexto, se pueden describir situaciones de este tipo con gran facilidad. El pueblo (el principal, dueño de todos los medios de producción) requiere de la gerencia de las empresas y la burocracia (los agentes) para administrar su propiedad, dado que sería impracticable hacerlo directamente. Sin embargo, por diversas razones (seguridad nacional, secretismo, interés propio de las administraciones para ocultar el mal trabajo, deficiente sistema de control, y un largo etcétera) el principal no cuenta con información ni con los mecanismos reales para controlar y evaluar el desempeño del agente. La situación extrema llega cuando cualquier demanda relacionada con la rendición de cuentas del agente, se interpreta como un ataque al modelo mismo. La situación termina en que, con frecuencia, las decisiones de los agentes no están completamente alineadas con los intereses del principal.

Otro caso interesante sería la denominada “tragedia de los comunes”. Esta describe una situación en la que la acción independiente de los individuos termina por comprometer la disponibilidad de un recurso de propiedad compartida, lo que a su vez los afecta en el largo plazo. Esto es frecuente cuando el comportamiento de los individuos no está adecuadamente regulado para tener en cuenta esta tendencia a actuar aisladamente y no siguiendo el interés colectivo. En nuestro caso, son frecuentes los análisis en los medios de prensa relacionados con el cuidado de la “propiedad social”, por ejemplo, parques, ómnibus públicos, playas, y otros muchos. Es otra muestra de que la propiedad pública no resuelve automáticamente estos asuntos, de gran incidencia en el bienestar del pueblo.

Pongamos un ejemplo concreto derivado de la posición singular que ocupa el monopolio estatal de las telecomunicaciones, ETECSA. Es un buen caso porque dado que es el único proveedor, el pueblo es a su vez dueño y cliente de la empresa. ¿Qué ocurre cuando la empresa tiene que cumplir con un plan de aporte de dividendos al Estado que supone una estructura determinada de tarifas que limitan el acceso a los servicios de una parte sustancial del pueblo?

Estos son problemas presentes en todas las sociedades y en todas las formas de propiedad, pero ilustran perfectamente cómo la propiedad estatal (ni siquiera social) no es la respuesta automática a todos los desafíos de la sociedad contemporánea. En muchos casos, estas contradicciones requieren una estructura de propiedad más compleja y diversa, donde el sector privado y el cooperativo ocupa un lugar destacado. En otros, es preciso acompañar la propiedad social de un entorno regulatorio mucho más sofisticado que el existente actualmente en Cuba, y sobre todo uno que pueda evolucionar a lo largo del tiempo para recoger los intereses del principal, y no de sus agentes.

El debate franco y abierto sobre estos asuntos es necesario y pertinente. La cuestión no puede reducirse a si el excedente económico es apropiado individual o colectivamente. Si una empresa estatal no tiene un buen desempeño que le permita pagar mejores salarios a sus trabajadores, o no crea empleos, o contamina el medio ambiente, o trata inadecuadamente a sus clientes, tampoco estará sirviendo a los intereses del pueblo. Es urgente dejar atrás el sinsentido de casi tres décadas, en las que Cuba exhibe un desempeño económico mediocre y un incremento simultáneo de la desigualdad, la peor combinación posible.

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