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domingo, 20 de agosto de 2017

Trump hace quedar bien a Calígula

Los republicanos temen diferenciarse de los racistas porque los necesitan para ganar elecciones


Busto del emperador romano conocido como Calígula. A. DAGLI ORTI (GETTY)


Ya antes de que la obsesión de los medios por el correo electrónico de Hillary Clinton pusiera en la Casa Blanca al Peor Presidente de Todos los Tiempos™, los historiadores comparaban a Donald Trump con Calígula, el cruel y depravado emperador romano que se deleitaba humillando a los demás, en especial a los miembros de la élite imperial. Pero transcurridos siete meses de gobierno de Trump, ya se puede ver que la comparación era injusta.

Para empezar, Calígula, que sepamos, no fomentó la violencia étnica dentro del imperio. Otra razón, y nuevamente, que sepamos, es que la administración romana siguió funcionando razonablemente bien a pesar de las tropelías del emperador: los gobernadores provinciales siguieron manteniendo el orden, el Ejército siguió defendiendo las fronteras y no se produjeron crisis económicas.

Por último, cuando su comportamiento se volvió verdaderamente intolerable, la élite romana hizo lo que el partido que ahora controla el Congreso parece incapaz de contemplar siquiera: buscó una forma de librarse de él. Cualquiera que tenga ojos —ojos no pegados a Fox News, en cualquier caso— se ha dado cuenta hace tiempo de que Trump es completamente incapaz, moral e intelectualmente, de desempeñar el cargo que ocupa. Pero en los últimos días parece que las cosas han alcanzado una masa crítica.

Los periodistas han dejado de agarrarse a los breves momentos de no locura para declarar a Trump "presidencial"; los líderes empresariales han dejado de intentar congraciarse dándole a Trump un aire de respetabilidad; y hasta los mandos castrenses se han desvinculado, en la medida de lo posible, de las declaraciones del Gobierno. Dicho de otro modo: el "no es mi presidente" sonaba antes a lema extremista. Ahora se ha convertido más o menos en principio rector de partes clave del sistema estadounidense.

A pesar de ello, a simple vista podría parecer que la república sigue funcionando con normalidad. Seguimos sumando puestos de trabajo; la bolsa sube; siguen prestándose los servicios públicos. Pero recordemos que este Gobierno no ha afrontado todavía más crisis que las creadas por él mismo. Es más, hay pendientes varios plazos tope aterradores. Dejemos a un lado la reforma fiscal. El Congreso tiene que aprobar en las próximas semanas un presupuesto, o la administración pública se vendrá abajo; aumentar el techo de gasto, o Estados Unidos entrará en quiebra; renovar el Programa de Seguro Sanitario Infantil, o millones de niños perderán la cobertura.

¿Y quién va a garantizar que se cumplan esos plazos cruciales? Desde luego, no va ser Trump, que está demasiado ocupado elogiando a los supremacistas blancos y promocionando sus propias empresas. A lo mejor los líderes republicanos del Congreso todavía son capaces de convencer a sus miembros extremistas, que ven el recorte del sector público como algo bueno, de que alcancen los acuerdos necesarios.

Pero la revelación de que estos líderes han mentido todos estos años acerca de la atención sanitaria ha destruido su credibilidad intelectual. ¿Recuerdan cuando los ciudadanos se tomaban en serio la supuesta experiencia política de Paul Ryan? Y la asociación de esos mismos líderes con el presidente Calígula ha destruido también su credibilidad moral. Podrían seguir manteniendo la Administración Pública en funcionamiento negociando con los demócratas, pero tienen miedo de hacerlo, por la misma razón que les da miedo enfrentarse al loco de la Casa Blanca. La situación es esta: en Washington todos sabemos ahora que tenemos un presidente que mentía cuando juró defender la Constitución. Incumple su juramento casi a diario y no va a mejorar.

La buena noticia es que los padres fundadores contemplaron esa posibilidad y ofrecieron un remedio constitucional: a diferencia de los senadores de la antigua Roma, que tuvieron que conspirar con la guardia pretoriana para que asesinara a Calígula, el Congreso estadounidense tiene capacidad para deponer a un presidente díscolo. Pero un tercio del país sigue aprobando a ese presidente díscolo, y ese tercio equivale a una enorme mayoría de las bases republicanas.

De modo que lo que obtenemos de la gran mayoría de republicanos elegidos son expresiones extraoficiales de "consternación" o denuncias de fanatismo que de algún modo no llegan a nombrar al fanático en jefe. No es solo que los republicanos teman los desafíos básicos de candidatos que le siguen el juego a la derecha racista, que sí los temen; Trump está apoyando ya a candidatos alternativos a los republicanos que considera que no son suficientemente leales.

El hecho es que los supremacistas blancos son desde hace tiempo una parte clave aunque no reconocida de la coalición republicana, y los republicanos necesitan esos votos para ganar elecciones generales. Teniendo en cuenta los perfiles de cobardía que han presentado hasta ahora, es difícil imaginar algo –incluso pruebas de connivencia con una potencia extranjera– que los hiciera arriesgarse a perder el apoyo de esos votantes.

Así que lo más probable es que sigamos soportando a un presidente malévolo e incompetente, al que ninguna persona informada respeta, y al que muchos consideran ilegítimo. De ser así, debemos esperar que nuestro país se las apañe para superar el próximo año y medio sin ninguna catástrofe, y que las elecciones de mitad de mandato transformen el cálculo político y engrandezcan de nuevo la Constitución.

Si eso no ocurre, todo lo que podemos decir es Dios salve a Estados Unidos. Porque todo indica que los republicanos no lo harán.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.

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