Por: Pedro Monreal González.



Irma, Sandy, Mathew y otros, han sido fenómenos naturales, pero la calamidad que han causado no puede ser únicamente calificada como un desastre natural. Lo que casi siempre deja tras su paso un ciclón tropical es el agravamiento de un desastre social previo: la pobreza.
Un huracán como Irma pone al descubierto -de manera súbita y dramática- algo que se conoce que existe, pero sobre lo que no se divulgan cifras oficiales y que apenas se menciona en los documentos guías de la visión de desarrollo de Cuba: una presumible situación de pobreza que se relaciona con una probable desigualdad de la distribución de la riqueza y de los ingresos.
Extraoficialmente, investigadores cubanos estimaron en 2013 -en un libro compilado por FLACSO Cuba- que uno de cada cuatro ciudadanos se encontraba en una situación de pobreza en el país, mientras que la última vez que se calculó oficialmente la desigualdad, en 1999, esta había crecido aceleradamente hasta alcanzar un coeficiente de Gini de 0,407, una cifra que hace casi 20 años ya era preocupante. Ambos indicadores pudieran haber empeorado, pero eso no lo podemos saber con certeza.
El hecho de que oficialmente no se conozca su medición, no significa que no exista pobreza y desigualdad en Cuba. El hecho de que ambas cosas se soslayen en los documentos oficiales no implica que no sean temas cruciales para poder superar el subdesarrollo.
Las políticas estatales encaminadas a evitar y contener el agravamiento de las consecuencias negativas de un evento natural sobre los ciudadanos pobres son encomiables, sobre todo cuando funciona con relativa efectividad, como es el caso de Cuba. Sin embargo, esas políticas no modifican las condiciones estructurales que causan la pobreza y que la convierten en el eslabón social más débil de la “gestión para la reducción de riesgos”.
La naturaleza juega con dados “cargados”
Si existe una lección importante de los cataclismos naturales, ratificada hasta la saciedad por miles de informes oficiales y estudios académicos realizados en todo el mundo, es que las consecuencias negativas de esos siniestros -sean estos huracanes, inundaciones, terremotos o tsunamis- afectan mayormente a los pobres.
Hay un par de libros que explican muy bien el asunto, a partir del estudio de casos. The Shock Doctrine (2008) de Naomi Klein, explica cómo las catástrofes abren las puertas a algo que la autora denomina “capitalismo del desastre” y que consiste en el beneficio comercial que las compañías obtienen del caos. El otro libro es The Disaster Profiteers: How natural disasters make the rich richer and the poor even poorer (2015), de John C. Mutter, cuya tesis básica es que los desastres conllevan a una afectación general, pero que mientras que los ricos están protegidos gracias a su riqueza, e incluso pueden aprovecharse del desastre para hacer más dinero, la exclusión social hace que los pobres lleven siempre la peor parte.
Paso del Huracán Irma por Punta Alegre, Ciego de Ávila. Foto: Yander Zamora
La pobreza coloca a determinados grupos de ciudadanos en una situación de fragilidad social que los hace muy vulnerables ante cualquier evento negativo, sea natural o humano. La pobreza también dificulta la “normalización” de la vida del pobre una vez que la naturaleza vuelve a la calma. Por lo regular, la vida “post-desastre” del pobre se torna aún más precaria. Esto es aplicable en la comparación entre distintos países y es muy evidente al interior de cada nación.
Por tanto, no hay nada “natural” en el hecho de que un huracán se ensañe con los pobres, ni es algo “natural” que quienes demoren más en “recuperarse” -si es que ello ocurriese- sean las personas y grupos sociales en situación de pobreza. Eso ha ocurrido en Nueva Orleans, Puerto Príncipe, Katmandú, Leyte, Mumbai o en La Habana. También parece haber sucedido recientemente en Remedios, Punta Alegre, Caibarién, Isabela de Sagua y otros lugares.
La evaluación preliminar de daños sobre los efectos de Irma en las viviendas y techos parece indicar la correlación que pudiera existir entre la pobreza y el impacto social desigual del huracán. Las autoridades informaron que “las mayores afectaciones provocadas por el huracán se concentran en la vivienda, sobre todo en los techos. Aun cuando no se tienen los datos exactos de los daños ya se trabaja en la ayuda a los damnificados, para lo cual las fábricas de cemento y de tejas de asbestocemento se encuentran produciendo a toda capacidad. A este empeño se sumará en los próximos días la fábrica de tejas infinitas de Camagüey”. Ver, “Reconoció Raúl arduo trabajo desplegado en el país tras el paso del huracán Irma”, Granma, 14 de septiembre de 2017.
La medición de la pobreza es un asunto complejo y controversial, particularmente por su naturaleza multidimensional. El estado de la vivienda es precisamente uno de los parámetros que se toman en cuenta para medir la pobreza en numerosos estudios. Sin dudas, el estado de la vivienda desempeña un papel importante en la determinación de las condiciones materiales de vida que influyen en la calidad de vida de las personas.
Han logrado construirse sistemas estadísticos que miden el nivel de deprivación material en relación con el hábitat. Se tienen en consideración tres aspectos objetivos: la existencia de problemas estructurales en la vivienda (techos con filtraciones, paredes húmedas, etc.); hacinamiento; y existencia de instalaciones sanitarias.
Tan importante es para la medición de la pobreza el estado de la vivienda, en particular de los techos, que se han diseñado técnicas de muestreo para hacer estimaciones de pobreza mediante observación simple de la vivienda, y simultáneamente se ha estado haciendo un creciente empleo del procesamiento de imágenes satelitales con el mismo objetivo.
Derrumbe de un edificio en La Habana Vieja. Foto tomada de Cubadebate (Oriol de la Cruz)
En el caso de Cuba, donde -como se ha indicado antes- no se publica la medición oficial de pobreza, se conoce que solamente el 61 por ciento de las viviendas se encuentran en buen estado. Esto permite inferir que el restante 39 por ciento de las viviendas que se clasifican como en “regular y mal estado”, pudieran expresar un nivel aproximado de deprivación material en relación con un componente clave de la medición de la pobreza. Ver, “El desafío de la vivienda en Cuba”, Cubadebate, 2 julio 2013.
Aunque no puede afirmarse con certeza que la población que vive en ese 39 por ciento de las viviendas es pobre, pudiera deducirse que esas personas se encuentran en un estado de deprivación material que los colocaría en desventaja respecto a otros sectores de la población, algo que se agudiza en situaciones de un evento climático extremo.
No resulta irracional asumir que una mayor efectividad de la “gestión para la reducción de riesgos” en Cuba sería directamente proporcional a la reducción de los niveles de pobreza, especialmente en cuanto a la disminución del componente de deprivación material relativo a la vivienda. Un ciclón en Cuba, sin ese 39 por ciento de viviendas malas y regulares, tendría un impacto social distinto al que tiene en la actualidad.
De la emergencia a la transformación económica y social
Queda claro que en Cuba la prioridad inmediata “post-Irma” ha sido una serie de acciones que han abarcado desde la reactivación de la infraestructura y los servicios básicos (transporte, electricidad, agua potable, sanidad pública, y comunicaciones) hasta la atención especial a las personas y familias particularmente afectadas, pasando por soluciones temporales de alimentación y de hábitat. También se ha prestado atención a la reducción de pérdidas de las cosechas y a la recuperación de los activos que pueden generar divisas en plazos inmediatos, como ha sido el caso del turismo.
No obstante, lo ocurrido también debe ser valorado desde una perspectiva más amplia y de largo plazo, específicamente desde la óptica del proceso de desarrollo.
Labor de la Defensa Civil de Cuba tras el paso del Huracán Matthew (Foto: AFP)
En el terreno del enfrentamiento a huracanes y la recuperación posterior, la capacidad del gobierno cubano ha sido tradicionalmente reconocida por organismos internacionales, gobiernos y especialistas. También Cuba ha sido elogiada por su gestión en el caso de Irma. No ha sido un manejo impecable, pero raramente una gestión de desastres lo es.
Se ha experimentado un gran sufrimiento humano y han existido deficiencias, pero el hecho comprobable es que, aunque los perjuicios han sido palpablemente muy considerables, ha funcionado un plan de contingencia, los daños fueron aminorados, la recuperación funciona, y de ninguna manera el deterioro es “terminal”.
Ciertamente habrá que lidiar con secuelas de magnitud. Probablemente la economía cubana decrezca por segundo año consecutivo y se registre un retroceso en el nivel de vida de una parte de la sociedad, pero no hay evidencias que permitan vislumbrar el tipo de quiebra económica y de hecatombe social que parece estar pronosticándose en otros territorios afectados directamente por Irma, como sido el caso de Islas Vírgenes Británicas y San Martin, espacios bajo jurisdicción de tres de los países más desarrollados de Europa (Reino Unido, Francia y Holanda) donde incluso el manejo inicial de la emergencia ha sido deficiente.
Respecto a Cuba, cabe hacer dos precisiones puntuales. Primero, la gestión de la emergencia y de la recuperación se ha apoyado básicamente en recursos materiales y humanos propios. En segundo lugar, el esfuerzo nacional por evitar una posible catástrofe humanitaria asociada al ciclón, coincidió con el obsceno acto de renovación periódica del bloqueo económico y financiero de Estados Unidos contra Cuba.
No obstante, la llamada “gestión para la reducción de riesgos” no debe ser concebida como un mecanismo para responder únicamente a situaciones de emergencia, sino como un componente permanente, priorizado y visible de la estrategia de desarrollo nacional.
En ese sentido, se han dado importantes pasos, como es el caso del Plan de Estado para el enfrentamiento al cambio climático, denominado “Tarea Vida”, que fue examinado por el Parlamento cubano el pasado mes de julio. Sin embargo, llama la atención que ese Plan de Estado no se menciona en el documento “Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista”, ni en el documento “Lineamientos de la política económica y social del partido y la Revolución para el periodo 2016- 2021”.
De hecho, el cambio climático apenas recibe un par de escuetas menciones en esos documentos, de manera que componentes claves de la “gestión para la reducción de riesgos” todavía distan mucho de tener el lugar que le corresponden en la estrategia de desarrollo.
Una de las posibles lecciones de Irma parecería ser la necesidad de “dar un salto” en este aspecto. Una Isla en medio de la trayectoria habitual de ciclones que parecen ser cada vez más frecuentes y potentes tiene la necesidad de “incrustar” la “gestión para la reducción de riesgos” climáticos en su estrategia de desarrollo. El país cuenta con el conocimiento científico y la capacidad técnica para ello. Es cuestión de saber aprovecharlo.
Los desastres como oportunidades: repensando la relación vivienda-pobreza-desigualdad en Cuba
Los desastres tienen el potencial de funcionar como “momentos políticos” que rompen las inercias que limitan el necesario cambio económico y social. El ciclón Irma parece haber revelado, de manera cruda, la nulidad de la actual estrategia para mejorar el fondo habitacional del país.
Debido a la relación que existe entre la reducción de la pobreza y la disponibilidad de viviendas que cuenten con habitabilidad adecuada, las políticas para aumentar el fondo habitacional son cruciales en cualquier estrategia de desarrollo nacional. Esto es bien conocido, aunque a veces parece no concedérsele la prioridad que debería tener.
En el caso de Cuba, la habitabilidad ha sido oficialmente definida como “la aptitud de una vivienda para ser habitada, garantizando la satisfacción de sus ocupantes. Para ello, la vivienda debe ofrecer protección contra el medio exterior; contribuir a preservar y mantener la salud de las personas, así como su higiene y la de la propia vivienda (abasto de agua, evacuación de residuales, terminaciones superficiales), y garantizar las condiciones espaciales y ambientales requeridas para el desarrollo de las actividades propias de la vida privada y familiar”. Ver, “Norma Cubana 641-2008 de Edificaciones -Viviendas Sociales Urbanas-Requisitos funcionales y de habitabilidad”.
La existencia de problemas relativamente extendidos de habitabilidad presenta un escollo para la reducción de la pobreza y de la desigualdad, insuficiencias que deben ser resueltas para que el país pueda acceder al desarrollo.
En ese sentido, las políticas actuales para la solución del problema de la vivienda en Cuba parecen estar descarriladas: el déficit anual de viviendas crece más rápido que las nuevas viviendas terminadas (30 mil frente a 22 mil). Ver, “Construcción en Cuba. Indicadores seleccionados. Enero – diciembre 2016”. ONEI.
Asumiendo que se intentase resolver para el año 2030 el déficit de viviendas –calculado en 883 mil a fines de 2016- se necesitaría reducir a cero el incremento anual del déficit y, además, alcanzar un ritmo de crecimiento promedio anual de 1,5 por ciento en la terminación de viviendas. En realidad, el supuesto relativo a la posibilidad de reducir a cero el incremento anual del déficit es una premisa con pocas posibilidades de materialización. Se ha adoptado aquí para simplificar los cálculos. Ver, “Diputados analizan los problemas de la vivienda en Cuba: Insuficiencias a pie de obra”, Cubadebate, 12 julio 2017.
Ello equivaldría a que en el primer año habría que aumentar el fondo de viviendas en unas 57 mil unidades, o sea, más del doble de las viviendas que se terminan anualmente en estos momentos.
Si, en cambio, se mantuviese el ritmo actual de terminaciones anuales de viviendas (unas 22 mil que representan una tasa de crecimiento anual del 0,58 por ciento del fondo habitacional) y se asumiera que se reduce a cero el incremento anual del déficit, serían necesarios 36 años para resolver el problema. Obviamente, plantearse una estrategia que adopte como meta temporal el año 2053 para resolver el déficit habitacional tiene muy poca “tracción” política.
Foto: Miguel Febles Hernández/Granma
Es plausible asumir, a falta de datos precisos, que la mayoría de esas nuevas viviendas serían ocupadas por ciudadanos que hoy clasificarían como pobres, situación en la que actualmente se encontrarían, entre otros factores, precisamente porque presentarían un alto nivel de deprivación material en un componente clave de la pobreza.
Expresado de otra manera: la superación de la pobreza en Cuba depende, en grado considerable, de la solución del déficit habitacional, algo para lo que sería necesario una política distinta a la actual. Obviamente, la identificación de fuentes de financiamiento sería parte de la nueva política.
Adicionalmente, el incremento del fondo de viviendas tendría un impacto positivo en la reducción de la desigualdad. Es decir, que además de reducir la pobreza también pudiera disminuir la distribución desigual de riqueza que existe en el país. No nos referimos aquí a la desigualdad de la distribución de ingresos (salario, pago por rendimiento, ganancia, distribución de utilidades, remesas, etc.) sino a la distribución de la riqueza, entendida aquí como activos financieros (ahorro en forma de efectivo, cuentas bancarias), bienes físicos de valor (automóviles, medios de producción, obras de arte, joyas, etc.) y vivienda.
No existen datos concretos, pero es razonable asumir que quienes pudieran ser considerados como “ricos” en Cuba presumiblemente acumularían una proporción relativamente alta de las dos primeras formas de riqueza (activos financieros y bienes físicos de valor), pero tendrían una concentración comparativamente menor de la riqueza en forma de vivienda.
La razón para ello es que, en el caso de Cuba, aproximadamente el 80 por ciento de las viviendas se encuentra en régimen de propiedad individual y están usualmente habitadas por sus propietarios. Es decir, la vivienda tiende a funcionar en Cuba como un factor de dispersión de la propiedad sobre un bien relativamente valioso como la vivienda, un bien que para muchas familias cubanas es la principal forma de riqueza material que poseen.
Obviamente, el valor individual de esas viviendas es menor que el valor que pudieran tener las viviendas que son propiedad de quienes no son pobres, pero, en cambio, el número de las viviendas modestas es muy amplio y, tomadas de conjunto, representan una riqueza considerable.
Es por ese motivo que un aumento en la construcción de viviendas –por ejemplo, 57 mil unidades anuales- y un crecimiento de la reparación del fondo habitacional que hoy se clasifica como en estado constructivo “regular y mal”, deberían contribuir a reducir la desigual distribución de riquezas en Cuba.
Un programa acelerado de construcción y reparación de viviendas incrementaría la dispersión de una forma de riqueza (vivienda), a favor de muchas familias que hoy apenas cuentan con riqueza material.
Reconstruir mejor: una cuestión política
El estudio de las conexiones sociales de un evento climático como Irma debe concederle un papel crucial al análisis de largo plazo.
Es comprensible que en los primeros momentos predomine la atención a la catástrofe inmediata, pero lo que resulta verdaderamente indispensable para comprender adecuadamente lo sucedido es el entendimiento, lo más preciso posible, de las condiciones sociales que existían con antelación al evento y el tipo de cambios sociales que pudiera sobrevenir después del evento.
En el corto plazo, lo relevante ha sido la capacidad para materializar el llamado “imperativo humanitario”, es decir, la obligación moral de ayudar a cualquier ser humano para aliviar su sufrimiento. La urgencia ha sido proteger a los ciudadanos del peligro inminente, alimentarlos, curarlos y proveer albergue temporal. Esto es algo que, a raíz de Irma, ha funcionado en Cuba de manera ejemplar, aunque no de forma impecable.
En el largo plazo, el énfasis consiste en reconstruir mejor, algo que inevitablemente debe tomar como marco de referencia la estrategia de desarrollo nacional, debiendo quedar claro que no se trata solamente de la recuperación de indicadores económicos y de coeficientes técnicos.
Las lecciones derivadas de Irma deberían fortalecer la “gestión para la reducción de riesgos”, la cual es una necesidad para el desarrollo de un país como Cuba. Esto tiene un componente material, incluidas la ciencia y la técnica, pero el desastre social asociado a Irma –agravamiento de la pobreza de grupos poblacionales- es la manifestación de procesos de desigualdad y de fallas de sustentabilidad social que deben ser corregidas.
En el contexto de la estrategia de desarrollo, la “gestión para la reducción de riesgos” exige concentrarse en combatir las causas subyacentes del riesgo, en vez de limitarse a tratar sus síntomas.
¿Puede solucionarse un componente de la pobreza en Cuba, como la deprivación relativa a la vivienda, reemplazando las viviendas para pobres arrasadas por el último huracán con nuevas viviendas para pobres que probablemente serían arrasadas por el próximo ciclón?
¿Es la construcción de viviendas “por esfuerzo propio” una apuesta correcta en un entorno de cambio climático que requiere normas de construcción con mayores estándares técnicos?
Reconstruir mejor no es solamente acerca de materiales y soluciones técnicas. Involucra definiciones respecto a las relaciones políticas de quienes intervienen en el proceso.
¿Quién tomará las decisiones para reconstruir las viviendas?, ¿Dónde, cuándo y cómo?
¿Quién controlará que esas decisiones se traduzcan en programas que se cumplan?
En el marco de la estrategia de desarrollo, la “gestión para la reducción de riesgos” es inseparable de la erradicación de la pobreza y, por tanto, es un proceso esencialmente de naturaleza política.