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sábado, 21 de octubre de 2017

Trump, el comercio y las pataletas


Si el presidente norteamericano ha saboteado la sanidad, ¿por qué no podría hacer lo mismo con el tratado de libre comercio con México y Canadá?



Cadena de producción de Chrysler en Ontario, Canadá. GETTY IMAGES

Aquí todos quieren saber qué va a pasar con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés) que relaciona estrechamente las economías de México, Canadá y Estados Unidos desde hace más de tres décadas. Donald Trump lo ha descrito como el “peor tratado comercial jamás firmado”. ¿Pero de verdad lo va a destruir?

Hasta hace unos días, yo estaba bastante seguro de que no. Suponía que negociaría unos cuantos cambios menores del acuerdo, declararía la victoria y pasaría a otra cosa. Los mercados parecían coincidir conmigo: el peso mexicano se hundió tras la elección de Trump, pero después se recuperó, y el veredicto fue que no ocurriría nada terrible.

Pero he cambiado de opinión en vista de los acontecimientos recientes, en especial la pataleta de Trump con el sistema sanitario. Desmontar el NAFTA sería terrible para México y malo para Estados Unidos. Horrorizaría a importantes intereses empresariales estadounidenses, que llevan dos décadas construyendo sus estrategias competitivas en torno a un mercado norteamericano integrado. Pero podría ser bueno para el frágil ego de Trump. Y eso es motivo suficiente para temerse lo peor.

Empecemos admitiendo que el NAFTA, aunque condujo a un rápido crecimiento de las exportaciones de México a Estados Unidos y de Estados Unidos a México, no ha cumplido las expectativas de algunos de sus defensores. En 1994, cuando entró en vigor, muchos esperaban que diese un empujón a la economía mexicana, pero no lo hizo. Algunos de sus valedores sostenían también que Estados Unidos mantendría un amplio superávit comercial con México; el hecho es que, tras su crisis financiera en 1995, fue México el que empezó a registrar superávits.

Es más, el aumento del comercio perjudicó sin duda a algunos trabajadores estadounidenses. Varias empresas del país despidieron a sus empleados y trasladaron la producción a México (aunque otras crearon nuevos puestos de trabajo para producir mercancías para los mercados mexicanos, o adquirieron una ventaja competitiva gracias a su capacidad para comprar piezas a proveedores mexicanos).

En todo caso, los costes infligidos por el NAFTA fueron mucho menores que los originados por las importaciones de China, y estos a su vez mucho menores que los provocados por los cambios tecnológicos. Por ejemplo, el descenso del empleo en la minería del carbón —debido casi por completo al cambio tecnológico— o la caída de los salarios de los camioneros —que reflejan la liberalización y el hundimiento del poder sindical— no tuvieron nada que ver con el NAFTA. Así y todo, el tratado comercial causó perjuicios reales.

Pero admitir esta realidad desagradable apenas tiene relevancia para la cuestión de qué hacer ahora. Los trastornos provocados por el NAFTA están casi todos en el retrovisor. Ahora vivimos en una economía norteamericana construida en torno a la realidad del libre comercio. En concreto, las manufacturas estadounidenses, canadienses y mexicanas están profundamente interrelacionadas. Muchas fábricas industriales se construyeron precisamente para aprovechar nuestra integración económica, y comprar o vender a otras fábricas situadas a uno y otro lado de las fronteras. En consecuencia, disolver o degradar el tratado tendría los mismos efectos perturbadores que su creación: se cerrarían fábricas, desaparecerían puestos de trabajo, algunas comunidades perderían sus medios de vida. Y sí, muchas empresas, pequeñas, grandes y en algunos casos enormes, perderían miles de millones de dólares. Ah, y no solo en manufacturas. ¿Qué creen ustedes que les ocurriría a los agricultores de Iowa si perdiesen uno de los mercados más importantes para su maíz?

De modo que yo y otros suponíamos que estas realidades frenarían a Trump. Por mucho que desconozca el comercio norteamericano, dábamos por sentado que evitaría ganarse la animadversión de las grandes empresas y el gran capital. Pero ahora no estoy tan seguro. En primer lugar, porque las negociaciones del NAFTA van muy mal. Las exigencias de EEE UU —como renovarlo cada cinco años o eliminar la posibilidad de las empresas de presentar recurso contra las medidas gubernamentales— debilitarían la previsibilidad, la garantía de un futuro acceso al mercado, que constituía el principal objetivo del acuerdo comercial.

Por otra parte, los documentos filtrados a The Washington Post muestran que algunos asesores clave del Gobierno le atribuyen prácticamente todos los males sociales —desde la violencia doméstica o el divorcio hasta la pérdida de puestos de trabajo en la industria— y sabemos que el Gobierno cree, erróneamente, que los tratados comerciales son la causa de la pérdida de esos puestos de trabajo.

Y lo más importante, miren lo que ha estado haciendo Trump con su sabotaje descarado, despreocupado incluso, al sistema sanitario estadounidense. Da igual que esté imponiendo enormes sacrificios a las personas; ni siquiera sigue una estrategia política verosímil, puesto que a él y a su partido se les consideraría, y con razón, responsables de los daños. Es más, sus medidas les costarán a las grandes empresas —aseguradoras y proveedores sanitarios— miles de millones de dólares; incluso se jacta de lo mucho que ha hecho bajar su precio en Bolsa.

Ahora hemos visto que Trump es capaz de perjudicar deliberadamente a millones de personas y de infligir pérdidas multimillonarias a un importante sector económico por puro resentimiento. Si está dispuesto a hacerlo con la atención sanitaria, ¿por qué suponer que no va a hacer lo mismo con la política comercial internacional?

Por lo tanto, el NAFTA corre verdadero peligro. Y en caso de que lo destruyan, la única duda es si las consecuencias serán malas o extremadamente malas.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times Company, 2017. Traducción de News Clips.

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