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domingo, 3 de diciembre de 2017

La desigualdad e Internet

BERKELEY, Project Syndicate – La conclusión de que Estados Unidos se ha vuelto inmensamente más desigual en los últimos 35 años es indudable. Desde 1979, el patrón ha sido claro: cuanto más rico es uno, mucho más rico se vuelve. Y si uno es pobre, probablemente lo siga siendo.

Sin embargo, el mismo período también ha sido una era de rápido cambio tecnológico. Estados Unidos está atravesando una tercera revolución industrial, una agitación de la era de la información que podría ser tan crucial como las que la precedieron y que transformaron a la sociedad a través de la introducción del vapor, el hierro, el algodón y la maquinaria, y luego la combustión interna, la electricidad y el acero.

Hoy, casi todos los residentes de un país desarrollado -y pronto la mayoría del resto del mundo- fácilmente pueden comprarse un teléfono inteligente, ganando así un acceso de bajo costo a un universo de conocimiento y entretenimiento humano que, hasta hace una generación, estaba mucho más allá del alcance de todos, excepto de los ricos. ¿Es posible que las mediciones convencionales de desigualdad e ingresos subestimen marcadamente lo bien que lo pasamos?

Según la economía convencional, la respuesta, a primera vista, parece ser no. Los cálculos de crecimiento económico que revelan una creciente desigualdad ya tienen en cuenta el gasto en telecomunicaciones, procesamiento de información y entretenimiento audiovisual. A menos que los beneficios de los bienes y servicios de la era de la información superen marcadamente lo que gastamos en ellos, el bienestar que ofrecen ya se habrá considerado.

Ahora bien, ¿ese “a menos que” realmente es tan disparatado? Cuando invertimos en nuestro bienestar, no sólo gastamos dinero para comprar bienes y servicios; asignamos una porción de nuestro tiempo libre a usarlos correctamente. Una entrada de cine no nos hará demasiado bien si nos vamos del cine antes de que se levante el telón. El tiempo, al igual que el dinero, es un recurso escaso; y, como los bienes y servicios relacionados con la información requieren de nuestra atención, demandan mucho tiempo. Desde que Homero cantaba su Ilíada alrededor del fuego después de oscurecer, hemos estado dispuestos a pagar muchísimo por historias, entretenimiento e información.

La tecnología de la era de la información nos ha dado la posibilidad de invertir nuestro tiempo de maneras que alguna vez sólo podían permitirse los más poderosos. Si, en el siglo XVII, alguien quería ver Macbeth en su casa, tenía que llamarse James Stuart, contratar a William Shakespeare y su compañía de actores y tener un teatro grande en su palacio real.

Nosotros, en promedio, pasados dos horas por día con nuestros dispositivos de audio y video. Supongamos por un minuto que las oportunidades ofrecidas por la introducción de Internet de banda ancha hubieran como mínimo duplicado la utilidad –el placer- que obtenemos durante ese tiempo. Es el equivalente de recibir dos horas adicionales de tiempo libre todos los días, además de las diez horas promedio que pasamos despiertos y no en el trabajo. En términos económicos, es un incremento adicional del 0,6% por año en los niveles de vida desde 1990, un aumento mucho mayor que el 0,2% por año al que nos llevarían las mediciones convencionales.

El interrogante luego es si nuestros teléfonos inteligentes, Kindles, tabletas y computadoras realmente nos brindan esa utilidad adicional. ¿Valoramos lo que nos ofrece Netflix, YouTube, Facebook y la biblioteca de la humanidad online de Internet mucho más de lo que aprendíamos, escuchábamos, mirábamos o comentábamos anteriormente a través de medios tradicionales? ¿Mirar televisión a pedido es más gratificante que ir al cine? ¿Las conversaciones de Twitter son más iluminadoras que ir a una biblioteca cercana? ¿Los amigos de Facebook son más valiosos que, digamos, los amigos?

Sea cual fuere la respuesta a esas preguntas, hay otra vuelta de tuerca. No consumimos bienes y servicios en un vacío. Parte del placer que recibimos de ellos surge de una sensación de que nuestro status crece en relación al de nuestros pares. La era de la información no sólo nos ha ofrecido opciones de entretenimiento nuevas; también nos permitió darle un vistazo a los estilos de vida de nuestros vecinos –y lo que hemos visto es que algunos de ellos se están volviendo más y más ricos.

Si tuviera que aventurar una suposición, diría que, como sociedad, los beneficios que hemos recibido de la tecnología de la era de la información han sido neutralizados por la envidia y el resentimiento que resultan de vivir en un mundo que es cada vez más desigual.



J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.

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