En los debates económicos se suelen acuñar términos que acaban siendo utilizados como mantras. Uno de ellos es el que se refiere a las reformas estructurales, que son frecuentemente invocadas como solución a casi todos los males económicos. Se trata de un término que se suele entender (erróneamente) como sinónimo de recortes de prestaciones y de derechos sociales. ¿Qué son, qué han sido y qué deben ser las reformas estructurales?
Definiciones poco concretas,…
Mi definición favorita de reformas estructurales es aquella que las identifica con medidas dirigidas a mejorar la oferta de bienes y servicios, bien haciendo que los mercados (de productos, de trabajo y financieros) sean más competitivos y los precios más flexibles, o bien impulsando la productividad y su crecimiento. Con ellas se facilita, entre otras cosas, la eficiente reasignación de recursos productivos entre sectores, la resistencia de la economía frente a perturbaciones económicas, y la mejora de la calidad de recursos productivos y su productividad. En consecuencia, las reformas estructurales son importantes tanto por sus efectos directos sobre el crecimiento económico como por mejorar la efectividad de las políticas de estabilización económica (fiscal y monetaria) a la hora de suavizar las fluctuaciones económicas, especialmente en una unión monetaria.
En una definición tan amplia caben medidas de muy distinto pelaje. A pesar de ello, existe una cierta corriente de opinión que identifica reformas estructurales solo con las laborales que modifican las instituciones del mercado de trabajo o que liberalizan y extienden la importancia de las fuerzas del mercado en la economía y, por tanto, con medidas que aumentan la desigualdad, dado que se supone que aquellos más capaces de aprovechar las ventajas del mercado son los que también tienen mejores posiciones de partida.
y apelaciones al “modelo productivo”
No obstante, dentro de la categoría de reformas estructurales también caben muchas de las medidas propuestas por los que claman que para reforzar el crecimiento económico y reducir el desempleo hay que cambiar “el modelo productivo” (sic, otro de los mantras habituales).
El concepto de «modelo productivo» tampoco tiene una definición precisa en Economía. Los que lo utilizan parecen tener en mente algo relacionado con lo que produce una economía y cómo lo hace, o, dicho en otras palabras, con sus pautas de especialización. Estas dependen, en primer lugar, de la disponibilidad de factores de producción (trabajo de diferentes grados de cualificación, capital físico, capital tecnológico) y de las productividades relativas de dichos factores en usos alternativos.
Sin embargo, un país puede ser abundante en capital humano y tecnológico, pero no necesariamente alcanzar pautas de especialización en sectores tecnológicamente avanzados y de valor añadido elevado. Para que ello ocurra es también necesaria una regulación adecuada de los mercados (de productos, laboral y financieros). Por tanto, reformas estructurales que favorezcan la acumulación y la productividad de determinados factores productivos y que mejoren la regulación de los mercados son instrumentos fundamentales para conseguir el objetivo de “cambiar el modelo productivo”.
Las bases de una reforma de las reformas estructurales
Cabe situar el origen de la idea de que las reformas estructurales deben ser un componente fundamental de las políticas económicas en los principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando los economistas llegaron a comprender (bien) el fenómeno de la estanflación y su relación con las restricciones de oferta agregada de la economía (ver, por ejemplo, aquí). Su formalización, en el caso de las reformas laborales, la hemos contado varias veces en estas páginas (la más reciente, aquí) y la referencia fundamental para entender la relación entre estas y las reformas del mercado de productos es un artículo de Olivier Blanchard y Francesco Giavazzi de principios de este siglo.
La evidencia empírica sobre reformas estructurales y sus efectos se ha acumulado muy rápidamente. Hoy en día tenemos disponibles varias bases de datos para catalogar y medir dichas reformas (por ejemplo, aquí, aquí, aquí y aquí). Y lo que sabemos es que se han hecho muchas, no siempre en la dirección correcta, en demasiadas ocasiones contradictorias entre sí, y pocas veces siguiendo un programa coherente dirigido a corregir definitivamente las causas de la disfuncionalidad de los mercados de trabajo, de productos y financieros. El resultado es que, tanto entre la opinión pública como en organismos económicos internacionales, existe bastante insatisfacción con la historia de las reformas estructurales. O dicho en términos shakesperianos, sobre reformas estructurales hay mucho ruido y pocas nueces (much ado about nothing).
No obstante, esta insatisfacción no debe conducir a la melancolía y a la inacción. Sigue siendo evidente la necesidad de implementar medidas dirigidas a mejorar la oferta de bienes y servicios, bien haciendo que los mercados sean más competitivos y los precios más flexibles, o bien impulsando la productividad y su crecimiento. Este segundo objetivo es especialmente importante en el contexto económico actual y futuro, marcado por el envejecimiento de la población, en el cual el crecimiento de la productividad adquiere especial trascendencia.
Son, por tanto, necesarias una nueva agenda, nuevos horizontes, un nuevo empaquetado, una secuenciación más adecuada y una mejor gestión supranacional de las reformas estructurales. Estos son algunos principios generales que deberían tenerse en cuenta a tales fines:
1. En el pasado las reformas estructurales se dirigieron fundamentalmente a aumentar la flexibilidad de los mercados de trabajo y de productos. En su nueva formulación, deberían estar dirigidas prioritariamente a promover mecanismos que mejoren la productividad y su crecimiento.
2. Como corolario de lo anterior, se debería dejar de identificar reformas estructurales con reducciones del poder de monopolio (de las empresas en el mercado de productos, y del derivado del poder de negociación salarial de los trabajadores en el mercado de trabajo) . Por ejemplo, en el campo académico las reformas estructurales han de ser analizadas con un marco macroeconómico conceptual que vaya más allá del proporcionado por modelos DSGE que incorporan demasiados atajos (agentes representativos o reformas estructurales postuladas solo como instrumentos que reducen los márgenes de beneficios empresariales en los mercados de productos y el poder de negociación salarial en los mercados de trabajo).
3. La complementariedad entre las reformas es clave para configurar la flexibilidad del mercado y el crecimiento de la productividad. El análisis del impacto de las reformas estructurales basado en la evidencia requiere un conocimiento muy profundo de las configuraciones institucionales del país en cuestión, que tenga en cuenta y permita explotar tales complementariedades.
4. Hay que evitar la auto-señalización en el análisis de los efectos de las reformas estructurales. Demasiadas veces se han declarado las reformas estructurales como exitosas solo por conveniencias de la coyuntura política y sin evidencia convincente sobre sus efectos y el correcto funcionamiento del mecanismo de transmisión contemplado para la justificación de tales reformas.
5. Durante las últimas décadas en Europa, el momento de las reformas estructurales no ayudó a aumentar su efectividad, ya que se implementaron en su mayoría durante los períodos de recesión. Esto es particularmente relevante en el análisis de las reformas durante la crisis. Hay quien sostiene que la política económica tiene que seguir recomendaciones basadas en la enseñanza religiosa (católica, por supuesto). Sin entrar a discutir tal posición, sí parece que en este caso quizá habría que aprender de la máxima jesuita y hacer con mucha más frecuencia las reformas estructurales en tiempos de bonanza, y no esperar a hacerlas irremediablemente cuando llegue la próxima crisis.
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