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domingo, 29 de julio de 2018

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (VIII)


Por Juan Torres

¿Qué son los Presupuestos Generales del Estado y por qué tienen tanta importancia para la economía?

Los Presupuestos Generales del Estado (PGE) son el documento en el que se
hacen constar la totalidad de los gastos e ingresos que va a tener el Estado en un año determinado. Los aprueba el Parlamento a partir del proyecto que presenta el gobierno al menos tres meses antes de que acabe el año.
El Parlamento (en el caso español, el Congreso y el Senado) puede enmendar y modificar las diferentes partidas. De entrada, el Congreso hace una primera lectura de los Presupuestos, y puede aceptarlos o rechazarlos en su totalidad. Este último caso suele considerarse un fracaso fundamental del gobierno, y acostumbra a llevar a la convocatoria de nuevas elecciones. Si se supera   el   primer   trámite,   podrán   hacerse   modificaciones   parciales   o concretas, aunque sin superar el techo de gasto establecido.
Los Presupuestos son un documento muy prolijo que tradicionalmente ocupaba decenas de volúmenes y que en la actualidad se presenta en formato digital porque contiene abundantísima información.
Para su mejor comprensión y seguimiento, los Presupuestos se ordenan conforme a diversos criterios (capítulos, funciones, conceptos de gasto o tipos de ingresos e impuestos, etc.) que reflejan con todo detalle las actividades que llevará cabo el Estado, el gasto asociado a cada una de ellas y de dónde procederán los ingresos con cargo a los cuales podrán llevarse a cabo.
Una  vez  que  se  aprueban,  se  supone  que  no  podrían  modificarse, aunque, de hecho, se realizan numerosos cambios a lo largo del año, a través de sucesivos decretos leyes, que a veces hacen que los Presupuestos finales o realmente ejecutados tengan muy poco que ver con los inicialmente elaborados en las Cortes.
En el capítulo general de gastos se relacionan las diferentes partidas, entre las que destacan los gastos de personal, los corrientes en bienes y servicios (dedicados a mantener el funcionamiento cotidiano de la administración pública), los financieros (dedicados al pago de los intereses de la  deuda),  las  transferencias  corrientes  (que  son  pagos  realizados  sin contrapartida) o los de inversión.

 También se presentan según la diferente función que cumplen en las diferentes áreas en las que actúan las administraciones del Estado: educación, justicia, salud, defensa, etc. Y, lógicamente, todos esos conceptos de gasto se presentan en relación con los diferentes  tipos  de  administraciones  que  componen  el  sector  público:  el Estado en sentido estricto, la seguridad social, los organismos autónomos (institutos,  jefatura  de  tráfico,  bibliotecas  nacionales,  etc.)  y  agencias estatales.
Por su parte, los ingresos se refieren fundamentalmente a los impuestos directos —como el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) o el de  sociedades—  o  indirectos  —como  el  IVA—,  a  las  tasas  y  precios públicos, a los ingresos que proporciona el patrimonio nacional, a las transferencias recibidas por el Estado, a la venta de bienes del Estado y, en general, tanto a los estrictamente del Estado como a los de las demás áreas del sector público estatal ya mencionadas (ingresos de la seguridad social, de los organismos autónomos y de las agencias estatales).
Por supuesto, para considerar el sector público en su conjunto (que representó en total algo menos del 44 por ciento del PIB en 2015) hay que tener en cuenta, además de los Presupuestos Generales del Estado (que representan aproximadamente el 25 por ciento del PIB español), los correspondientes a las comunidades autónomas (cuyo gasto representa aproximadamente el 13,5 por ciento del PIB) y los de las administraciones locales (algo menos del 5 por ciento del PIB).55
La  importancia  de  estos  presupuestos  de  gastos  e  ingresos  es  muy grande por varios motivos. En primer lugar, por su cuantía, pues indican que la actividad de todas las administraciones públicas representa sólo un poco menos de la mitad de toda la actividad económica en España (algo menos del
44 por ciento en 2015 tal y como acabamos de señalar). Y, además, hay que tener en cuenta, como analizaremos enseguida, que cada euro que gasta o ingresa cualquier administración pública produce (bajo determinadas condiciones que también comentaremos) más de esa cantidad en renta final para toda la economía, de modo que el impacto inicial de todo ese gasto o de los impuestos que se fijen para obtener ingresos tiene un efecto multiplicado sobre la economía.
En  segundo  lugar,  hay  que  tener  en  cuenta  que,  cuando  gastan  o recaudan ingresos, las administraciones públicas no se limitan a hacerlo pasivamente, sino que de esa forma están dirigiendo la economía y la vida social en general en un sentido o en otro. La realización de gasto por parte del sector público o el establecimiento de medidas para obtener ingresos (generalmente y en mayor medida por la vía de los impuestos) es discrecional e instrumental, es decir, que responde a una determinada voluntad de actuar de un modo u otro precisamente porque al hacerlo se beneficia o perjudica a unos sujetos u otros y porque genera efectos diversos sobre la economía. No es lo mismo que el gasto público se realice en educación que en pago de intereses o en infraestructuras que nunca más se van a utilizar, por ejemplo. Y no es igual establecer impuestos directos, que gravan a los sujetos en función directa de su renta o riqueza, que indirectos, que se pagan en la misma cantidad sea cual sea la renta o la riqueza de los individuos. Y tanto el gasto como los ingresos públicos generan incentivos o desincentivos para los sujetos, de modo que condicionan sus conductas a menudo de modo muy determinante.
Por eso no cabe la menor duda de que los gobiernos, cuando toman decisiones sobre gastos o ingresos públicos en los presupuestos que presentan a los parlamentos, están haciendo «política» fiscal, la cual es, por las razones que venimos apuntando, uno de los grandes instrumentos de la política económica  general,  tanto  para  favorecer  un  tipo  u  otro  de  actividad generadora de dinamismo y riqueza como para redistribuir los ingresos que se generan cuando ésa se lleva a cabo, tratando de lograr un reparto más o menos favorable para unas u otras personas o colectivos sociales.
Finalmente, los Presupuestos son muy importantes porque en ellos se incorpora la previsión macroeconómica fundamental que tiene en cuenta el gobierno  para  dirigir  la  economía  durante  el  año  presupuestario. Lógicamente,  los  gastos  sólo  pueden  presupuestarse  con  antelación  si  se tienen en cuenta los ingresos que va a haber, pero lo cierto es que no hay manera posible de conocer cuáles van a ser los ingresos futuros con total certidumbre. Por tanto, quien realiza los presupuestos debe establecer una previsión. Normalmente, se hace tomando como referencia los datos del año anterior y tratando de adelantarse a lo que pueda previsiblemente ocurrir en el 

futuro; algo que, naturalmente, no es fácil, sino todo lo contrario. Los gobiernos (ya hicimos referencia a ello) suelen equivocarse a menudo. No sólo porque dispongan de instrumentos de análisis imperfectos o porque a veces  se  cieguen  con  los  presupuestos  ideológicos  que  defienden,  sino porque, al elaborar el presupuesto, tratan de concederse el horizonte que les sea más favorable. Si son pesimistas (o sencillamente realistas en una situación objetivamente mala), tendrán que prever un limitado incremento de los ingresos y, por tanto, también de los gastos, lo cual posiblemente lleve a empeorar la situación económica, porque el menor gasto supondrá, por añadidura, aún menos impulso a la actividad. Por el contrario, si hacen una previsión más optimista podrán contemplar más gastos y así ayudar a que la economía mejore gracias a ese impulso más potente. Aunque, lógicamente, un exceso de optimismo puede hacer que se desequilibren todas las cuentas si finalmente no se consigue alcanzar los objetivos de crecimiento fijados.
Para  evitar  esas  derivas  (que  se  suelen  producir  preferentemente  en etapas preelectorales), en algunos países se han creado autoridades fiscales independientes para vigilar que no se produzcan esas desviaciones malintencionadas. Se trata de una buena fórmula cuando realmente son independientes y pueden controlar a los gobiernos, pero pueden contribuir a agravar los problemas cuando no lo son y siguen los dictados del gobierno de turno.
Como ya hemos comentado, el debate sobre los efectos que tiene la intervención del Estado sobre la economía y más concretamente del gasto público y de la política fiscal es uno de los más antiguos y habituales en el análisis económico. Al respecto, hay prejuicios, diferentes posiciones ideológicas, metodologías de evaluación diferentes y, en todo caso, una dificultad intrínseca e innegable a la hora de poder conocer con todo el rigor necesario lo que efectivamente ocurre cuando se lleva cabo. Y todo ello impide, como en tantas otras cuestiones económicas, dar una respuesta definitiva, cerrada y generalmente admitida.
Como casi siempre, la respuesta es que depende. Dejando a un lado las preferencias que condenan o aplauden al gasto público per se, el efecto del gasto público en la economía depende de lo que suceda en esa economía en el momento en que se produce y de la naturaleza del gasto que se realiza.
En cualquier circunstancia, un incremento del gasto público implica un aumento del ingreso en el sector privado, mas rigurosamente hablando, de su renta disponible, es decir de la que ya se puede utilizar directamente, o bien en el gasto en bienes y servicios (por la vía del consumo o de la inversión, según se trate de hogares o empresas), o bien en el ahorro.
Esto último es así por definición. Cuando alguien realiza un gasto (en el caso del gasto público, el Estado), algún otro sujeto recibe un ingreso. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque gran parte del relato antigasto público que hacen los economistas liberales se basa en creer o en hacer creer a la gente que el sector público gasta para sí mismo, como si fuera un devorador insaciable y egoísta de recursos, cuando eso ni es ni puede ser así.
Cada vez que se registra un determinado gasto con recursos del sector público, bien sea al pagar a un funcionario, o al comprar bienes para las oficinas administrativas, o al contratar a una empresa para que construya un aeropuerto, un hospital o una escuela, o cuando se da una beca o se paga una pensión…, el Estado está poniendo inmediatamente el dinero que conlleva ese gasto en manos de un sujeto privado (hogares o empresas nacionales u hogares y empresas del extranjero). Por tanto, el gasto público nunca se hace
«en beneficio» del propio sector público, sino que siempre repercute (es verdad que puede ser inmediatamente o con un cierto retardo) en el sector privado.
La idea de que el gasto público del Estado es un «robo» a los individuos porque les detrae recursos es completamente falso. En realidad, es todo lo contrario, incluso (como veremos) teniendo en cuenta que habrá que financiarlo: lo que hace el gasto público en el mismo momento en que se realiza es poner recursos en manos de los individuos o de las empresas. El gasto público no quita el dinero a los sujetos económicos para que se lo
«trague» el Estado, como se dice, sino que pone más dinero en sus manos (lo cual, por otra parte, no quiere decir que eso sea siempre lo conveniente).
A partir de que se realiza un gasto público de cualquier cantidad, lo que sucede es, como decimos, que se produce un ingreso en algún sujeto, y que éste, o bien lo ahorra, o bien lo consume en función (ya lo sabemos) de su 

propensión marginal al consumo, la cual refleja la proporción de cada nuevo euro en que se incrementa su renta que es destinada al consumo, tal y como ya explicamos en el caso de la inversión.
Si, por ejemplo, un empleado público tiene una propensión marginal al consumo de 0,7, eso significa que de cada cien nuevos euros de aumento en su sueldo consume setenta y ahorra treinta. Y, como también sabemos ya, cuando ese funcionario gasta sus setenta euros en consumo lo que está haciendo es generar un ingreso, una nueva renta, en el nuevo sujeto que le vende bienes y servicios. Y cuando éste recibe los setenta euros de nuevo consumirá una parte (si suponemos que tiene la misma propensión marginal al  consumo,  consumirá  49  euros,  que  es  el  70  por  ciento  de  setenta)  y ahorrará el resto. Y, de nuevo, quien le haya vendido esos 49 euros recibirá un ingreso por esa cantidad, del cual consumirá una parte y ahorrará otra… En definitiva, lo que ocurre es que, tras los cien euros de gasto público inicial que se materializaron en el sueldo del funcionario, se han ido sucediendo nuevos gastos en consumo equivalente al 70 por ciento del ingreso que en cada paso se va generando (suponiendo que todos los sujetos lo hacen en la misma proporción).
Esta «rueda» que se va produciendo en la economía es lo que llamamos efecto multiplicador del gasto público, y es el que hace que, al final del proceso,  el  incremento  que  se  haya  de  producir  en  la  renta  total  de  la economía sea bastante mayor que el de los cien euros iniciales. En este caso, concretamente, la renta final sería de 333,3 euros, es decir, 3,33 veces mayor que el incremento de renta inicial. Y no hará falta decir que sucede exactamente igual, aunque con signo contrario, cuando se reduce el gasto público: produce un descenso final de la renta mayor que el del recorte en el gasto.
La existencia de este efecto multiplicador ha sido siempre reconocida por la inmensa mayoría de los economistas y, cómo no, por organismos tan convencionales  y  poco  sospechosos  de  veleidades  heterodoxas  como  la OCDE o el Fondo Monetario Internacional, que calculan habitualmente los multiplicadores fiscales de los diversos países. Sólo ciertos economistas que profesan el liberalismo más fundamentalista niegan su existencia, llevados por la idea de que cualquier intervención pública es nefasta y debe evitarse.
Otra cosa es que ese efecto es muy difícil de calcular con exactitud y rigor y que puede ser mayor o menor, o incluso nulo en algunas circunstancias, en función de diversos factores, tales como las condiciones en que se encuentre la economía y la forma en que se produzca el incremento o el descenso del gasto. Pero una cosa es que el efecto multiplicador no sea siempre potente y otra es negar que exista.
Para  que  se  produzca  el  efecto  multiplicador  del  gasto  público,  en primer lugar ha de haber recursos ociosos en la economía (lógicamente, si no los hubiera, lo que producirá un aumento del gasto sería sólo un alza de los precios).  En  segundo  lugar,  la  propensión  marginal  al  consumo  debe aumentar o, al menos, mantenerse constante a lo largo del proceso, porque si bajara habría cada vez más ahorro, el cual se iría «comiendo» los incrementos de renta. En tercer lugar, el incremento del gasto debe darse en la renta disponible, esto es, en la que es posterior al pago de impuestos pues, en otro caso,  podría  ser  que  los  impuestos  anularan  el  efecto  expansivo  del incremento del gasto. Por último, el incremento del gasto público debe estar dirigido al consumo en bienes y servicios nacionales a fin de evitar que los sucesivos incrementos en la renta se den fuera de nuestra economía. Y, además de esto, también hay que señalar que si el nivel de deuda es muy elevado en la economía podría suceder que el incremento de gasto público fuese utilizado por los sujetos para eliminarla, de modo que no iría entonces al consumo que es el que inicia el proceso multiplicador.
Como es evidente que estas circunstancias no se dan siempre, o que se dan en mayor o menor medida, lo cierto es que ni el multiplicador es siempre el mismo ni en todo momento se puede asegurar que sea suficientemente potente como para ser realmente expansivo (o recesivo, cuando baja el gasto). Y ahí es donde entra la polémica entre los economistas más sensatos.
En general, como he señalado, se puede decir que es aceptado generalmente que se produce efecto multiplicador, aunque sea de una magnitud más bien escasa. Los mayores defensores de la política fiscal son precisamente los que han encontrado en sus estudios empíricos que el multiplicador fiscal es alto y que, por tanto, es un instrumento muy efectivo para logar que finalmente aumente bastante la renta a través de él.
A veces, el cálculo de los multiplicadores es lo que constituye el centro de la polémica, así como el origen de problemas muy importantes. Eso es lo que ha ocurrido en Europa en los últimos años, cuando la llamada troika (la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) defendía que se redujera lo más rápidamente posible el gasto público porque todos sus miembros pensaban que eso no iba a tener apenas efecto sobre la renta. Afirmaban que su efecto multiplicador era muy bajo, en contra de lo que pensaban los economistas críticos con esas políticas de recorte de gasto. Sin embargo, con el paso del tiempo, el propio Fondo Monetario Internacional tuvo que reconocer que durante treinta años ha calculado muy a la baja los multiplicadores fiscales y que en Europa estarían entre 0,9 y 1,7 durante la última crisis,56 aunque algunos investigadores han llegado a cifrarlos en 3.
Es fácil deducir el efecto dramático de esos «errores»: se reduce un euro el gasto creyendo que sólo se reducirá la renta en 0,5 y lo que ocurre en realidad es que baja en 1,7.
Estas son las consecuencias de que los economistas se acerquen a la realidad sin quitarse el velo de sus prejuicios y buscando tan sólo las cifras y los  datos  que  conformen  sus  proposiciones  más  que  los  que  de  verdad reflejen lo que está sucediendo realmente. Es muy probable que, si una autoridad verdaderamente independiente hubiera abordado esos cálculos, quizá no se hubieran producido los daños que ha ocasionado en Europa la adopción de una política fiscal y económica basada, en general, en hipótesis y datos equivocados. Y el caso muestra una vez más los terribles efectos sobre el bienestar humano que tiene la ideologización de la política económica, el permitir que las autoridades se dejen llevar por prejuicios que en realidad son la envoltura retórica de medidas que al final, simplemente, vienen a engordar el bolsillo de los mismos de siempre. Porque ése, y no otro, ha sido el efecto principal de estas políticas.
Y, por último, aunque no por ello menos importante, esto evidencia también lo peligrosos que podemos llegar a ser los economistas cuando, en lugar de ayudar a pensar y decidir, nos dedicamos a adoctrinar dejándonos llevar por la ideología, las creencias cuasi religiosas y los intereses.

Citas


55. Para hacerse una idea bastante aproximada de lo que representan en euros esos porcentajes puede considerarse que, en 2015, el PIB español fue de un billón de euros, en números redondos.

( Continuará)




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