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lunes, 9 de julio de 2018

Perspectivas de la propiedad privada en Cuba


Hace poco abrió el mercado mayorista para las cooperativas no agropecuarias. Como sabemos, las cooperativas constituyen una alternativa a la división entre empresa estatal y empresa privada: en ellas se estaría tratando de conservar la competitividad y la eficiencia que tradicionalmente se le atribuyen a la empresa privada, a la vez que se eliminaría la figura parásita del capitalista. Las grandes empresas jamás podrán ser cooperativas, es cierto, pero en apariencia no existe una razón para que no puedan serlo muchas de las pequeñas empresas, y entonces en apariencia no existiría una razón por la que no vender a precios preferenciales a las cooperativas, dándole ventajas sobre las empresas privadas. Sin embargo, las ineficiencias de la economía cubana han creado un fenómeno inverosímil: no pocas cooperativas han aprovechado esta ventaja y se han convertido en meras intermediarias de la empresa privada. Pueden vender los productos en el mercado negro a precios más bajos que las tiendas comunes, pero aun así sacar algún beneficio. De esa forma, muchas cooperativas vinculadas a la gastronomía son simples fachadas de un negocio fácil de reventa, que por supuesto queda fuera de los libros. No es de su interés conseguir una mejora en los servicios, basta que las cuentas le permitan sostener la farsa ante la institución. Ergo, el mecanismo sirve a dos parásitos en vez de a uno: al intermediario y al capitalista.

Ampliar el mercado mayorista a la empresa privada se hace difícil a causa de la multiplicidad cambiaria, que en resumen crea divisas falsas al interior de las arcas del estado e interrumpe la liquidez a la hora de hacer las importaciones. El problema cubano en realidad no es la doble moneda, sino la inflación (el término es inexacto) en una de ellas, cuyas consecuencias, a fin de que no sean sufridas por los bolsillos de los trabajadores cubanos, son asumidas por la empresa estatal, que se encuentra amarrada. Estas consecuencias en particular tampoco son sufridas por la empresa privada, que opera bajo una tasa de cambio única y estable, y que se sirve despreocupadamente de la subvención estatal de agua y electricidad. En ese sentido, cada cubano está ayudando a pagar las cuentas de los emergentes capitalistas. El problema de la empresa privada no es que opere con dinero sin valor (asunto que causa tormentos periódicos al estado), sino que en papeles debe comprar a los mismos precios que compra un ciudadano corriente (aunque en la práctica recurra al mercado negro, está claro). Esto no sería tan grave de no ser porque algunos de los productos que necesita de manera diaria no aparecen en las tiendas (cortesía de la falta de liquidez de las arcas) y de no ser porque está incapacitada legalmente para realizar sus propias importaciones. Cuba no tenía la infraestructura para enfrentar el crecimiento del sector privado, de hecho, ni siquiera la tiene hoy para enfrentar un crecimiento del sector estatal que no ingresa divisas de manera directa, lo cual es lamentable. Entenderlo es fundamental para evaluar las potencialidades de la empresa privada en los años próximos.

Así debería funcionar la doble moneda: el país ingresa dos dólares gracias a la exportación de tabaco y crea un duplicado, dos pesos convertibles, usa un dólar para comprar una lata de sardinas en el mercado internacional y gratifica al veguero con un peso convertible, luego el veguero irá educadamente a comprar su lata de sardinas en el mercado estatal. El ciclo en apariencia es perfecto, pero existe un pequeño problema: el estado necesita quedarse con alguna ganancia tras servir de intermediario, tendría que vender la lata digamos que a cincuenta centavos más. Pero en nuestro país imaginario solo existe un peso convertible en circulación, para vender la lata en un peso con cincuenta centavos habría primero que pagarle un peso con cincuenta centavos al veguero. En la práctica, el país solo ha gastado un dólar en el mercado internacional, por tanto tiene en sus manos el otro dólar y los cincuenta centavos convertibles que quedaron tras pagarle un peso con cincuenta centavos a su veguero. El país podrá emplear el dólar en importar recursos para la salud, la educación y la defensa de su veguero, pero bajo ninguna circunstancia debería gastarlo completamente en otra lata de sardinas por una razón muy sencilla: el veguero no la podrá pagar, puesto que solo podríamos darle los cincuenta centavos convertibles que quedaron en nuestras arcas. Para que la lata se pueda vender habría que generar al menos un peso convertible de la nada. Nuestro veguero, en tal caso, habría comprado sus dos latas de sardinas, pero los beneficios del estado serían imaginarios.

Si la economía cubana funcionara correctamente, no debería existir la escasez de productos importados. Si existen cien pesos convertibles circulando, se espera entonces que el estado pueda cubrir cualquier demanda que los cien pesos convertibles permitan, puesto que habrá un respaldo en divisas e incluso una ganancia arancelaria. Algo tan elemental falla en nuestros días. Lo que ocurre, para ir ampliando el panorama, es que el estado no es el único que recibe divisas. Los cubanos pueden recibir dólares por remesas o por servicios directos al turismo. Digamos que en un sistema cerrado perfecto en el que solo el estado ingrese las divisas, los aranceles no supondrían una ganancia real en divisas (el estado no estaría multiplicando realmente sus dos dólares). Pero si el dueño de un hostal también ingresa dos dólares, y los cambia en el banco por dos pesos convertibles (será necesario abstraernos del impuesto al dólar por un instante, como antes me abstraje del bloqueo), y si compra una lata de sardinas a un peso con cincuenta centavos, y si el estado ha comprado las sardinas por solo un dólar, entonces nos queda que al estado le queda un dólar y al dueño del hostal le quedan cincuenta centavos, es decir, el balance le da cincuenta centavos de beneficios al país. Entre más dinero exista en las arcas o en circulación, en teoría, más puede permitirse importar el estado. Sin embargo, una vez que existen pesos convertibles que no son convertibles, un aumento en la demanda no tiene forma de verse correspondido por un aumento en la oferta, y mucho menos por estrategias mayoristas, que en otras economías terminarían multiplicando las ganancias, y que en la nuestra solo traerían consigo pérdidas. La apertura del mercado mayorista para las cooperativas posee mayor utilidad simbólica que práctica.

Nuestro país, visto de una manera literaturizada, tiene que gastar cualquier dinero que ingrese en sardinas, y al mismo tiempo se ve en la obligación de crear dinero falso para pagarse a sí mismo el sobreprecio del arancel, a la espera de que en algún momento ingrese la divisa que dará validez al dinero que ha creado. Pero la divisa nueva hará falta para comprar más sardinas, cuestión que en definitiva el estado nunca se podrá quedar con los beneficios: en una economía convertible, la ganancia en términos de importación está en lo que se queda inmediatamente en las arcas y no en lo que se va a ingresar luego, billetes sin valor, y nuestra bola de nieve no va a permitir nunca que quede algo en las arcas.

Hasta ahora hemos dejado fuera una infinidad de factores que complejizan la situación. En la fábula importamos las sardinas sin gastar combustible ni trabajo humano, las divisas no se escapan de nuestro país (cada vez que un simple viajero quiere cambiar un peso convertible por su equivalente en dólares el estado cubano se pone las manos en la cabeza, porque contrario a lo que se suele pensar, el cambio lo perjudica enormemente), no hay robos en las tiendas o en los almacenes y sobre todo, no existe ese término que hemos invisibilizado hasta ahora en la ecuación: el peso cubano. Cuba tiene al final un mercado interno, eso significa que constantemente está generando valor. Supuestamente el peso cubano es la expresión de ese valor, pero se encuentra inmóvil ante el peso convertible, como si la economía cubana no tuviera ascensos y descensos con respecto a las de otros países. La empresa privada, que hasta ahora no se dedica a las exportaciones y por tanto no recibe divisas de manera directa (la mayoría de los turistas cambia su dinero al llegar a la isla) aporta valor al peso cubano, aunque a menudo opere con pesos convertibles.

Supongamos que un turista cambie dos dólares por dos pesos convertibles, y que gaste sus dos pesos convertibles en un mojito, y que el cubano hipotético que le vendió el mojito los gaste en la ya folclórica lata de sardinas, que cuesta un peso convertible con cincuenta centavos, y que el estado importa por un dólar. Hasta ahora, notemos, el estado ha ganado supuestamente cincuenta centavos de dólar y un peso convertible con cincuenta centavos. No podrá usar ese peso convertible hasta que no vuelva a ser respaldado por un dólar. Pero ya sabemos que las cosas no funcionan así. Probablemente, aunque el turista solo entregara dos dólares, saldrían a la calle tres pesos convertibles, el tercero de ellos a la espera de un respaldo. Ahora viene lo realmente interesante, ¿qué pasa si el preparador de mojitos por cuenta propia decide comprar, por un peso convertible con cincuenta centavos, un pescado recién sacado del agua por su vecino, en lugar de una lata importada? ¿Qué pasa si el pescador gasta el dinero en una cantidad de tomates locales? ¿Qué pasa si el campesino lo gasta en un mojito igual al que compró el turista? Imaginemos una situación límite, de carácter fantástico, en la que la cadena siga y el dinero nunca regrese a nada producido fuera del país. La moneda que se quedaría con ese valor sería el peso cubano, y a la larga, entre más se desarrollara la economía local, entre más cosas pudieran ser compradas con un peso cubano, menos pesos cubanos se necesitarían para obtener un peso convertible. Si cada uno de los dólares ingresados al país no saliera nunca en concepto de importaciones, tarde o temprano en las arcas terminaría habiendo más dólares que pesos, y comenzaría a hacer falta muchos dólares para obtener un peso. Claro, todo lo anterior es una mera abstracción, lo más importante es entender cómo funciona la balanza una vez que interviene en ella el mercado interno (también funciona al revés, supongamos un caso extremo de una economía en la que termine habiendo menos dólares y más pesos).

La empresa privada cubana, que se limita fundamentalmente a la rama de los servicios, es poco estimulante con el mercado interno porque los servicios en general suelen ser poco estimulantes con el mercado interno. En un país compuesto solo por bares el dinero de las personas saldría rápidamente de las fronteras nacionales, puesto que sin importar cuánto adoren los bartenders gastar su salario yendo a los bares de otros bartenders, tendrían que comer productos importados y vestirse con productos importados e incluso vender y comprar cerveza importada. De hecho, es muy fácil observar que un país compuesto solo de bares podría sostenerse únicamente gracias a la inyección de divisas del turismo. Entre más dinero entrara por concepto de turismo mejor vivirían los habitantes, la relación sería aburridamente sencilla. No existiría mercado interno y por tanto no existiría un verdadero desarrollo, la isla seguiría destinada a servir a los habitantes de la isla productora de alimentos, la productora de ropa o la productora de cerveza. En nuestro caso, los dueños de la mayoría de nuestras empresas privadas más fuertes no son cubanos, sino extranjeros, que sacan el dinero de la isla y por tanto frenan el desarrollo local.

Hay convenios subterráneos entre los cubanos de la isla y los de la Florida que permiten estas silenciosas transacciones. Digamos que un cubano en la Florida quiere mandar cien dólares a un cubano de la isla. En vez de utilizar el procedimiento corriente, le da los cien dólares al dueño de un restaurante habanero, que vive en la Florida, y luego el representante, que maneja el negocio en La Habana, le da noventa y nueve pesos convertibles al cubano de la isla. El dinero ha entrado sin entrar, y ha salido sin salir. El dueño del restaurante ha convertido sus pesos convertibles en dólares y los ha sacado del país sin que nadie se haya percatado. Al no ingresar los dólares por la vía corriente, al no llegar nunca a las manos del estado, esta remesa es solo una redistribución de la riqueza ya existente en Cuba, pero no una verdadera inyección de capital. En la práctica hace que los beneficios de esta hipotética empresa privada ayuden más que nada al desarrollo de la Florida.

Y lo anterior se relaciona con una situación curiosísima. Las empresas privadas cubanas más fuertes tienen un pequeño dilema: no saben qué hacer con sus beneficios. El capitalista cubano solo puede tener un negocio de manera legal, así que no puede invertir en una franquicia, por ejemplo. En teoría podría guardar el dinero en un banco cubano o despilfarrarlo en una serie de comodidades, pero como es lógico, rara vez nuestro capitalista se rinde con tanta facilidad en su búsqueda de agigantar su capital. Saca el dinero del país, lo cual es malo para la economía, o invierte en un segundo negocio con un falso propietario. Y en apariencia se hace un bien público cuando se le impide al capitalista montar nuevos negocios, pero recordemos que estos negocios crearían empleos y dinamizarían la economía. Al final el dinero inmóvil produce estancamiento, por lo tanto el capitalista tenderá siempre a seguir invirtiendo y engrosando sus cuentas, y si no lo hace, frenará entonces el desarrollo local. La propiedad privada como móvil económico genera este diabólico ciclo: sin importar cuánto maquillaje se le ponga, el crecimiento va de la mano con un ascenso en las diferencias sociales.

Esto es lo que nunca van a entender ciertos reformistas del capitalismo. Es posible un breve crecimiento económico separado de un ascenso en las diferencias sociales, pero solo en tanto convivan una serie de pequeñas empresas privadas, que por simple competencia tarde o temprano comenzarán a fusionarse y a hacerse más grandes, rentables y productivas, y por tanto ofrecerán beneficios mayores a sus cada vez más selectos propietarios, que se verán en la obligación de ampliarse y crear nuevos empleos. Y si se intenta regularlos para recuperar los antiguos indicadores de paridad salarial, se verá frenada la economía. Un dilema que en algún punto debió estar presente durante la primera etapa de la crisis venezolana. Curioso que la monopolización (contra la que existen leyes en Estados Unidos) y la progresiva separación entre propiedad y gestión en las últimas décadas de capitalismo desdeñen el proyecto socialdemócrata, pero secretamente reafirmen un proyecto socialista de propiedad estatal, ya he escrito sobre el tema. En definitiva con esto quiero decir que en ningún futuro cubano debe contemplarse una primacía del sector privado, porque generaría capas de poder económico hereditario, que anularían la justicia social según la cual cada individuo debe tener aquello que se haya ganado personalmente. El socialismo, ya lo he dicho, es el intento por combatir la brutalidad del determinismo social del sistema capitalista.

Una lógica tradicional resolvería el problema ampliando el sector privado hacia la producción, lo cual ralentizaría el ciclo de consumo (como ya vimos arriba) y daría valor al peso cubano. Uno de los grandes mitos económicos de la Cuba contemporánea es que un aumento en los gastos por concepto de importación de materias primas causaría una debacle en la balanza, a menos que se viera compensado por un aumento en la exportación. En realidad sería una debacle si se importaran más televisores y muebles de cuero, pero si solo se importaran materias primas, las fábricas estarían demorando la estancia de las divisas en las arcas, porque (esto es un ejemplo) las personas estarían comprando televisores y muebles de cuero que no habría que importar a la larga. En realidad, abrir las importaciones de materias primas a la empresa privada ayudaría a la balanza comercial, porque los beneficios, el plusvalor de los televisores y los muebles se quedaría en la isla. La razón por la que debe mirarse con cuidado una ampliación del sector privado hacia la producción no es la balanza comercial, sino la sociedad.

La apertura de fábricas privadas de enlatados, zapatos y cosméticos se podría conseguir desviando ciertas inversiones privadas, ahora enfocadas en los servicios, y desviando la mano de obra de una variedad de empresas estatales, desde fábricas hasta notarías, tiendas y escuelas. Si el estado no puede simultáneamente triplicar el salario de sus trabajadores, deberá verlos marchar en masa hacia el sector privado. Y esto es negativo para el propio sector privado. Pensemos en un servicio subvencionado como la electricidad (subvencionado no significa que se da gratis, sino que en teoría sus costos estarían deducidos de los salarios del sector estatal, tal como la salud, la educación o la impresión de libros). El estado no puede aumentar el precio de la electricidad sin perjudicar a millones de cubanos, y no puede pagar más a sus trabajadores eléctricos sin aumentar el precio de la electricidad. La razón por la que los trabajadores de la electricidad, la telefonía, la justicia, las oficinas de impuestos, los centros culturales y deportivos, los abundantes museos, los teatros, las bibliotecas, las estaciones de policía, las bases aéreas y de tanques, los guardafronteras, la televisión y la radio, los ferrocarriles, las universidades, los círculos infantiles, los hospitales, no se van de donde están es en parte porque los empleos del sector privado están siempre cubiertos. Cuba debe transformar su economía subvencionada tarde o temprano, a fin de hacerla más rentable. Si abre las dos puertas a la propiedad privada sin haber tomado medidas antes habrá un colapso en el cual las empresas privadas ya existentes saldrán perjudicadas. Amigables socialdemócratas, subrayen estas líneas. Esto no sería un problema tan grave en un país en el que constantemente creciera la fuerza laboral: en el nuestro, en el que tiende a disminuir, tendría consecuencias nefastas.

Lo otro es que incluso si tal colapso no se produce, o se produce de una manera parcial, que solo afecte a los más desfavorecidos (y esto por supuesto rara vez importa al capitalista), la naturaleza misma del capital privado construirá con el paso de las décadas particiones definitivas en la sociedad cubana. La imposibilidad de las clases más bajas de trascender lo que la economía ha dispuesto para ellas es un problema esencial en el capitalismo, y sobre todo en los países del tercer mundo. Clases más bajas terminan engendrando generaciones con menos probabilidades de superarse a sí mismas. En el Tercer mundo, las trasnacionales se quedan con los mayores beneficios, y al sacarlos de un territorio (en lugar de reinvertirlos en el lugar y crear más empleos, lo cual sería más inteligente y a la larga hasta más rentable) terminan por condenar a sus habitantes al atraso. Es muy probable que la salida de los beneficios en muchas empresas privadas cubanas limite el desarrollo local. De hecho, en algún punto, las actuales firmas del estado con empresas extranjeras, si bien son necesarias porque atraen inversiones, en el fondo causan dependencia y estancamiento. Recordemos el ciclo idílico del vendedor de mojitos, el pescador y el campesino: el cambio del peso contra la divisa empeora si el vendedor de mojitos, el pescador y el campesino tienen que dar casi la mitad de sus ingresos a un inversor extranjero, más que nada porque el inversor no gastará su parte en mojitos, pargos o tomates locales. Lo que sucede en nuestra desnutrida economía es que necesitamos vasos, cañas de pescar y tractores que no podemos pagar nosotros solos. La inversión extranjera en Cuba es necesaria por la misma razón que la empresa privada es necesaria.

Dentro de las múltiples razones por las que la empresa privada se comporta de momento como más eficiente en nuestro país que la estatal (además de la única tasa de cambio, que le permite una mayor liquidez y la capacidad de gestionar sus propios gastos) está que ha conseguido inversiones extranjeras rápidas. Se ha divulgado mucho la idea de que un negocio necesita ser privado para ser eficiente: si los restaurantes y bares estatales a principios de la década pasada hubieran tenido la inyección constante de capital que los gastos sociales impedían proyectar, si hubieran podido gestionar su dinero sin las trampas de la multiplicidad cambiaria y pagar a sus trabajadores salarios semejantes o superiores a los de los restaurantes y bares privados de hoy, no quepa duda que hubieran florecido a la perfección. Repito que el mundo capitalista ha separado desde hace muchos años la gestión de la propiedad. No hay razones para que nosotros no aprendamos de ello. Abrir las puertas de la industria a la propiedad privada sería un suicidio, porque aumentaría exponencialmente muchos problemas que ya existen: luego de una crisis que afectaría a los sectores más desposeídos (y me atrevo a decir que a las capas más viejas de la sociedad cubana, a las que no se les suele dar cabida en la empresa privada), se vería la solución en privatizar ferrocarriles, telefonía, televisión (bajo la excusa de hacerlos más rentables), se agravaría la crisis y probablemente, en el mejor de los casos, vendría un gobierno populista que basara su imagen en valores del pasado, pero que en el fondo estuviera pactando con los grandes capitales privados del país. Todo esto lo digo dejando a un lado cualquier preferencia política, trato de ser objetivo. Muchos discursos que piden apertura, incluso con las mejores intenciones, desean la apertura de la rama productiva a la empresa privada sin entender sus consecuencias globales, guiándose por el presentimiento de que si lo que se ha hecho no ha salido tan mal la solución es seguir haciéndolo con más fuerza.

La empresa estatal debe desligarse de una vez de una serie de impedimentos tontos para asumir la rama productiva con todas sus potencialidades (que al parecer no entiende, cegada por los beneficios rápidos del turismo, mientras el capitalista sí lo hace, y aquí está el peligro). En cuanto a la empresa privada, sería contraproducente tratar de mutilarla a estas alturas y lo mejor es darle libertad dentro del sector de los servicios (que en una economía sensata no tiene primacía). Puede crearse un mecanismo especial que le facilite la importación de muchos productos que no encuentra en las tiendas. Aquí hay un negocio millonario para el propio estado. En cuanto a los beneficios de las empresas privadas más fuertes, que se estancan, se van del país o se reinvierten de manera ilegal, creo que hay una forma más inteligente de conducirlos. Ahora mismo un capitalista cubano puede tener un único restaurante que ingrese cinco mil dólares en una noche, pero está incapacitado para tener dos puestos de venta de churros. La ley que impide al capitalista cubano tener más de un negocio cumple dos objetivos fundamentales: primero, que no se formen monopolios que terminen asfixiando a los pequeñas cafeterías, segundo, que no existan grandes diferencias sociales. Pero en la práctica ya hemos visto lo que sucede. Mejor sería, por ejemplo, que se aplicaran impuestos bien diferenciados dependiendo de lo que el capitalista ingresara (en esto sí se puede aprender de las socialdemocracias nórdicas). Haciéndolo, los fiscales no tendrían que hacerse los ciegos ante los fraudes evidentísimos que se cometen todos los días en nuestro país. Si en Cuba se aplicara la política fiscal no sueca, sino americana, habría unos cuantos emprendedores sancionados. Tendrían que poner a su nombre los negocios que tienen a nombre de otros, y por tanto pagar impuestos mucho más altos, que el país necesita con urgencia.

El artículo es largo e implica un campo en el que soy un intruso, la economía. En el mejor de los casos, espero, sirva para mostrar perspectivas que suelen excluirse con frecuencia en los debates sobre la apertura o no a la propiedad privada. Sirva este comentario como epílogo.

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