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viernes, 28 de septiembre de 2018

Institucionalizar, constituir, cumplir. (Sobre el salario en el Anteproyecto constitucional)



Foto: Randdy Fundora (Cortesía para La Cosa)

Por Ricardo Riverón Rojas

Un país son sus habitantes, pero también sus instituciones, sobre todo las públicas. En la organización socialista nuestra dependencia de ellas es aún mayor. Y preferible. Definen el ritmo de nuestras vidas, nos optimizan (o, si funcionan mal, pulverizan) el tiempo y los bolsillos; existen, con el Estado como centro aglutinador de las más valiosas, para satisfacer necesidades materiales y espirituales. Nos salvan de las asimetrías que la naturaleza o la suerte establecen.

La institución se rige por leyes, se estructura por proyectos, concibe estrategias, objetivos, acciones. Produce, comparte, departe, reparte, hace valer la equidad. Nada queda al azar, sujeto a leyes ciegas. El ser humano, que demanda sus realizaciones, debe ser siempre su prioridad.

Sin instituciones estatales sólidas y eficientes, la justicia social deriva hacia la ambigüedad del pronunciamiento vacío. La institución no debe funcionar al amparo de la autofagia; no debe tragarse a sí misma en pos de erigirse alfa y omega de su razón de ser a la par que involucra a los ciudadanos y los enajena —enajenándose también ella— de las esencias.

En el toma y daca de una dinámica de funcionamiento eficaz, las instituciones crean el algoritmo para que la sociedad constituya un espacio donde el hombre realice su cotidianidad con un confort creciente; el ciudadano a su vez le reintegra esa voluntad y esos procederes materializando, con trabajo, sus proyectos. El mediador para que esa relación biunívoca opere de manera expedita es el salario. La institución estructura los pilares donde se sustenta la ciudadanía mientras el ciudadano sostiene a la institución con su aporte laboral, cada vez más calificado según lo demanda la vida contemporánea.

Las anteriores son ideas que acudieron a mí al leer el texto del Proyecto de Constitución de la República de Cuba y seguir, a través de los medios, los debates donde cada quien ha expresado, con total libertad, sus puntos de vista, sus propuestas de modificación, supresión, adición, todo ello signado casi siempre por pautas reflexivas de loable profundidad.

De mi agrado ha sido ver, en las intervenciones que los medios socializan, la prevalencia de un espíritu crítico que rebasa con mucho la complacencia y pasividad que nos atribuyen los voceros del imperio mediático. Este proceso, de gran madurez política, supera el unánime discurso afirmativo a ultranza que matizó a otros llevados a cabo en etapas de antaño, aunque recuerdo perfectamente los candentes y ricos debates de lo que fue el llamamiento al IV Congreso del PCC, desarrollados en su mayoría en 1990, así como la consulta popular de 2007, promovida por Raúl.

Ya tuve mi asamblea de debate, y expuse en ella mi inconformidad con lo que me parecía mejorable. Como cualquier cubano que aspire a fortalecer el socialismo y su institucionalidad, considero mi deber cívico y revolucionario valerme de todos los espacios posibles para compartir mi opinión.

El único señalamiento en que me centro tiene que ver con lo expresado en el artículo 76 (párrafos 204 y 205) del proyecto, donde, pasando por alto el estatus de hibridez económica en que vivimos inmersos, se establece, una vez más, el principio del Programa de Gotta, como regidor de la política salarial del país: “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo”. En el estado de la actual política salarial cubana las instituciones estatales conviven con un emergente sector privado que —casi desmesuradamente y no siempre en labores complejas y productivas— retribuye más generosamente y dispara sin piedad los precios. En tal contexto, seguir apegados a ese principio e inscribirlo como el que fija pauta en la lógica salarial solo nos serviría para que esta, a poco de aprobarse la nueva Carta Magna, devenga anticonstitucional.

Se trata de un principio que no se cumple desde hace décadas, y al parecer demorará mucho en hacerse efectivo. Solo se cumplirá cuando se realice una reforma general de salarios que equilibre el salario real con el costo de la vida. Tras el esperanzador pronunciamiento de Raúl a finales de 2017, tal reforma parecía inminente, pero se ralentizó sin que hasta ahora se haya vuelto a hablar de ella como realización a la vista en un período de tiempo concreto.

El tema salarial resulta muy sensible. A mi modo de ver es el agujero negro por donde se nos escapan los frutos de una política educacional que acaba invirtiendo durante 17 años, o más, para formar profesionales sin que al final obtengamos los frutos de ese esfuerzo, dada la emigración de jóvenes, el robo de cerebros, la reconversión de profesionales en gastronómicos o choferes de taxis, o cualquier otra ocupación para las cuales no se necesita mucha calificación. Si mantenemos el enunciado tal como está en el artículo 76 y no ocurre la ansiada reforma general (no comparto la lógica de reformas sectoriales), la credibilidad de la Constitución que hoy queremos perfeccionar se resentirá.

El pluriempleo, la extensión de la edad para jubilarse, la contratación de ancianos jubilados, el que sea casi imposible hallar un economista (o cualquier otro técnico o profesional) para cualquier empresa o unidad, la corrupción en los niveles bajos, que nos pone a pagar por servicios que el Estado en teoría garantiza, son expresión de una política salarial divorciada de las necesidades del ciudadano. Esa problemática corroe las bases de la institucionalidad eficiente que luchamos por construir.

El absurdo de que en Cuba casi nadie quiera trabajar en instituciones estatales, que velan por el bienestar del ciudadano trabajador, contrasta con otros países, incluso regidos por el neoliberalismo, donde todos ansían un puesto en entidades del Estado. Tal fenómeno nos pone en desventaja política, nos derrota de antemano siempre que las discusiones que sostenemos con profesionales toman por el rumbo económico, que no debe oponerse al político sino sostenerlo.

Un diputado que vive en mi barrio argumentó con respeto, en respuesta a mi planteamiento, que la Constitución es el proyecto del país soñado, con proyección futura. En ese sentido pienso que si tal futuro tiene una larga data de enunciación y un largo pasado de no cumplirse por razones objetivas, ofrecerlo como ley para el futuro adquiere visos utópicos, en el peor sentido del concepto de utopía. Creo firmemente que nuestra Constitución debe contener un equilibrio visible entre sueño y objetividad.

Por otra parte, en el texto introductorio del tabloide distribuido para el debate, se pueden leer, en los párrafos finales, unas palabras de Fidel, que ahora yo también reproduzco:

Una de las cosas que nos preocupa y que debe ser una preocupación perenne, es que […] la Constitución que nosotros hagamos se cumpla rigurosamente. No podemos tener o aprobar uno solo de esos preceptos que no se aplique rigurosamente. […]

La Revolución no puede crear una Constitución, no puede crear instituciones, no puede crear principios que no se cumplan.

Por eso es nuestro propósito una vez que se haya aprobado esta Constitución, luchar consecuente y tenazmente, para que cada uno de los preceptos de esta Constitución se cumplan; que nadie le pueda imputar a la Revolución jamás, de que acordó leyes y principios que después no se cumplieron.

Mi punto de vista es que ese artículo 76, si no tenemos a la vista una reforma general de salarios, debe redactarse de nuevo. O sencillamente modificarse y no dar como hecho lo que es solo una aspiración. Podría decir: “El Estado aspira a retribuir salarialmente según el principio ‘de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo’, y luchará incesantemente por hacerlo valer con las rectificaciones a la política salarial que se vayan haciendo posibles a través del incremento de la productividad o cualquier otro factor, coyuntural o no”.

Las instituciones en tanto reguladoras de la gestión estatal son: su rostro, sus manos, su herramienta mayor. Entre esas herramientas está el cuerpo legislativo que sustenta la lógica de un devenir. Pero las herramientas legales no operan con robots; son los hombres los que las deben hacer valer, y los hombres merecen una retribución por su trabajo que les permita vivir con total limpieza ética.

Hace ocho años me jubilé por la llamada “ley vieja”. Trabajo en mi casa, porque escribo diariamente. Ya no dependo del salario, ni de mi (casi simbólica) pensión. Hablo de un problema que va mucho más allá de intereses personales.

Ricardo Riverón Rojas. Poeta, periodista y editor cubano. Villa Clara, 1949. En 1990 fundó la Editorial Capiro, en la ciudad de Santa Clara. Fue director de Signos, revista de cultura popular, también con sede en la ciudad de Santa Clara. En 2002 le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional. Entre sus libros se cuentan: Días como hoy (poesía) Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008; Irrelevancia crónica (crónicas) Editorial Capiro, Santa Clara, 2010; y No me quieras matar, corazón (antología poética), Ediciones Unión, La Habana, 2011.



Se publica en La Cosa con autorización expresa del autor.

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