Por Juan Torres
¿Qué son los Presupuestos Generales del Estado y por qué tienen
tanta importancia para la economía?
Los Presupuestos Generales del Estado (PGE) son el documento
en el que se
hacen
constar la totalidad de los gastos e ingresos que va a tener el Estado en un
año determinado. Los aprueba el Parlamento a partir del proyecto que presenta el gobierno al menos tres
meses antes de que acabe el año.
El
Parlamento (en el caso español, el Congreso y el Senado) puede enmendar y modificar las diferentes partidas.
De entrada, el Congreso hace una primera lectura de los Presupuestos, y
puede aceptarlos o rechazarlos en su totalidad. Este último caso suele considerarse un fracaso fundamental del gobierno, y acostumbra a llevar a la convocatoria de nuevas elecciones. Si se supera el primer
trámite, podrán
hacerse
modificaciones parciales o concretas, aunque sin superar el
techo de gasto establecido.
Los Presupuestos son un documento muy prolijo que tradicionalmente
ocupaba decenas de volúmenes y que en la actualidad se presenta en formato
digital porque contiene abundantísima información.
Para
su mejor comprensión y seguimiento, los Presupuestos se ordenan conforme a diversos criterios
(capítulos, funciones, conceptos
de gasto o tipos de ingresos e impuestos, etc.) que reflejan con todo detalle las
actividades que llevará cabo el Estado, el gasto asociado a cada una de ellas y
de dónde procederán los ingresos con cargo a los cuales podrán llevarse a cabo.
Una vez
que se aprueban,
se supone que
no podrían modificarse, aunque, de hecho, se realizan numerosos
cambios a lo largo del año,
a través de sucesivos decretos
leyes, que a veces hacen que los Presupuestos finales o realmente ejecutados
tengan muy poco que ver con los inicialmente elaborados en las Cortes.
En
el capítulo general de gastos se relacionan las diferentes partidas, entre las
que destacan los gastos de personal, los corrientes en bienes y servicios
(dedicados a mantener el funcionamiento cotidiano de la administración
pública), los financieros (dedicados al pago de los intereses de la deuda),
las
transferencias
corrientes
(que
son
pagos
realizados
sin contrapartida) o los de inversión.
También se presentan
según la diferente función que cumplen en las
diferentes áreas en las que actúan las administraciones del Estado: educación,
justicia, salud, defensa, etc. Y, lógicamente, todos esos conceptos de gasto se presentan en relación con los
diferentes tipos de administraciones que componen el sector público: el Estado en sentido estricto, la seguridad
social, los organismos autónomos (institutos, jefatura de tráfico, bibliotecas
nacionales,
etc.)
y
agencias
estatales.
Por
su parte, los ingresos se refieren fundamentalmente a los impuestos directos
—como el impuesto sobre la renta de las personas físicas
(IRPF) o el de sociedades—
o indirectos —como
el IVA—, a
las tasas y
precios públicos, a los ingresos que proporciona el patrimonio nacional,
a las transferencias recibidas por el Estado, a la venta de bienes del Estado
y, en general, tanto a los estrictamente del Estado como a los de las demás áreas del sector público estatal ya mencionadas (ingresos de la seguridad
social, de los organismos autónomos y de las agencias estatales).
Por
supuesto, para considerar el sector público en su conjunto (que representó en total algo menos del 44
por ciento del PIB en 2015) hay que tener en
cuenta, además de los Presupuestos Generales del Estado (que representan aproximadamente el 25 por ciento del PIB español), los correspondientes a las
comunidades autónomas (cuyo gasto representa
aproximadamente el 13,5 por ciento del PIB) y los de las administraciones
locales (algo menos del 5 por ciento del PIB).55
La importancia
de estos presupuestos
de gastos e
ingresos es muy grande
por varios motivos.
En primer lugar, por su cuantía, pues indican que la actividad de todas las
administraciones públicas representa sólo un poco menos de la mitad de toda la actividad
económica en España (algo menos del
44 por ciento en 2015 tal y como acabamos
de señalar). Y, además, hay que
tener en cuenta, como analizaremos
enseguida, que cada euro que gasta o ingresa cualquier administración pública
produce (bajo determinadas condiciones que también comentaremos) más de esa
cantidad en renta final para toda la economía, de modo que el impacto inicial
de todo ese gasto o de los impuestos que se fijen para obtener ingresos tiene
un efecto multiplicado sobre la economía.
En segundo
lugar, hay que
tener en cuenta
que, cuando gastan
o recaudan ingresos, las administraciones públicas no se limitan a
hacerlo pasivamente, sino que de esa forma están dirigiendo la economía y la
vida social en general en un sentido o en otro. La realización de gasto por parte del
sector público o el establecimiento de
medidas para obtener ingresos (generalmente y
en mayor medida por la
vía de los impuestos) es
discrecional e instrumental, es decir, que responde a una determinada voluntad de actuar de un modo u otro precisamente
porque al hacerlo se beneficia o perjudica a unos sujetos u otros y porque genera efectos diversos sobre la economía.
No es lo mismo que el gasto público se realice en educación que en pago
de intereses o en infraestructuras que nunca más se van a utilizar, por
ejemplo. Y no es igual establecer impuestos directos, que gravan a los sujetos
en función directa de su renta o riqueza, que indirectos, que se pagan en la
misma cantidad sea cual sea la renta o la riqueza
de los individuos. Y tanto el
gasto como los ingresos públicos generan incentivos o desincentivos para los
sujetos, de modo que condicionan sus conductas a menudo de modo muy
determinante.
Por
eso no cabe la menor duda de que los gobiernos, cuando toman decisiones sobre
gastos o ingresos públicos en los presupuestos que presentan a los parlamentos,
están haciendo «política» fiscal, la cual es, por las razones que venimos
apuntando, uno de los grandes instrumentos de la política económica general,
tanto
para
favorecer
un
tipo
u
otro
de
actividad
generadora de dinamismo y riqueza como para redistribuir los ingresos que se
generan cuando ésa se lleva a cabo, tratando de lograr un reparto más o
menos favorable para unas u otras personas o colectivos sociales.
Finalmente,
los Presupuestos son muy importantes
porque en ellos se incorpora la
previsión macroeconómica fundamental que tiene en cuenta el gobierno para
dirigir la economía
durante el año
presupuestario. Lógicamente, los gastos
sólo pueden presupuestarse con
antelación si se tienen en cuenta los ingresos que va a
haber, pero lo cierto es que no hay manera posible de conocer cuáles van a ser
los ingresos futuros con total certidumbre. Por tanto, quien realiza
los presupuestos debe establecer una previsión. Normalmente, se hace tomando
como referencia los datos del año
anterior y tratando de adelantarse a lo que pueda previsiblemente ocurrir en el
futuro; algo que, naturalmente, no es fácil, sino todo lo contrario. Los gobiernos (ya hicimos
referencia a ello) suelen equivocarse a menudo. No sólo porque dispongan de instrumentos de análisis imperfectos o porque a
veces se
cieguen con los
presupuestos ideológicos que
defienden, sino porque, al
elaborar el presupuesto, tratan de concederse el horizonte que les sea más
favorable. Si son pesimistas (o sencillamente realistas
en una situación objetivamente mala), tendrán que prever un limitado incremento de los ingresos y, por
tanto, también de los gastos, lo cual posiblemente lleve a empeorar la situación económica,
porque el menor gasto supondrá, por añadidura, aún menos impulso a la
actividad. Por el contrario, si hacen una previsión más optimista podrán
contemplar más gastos y así ayudar a que la economía mejore gracias a ese impulso
más potente. Aunque,
lógicamente, un exceso de optimismo puede hacer que se desequilibren
todas las cuentas si finalmente no se consigue alcanzar los objetivos de
crecimiento fijados.
Para evitar
esas derivas (que
se suelen producir
preferentemente en etapas
preelectorales), en algunos países se han creado autoridades fiscales
independientes para vigilar que no se produzcan esas desviaciones
malintencionadas. Se trata de una buena fórmula cuando realmente son independientes y pueden controlar a los
gobiernos, pero pueden contribuir
a agravar los problemas cuando no
lo son y siguen los
dictados del gobierno de turno.
Como
ya hemos comentado, el debate sobre los efectos que tiene la intervención del
Estado sobre la economía y más concretamente del gasto público y de la política
fiscal es uno de los más antiguos y habituales en el análisis económico. Al respecto,
hay prejuicios, diferentes
posiciones ideológicas, metodologías de evaluación diferentes y, en todo caso, una dificultad intrínseca e
innegable a la hora de poder conocer con todo el rigor necesario lo que efectivamente ocurre cuando se lleva cabo. Y todo ello impide, como en tantas otras
cuestiones económicas, dar una respuesta definitiva, cerrada y generalmente
admitida.
Como casi siempre, la respuesta es que depende. Dejando
a un lado las preferencias que condenan o aplauden al gasto público per se, el
efecto del gasto público en la economía depende de lo que suceda en esa
economía en el momento en que se produce y de la naturaleza del gasto que se
realiza.
En
cualquier circunstancia, un incremento del gasto público implica un aumento del
ingreso en el sector privado, mas rigurosamente hablando, de su renta disponible, es decir de la que ya se puede utilizar
directamente, o bien en el gasto en bienes y servicios
(por la vía del consumo o de la inversión, según se trate de hogares o
empresas), o bien en el ahorro.
Esto
último es así por definición. Cuando alguien realiza un gasto (en el caso del
gasto público, el Estado), algún otro sujeto recibe un ingreso. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque
gran parte del relato antigasto público que
hacen los economistas liberales se basa en creer
o en hacer creer a la
gente que el sector público gasta para sí mismo, como si fuera un devorador
insaciable y egoísta de recursos, cuando eso ni es ni puede ser así.
Cada
vez que se registra un determinado gasto con recursos del sector público, bien sea al pagar
a un funcionario, o al comprar bienes para las oficinas administrativas, o al
contratar a una empresa para que construya un aeropuerto, un hospital o una
escuela, o cuando se da una beca o se paga una pensión…, el Estado está poniendo inmediatamente el dinero que conlleva
ese gasto en manos de un sujeto privado (hogares o empresas nacionales u
hogares y empresas del extranjero). Por tanto, el gasto público
nunca se hace
«en
beneficio» del propio sector público, sino que siempre repercute (es verdad que
puede ser inmediatamente o con un cierto retardo) en el sector privado.
La
idea de que el gasto público del
Estado es un «robo» a los individuos porque les detrae recursos
es completamente falso. En realidad, es todo lo contrario, incluso
(como veremos) teniendo
en cuenta que habrá
que financiarlo: lo que hace el gasto público en el mismo momento en que
se realiza es poner recursos en manos de los individuos o de las empresas. El
gasto público no quita el dinero a los sujetos
económicos para que se lo
«trague» el
Estado, como se dice, sino que pone más dinero
en sus manos (lo cual, por otra parte, no quiere decir que eso sea siempre lo
conveniente).
A
partir de que se realiza un gasto público de cualquier cantidad, lo que sucede
es, como decimos, que se produce un
ingreso en algún sujeto, y que éste, o bien lo ahorra, o bien lo consume en función (ya lo sabemos)
de su
propensión
marginal al consumo, la cual refleja la proporción de cada nuevo euro en que se incrementa su renta que es destinada al consumo, tal y como ya explicamos en el caso de la
inversión.
Si,
por ejemplo, un empleado público tiene una propensión marginal al consumo de 0,7, eso significa que de cada cien nuevos
euros de aumento
en su sueldo consume setenta y ahorra treinta. Y, como también sabemos ya,
cuando ese funcionario gasta sus setenta euros en consumo lo que está haciendo
es generar un ingreso, una nueva renta, en el nuevo sujeto que le vende bienes
y servicios. Y cuando éste recibe los setenta euros de nuevo consumirá una parte (si suponemos que tiene la misma propensión marginal al consumo, consumirá
49 euros, que es
el 70 por ciento de setenta) y ahorrará
el resto. Y, de nuevo,
quien le haya vendido esos 49 euros recibirá
un ingreso por esa cantidad, del cual consumirá una parte y ahorrará otra… En definitiva, lo que ocurre es que,
tras los cien euros de gasto público inicial que se materializaron en el sueldo
del funcionario, se han ido sucediendo nuevos gastos en consumo equivalente al
70 por ciento del ingreso que en cada paso se va generando (suponiendo que
todos los sujetos lo hacen en la misma proporción).
Esta
«rueda» que se va produciendo en la economía es lo que llamamos efecto
multiplicador del gasto público, y es el que hace que, al final del
proceso, el incremento
que se haya de
producir en la renta
total de la economía sea bastante mayor que el de los
cien euros iniciales. En este caso, concretamente, la renta final sería
de 333,3 euros, es decir, 3,33 veces mayor que el incremento de renta inicial.
Y no
hará falta decir que sucede exactamente igual, aunque con signo contrario,
cuando se reduce el gasto público:
produce un descenso final de la renta mayor que el del recorte en el gasto.
La existencia de este efecto
multiplicador ha sido siempre reconocida por la inmensa mayoría de los economistas y, cómo no,
por organismos tan
convencionales y poco
sospechosos de veleidades
heterodoxas como la OCDE o el Fondo Monetario Internacional,
que calculan habitualmente los multiplicadores
fiscales de los diversos
países. Sólo ciertos economistas que profesan el liberalismo más fundamentalista niegan su existencia, llevados por la idea de que cualquier intervención pública es nefasta
y debe evitarse.
Otra cosa es
que ese efecto es muy difícil de calcular con exactitud y rigor y que puede ser mayor
o menor, o incluso nulo en algunas
circunstancias, en función de diversos factores, tales como las condiciones en que se encuentre
la economía y la forma en que se produzca el incremento o el descenso del
gasto. Pero una cosa es que el efecto multiplicador no sea siempre potente y otra es negar que exista.
Para que
se produzca el
efecto multiplicador del
gasto público, en primer lugar ha de haber recursos ociosos
en la economía (lógicamente, si no los hubiera, lo que producirá
un aumento del gasto
sería sólo un alza de los
precios). En segundo lugar, la propensión
marginal
al
consumo
debe
aumentar o, al menos, mantenerse constante a
lo largo del proceso, porque si bajara habría cada vez más ahorro, el
cual se iría «comiendo» los incrementos de renta. En tercer lugar, el incremento del gasto debe darse en la renta disponible, esto es, en la que es
posterior al pago de impuestos pues, en otro caso, podría ser
que
los
impuestos
anularan
el
efecto
expansivo
del
incremento del gasto. Por último, el incremento del gasto público debe estar dirigido al consumo en bienes y
servicios nacionales a fin de evitar que los sucesivos incrementos en la renta
se den fuera de nuestra economía. Y, además de esto, también hay que señalar
que si el nivel de deuda es muy elevado en la economía podría suceder que el incremento de gasto público fuese utilizado
por los sujetos para eliminarla, de modo que no iría entonces
al consumo que es el que inicia el proceso multiplicador.
Como
es evidente que estas circunstancias no se dan siempre, o que se dan en mayor o menor
medida, lo cierto es que ni el
multiplicador es siempre el mismo ni en todo momento se puede asegurar que sea
suficientemente potente como para ser realmente expansivo (o recesivo, cuando
baja el gasto). Y ahí es donde entra la polémica entre los economistas más sensatos.
En
general, como he señalado, se puede decir que es aceptado generalmente que se
produce efecto multiplicador, aunque sea de una magnitud más bien escasa. Los mayores defensores de la política fiscal son precisamente los que han encontrado en
sus estudios empíricos que el multiplicador fiscal es alto y que, por tanto, es un
instrumento muy efectivo para logar que finalmente aumente bastante la renta a
través de él.
A
veces, el cálculo de los multiplicadores es lo que constituye el centro de la polémica, así como el origen
de problemas muy importantes. Eso es lo que ha ocurrido en Europa en los últimos
años, cuando la llamada troika (la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) defendía
que se redujera lo más rápidamente posible el gasto público porque todos sus miembros pensaban que
eso no iba a tener apenas efecto sobre la renta. Afirmaban que su efecto multiplicador era muy bajo, en
contra de lo que pensaban los economistas críticos con esas políticas de recorte de gasto. Sin embargo,
con el paso del tiempo,
el propio Fondo Monetario Internacional tuvo que
reconocer que durante treinta años ha calculado muy a la baja los multiplicadores fiscales y que en Europa estarían
entre 0,9 y 1,7 durante
la última crisis,56 aunque algunos investigadores han llegado a cifrarlos en 3.
Es
fácil deducir el efecto dramático de esos «errores»: se reduce un euro el gasto
creyendo que sólo se reducirá la renta en 0,5 y lo que ocurre en realidad es
que baja en 1,7.
Estas
son las consecuencias de que los economistas
se acerquen a la realidad sin quitarse el velo de sus prejuicios y buscando
tan sólo las cifras y los datos que
conformen sus proposiciones
más que los
que de verdad reflejen lo que está sucediendo realmente. Es muy probable
que, si una autoridad verdaderamente independiente hubiera abordado esos cálculos, quizá no se hubieran producido los daños que ha ocasionado en Europa la
adopción de una política fiscal y económica basada, en general, en hipótesis y datos equivocados. Y el caso muestra una vez más los terribles
efectos sobre el bienestar humano que
tiene la ideologización de la política
económica, el permitir que las autoridades se dejen llevar por
prejuicios que en realidad son la envoltura retórica de medidas que al final,
simplemente, vienen a engordar el bolsillo de los mismos de siempre.
Porque ése, y no otro, ha sido el efecto principal de estas políticas.
Y,
por último, aunque no por ello menos
importante, esto evidencia también lo peligrosos que podemos llegar a ser los
economistas cuando, en lugar de ayudar a pensar y decidir, nos dedicamos a
adoctrinar dejándonos llevar por la ideología, las creencias cuasi religiosas y
los intereses.
Citas
Citas
55. Para hacerse una idea bastante
aproximada de lo que representan en euros esos
porcentajes puede considerarse que, en 2015, el PIB español fue de un billón de euros, en números redondos.
( Continuará)