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martes, 26 de febrero de 2019

¿Cambio de época? Notas sobre la Constitución para pensar el día después

La Constitución no es un punto de llegada, sino de partida. Solo se podrá medir, desde ella misma, si resulta respetada y aplicada en su letra y espíritu.

Por Rafael Hernández OnCuba



Estas breves notas no se dirigen a glosar el documento Constitución, a dilucidar sus virtudes o insuficiencias, a comentarlo desde su gramática jurídica, ni tampoco a convencer a nadie de cómo debe votar.

De hecho, están pensadas en la perspectiva de que la nueva Constitución no es una meta en sí misma, sino una estación en un camino hacia la transformación del modelo político y económico, que está por delante. Por alto que sea su valor intrínseco, su lugar en la historia del pensamiento republicano, o su contribución para abrir puertas hacia lo que vendrá, en este enfoque es solo parte de una matriz de transición, que incluye factores sociales, culturales, políticos, estratégicos, tanto internos como externos.

En lugar de una especie de texto sagrado donde encontrar todas las respuestas a las numerosas preguntas y problemas propios de una época de cambios, la Constitución es parte de una dinámica mayor, la de un cambio de época en la vida nacional. 

Naturalmente, resulta difícil discernir la complejidad de esa transición a partir del túmulo opaco de opiniones y sentido común que acumulan los medios, incluidas las redes sociales; reflexionar sobre sus problemas bajo la avalancha de inspirada literatura, buenos deseos, apotegmas ideológicos de un signo y de otro, que copa la esfera pública; interpretar las reformas mediante la replicación inopinada de fórmulas simples, sean consignas o teorías de la conspiración que explican las “intenciones del gobierno” o las soberanas preferencias de cada cual; reducir el alcance y significado de un proceso de transformación de la conciencia cívica y la cultura política nacional a un voto de SÍ o NO.

Todo eso, y más, forma parte de un complejo entramado, cuya apreciación requeriría miradas ecuánimes, que faciliten a la sociedad cubana y sus instituciones verse por dentro tales cuales son, sin idealizarse ni maldecirse.


Foto: Yaniel Tolentino.
Consulta y debate

El fermento de ideas que la consulta popular (15 de agosto-15 de noviembre, 2018) ha arrastrado y colocado bajo su luz no se inició con la discusión organizada del borrador constitucional, ni se cerrará con el referéndum. Buena parte ya se había hecho visible en la esfera pública –para el que tuviera ojos con que mirarla–, desde la crisis del Periodo especial, mediante publicaciones periódicas, espacios de debate, investigaciones, eventos académicos y culturales, pero también en obras literarias y artísticas, películas, piezas de teatro.

Esos temas y problemas que emergían en la esfera cultural e intelectual ya estaban presentes en las conversaciones y la vida cotidiana. Más recientemente, con la extensión del acceso a Internet, algunos empezaron a aparecer incluso en la prensa, también la estatal, especialmente en su versión digital; así como, desde luego, en las redes sociales. 

El llamado a reconocer el derecho a discrepar “del que no se debe privar a nadie”, a un “debate sin ataduras a dogmas y esquemas inviables,” tendió a favorecer un clima de naturalización del disentimiento. Sin embargo, ninguno de estos llamados, ni los pronósticos de los denominados medios alternativos, y al parecer tampoco en los sondeos de opinión del Partido, anticiparon la dinámica de sociedad abierta que reflejó la consulta de la nueva Constitución.

Sin detenernos en su análisis pormenorizado (para lo cual carecemos aquí del espacio y los datos primarios), resulta evidente que:

  1. Entre las numerosas consultas públicas hechas hasta hoy para adoptar proyectos o reformas constitucionales, legislaciones, “parlamentos obreros,” “Lineamientos económicos y sociales”, esta última ha sido la más democrática y transparente.
  2. Ahora el nuevo gobierno tiene un mapa de la opinión pública y de sus percepciones sobre los problemas del país cuya fidelidad y amplitud rebasa el de cualquier auscultación anterior, y cuyo significado para ejercer la función de gobierno resulta difícil de exagerar.
  3. Ahora la sociedad cubana ha adquirido un dominio de su Constitución como los de pocos países, incluidos los del Primer mundo.
  4. Las lecciones para la educación ciudadana y el buen gobierno que lo anterior entraña, incluido el conocimiento sobre las visiones conservadoras o retrógradas que forman parte de la sociedad civil real, son una contribución excepcional a “verse por dentro” y al desarrollo de una conciencia cívica crítica.

Foto: Yaniel Tolentino.

“El municipio es la sal de la democracia”

Aunque el documento “Lineamientos de la política económica y social del PCC y la Revolución” (2011) mencionaba cincuenta veces la descentralización y sus términos asociados (descentralizar, descentralizado, territorio, territorial, local, municipal, etc.), y a pesar de que esta se iba a poner a prueba en dos flamantes provincias, el sistema se ha mantenido tan hipercentralizado como antes del Periodo especial, hace tres décadas.

Sin entregarle atribuciones al municipio, el nivel central seguirá sujetando la iniciativa local; sofocando las fuerzas productivas y el desarrollo económico; aplicando criterios uniformizadores universales (como si la sociedad y su economía fueran las mismas en todo el país); ejerciendo un control centralizado basado en concepciones obsoletas y mecanismos ineficaces; imponiendo una planificación que no es estratégica sino administrativa; sometiendo la autoridad constitucional de esos gobiernos locales al peso del poder burocrático y los recursos omnímodos de los organismos centrales del Estado. Pero sobre todo, sin autonomía municipal, los gobiernos locales no podrán propiciar el tipo de participación ciudadana que se requiere para “cambiar todo lo que debe ser cambiado.”

Si en la institucionalización de la participación el actual modelo ha podido exhibir la movilización y la consulta como asignaturas aprobadas –no con la máxima calificación, pero al menos con notas sobresalientes a nivel internacional–, en las otras dimensiones de esta participación, especialmente el control de las políticas y la incidencia en la toma de decisiones, está claro que un simple repaso o “perfeccionamiento” no bastan.

Aunque no todas estas condiciones fueran cumplidas por el nuevo texto constitucional de manera explícita, su adopción ha sido un paso notable respecto al de 1976.


El derecho a “participar en la elaboración y posterior ejecución y control del Plan Único de Desarrollo Económico-Social del Estado” (Art. 104, 1976), se expande ahora a reafirmar la potestad de la Asamblea Municipal (AMPP), como el “órgano superior del poder del Estado” e “investida de la más alta autoridad en su territorio” (art.185, 2019); a aprobar y controlar “el plan de la economía, el presupuesto y el plan de desarrollo integral del municipio; organizar y controlar,…las actividades económicas, de producción y servicios, de salud, asistenciales, de prevención y atención social, científicas, educacionales, culturales, recreativas, deportivas y de protección del medio ambiente en el municipio.”

Sin embargo, la adición más importante, a mi juicio, es la de “Garantías a los derechos de petición y participación popular” (Art. 200), en particular, a la “correcta atención a los planteamientos, quejas y peticiones de la población;” “el derecho de la población del municipio a proponerle el análisis de temas de su competencia;” su obligación de analizar, “a petición de los ciudadanos, los acuerdos y disposiciones propias o de autoridades municipales subordinadas, por estimar aquellos que estos lesionan sus intereses, tanto individuales como colectivos, y adoptar las medidas que correspondan.”

Naturalmente que se requerirá una nueva Ley de municipios, que consolide este progreso en la formulación constitucional. Pero sobre todo, un nuevo estilo de gobierno, que empuje a los dirigentes de la administración del Estado a someterse al escrutinio de los órganos representativos. De lo contrario, el poder real y la credibilidad de estos órganos no se recuperarán del desgaste sufrido, especialmente desde el Periodo especial, ni tendrá la capacidad para representar realmente a la ciudadanía.


Foto: Yaniel Tolentino.

El regreso de la propiedad privada

Entre los tópicos más comentados en la consulta popular y las sesiones de la ANPP no está el de la propiedad privada. Cualquiera podría preguntarse por qué el matrimonio igualitario y la edad del presidente han concitado más cuestionamientos que la adopción de la propiedad privada sobre los medios de producción, considerando su significado para un sistema socialista.

En ausencia de datos primarios, algunas hipótesis atendibles como ensayos de respuesta podrían ser:

  1. La gente está harta de la ineficiencia estatal y acepta una alternativa que pueda asegurar la calidad y eficiencia de los servicios, representados supuestamente por los privados. 
  2. Los cubanos creen que “el sector privado es el alma y la fuerza de la nación.” Todo lo que sea liberarlo resulta apoyado al instante.
  3. Se trata solo de reconocer una práctica ya existente. Una parte sustancial del sector privado no es “trabajo por cuenta propia” (autoempleo y negocio familiar), sino pequeña y mediana empresa, según su cantidad de empleados.
  4. El VII Congreso del PCC (2016) ya había aprobado la separación entre la microempresa (autoempleo y negocio familiar) y el pequeño y mediano negocio –admitiendo con ellos la inversión privada nacional a mayor escala.
  5. Desde hace más de una década (tránsito al gobierno de Raúl Castro) se ha enfatizado la legitimidad, no sólo la legalidad, del sector privado, que ya no se trata como “un mal necesario,” sino como parte orgánica del nuevo modelo socialista.
No obstante, todas estas posibles respuestas resultan insuficientes para explicar la poca presencia de este tema en la mayoría de los debates. Y se trata aquí de cambios de fondo.

El nuevo texto ya no define la propiedad privada como negocio familiar, sino “la que se ejerce sobre determinados medios de producción.” Al hacerlo, excluye “las tierras que no pertenecen a particulares…el subsuelo, los yacimientos minerales, las minas, los bosques, las aguas, las playas, las vías de comunicación y los recursos naturales”, así como “las infraestructuras…, principales industrias e instalaciones económicas y sociales, así como otros de carácter estratégico para el desarrollo económico y social del país,” todas las cuales son taxativamente estatales. En cuanto a la propiedad sobre la tierra (pequeños agricultores y cooperativistas con títulos), dice que “se regula por un régimen especial,” y “su compraventa… solo podrá realizarse previo cumplimiento de los requisitos que establece la ley” (Art. 29). 

En otras palabras, que salvo la lista de arriba, todo lo demás es constitucionalmente susceptible de pertenecer a un pequeño o mediano propietario privado, incluida tierra agrícola adquirida fuera del ámbito familiar. El párrafo donde el texto de 1976 describía como obligatoriamente estatales “los centrales azucareros, las fábricas, los medios fundamentales de transporte, y cuantas empresas, bancos, instalaciones y bienes han sido nacionalizados y expropiados a los imperialistas, latifundistas y burgueses” ha sido eliminado.

Este es solo un ejemplo entre muchos de las puertas que deja abiertas la nueva Constitución. Un hotel, una fábrica, un ferrocarril, una industria “no principal,” un medio de comunicación “no fundamental,” según la letra del texto constitucional, podrían pasar al sector no estatal.

Si bien “la concentración de la propiedad en personas naturales o jurídicas no estatales es regulada por el Estado” (Art. 30), el sector privado podría ir bastante más allá que la renta de habitaciones, los taxis y las paladares.

El tema de la propiedad permite ilustrar la escala de las reformas potenciales hacia un modelo de economía mixta, donde el sector estatal predominante puede asociarse no solo con el capital extranjero sino con la iniciativa nacional. Se trata también de nuevos derechos y libertades, además de las que se estipulan en la sección ampliada sobre derechos individuales y colectivos y acceso a la justicia (Art. 50, 54, 60), mucho más explicadas y debatidas en los medios.

Foto: Yaniel Tolentino.


Un socialismo donde se puede votar NO

El costo político de hacer una votación democrática, donde se visibiliza la diferencia, la discrepancia, el disentimiento, es uno de los méritos de este proceso. Ese riesgo, que merecería acompañamiento, aunque fuera crítico, ha sido asumido por el gobierno en todo su alcance.

La misma ciudadanía que pudo discutir abiertamente, sin cortapisas ni correcciones ideológicas, el borrador constitucional, es la que lo vota.

Tiene a su favor el haber experimentado un curso práctico sobre contenidos y significados de la Constitución, haber escuchado las más diversas opiniones, de tirios y troyanos, tener más elementos de juicio para pensar con su cabeza y ejercer el voto de manera libre y consciente que nunca antes.

No es justo ni tampoco razonable, en términos de la política que anima la nueva Constitución, juzgar a los que votan NO como traidores o vendepatrias. Simplemente no están de acuerdo en algún grado con ideas o normas que la constitución adopta. Por ejemplo, los creyentes religiosos que se sienten obligados a identificarse con la voz de pastores y obispos –aunque sea soslayando otras maneras de interpretar el mensaje de la propia fe.

No es el voto instantáneo, disciplinado o contagiado el que constituye ciudadanos, sino el consciente. Lamentablemente, no hay un concienciómetro que pueda aplicarse a los que votaron sí o no.

Esos que votan NO desde una conciencia cívica (no por embullo, ignorancia o malestar) merecen especial respeto, porque representan a una ciudadanía activa, que ejerce el derecho reconocido por este propio proceso constitucional. Para que ellos puedan expresarse, disentir, sin que su desacuerdo se tome como traición a la patria, ni siquiera como enemistad hacia los valores que el socialismo promueve, se requiere un procedimiento constitucional transparente como el actual.

Los que votan Sí como ciudadanos conscientes, se están comprometiendo con ese nuevo orden, que incluye el derecho a disentir, por parte de los demás y de ellos mismos. Un orden donde, por ejemplo, los debates en los medios públicos den lecciones de rigor y nivel intelectual al zipizape y al ciberchancleteo imperante en las redes, y donde los ciudadanos, incluidos los militantes del Partido, puedan discrepar en el periódico oficial del CC del PCC, en vez de en un blog o un diario electrónico privado.

Finalmente, un “voto por el NO” solo revela que no existe unanimidad, aspecto sobre el que los más altos dirigentes cubanos han vuelto una y otra vez.

En un país cualquiera, 60-65% del voto sería una expresión formidable de apoyo. Por ejemplo, el referéndum que aprobó la salida del Reino Unido de la Unión Europea, conocido como Brexit, solo tuvo el 52%. El hecho de que, en la tradición electoral cubana, un voto inferior al 90% se considere bajo no revela otra cosa que el mismo apego al unanimismo que se suele criticar.

Dado que Cuba es uno de esos países en los que, a diferencia de otros (11 solo en América Latina), el voto en el referéndum constitucional no es obligatorio, una aprobación entre 60 y 70 % no es para nada un desastre –especialmente si se considera que los votos en blanco, las boletas inválidas, los que se abstienen, se restan al porciento total en detrimento del SÍ.


Foto: Yaniel Tolentino.

Una reforma política democrática

Pensar la búsqueda de la democracia como se rescata un objeto incrustado bajo ruinas griegas o romanas; se entresaca de ideales, doctrinas, frases, legadas por padres fundadores, grandes filósofos, figuras de la historia patria; o se postula a partir de un cierto conjunto denominado “los valores de la nación,” no es un ejercicio vano ni inútil, especialmente para construir un discurso inspirado y conceptual sobre el tema.

Ahora bien, si se trata de comprenderla y construirla desde la experiencia histórica, conectada con una cultura política y una participación cívica determinadas, con ideologías y prácticas institucionales, conflictos y voluntades, intereses y luchas, hay que partir de un sistema político real y concreto, que es el que puede transformarse.

Vista así, la reforma nunca se trata de la puesta en escena de una teoría o una ideología, o de la adopción de modelos, sino de trabajar sobre una democracia “imperfecta”, formada por ciudadanos que quizás nunca antes habían leído su Constitución, por una burocracia que difícilmente y solo bajo presión cambia su estilo de mando, e incluso por un Partido único, con una membresía integrada por cubanos reales que no piensan igual.

Estas “imperfecciones” podrían encerrar, al cabo, una riqueza mayor que la ilustrada en muchos libros. Por ejemplo, es precisamente esa diversidad en sus filas la que puede permitir a ese Partido aspirar a cumplir con la misión formidable de representar la diversidad de la nación, el encuentro fundamental que la reúne en sus propias diferencias, y que algunos discursos sobre la unidad nacional no alcanzan a evocar en plenitud.

Una democracia identificada como socialista no se puede fundamentar en una mayoría aritmética simple, sino en una suma de minorías en desventaja, superior a cualquier mayoría, y basada en principios esenciales, como la justicia social y la igualdad.

La Constitución no es un punto de llegada, sino de partida. Solo se podrá medir, desde ella misma, si resulta respetada y aplicada en su letra y espíritu; y si, desde su contenido, puede ser interpretada por los órganos representativos de la ciudadanía, las instituciones a cargo de la ley y la justicia, las estructuras políticas y la política misma.

Esta es, seguramente, una oportunidad crucial para renovar el estilo político gubernamental; hacer uso extensivo de todas las tecnologías de la información y de la comunicación, para compenetrarse con la gente y sus problemas; concebir a los dirigentes, en lugar de instructores políticos o tecnócratas, en su capacidad de escuchar y dialogar, conseguir la participación de los trabajadores en la solución de los problemas, articular un nuevo consenso.

Uno no unánime ni homogéneo –pero consenso al fin.

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